El edificio donde estaba Leslie Weingarden era una construcción de tres pisos en ladrillo rojo, con una cornisa de piedra caliza y marquesinas verde bosque, sito en el corazón del distrito médico de Beverly Hills. El interior estaba forrado con paneles de roble color madera y moquetas verde y rosa. La lista de ocupantes daba los nombres de varias docenas: doctores en medicina general, dentistas, un puñado de psiquiatras.
Uno de éstos me llamó la atención: KRUSE, P. P., NUM. 300. Tenía sentido: ésta era la zona de los divanes. Pero, unos años antes, había tenido otra dirección.
La oficina de Leslie Weingarden estaba en la planta baja, hacia la parte posterior del edificio. La placa de su nombre daba como especialidades suyas la Medicina Interna y la Salud de la Mujer. Su sala de espera era pequeña y decorada con alegría, pero poco gasto: papel de pared impreso en blanco y negro, sillones demasiado mullidos, con tapicería de algodón y mesita estilo danés moderno, unas cuantas obras de arte en reproducciones impresas, una planta en una maceta, metida dentro de un cesto grande de paja. No había pacientes, pero quedaban claros restos del paso del tráfico cotidiano: envoltorios de chicle, un tubo de aspirinas vacío y una lima de uñas usada en la mesita, revistas abiertas en los sillones.
Di un golpecito en la separación de cristal, y esperé algunos segundos antes de que se descorriera, abriéndose. Una mujer hispana, en la cincuentena, me miró desde dentro.
– ¿Puedo ayudarle?
– Soy el doctor Delaware, tengo una cita con la doctora Weingarden.
– Avisaré que está usted aquí.
Esperé media hora, hojeando las revistas, preguntándome si alguna de ellas había publicado la columna de Paul Kruse. A las seis treinta, se abrió la puerta de la habitación interior y apareció una mujer de buen tipo, alrededor de la treintena.
Era pequeñita, muy delgada, con cabello corto y muy fijado, y un rostro alerta. Llevaba unos pendientes de plata, grandes y aparatosos, una blusa de seda blanca, unos pantalones de gabardina con pinzas, color gris claro y zapatos de ante gris. De su cuello colgaba un estetoscopio. Debajo se veía una gruesa cadena de oro. Sus facciones eran delicadas y regulares, sus ojos casi almendrados y de color marrón oscuro. Como Robin. Usaba poco maquillaje. No lo necesitaba.
Me puse en pie.
– ¿Señor Delaware? Soy la doctora Weingarden. -Tendió la mano y se la estreché. Sus huesos eran delgados; su presión, firme y seca. Colocó sus manos en jarras-. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Usted le mandaba pacientes a una psicóloga llamada Sharon Ransom. No sé si se habrá enterado, pero está muerta, se suicidó el domingo. Quería hablarle de ella. Sobre cómo ponerme en contacto con esos pacientes.
No vi señales de asombro:
– Sí, lo leí en el diario. ¿Qué relación tiene usted con ella y con sus pacientes?
– Principalmente personal, en parte profesional. -Le entregué mi tarjeta.
La examinó.
– También es usted psicólogo. Entonces es doctor Delaware, Bea me dijo Señor. -Se metió la tarjeta en el bolsillo-. ¿Era usted su terapeuta?
La pregunta me sorprendió:
– No.
– Lo digo porque, desde luego, le hacía falta uno. -Frunció el ceño-. ¿Por qué esa preocupación por sus pacientes?
– Me he topado con uno de ellos hoy: D. J. Rasmussen. Él me dio su nombre.
Eso la hizo tener un sobresalto, pero no dijo nada.
– Estaba borracho -le dije-. Borracho como una cuba, realmente hecho una esponja. Supongo que ya estaba desequilibrado para empezar, y que ahora corre el riesgo de que sufra algún tipo de desfondamiento. Quizá caiga en la violencia. El perder un terapeuta puede ser como perder un padre. Me he estado preguntando cuántos otros de sus…
– Sí, naturalmente, entiendo todo eso. Pero lo que todavía no comprendo es lo que le preocupa a usted. ¿Cuál es su implicación en esto?
Pensé en la mejor manera de responder.
– Probablemente, en parte, sea pura sensación de culpa. Sharon y yo nos conocíamos bien, en tiempos de la universidad. Llevaba años sin verla y, el sábado pasado, nos encontramos por azar en una fiesta. Parecía preocupada por algo, y me pidió hablar conmigo. Concertamos una cita. Pero me lo pensé mejor y la anulé al día siguiente. Esa noche, ella se suicidó. Supongo que aún me estoy preguntando si yo podría haberlo impedido. Y, si me es posible, me gustaría evitar más dolor.
Jugueteó con su estetoscopio, y me miró.
– Lo dice en serio, ¿o no? No trabajará usted para ningún abogado marrullero, ¿verdad?
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
Ella sonrió:
– Así que quiere entrar en contacto con los pacientes que le haya mandado a ella, ¿no?
– Y que me diga de otros doctores que le puedan haber mandado pacientes.
La sonrisa se enfrió.
– Eso resultaría difícil, doctor Delaware. No es una buena idea, ni mucho menos…, aunque, en cualquier caso, no es que tuviera muchos pacientes. Y no tengo ni idea de quien más podía mandarle pacientes. Si bien, desde luego, lo lamento por ellos.
Se detuvo, pareció estar buscando palabras:
– Sharon Ransom era una… ella y yo… Bueno, contésteme antes: ¿por qué anuló la cita con ella?
– No quería verme envuelto con ella. Es… era una mujer muy complicada.
– ¡Desde luego que lo era! -Consultó su reloj y se quitó el estetoscopio-. De acuerdo, voy a hacer una llamada y comprobar los datos de usted. Si es quien dice ser, hablaremos. Pero primero iremos a comer.
Me dejó en la sala de espera. Regresó un rato después, y me dijo:
– De acuerdo -sin mirarme.
Caminamos una manzana, hasta una cafetería en Brighton. Ella pidió un bocadillo de atún con pan moreno y té de hierbas. Yo jugueteé con unos huevos revueltos de la consistencia de la goma.
Comió rápidamente, sin ceremonias. Pidió un pijama para postre y se acabó la mitad antes de apartar el plato.
Tras limpiarse la boca, dijo:
– Cuando me dijeron que alguien quería hablarme de Sharon, francamente, me puse nerviosa. Me causó problemas y hacía ya tiempo que no trabajábamos juntas.
– ¿Qué clase de problemas?
– Un momento. -Llamó a la camarera y le pidió otro té. Yo pedí café. Con las bebidas nos trajeron la nota.
La tomé.
– Yo pago.
– ¿Comprando información?
Sonreí:
– Me estaba hablando de los problemas que le causaba Sharon.
Ella agitó la cabeza:
– Amigo, no sé si quiero meterme en esto.
– Será confidencial -le prometí.
– ¿Legalmente? ¿Como si fuera usted mi terapeuta?
– Si eso la hace sentirse cómoda…
– Una respuesta muy de comecocos… Sí, me hace sentirme cómoda. Lo que tenemos aquí es un tema muy delicado: estamos hablando de problemas éticos -se le endurecieron los ojos-. No había modo de que yo pudiera evitarlo, pero trate de explicarle esto a un tribunal de honor. Y cuando un abogado marrullero se encuentra con algo como esto, se dedica a repasar el historial del paciente y atacar a todos los médicos que aparecen en el mismo, incluso a los que sólo se cruzaron con él en los pasillos de un hospital.
– Lo último que pasaría por mi mente sería meterme en un juicio por esto.
– En eso coincidimos. -Palmeó la mesa con una mano con la suficiente fuerza como para que saltase el salero-. ¡Maldita sea! Ella me utilizó: sólo pensar en ello me pone furiosa. Lamento que esté muerta, pero no logro apenarme por ello. Abusó de mí.
Sorbió su té.
– No la conocí hasta el año pasado. Entró, se presentó, y me invitó a comer. Yo sabía lo que estaba haciendo: buscando que le mandasen pacientes. Bueno, no hay nada malo en eso. Yo sólo llevo trabajando desde hace un año, y también he tenido que pedir muchos favores. Y la primera impresión que me dio fue realmente buena: era brillante, hablaba bien, parecía saber muy bien lo que quería hacer. Y su currículum era realmente magnífico: montones de variada experiencia clínica. Además, estaba aquí mismo, en este edificio. Y siempre es bueno eso de yo te mando un cliente mío, tú me mandas uno tuyo. Casi toda mi clientela son mujeres, y la mayor parte de ellas se iban a sentir más cómodas con una terapeuta que con un hombre; así que me dije, ¿por qué no?, hagamos una prueba. Lo único que me preocupaba era que fuese tan guapa, pues me dije que quizás eso resultase amenazador para el ego de algunas mujeres. Pero me dije a mí misma que ése era un modo de pensar sexista, así que empecé a mandarle pacientes… no demasiados, gracias a Dios. El mío es un consultorio pequeño.
– ¿Tenía su oficina en el tercer piso? ¿Con el doctor Kruse?
– Justo con ése. Sólo que él jamás estaba allí: siempre estaba ella sola. Una vez me hizo subir; es un lugar pequeño, con una sala de espera del tamaño de un sello de correos y una habitación de consultas. Ella era la ayudante psicológica de Kruse, o algo así. Y tenía su licencia.
– Un certificado de ayudantía.
– Lo que sea. Todo en orden.
Ayudante psicológica. Un cargo temporal, destinado a darle experiencia a un nuevo doctorado, bajo la supervisión de un psicólogo licenciado. Sharon se había doctorado hacía seis años, así que hacía ya tiempo que podía haber solicitado su licencia normal. Me pregunté por qué no la tendría. ¿Qué habría hecho durante estos seis años?
– Kruse le escribió una sensacional carta de recomendación -continuó-. Él era catedrático de la Facultad, así que supuse que su opinión era digna de crédito. Realmente esperaba que todo iría bien, así que fue un buen palo el ver que no era así.
– ¿Aún tiene ese currículum?
– No.
– ¿Recuerda algo de lo que decía?
– Sólo lo que le he dicho. ¿Por qué?
– Voy a tratar de investigar hacia atrás. ¿Y cómo fue que abusó de usted?
Me lanzó una aguda mirada.
– ¿Quiere decir que no se lo imagina?
– Supongo que será algo que tendrá que ver con un mal comportamiento sexual… con el irse a la cama con sus pacientes. Pero la mayoría de la clientela de usted son mujeres. ¿Es que ella era lesbiana?
Se echó a reír.
– ¿Ella lesbiana? Sí, veo por qué puede haber pensado eso. Francamente, no sé qué es lo que era. Yo me crié en Chicago y nada de esta ciudad me sorprende ya. Pero no, no se acostaba con mujeres… que yo sepa. Estamos hablando de hombres. Los maridos de las pacientes. Los novios. Los hombres no van a terapia sin que los empujen. Las mujeres tienen que hacerlo todo: conseguir que les den un terapeuta, concertar la cita. Mis pacientes me pedían que les recomendase alguien, y yo mandé media docena de ellos a Sharon. Y ella me dio las gracias llevándoselos a la cama.
– ¿Cómo lo descubrió usted?
Pareció molesta.
– Estaba repasando la contabilidad, comprobando los impagados y la gente que no había seguido acudiendo a consulta, y me di cuenta de que la mayor parte de las mujeres cuyos maridos le había enviado, no habían pagado o seguido con las visitas. Era algo que se notaba a la legua, porque con el resto de mi clientela no había problemas, la fidelidad de mis pacientes era casi perfecta. Empecé a hacer unas llamadas, para averiguar qué había pasado. La mayor parte de las mujeres no querían ni hablar conmigo… algunas incluso me colgaron; pero dos sí que hablaron. La primera de ellas me dio en todo el morro: al parecer su marido había visitado a Sharon para algunas sesiones… algo que tenía que ver con estrés en el trabajo. Ella le enseñó a relajarse; eso fue todo. Pero, unas semanas más tarde, ella le llamó y le ofreció una sesión de seguimiento. Gratuita. Cuando él se presentó, ella trató de seducirlo; al parecer la cosa fue muy fuerte: se quitó la ropa. ¡Cristo, aquí mismo, en la oficina! Él la dejó plantada, se fue a casa y se lo contó a su mujer. Ésta estaba como loca, gritándome que debería estar avergonzada de asociarme con una mala puta, liante y amoral como aquélla. La segunda que me contestó fue peor: lloraba y lloraba y no paraba.
Se frotó las sienes, sacó una aspirina de su bolso y se la tragó con té.
– Increíble, ¿no? ¡Visitas de seguimiento gratuitas! Aún estoy esperando que caiga el otro zapato… como, por ejemplo, una cita a juicio. He perdido mucho sueño por culpa de esto.
– Lo siento -le dije.
– No tanto como yo. Y ahora me dice usted que Rasmussen está a punto de estallar. Maravilloso.
– ¿Era uno de ellos?
– Oh, sí, un auténtico príncipe. Su novia fue la que no paraba de llorar. Ella era una de mis pacientes, no demasiado sofisticada, con vagas quejas psicosomáticas: necesitaba atención. Llegué a conocerla un poco y comenzó a abrírseme acerca de él… de cómo bebía demasiado, se drogaba, la maltrataba. Pasé mucho tiempo aconsejándola, tratando de mostrarle que él era un perdedor, que tenía que dejarlo. Naturalmente, no lo hizo: era una de esas mujeres pasivas que tuvieron un padre dominante y que siempre están ligando con sustitutos de papá. Luego me dijo que el desgraciado se había hecho daño en el trabajo, que le dolía la espalda, y que estaba pensando en poner una querella por daños y perjuicios. Fue su abogado el que le sugirió que fuera a visitarse a un comecocos… ¿conocía yo a alguno? Pensé que esto era una oportunidad ni que pintada para conseguir algo de ayuda para su cabezón, y lo mandé con Sharon, hablándole a ella de los otros problemas de él. ¡Y vaya si lo ayudó! ¿Cómo se lo ha encontrado?
– Estaba esta mañana en casa de Sharon.
– ¿En su casa? ¿Le dio a ese gilipollas su dirección privada? ¡Vaya idiota!
– Tenía una consulta allí.
– Oh, sí… el periódico mencionó eso. De hecho, tiene sentido, porque se fue de este edificio después de que la afease su conducta con los pacientes. ¿Tiene un diagnóstico para Rasmussen?
– Algún tipo de problema con la personalidad. Posibles tendencias violentas.
– En otras palabras, un buscaproblemas. Maravilloso. Él es el eslabón más débil, alguien que odia a las mujeres y tiene escaso control de sus impulsos. Y ya tiene a un abogado picapleitos. Excelente.
– No pondrá un pleito por hostigamiento sexual -le dije-. Pocos hombres lo harían. Les avergonzaría.
– ¿Por ser un ataque frontal contra el viejo machismo? ¡Ojalá tenga usted razón! Hasta el momento, nadie ha hecho nada, pero eso no quiere decir que no vayan a hacerlo. Y, aunque me libre de complicaciones legales, ya me ha costado mucho en lo que se refiere a mi reputación… cada paciente habla mal de mí a otros diez. Y ninguno de los que me dejaron por culpa de Sharon me pagó los trabajos que ya les había hecho… y estamos hablando de una cantidad de cuatro cifras, sólo de gastos de laboratorio. No estoy aún lo bastante establecida como para poder permitirme perder una cantidad así sin resentirme…, hay una saturación excesiva de doctores, aquí en el Lado Oeste. ¿Dónde tiene usted su consulta?
– Aquí en el West Side, pero yo trabajo con niños.
– Oh. -Tamborileó con sus uñas en el borde de la taza de té-. Posiblemente le debo de sonar muy mercenaria, ¿no? Ahí está usted, todo altruismo, hablando de ayudar a los pacientes, y todo eso del Juramento Hipocrático… y a mí lo único que me preocupa es cubrirme las espaldas. Pero no voy a excusarme por ello, porque si yo no me cubro las espaldas, nadie lo va a hacer por mí. Cuando salí de la Northwestern para ir de interna al Harbor General, conocí al mejor tipo del mundo, y me casé con él tres semanas más tarde. Un guionista de la tele, que estaba buscando material en los hospitales para una miniserie. ¡Zas, el flechazo! Y, de repente, tuve una casa en Playa del Rey, y la iba a tener hasta que la muerte nos separase. Él me dijo que le enloquecía que yo fuese una doctora, y que jamás me abandonaría. Dos años más tarde me abandonó. Limpió nuestra cuenta conjunta en el banco y se largó a Santa Fe con una chavalina. Me ha costado dos años salir de ese agujero.
Miró dentro de la taza, como para leer el futuro en las hojas, como hacen las gitanas.
– He trabajado demasiado duro para llegar hasta aquí y ver cómo una ninfómana lo echa todo a perder. Así que no, no voy a llamar a ninguno de los hombres que se tiró, para ver cómo les ha afectado su muerte. Son todos grandecitos…, pueden soportarlo. Probablemente ya lo hayan convertido mentalmente en una conquista, y se crean unos machos irresistibles. Déjelo dormir usted también, doctor Delaware. Déjelo enterrado.
Había ido alzando la voz. La gente la estaba mirando. Se dio cuenta y la bajó.
– De todos modos, ¿cómo puede llegar a convertirse en terapeuta una persona así? ¿Es que nadie hace comprobaciones?
– No las suficientes -le contesté-. ¿Y cómo reaccionó ella cuando usted la enfrentó a los hechos?
– De un modo muy extraño. Se me quedó mirando con esos grandes ojazos azules, toda ella inocencia, como si no supiese de qué estaba hablando; luego empleó conmigo todos los trucos profesionales, como si estuviese tratando de hacerme la terapia a mí. Cuando yo hube terminado, se limitó a decirme: «Lo siento», y se marchó. Sin explicaciones, sin nada de nada. Al día siguiente la vi llevándose cajas de la oficina.
– Como su supervisor, Kruse era responsable de ella. ¿Habló usted con él?
– Lo intenté. Debo de haberle llamado unas veinte veces. Incluso le eché mensajes por debajo de la puerta. Nunca me contestó. Me cabreé mucho, pensé en ponerle un pleito. Pero al final me dije «al diablo con todo», y lo dejé correr.
– El nombre de él sigue aún en la lista de los inquilinos. ¿Acaso trabaja aquí?
– Como ya le he dicho, jamás lo he visto. Y, cuando lo andaba buscando, hablé con el conserje, y me dijo que él tampoco lo había visto nunca. Apostaría diez contra uno a que Kruse montó este despacho para ella. Probablemente también se acostaba con él.
– ¿Por qué dice eso?
– Porque ella conseguía lo que quería de los hombres jodiendo, ¿no? Ése era su sistema. Probablemente también consiguió su título en la cama.
Pensé en ello, y me perdí en mis pensamientos.
Ella me preguntó:
– No va a seguir con eso de buscar a sus pacientes para hablar con ellos, ¿verdad?
– No -le contesté, tomando en ese momento la decisión-. Lo que me ha dicho da otra luz a las cosas. Pero deberíamos hacer algo acerca de Rasmussen. Es una bomba de tiempo.
– Que estalle por sí mismo… ¡y que se vaya al infierno!
– ¿Y si le hace daño a alguien?
– ¿Y qué es lo que puede hacer usted para impedirlo?
No tenía respuesta a eso.
– Escuche -me dijo-. Quiero que una cosa quede muy clara: yo me quedo fuera… fuera de toda la mierda, fuera de las preocupaciones. ¿Lo entiende?
– Lo entiendo.
– Desde luego, espero que realmente lo entienda. Si usa algo de lo que le he dicho para relacionarme con ella, negaré haberlo dicho. Los historiales de los pacientes que Sharon visitó ya han sido destruidos. Si menciona mi nombre, le pondré un juicio por vulnerar un tema confidencial.
– Tómeselo con calma -le dije-. Ya ha dejado muy claro su punto de vista.
– Desde luego, eso espero. -Me arrancó la nota de la mano y se puso en pie-. Yo pagaré mi parte, gracias.