8

A la mañana siguiente, llamé a la oficina inmobiliaria. Mickey Mehrabian resultó ser una mujer con una voz a lo Lauren Bacall, con algo de acento extranjero. Concerté con ella una cita, para ver la casa a las once, y pasé la siguiente hora pensando en la primera vez que la había visto.

Tengo algo que enseñarte, Alex.

Sorpresa, sorpresa. Ella estaba llena de sorpresas.


Yo esperaba que estuviera rodeada de pretendientes; pero siempre estaba disponible cuando la llamaba para salir, incluso casi sin previo aviso. Y jamás se quejaba cuando la crisis de un paciente me obligaba a romper una cita. Nunca me empujó ni me presionó para lograr de mi un compromiso de ningún tipo…, era el ser humano menos exigente que jamás hubiera conocido.

Hacíamos el amor en casi cada ocasión en que nos veíamos, a pesar de que nunca pasábamos la noche juntos.

Al principio me rogó que no fuésemos a mi casa, deseaba hacerlo en el asiento de atrás del coche. Cuando llevábamos ya varios meses saliendo, moderó su intransigencia, pero incluso cuando compartía mi cama, la trataba como si fuera el asiento trasero del coche… no acabando nunca de desnudarse del todo, jamás quedándose dormida. En una ocasión, tras despertarme varias veces de mi propia somnolencia postcoital y hallarla sentada al borde de la cama, totalmente vestida y tirándose de la oreja, le pregunté qué era lo que la preocupaba.

– Nada. Simplemente, es que soy muy inquieta…, siempre lo he sido. Tengo problemas para dormir en otro sitio que no sea mi propia cama. ¿Te molesta?

– No, naturalmente que no. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Llévame a casa. Cuando te venga bien.

Me adapté a sus necesidades: follar y escapar. Eso le quitó algunos flecos a mi placer, pero quedaba aún el suficiente como para que siguiese volviendo a por más.

Su placer… La falta del mismo, era algo que no cesaba de roerme la mente. Llevaba a cabo todos los gestos propios del apasionamiento, moviéndose con energía… una energía que yo estaba seguro que no era erótica; pero nunca se corría.

No era que no respondiese a los estímulos: se mojaba con facilidad, siempre estaba dispuesta. Parecía disfrutar con el acto; pero el clímax no formaba parte de su repertorio. Cuando yo había acabado, ella también… habiéndome dado algo de ella misma, pero no la totalidad.

Yo sabía perfectamente bien que esto no era lo correcto, pero su dulzura y belleza…, la emoción de poseer a la hermosa que, de eso estaba seguro, todo el mundo deseaba…, eso me mantenía. Seguro, era una fantasía de adolescente, pero una parte de mí no estaba tan lejos de la adolescencia.

Su brazo rodeando mi cintura ya era suficiente para ponérmela dura. El pensar en ella daba paso a ensoñaciones diurnas que llenaban mis sentidos. Dejé de lado mis dudas.

Pero, al cabo, la situación empezó a carcomerme demasiado: yo deseaba dar tanto como estaba recibiendo, porque realmente sentía algo por ella.

Y, naturalmente, por encima de todo eso mi ego masculino estaba pidiendo a gritos ser reconfirmado. ¿Acaso iba demasiado rápido? Trabajé en aumentar mi resistencia. Ella me cabalgaba, incansable, como si estuviésemos llevando a cabo algún tipo de competición atlética. Traté de ser dulce, pero eso no me condujo a parte alguna; así que cambié e hice el papel de cavernícola. Experimenté con las posiciones, la toqué como si fuese una guitarra, la trabajé arriba y abajo hasta que estuve empapado en sudor y me dolió todo el cuerpo, la cubrí con ciega devoción.

Nada de ello tuvo efecto.

Recordé las inhibiciones sexuales que había mostrado en la clase práctica. El caso que la había tenido desconcertada: la ruptura de comunicaciones. El doctor Kruse dice que tenemos que enfrentarnos a nuestros propios sistemas defensivos antes de que podamos ayudar a otros.

El ataque contra sus defensas la había llevado hasta las lágrimas. Luché por hallar un modo en que comunicarme sin hacerla pedazos. Compuse y descarté mentalmente diversas peroratas antes de lograr, finalmente, un monólogo que me parecía mínimamente dañino.

Elegí soltárselo mientras yacíamos derrengados en la parte trasera del Rambler, aún conectados, con mi cabeza en su pecho cubierto por el suéter, sus manos acariciándome el cabello. Ella no dejó de acariciarme mientras me escuchaba, luego me besó y me dijo:

– No te preocupes por mí, Alex. Estoy bien.

– Quiero que tú también lo disfrutes.

– Oh, lo hago, Alex. ¡Me encanta!

Comenzó a mover sus caderas, haciéndomela poner tiesa, luego enlazándome con sus brazos, mientras yo seguía creciendo dentro de ella. Forzó mi cabeza hacia abajo, tapó mi boca con la suya, apretando la presión de su pelvis y sus brazos, haciéndose cargo de la situación, aprisionándome. Arqueándose y tragando, girando y soltando, aumentando el ritmo, hasta que me exprimió el placer en largas y convulsas oleadas. Grité, gloriosamente inerme, notando cómo mi espina dorsal se hacía pedazos, cómo se me descoyuntaban las articulaciones. Cuando me quedé quieto, de nuevo empezó a acariciarme el cabello.

Aún seguía erecto y empecé a moverme de nuevo. Ella se escapó de debajo, se alisó la falda, sacó un estuche de maquillaje y empezó a arreglarse la cara.

– Sharon…

Colocó un dedo sobre mis labios.

– Eres tan bueno conmigo -me dijo-. ¡Maravilloso!

Cerré los ojos, me dejé flotar por unos instantes. Cuando los volví a abrir, ella estaba mirando a la lejanía, como si yo no estuviese allí.

Desde esa noche, yo abandoné la idea de un amor perfecto y me dediqué, avaramente, a recibir sin dar. Ella recompensó mi aceptación con devoción y sometimiento, a pesar de que era yo el que estaba siendo moldeado.

El terapeuta que había en mí sabía que yo estaba equivocado. Pero empleé la racionalización de ese terapeuta para acallar mis dudas.

No servía de nada empujarla, ella cambiaría cuando estuviese preparada para el cambio.

Llegó el verano y se acabó mi empleo. Sharon había completado su primer año con las mejores notas en todos los exámenes. Yo había pasado mi examen de licenciatura y tenía una oferta de trabajo en la Western Pediatric, para cuando llegase el otoño. Era hora de celebraciones, pero no iba a tener sueldo alguno hasta el otoño. El tono empleado en las cartas de mis acreedores se había tornado amenazador. De modo que, cuando me llegó la oportunidad de ganar algo de dinero, me agarré a ella como a un clavo ardiendo: una actuación de ocho semanas en una banda de baile, allá en San Francisco, tocando en tres actuaciones por noche, seis noches por semana en el Mark Hopkins. Cuatro de los grandes, más comida y alojamiento en un Motel de la Lombard Street.

Le pedí que se viniera al norte conmigo, le describí visiones de desayunos en Sausalito, buenas funciones de teatro, el Palacio de las Bellas Artes, una excursión a pie al Monte Tamalpais.

– Me encantaría -me contestó ella-, pero tengo cosas de las que ocuparme.

– ¿Qué tipo de cosas?

– Asuntos familiares.

– ¿Problemas en casa?

Me contestó muy rápidamente:

– ¡Oh, no! Lo habitual…

– Eso no me explica nada -le dije-. No sé lo que es lo habitual, porque nunca me hablas de tu familia.

Un suave beso, un encogerse de hombros.

– Es una familia como cualquier otra.

– Déjame imaginarlo: quieren devolverte a la civilización, para poder arreglar tu boda con uno de los buenos partidos locales.

Ella se echó a reír, me volvió a besar.

– ¿Con un buen partido? Lo dudo.

Le puse el brazo alrededor de la cintura, le di un beso.

– Oh, sí… ya puedo verlo: dentro de unas semanas cogeré el periódico y veré tu foto en las páginas de sociedad, y dirá que te has comprometido con uno de esos tipos que tienen apellidos compuestos y hacen carrera como banqueros inversionistas.

Eso la hizo lanzar una risita.

– No creo que pase eso, cariño.

– ¿Y por qué no?

– Porque mi corazón te pertenece.

Tomé su rostro en mis manos, la miré a los ojos.

– ¿De veras, Sharon?

– Naturalmente, Alex. ¿Qué crees?

– Creo que, después de todo este tiempo, no te conozco muy bien.

– Me conoces mejor que nadie.

– Y eso sigue siendo poco.

Ella se tironeó la oreja.

– Realmente, eres lo que más me interesa, Alex.

– Entonces, vente a vivir conmigo cuando regresemos -le dije-. Me haré con un sitio mejor, mayor.

Ella me besó, tan intensamente, que me creí que aceptaba. Luego se apartó y me dijo:

– No es tan simple.

– ¿Por qué no?

– Porque las cosas son… más complicadas. Por favor, no hablemos de esto ahora.

– De acuerdo -le dije-. Pero considéralo.

Ella me lamió la parte de debajo de la barbilla, y añadió:

– Ñam. Considera tú esto.

Empezamos a morrearnos. La apreté contra mí, me hundí en su cabello, en su carne. Era como bucear en una tina de nata dulce.

Le desabroché la blusa, y le dije:

– De veras que voy a echarte en falta. Ya te echo ahora mismo.

– ¡Qué bonito es lo que dices! -afirmó-. Nos lo pasaremos bien en septiembre.

Entonces, comenzó a bajarme la cremallera de la bragueta.


A las diez cuarenta, fui en busca de la vendedora de fincas. El suave verano había empezado, finalmente, a marchitarse, dejando paso a temperaturas más altas y a un aire que olía como salido de un horno. Pero Nichols Canyon aún tenía un aspecto fresco: bañado por el sol, lleno de sonidos campestres. Era difícil pensar que Hollywood, con los sempiternos buscadores de dinero y los cazadores de famosos, se hallase a pocos metros de distancia.

Cuando llegué a la casa, la puerta de malla metálica estaba abierta. Subiendo con el Seville hasta la casa, lo aparqué junto a un gran Fleetwood Brougham, color borgoña, con tapacubos de alambres, una antena de teléfono en la parte de atrás y una matrícula que indicaba SELHOUS, una contracción de «vendo casas».

Una morena alta salió del coche. A mediados de los cuarenta, con el cuerpo firme por la práctica del aeróbic, y de buen tipo en sus tejanos descoloridos con ácido, botas de tacón alto, y una especie de blusa de escote cuadrado, en ante negro, decorada con lentejuelas. Llevaba un bolso de piel de serpiente y se adornaba con bisutería de diseño: piezas grandes de cristal y ónice y unas gafas de sol hexagonales, de cristales teñidos en azul.

– ¿Doctor? Soy Mickey -una amplia sonrisa se extendió automáticamente bajo las gafas de sol.

– Alex Delaware.

– ¿Doctor Delaware?

– Sí.

Se subió las gafas hasta la frente, estudió la capa de suciedad que cubría mi Seville, luego mis ropas…, pana vieja, camisa de trabajo desteñida, sandalias.

Estaba haciéndome mentalmente un informe a lo Dun and Bradstreet: Dice que es un doctor, pero esta ciudad está llena de artistas del timo. Conduce un Caddy, pero de hace ocho años. ¿Otro que quiere vivir mejor de lo que puede? ¿O alguien que tuvo y no retuvo?

– Hermoso día -dijo, con una mano en la manija de la puerta, aún escrutándome, aún desconfiada. El encontrarse con desconocidos en lo alto de las colinas debía ser algo intranquilizante para una mujer.

Sonreí, traté de parecer inofensivo y le contesté:

– Hermoso. -Y miré a la casa. A la luz del día, la sensación de familiaridad se hacía más fuerte. Mi pedacito personal de ciudad fantasma. Estremecedor.

Ella confundió mi silenciosa contemplación con una sensación de disgusto, y se apresuró a decir:

– Desde dentro hay una vista fabulosa. Realmente es excepcional, una maravilla… creo que fue diseñada por uno de los estudiantes de Neutra.

– Interesante.

– Acaba de ser puesta a la venta, doctor. Ni siquiera hemos publicado aún anuncios… de hecho, ¿cómo lo supo usted?

– Siempre me ha gustado el Nichols Canyon -le contesté-. Y un amigo que vive aquí cerca me dijo que esta casa quedaba libre.

– ¡Oh! Perdone, pero… ¿en qué es usted doctor?

– Psicología.

– ¿Y se ha tomado el día libre?

– Medio día. No es muy frecuente que pueda hacerlo.

Miré el reloj y traté de parecer preocupado por la hora. Eso pareció tranquilizarla. Reapareció su sonrisa.

– Mi sobrina quiere ser psicóloga. Es una chica muy lista.

– Maravilloso. Que tenga suerte.

– ¡Oh!, yo creo que la suerte nos la hacemos nosotros, ¿no le parece, doctor?

Sacó llaves de su bolso y fuimos hacia la puerta delantera. Daba a un pequeño patio: unas pocas plantas en macetas, campanillas de cristal que el viento hacía tintinear y cuyo sonido yo recordaba, que colgaban sobre el dintel, silentes en aquel aire caliente y quieto.

Entramos y ella inició su charla de ventas, una perorata muy bien ensayada.

Yo hice ver que la escuchaba, asentí y dije «ya» o «claro» en los momentos adecuados, y me obligué a seguirla en lugar de ir yo por delante, pues conocía la casa mejor que ella.

El interior hedía a líquido limpiamoquetas y ambientador de pino. Todo deslumbrantemente limpio, expurgado de muerte y desorden. Pero a mí me parecía tristón y sobrecogedor, como un museo del terror.

La parte delantera de la casa era una única zona abierta, que reunía sala de estar, comedor, estudio y cocina. La cocina era un auténtico crimen decorativo: armarios color verde aguacate, sobre de las mesas en formica color coral, de bordes redondeados, y una repisa mesa de desayuno metida en un rincón. El mobiliario era de madera rubia, telas sintéticas en colores pastel y patas delgadas de hierro negro…, el tipo de cosas puestas de moda por la jet-set de postguerra que siempre parecen estar preparándose para despegar y salir volando. Las paredes, en yeso de superficie irregular y color marrón claro estaban decoradas con retratos de arlequines y serenos paisajes. Unas estanterías de libros seguían repletas de volúmenes de psicología. Los mismos.

Una habitación indiferente y apática, pero cuya falta de atractivos proyectaba el ojo hacia el este, hacia una pared de cristal tan transparente que parecía invisible. Paneles de cristalera, segmentados por una puerta corredera, también de cristal.

Al otro lado había una estrecha terraza, de suelo de terrazo, bordeada por una barandilla de hierro blanco; más allá de la barandilla algo que llenaba la vista… y la mente, un paisaje de cañones, picos, cielos azules, follaje estival.

– ¿No es una maravilla? -me dijo Mickey Mehrabian, extendiendo un brazo, como si el panorama fuese un cuadro que ella hubiera pintado.

– Realmente lo es.

Salimos a la terraza. Me sentí mareado, recordé una velada de baile, de guitarras brasileñas.

Tengo algo que enseñarte, Alex.

A finales de septiembre regresé a L.A., antes que ella volviese, con cuatro mil dólares más en mi haber, e infernalmente solitario. Se había marchado sin dejarme dirección ni teléfono, ni nos habíamos cruzado una simple postal. Debería haber estado irritado, pero ella era en lo único que podía pensar mientras conducía costa abajo.

Fui directamente a Curtis Hall. La encargada de su piso me dijo que se había dado de baja en el dormitorio, y no iba a regresar allí aquel semestre. No había dejado dirección alguna ni número de teléfono.

Me marché, irritado y mísero, seguro de haber tenido razón: su familia la había seducido para que volviese a la Buena Vida, rodeada por chicos ricos, nuevos juguetes. Nunca regresaría.

Mi apartamento me parecía más sórdido que nunca. Lo evité, pasando tanto tiempo como me era posible en el Hospital, en donde los retos de mi nuevo trabajo servían para distraerme. Tomé todo un grupo de casos de la lista de espera, y me presenté voluntario para el turno nocturno en la Sala de Emergencias. Al tercer día, ella apareció en mi oficina, con aspecto muy feliz, casi enfebrecida por la dicha.

Cerró la puerta, besos profundos y abrazos. Dijo alguna cosa acerca de haberme echado en falta, dejó que mis manos recorriesen sus curvas. Luego se apartó, ruborizada y riendo.

– ¿Está libre para la comida, doctor?

Me llevó al aparcamiento del Hospital, hasta un brillante descapotable: un Alfa Romeo Spider nuevo de trinca.

– ¿Te gusta?

– Claro, es estupendo.

Me tiró las llaves.

– Tú conduces.

Comimos en un restaurante italiano en Los Feliz escuchando óperas y tomando canolli de postre. De regreso al coche, me dijo:

– Tengo algo que enseñarte, Alex -y me dirigió hacia el oeste, hacia Nichols Canyon.

Mientras subía por el sendero hacia la casa gris de techo de piedrecitas, me dijo:

– ¿Qué le parece, doctor?

– ¿Quién vive aquí?

– Su segura servidora.

– ¿La has alquilado?

– ¡No! ¡Es mía! -Salió del coche y se fue a la puerta delantera.

Me sorprendió hallar la casa amueblada, y aún más con la anticuada decoración, estilo años cincuenta, del lugar. Vivíamos en unos tiempos en que lo orgánico era rey: tonos terrosos, velas de iluminación hechas a mano, y batiks. Así que todo ese aluminio y plástico, los colores planos y fríos, parecían superados, casi como de chiste.

Pero ella fue flotando por el interior, envuelta en su orgullo de propietaria, tocando y poniendo bien cosas, abriendo unas cortinas para dejar al descubierto una pared de cristal. La vista me hizo olvidar el aluminio.

Desde luego, aquello no era, ni por asomos, el chamizo de un estudiante. Pensé: es una mantenida…, alguien le ha puesto la casa. Alguien lo bastante mayor como para haber comprado muebles de los cincuenta.

¿Kruse? Ella nunca me había confirmado esa supuesta relación…

– Entonces… ¿qué piensa usted, doctor?

– Realmente impresionante. ¿Cómo te lo has montado?

Ella estaba en la cocina, sirviendo 7-Up en dos vasos. Hizo un mohín.

– La verdad es que no te gusta.

– No, no. ¡Es fantástica!

– Tu tono de voz me dice otra cosa, Alex.

– Sólo me estaba preguntando cómo te las apañas para tener todo esto. Financieramente hablando.

Hizo un gesto teatral y me contestó con una voz a lo Mata Hari:

– Tengo una doble vida.

– ¡Aja!

– ¡Oh, Alex, no seas aguafiestas! No me he acostado con nadie para conseguir esto.

Eso me estremeció, y le dije:

– No estaba implicando que lo hubieses hecho.

Su sonrisa era malévola.

– Pero si cruzó por tu mente, mi dulce Príncipe.

– ¡Jamás! -Miré a las montañas. El cielo era color agua de mar clara, sobre un horizonte de marrón rosado. Seguía la coordinación de colores de los cincuenta-. Nada ha cruzado por mi mente. Simplemente, es que no estaba preparado para esto. No te veo, ni sé nada de ti durante todo el verano y, ahora… esto.

Me dio el refresco, puso su cabeza en mi hombro.

– Es hermoso -le dije-. No tanto como tú, pero hermoso. Disfrútalo.

– Gracias, Alex. Eres tan maravilloso…

Nos quedamos allá un rato, dando sorbitos. Luego abrió la puerta corrediza y salimos a la terraza. Un espacio estrecho y blanco, que colgaba sobre una caída en vertical. Era como subirse a una nube. El olor yesoso de los matorrales secos subía de los cañones. A la distancia se veía el letrero de HOLLYWOOD, medio caído, astillado, el cartel de unos sueños hechos añicos.

– También hay una piscina -me dijo-. Al otro lado.

– ¿Quieres que nos bañemos en pelotas?

Sonrió y se reclinó en la barandilla. Le toqué el cabello, metí la mano bajo su suéter y le hice un masaje en la espina dorsal.

Ella lanzó un sonido de satisfacción, se recostó contra mí tendió el brazo hacia atrás y me acarició la barbilla.

– Creo que debería explicártelo -dijo-. Lo que pasa es que es un tanto liado.

– Tengo tiempo -le dije.

– ¿Lo tienes? -me dijo, repentinamente excitada. Se volvió hacia mí, tomándome el rostro con sus manos-. ¿No tienes que regresar de inmediato al hospital?

– No hay nada más que reuniones hasta las seis. Debo estar en la Sala de Emergencias a las ocho.

– ¡Maravilloso! Podemos quedarnos sentados un rato aquí, y contemplar el atardecer. Luego te llevaré de regreso.

– Me ibas a explicar… -le recordé.

Pero ya había entrado en la casa y conectado el estéreo. Me llegó una lenta música brasileña: de suaves guitarras y una discreta percusión.

– Llévame tú -dijo, de vuelta en la terraza. Serpenteando sus brazos en derredor de mí-. En el baile, se supone que es el hombre el que tiene que llevar.

Nos acunamos juntos, vientre contra vientre, lengua contra lengua. Cuando la música terminó, me tomó de la mano y me llevó, por un corto pasillo hasta su alcoba. Más muebles teñidos, con sobres de cristal, una lámpara de pie, una cama baja y ancha con una cabecera cuadrada y teñida. Por encima, dos estrechas y altas ventanas.

Se quitó los zapatos. Mientras yo me quitaba los míos, me fijé en algo que había en las paredes: burdos dibujos infantiles de manzanas. Lápices de colores sobre papel basto, color amarillento. Pero enmarcados con marcos caros y cristal.

Extraño, pero no pasé mucho tiempo preocupado por aquello: ella había corrido cortinas opacas sobre las ventanas y hundido la habitación en las tinieblas. Olí su perfume y noté su mano agarrándome el paquete.

– Ven -me dijo… una voz sin cuerpo, y sus manos se apoyaron en mis hombros con sorprendente fuerza. Me empujó hacia abajo y me hizo descender hacia la cama, se colocó encima mío y me besó con fiereza.

Nos abrazamos y rodamos, hicimos el amor totalmente vestidos. Ella sentada, con la espalda contra el cabezal de la cama, las piernas abiertas y forzadas hacia arriba, que mantenía agarradas por detrás de las rodillas. Yo, arrodillado frente a ella, como si estuviera rezando, empalándola mientras me agarraba a la parte superior de la cabecera.

Una posición muy incómoda, de asiento trasero de coche. Cuando se hubo acabado, se deslizó de debajo mío, y me dijo:

– Ahora te lo explicaré: soy huérfana. Mi padre y mi madre murieron el año pasado.

Mi corazón aún latía con fuerza. Le dije:

– Lamento…

– Eran personas maravillosas, Alex. Muy apuestos, muy educados, y muy al día.

Una forma nada apasionada de hablar de los padres fallecidos de uno, pero lo cierto era que la pena podía adoptar muchas formas. Lo importante era que ella estaba hablando, abriéndose.

– Papi era el director de arte de una de las grandes editoriales de Nueva York -me explicó-. Mami era diseñadora de interiores. Vivíamos en Manhattan, en la Park Avenue, y teníamos una casa en Palm Beach y otra en Long Island… en Southampton. Yo era su única hijita.

Esta última frase fue pronunciada con especial solemnidad, como si el no tener hermanos fuera un honor realmente notable.

– Eran gente muy activa, viajaban mucho sin mí. Pero eso no me molestaba, porque sabía que me amaban muchísimo. El año pasado estuvieron de vacaciones en España, en un pueblecito de Mallorca. Y estaban volviendo a casa después de una fiesta, cuando su coche se despeñó por un precipicio.

La tomé entre mis brazos. La noté suelta y relajada, como si hubiese estado hablando del tiempo. Incapacitado para leer su rostro en la oscuridad, escuché, tratando de hallar una tonalidad en su voz, una respiración agitada, alguna prueba de pena. Nada.

– Lo lamento por ti, Sharon.

– Gracias. Ha sido muy duro. Es por esto por lo que no quería hablarte de ellos… no podía soportarlo. Intelectualmente, sé que no es el mejor modo de enfrentarse a la situación, que el mantener una cosa así embotellada sólo lleva a una pena patológica y aumenta el riesgo de todo tipo de síntomas. Pero afectivamente, no podía hablar de ello. Lo intenté muchas veces, pero no podía.

– No te presiones a ti misma. Cada uno vamos a nuestro propio ritmo.

– Sí. Sí, eso es cierto. Sólo te estoy explicando el porqué no te podía hablar de ellos. El porqué, en realidad, aún no puedo.

– Lo comprendo.

– Sé que lo comprendes. -Un beso profundo-. Eres justo lo que yo necesito, Alex.

Pensé en el modo constreñido en el que habíamos hecho el amor.

– ¿Lo soy?

– ¡Oh, Dios, sí! Paul… -se detuvo.

– ¿Paul qué…?

– Nada.

– ¿Me aprueba Paul?

– No es eso, Alex. Pero, sí… Sí, te aprueba. Siempre le hablo de lo maravilloso que eres y él me dice que le alegra que haya encontrado alguien que es tan bueno para mí. Le caes bien.

– No nos conocemos.

Pausa.

– Le cae bien lo que yo le he contado de ti.

– Ya veo.

– ¿Qué te pasa, Alex?

– Parece que tú y Paul habláis mucho…

Noté como su mano tanteaba y me agarraba el miembro, lo apretó suavemente, lo masajeó. Esta vez no respondí y bajó los dedos dejándolos descansar sobre mi escroto.

– Es mi Consejero de Facultad, Alex. Supervisa mis casos. Eso significa que hemos de conversar -suave toqueteo-. Pero no hablemos de él ni de nadie más, ¿vale?

– Vale. Pero aún siento curiosidad para saber de dónde ha salido la casa.

– ¿La casa? -dijo ella, sorprendida-. ¡Oh, la casa! De mi herencia, naturalmente. Era de ellos, de mis padres. Los dos habían nacido en California, y vivieron aquí antes de mudarse al Este…, antes de que yo naciese. Yo era su única hijita, así que ahora es mía. El ejecutar el testamento llevó un tiempo, había un montón de papeleo. Ése fue el motivo por el que no pude ir contigo a San Francisco: tenía que solucionar todo eso. El caso es que ahora tengo una casa y algo de dinero… hay un fondo en fideicomiso, que administran allí. De ahí es de donde he sacado para el Alfa. Ya sé que es un poco escandaloso, pero me gusta… ¿no te parece?

– Es muy guapo.

Siguió un rato hablando del coche, de los sitios a los que podríamos ir con él.

Pero lo único en que yo pensaba era en la casa… Podríamos vivir en ella, juntos. Ahora yo estaba ganando mi buen dinerito, así que podría pagar los recibos, pagar todos los gastos…

– Ahora tienes más sitio -le dije, mordisqueándole la oreja-. Sitio bastante para dos.

– Oh, sí… después de ese cuarto en el dormitorio universitario, ya tenía yo ganas de estar más ancha. Y puedes venir a visitarme siempre que quieras, Alex. Nos lo pasaremos muy bien, ya verás.


– …de buen tamaño, especialmente si se consideran los estándares actuales.

Mickey Mehrabian seguía insistiendo con su cháchara de las ventas.

– Tiene un tremendo potencial para una nueva decoración, unas posibilidades inacabables, y en el precio está incluido todo lo que hay dentro. Algunos de estos muebles son auténticos clásicos deco, doctor… se los puede quedar o puede venderlos. Y todo está como nuevo. Este lugar es una auténtica joya, doctor.

Dimos una vuelta por la cocina y caminamos por el corto pasillo que llevaba a las alcobas. La primera puerta estaba cerrada. La pasó de largo. Yo la abrí y entré.

– ¡Oh, sí! -dijo-. Éste es el dormitorio principal.

El olor a detergente/desinfectante era más fuerte aquí, mezclado con otros olores industriales: el amoníaco de un limpiador de cristales, el picor de los componentes de un insecticida, el inconfundible olor de la lejía. Un cóctel tóxico. Habían quitado las cortinas: sólo quedaba una maraña de cuerdas y poleas. Y todo el mobiliario había desaparecido. Habían arrancado la moqueta, dejando al descubierto un suelo de maderos afeados por los clavos de la moqueta. Las dos altas ventanas revelaban un paisaje de copas de árboles y tendido eléctrico. Pero ni había brisa, ni disolución del baño químico.

Ni dibujos de manzanas.

Oí un zumbido. Ella también lo oyó. Ambos buscamos la fuente del mismo, y la hallamos de inmediato.

Una masa de tábanos, volando en círculos en el centro de la habitación, una nube animada, con sus bordes moviéndose amébicamente.

Señalando el punto exacto.

A pesar de los esfuerzos por limpiar el aura de la muerte, los insectos sabían… habían detectado, con sus primitivos pequeños cerebros de tábano, lo que había pasado exactamente en aquella habitación. En aquel punto.

Recordé algo que Milo me había dicho: Las mujeres matan en la cocina y mueren en la alcoba.

Mickey Mehrabian vio la expresión de mi rostro y la confundió con remilgos.

– Es lo que pasa por tener las ventanas abiertas en este tiempo del año -dijo-. No es un problema del que haya que preocuparse. ¿Sabe?, quien vende es muy abierto a los tratos, tremendamente flexible. Estoy segura de que no tendrá problema alguno para incluir cualquier reparación o ajuste que haya que hacer como contingencias en el contrato de compra, doctor.

– ¿Y por qué vende ese buen señor?

Volvió a aparecer la amplia sonrisa.

– No es un señor… en realidad es una empresa. Una gran empresa. Tiene montañas de propiedades, y las va renovando regularmente.

– ¿Especulación?

La sonrisa se congeló.

– Ésa es una fea palabra, doctor. Inversión.

– ¿Quién vive aquí ahora?

– Nadie. El inquilino se trasladó recientemente.

– Y se llevó la cama.

– Sí. Sólo le pertenecía el mobiliario de la alcoba… creo que era una mujer -bajó la voz a un susurro conspirativo-. Ya sabe cómo es la gente de L.A., siempre yendo y viniendo. Vamos a ver los otros dormitorios.

Salimos de la habitación de la muerte.

– ¿Vive usted solo, doctor Delaware?

Tuve que pensar antes de contestarle:

– Sí.

– Entonces, puede usar una de las alcobas como estudio. O incluso para visitar a sus pacientes.

Pacientes. Según el diario, Sharon había visitado aquí a sus pacientes.

Me pregunté qué estaría pasando con los pacientes que ella trataba. El impacto que su muerte estaría teniendo en ellos.

Luego me di cuenta de que había alguien más en su vida. Alguien en quien el impacto sería tremendo.

Mi mente aceleró. Quise salir de allí.

Pero dejé que Mickey me diera una vuelta por todo aquello, dejé que su charla continuase un tiempo, antes de consultar mi reloj y decir:

– ¡Uff! Voy a tener que irme.

– ¿Cree usted que nos va a hacer una oferta de compra, doctor?

– Necesito tiempo para pensármelo. Gracias por habérmela enseñado.

– Si lo que busca es un lugar con vistas, tengo otras propiedades que podría visitar.

Di unos golpecitos en mi reloj.

– Me encantaría, pero ahora no puedo.

– ¿Por qué no concertamos una cita para otro día?

– No tengo tiempo ni para eso -le corté-. La llamaré cuando esté libre.

– Estupendo -me contestó fríamente.

Salimos de la casa y ella cerró con llave. Caminamos en silencio hacia nuestros respectivos Cadillac. Antes de que ella pudiera abrir la puerta de su Fleetwood, una sospecha de movimiento llamó nuestra atención. El crujido del follaje… ¿animales que tenían allá su madriguera?

Un hombre salió a la carrera de entre el verde y comenzó a escapar tan deprisa como podía.

– ¡Oiga usted! -gritó Mickey, luchando por mantenerse en calma, con todas sus fantasías acerca de locos criminales adquiriendo de repente vida.

El que corría miró hacia atrás, nos divisó, tropezó, cayó y se volvió a poner en pie.

Joven. Con el cabello alborotado. Los ojos desorbitados. La boca abierta como en un alarido silencioso. Aterrado o loco, o ambas cosas.

Pacientes…

– ¡Esa puerta! -exclamó Mickey-. Habrá que arreglarla. Mejor seguridad…, no hay problema.

Yo estaba mirando al que corría, y le grité:

– ¡Espere!

– ¿Qué sucede? ¿Lo conoce?

El fugitivo volvió a acelerar y desapareció por la curva del sendero. Escuché ponerse en marcha un motor, y a mi vez eché a correr, hacia la parte baja del sendero. Llegué allí justo cuando una vieja camioneta se ponía en marcha. Rascando el embrague, haciendo eses, yendo demasiado deprisa, sin demasiado control. Tenía algunas letras pintadas en blanco en la puerta, pero no podía leerlas.

Corrí de vuelta a mi coche, me metí en él.

– ¿Quién es? -insistió Mickey-. ¿Lo conoce?

– Aún no.

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