Capítulo 29

A las cuatro, el despacho de Tom comenzó a vaciarse. Típico de un viernes, pensó. Hacía una tarde agradable y soleada en Londres, y la previsión meteorológica era buena. Uno a uno, sus trabajadores despejaban las mesas, se despedían alegremente y se dirigían hacia la puerta.

Envidiaba sus fines de semana sin problemas e intentaba recordar la última vez que él había tenido uno de verdadero relax, sin pensar en el trabajo, sentarse frente al ordenador, estudiar minuciosamente una hoja de cálculo de sus gastos e ingresos, mirar preocupado a Kellie mientras estaba sentada con el teclado en el suelo del salón.

Tom tenía un poco abierta la ventana a pesar del rugido del tráfico y sintió el aire, balsámico y templado. Quizás este fin de semana desconectase un poco, tanto como le permitiera el nubarrón del maldito CD. Era una buena noticia que Kellie tuviera trabajo. El sueldo no era gran cosa, pero al menos cubriría sus despilfarros, siempre que no la animara a gastar aún más.

A las cuatro y cuarto se dijo «a la mierda». Si se marchaba ahora, quizá llegaría a tiempo de coger el siguiente tren rápido, el de las 16.36, que le llevaría a casa con tiempo de sobra para la barbacoa que había planeado con Kellie; utilizarían el nuevo y enorme aparato que había comprado.

Meneó la cabeza con incredulidad al pensar en la barbacoa. Era una locura. Sin embargo, sentía curiosidad por ver cómo era; sentía curiosidad por saber cómo una barbacoa podía costar más de quinientas libras.

En un ramalazo de despilfarro, menor comparado con el de Kellie, cogió un taxi en lugar del autobús para ir a la estación Victoria y llegó con sólo unos minutos de adelanto. Compró el Evening Standard a un vendedor ambulante y sin molestarse a esperar el cambio salió corriendo hacia el andén y se subió al tren justo unos segundos antes de que las ruedas comenzaran a moverse.

Por pura determinación, se abrió paso por el pasillo de todos y cada uno de los repletos vagones del tren, buscando al capullo. Pero no había rastro de él. Cuando acabó, sudaba a mares por el calor y el esfuerzo. Encontró uno de los pocos asientos vacíos, sacó el portátil y la tarjeta de alta velocidad de Internet de la bolsa, que dejó junto a la chaqueta en la rejilla portaequipajes, luego se sentó con el portátil en el regazo y consultó la portada del periódico.

Treinta muertos en una masacre con bomba en Iraq.

Echó un vistazo al artículo, otro atentado suicida más con coche bomba contra una oficina de reclutamiento de la policía, y se sintió culpable al saberse consciente de que ya no le afectaban reportajes como aquél. Parecía haber tantos, a todas horas… Y en realidad nunca había definido su postura respecto a Iraq. No le gustaban ni Bush ni Blair, y con cada nuevo atentado crecían sus dudas sobre si el mundo era un lugar más seguro desde la invasión. A veces, cuando asomaba la cabeza por la puerta de los cuartos de sus hijos dormidos, se quedaba mirándolos con una sensación de impotencia culpable porque se sabía responsable de su seguridad, pero en cuanto a la política del mundo al que los había traído, se sentía deplorablemente inepto.

Luego, pasó la página y sintió como si un puño invisible hubiera salido de otra dimensión y le agarrara las entrañas con fuerza.

Estaba viendo la fotografía de una joven, debajo de un titular espeluznante en la parte superior de la tercera página: «La víctima decapitada ya tiene nombre». Su cara.

Le recordó otra vez, sólo un poco, a Gwyneth Paltrow, igual que la primera vez que la había visto, en su estudio, el martes por la noche.

Era ella. Seguro, no tenía la menor duda.

Su mirada saltó a las palabras impresas debajo:

La policía de Sussex ha confirmado hoy que el cadáver gravemente mutilado de una joven, hallada el miércoles en unas tierras de labranza de Peacehaven, East Sussex, pertenece a la estudiante de Derecho de 23 años Janie Stretton.

El inspector jefe al frente del caso para el Departamento de Investigación Criminal, el comisario Roy Grace, ha declarado: «Se trata de uno de los asesinatos más brutales que he visto a lo largo de los veinte años que llevo en el cuerpo. Janie Stretton era una joven buena, trabajadora y conocida. Estamos haciendo todo lo posible para atrapar a su asesino».

Derek Stretton, el padre acongojado de Janie, hizo estas breves declaraciones desde su mansión de tres millones de libras a orillas del río, cerca de Southampton: «Janie era la hija más maravillosa que un padre pueda desear y fue un gran apoyo para mí cuando, tristemente, mi esposa, su madre, murió. Le suplico a la policía que encuentre deprisa a su asesino, antes de que destruya otra vida inocente».

Luego, la mirada de Tom volvió al rostro de Janie. Y al hacerlo, las palabras del e-mail amenazador regresaron a su mente:

Si informa a la policía de lo que vio o intenta acceder otra vez a la página, lo que está a punto de pasarle a su ordenador le pasará a su mujer, Kellie, y a su hijo, Max, y a su hija, Jessica.

Por un momento, miró nerviosamente a los pasajeros que tenía alrededor, pero nadie se fijaba en él. Enfrente había sentado un chico conectado a un iPod; Tom oía el ritmo, un sonido áspero e irritante, demasiado bajo para reconocer la música, pero más alto que el traqueteo del tren. Un par de pasajeros más también leían el periódico, mientras que una mujer leía un ejemplar muy usado de El código Da Vinci y un hombre que llevaba un traje de raya diplomática trabajaba con su portátil.

Tom volvió a mirar la fotografía.

¿Había alguna posibilidad de que estuviera equivocado? ¿Alguna? Pero no la había. Era ella. Se preguntó qué diablos podía hacer.

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