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Sintiéndome infectado, portador de alguna espantosa enfermedad, anulé mi vuelo a San Luis, encendí la tele, y me busqué algo de compañía electrónica.

El asesinato de los Kruse era la noticia que abría el telediario de las once, completa con barridos de las cámaras portátiles de la casa del crimen y fotos de archivo de Paul y Suzanne en sus mejores tiempos.

La tercera víctima era identificada como Lourdes Escobar, de veintidós años, nativa de El Salvador, que trabajaba como criada de los Kruse. Su foto mostraba a una mujer joven, de rostro abierto, con cabello negro muy liso y ojos oscuros.

Víctima inocente, pronunció el comentarista, bajando su voz y rezumando ironía. Había huido de la guerra civil y pobreza de su tierra natal, empujada por el sueño de una vida mejor, sólo para hallar una muerte violenta, entre el lujo seductor de la ciudad de Los Ángeles…

Ese tipo de filosofía barata significaba que no sabía mucho de lo que hablaba.

Fui pasando de uno a otro canal, ansioso de información. Los tres informativos eran similares en estilo y falta de datos, con los periodistas de calle hablando con los comentaristas del estudio, en lugar de con la audiencia, preguntándose en voz alta si alguno de los pacientes de Kruse se habría vuelto homicida, o si simplemente era uno más de los hechos sangrientos que ocurrían al azar en L. A.

Absorbí predicciones acerca de las previsibles buenas ventas que iban a hacer las armerías y las tiendas de animales que ofrecían perros guardianes feroces.

Un periodista se llevó una mano a una oreja, y dijo:

– Un momento, vamos a escuchar una declaración de la policía.

La cámara pasó a Cyril Trapp, aclarándose la boca. Su camisa era de perfecto azul televisivo. Su cabello blanco brillaba como un casco de acero. Bajo los focos, su piel moteada era del color de las sábanas sucias. Su bigote se agitaba mientras se mordisqueaba la mejilla. Estableciendo contacto ocular con la cámara, leyó una declaración escrita en la que se prometía que la totalidad de los medios investigadores del Departamento de Policía de Los Ángeles serían empleados en la resolución de aquellos horribles asesinatos. Una sonrisa apretada y un agitar de la cabeza.

– Esto es todo lo que puedo revelar por el momento -y se marchó.

El periodista añadió:

– Pues ya está, Keith y Kelly. Esto fue una información en directo desde la escena del…

Apagué el televisor, preguntándome cómo sería que estuviera Trapp en la escena del crimen, y esperé que me llamase Milo, para informarme al respecto. Como a la una no me había llamado aún, me desnudé y me metí entre las sábanas, con la boca seca y tan tenso, que me dolía el paladar. Intenté probar con la respiración profunda, pero en lugar de relajarme, acabé poniéndome en un estado de hipersensibilidad, con los ojos muy abiertos. Abrazándome a la almohada como a una amante, traté de llenar mi mente con imágenes placenteras. No se me ocurrió ninguna. Finalmente, algo antes de la madrugada, logré hundirme en el sueño.

A la mañana siguiente, llamé a Milo a la comisaría, y me dijeron que aún estaba de vacaciones. No me contestó nadie en su casa.

Me dediqué al periódico de la mañana. A diferencia de lo ocurrido con la muerte de Sharon, los asesinatos de los Kruse estaban siendo tratados como noticias importantes: un gran titular, proclamando DOCTOR Y ESPOSA ASESINADOS hacía de bandera sobre la mitad superior de la página 3. Firmaba el artículo un periodista de redacción llamado Dale Conrad, un nombre que reconocí, porque en el pasado había cubierto temas sobre la ciencia del comportamiento…, generalmente haciendo trabajos más bien malos.

El artículo sobre los Kruse no era una excepción. A pesar de todo ese espacio de página, Conrad no había logrado saber nada sobre los asesinatos que no hubiese sido cubierto ya en las retransmisiones de la noche anterior. La parte principal del artículo era información biográfica sobre Kruse. Tenía sesenta años a la hora de su muerte, el doble de la edad de su esposa, a la cual el artículo describía únicamente como una ex-actriz. El lugar de nacimiento de Kruse había sido la ciudad de Nueva York, su familia era gente de dinero. Había sido nombrado oficial de complemento en Corea y destinado a una unidad de Guerra Psicológica, recibido su doctorado de una universidad en el sur de Florida, luego, ayudado por sus conexiones sociales y su columna en la prensa, se había montado una lucrativa consulta en Palm Beach, antes de trasladarse a California. Se destacaba su reciente nombramiento como Jefe del Departamento de Psicología, y se informaba que su predecesor, el Profesor Milton Frazier, había declarado que estaba anonadado por la muerte sin sentido de su estimado colega.

El asesinato de Lourdes Escobar sólo era reseñado en un último párrafo, añadido como para remediar un olvido: «También fue hallado el cadáver de la empleada de hogar».

Dejé el periódico. Nueva York, familia de dinero, conexiones con la buena sociedad… Todo me recordaba el falso pasado que se había creado Sharon.

¿Había sido una invención total? Con una madre estrella fracasada de Hollywood o no, ella había vivido como una chica rica: las ropas, el coche, la casa. Quizá Linda Lanier hubiese hecho dinero… El sueño de toda prostituta, realizado.

O quizá lo hubiera logrado de otro modo. Pasándole a su hija el usufructo de un pedazo selecto de ladera de colina, que en otro tiempo debió de ser de algún multimillonario muerto que la había empleado. Pero que aún seguía siendo propiedad de la multinacional de ese multimillonario, que lo había puesto a la venta al día siguiente mismo de la muerte de Sharon.

Demasiadas preguntas. Me estaba empezando a doler la cabeza.

Me vestí, cogí un bloc y un par de rotuladores, y salí de casa. Caminando cañada abajo, crucé Sunset y entré por el extremo norte del campus de la universidad. Eran las once y veinte cuando pasé por las puertas de la biblioteca de investigación.

Me dirigí directamente hasta la sección de referencias, jugueteé con el índice informatizado MELVYL, y hallé dos libros acerca de Leland Belding en los fondos de la universidad.

El primero era un volumen de 1949 titulado Diez Magnates. El segundo era El Multillonario Ermitaño de Seaman Cross. Sorprendido, porque pensaba que la editorial había recogido todos los ejemplares, anoté el número de petición, y comencé a buscar algo acerca de Lanier, Linda, pero no hallé nada.

Dejé el ordenador e hice un poco de investigación de baja tecnología: dos horas pasadas volviendo las páginas del índice de publicaciones periódicas. Tampoco había allí nada sobre Linda Lanier, pero si más de un centenar de artículos sobre Leland Belding, que se extendían desde mediados de los treinta a mediados de los setenta. Seleccioné lo que esperaba fuese media docena de referencias representativas, y luego tomé el ascensor hasta las estanterías de libros y comencé a buscar sus fuentes. Hacia las dos treinta estaba encastillado en un cubículo de lectura en el cuarto piso, rodeado por montones de revistas encuadernadas.

Los artículos más antiguos acerca de Belding se encontraban en revistas de la industria aeronáutica, escritos mientras el magnate aún tenía poco más de la veintena. En ellos, se alababa a Leland Belding como un prodigio técnico y financiero, un genio del diseño de aeroplanos y equipo auxiliar, con tres patentes a su nombre por cada año de su vida. En cada uno de ellos era empleada la misma fotografía, una imagen publicitaria, acreditada a la L. Belding Industries: el joven inventor sentado en la carlinga de uno de sus aviones, con casco y anteojos, y su atención fija en el panel de instrumentos. Un hombre apuesto, pero de aspecto frío.

La enorme fortuna de Belding, su precocidad, su apuesto pero infantil aspecto y su timidez lo convertían en un héroe apetecible para los medios de comunicación, y el tono de los artículos más antiguos de la prensa popular era casi reverencial. Un artículo lo nombraba el Soltero Más Apetecible de los EE.UU. de 1937. Otro lo designaba como lo más parecido a un príncipe heredero que hubiese producido América.

Un perfil de anteguerra en el Collier's resumía su ascenso a la fama: había nacido en una familia de mucho dinero, en 1910, siendo hijo único de una rica heredera de Newport, Rhode Island, y un vaquero de Texas convertido en gentilhombre ranchero.

Otra foto oficial de empresa: Belding parecía asustado de la cámara, y estaba de pie, en mangas de camisa enrolladas hasta los codos, con una gran llave inglesa en una mano, junto a una gigantesca pieza de maquinaria en acero. A la edad de treinta años había adquirido un aspecto monacal: frente alta, boca sensible, gafas de cristales gruesos que no podían ocultar la intensidad de sus ojos redondos y oscuros. Un Midas de los tiempos modernos, según el artículo, representando lo mejor del ingenio estadounidense combinado con la buena vieja virtud del trabajo duro. Aunque había nacido con una cucharilla de plata sobre la lengua, Belding jamás había dejado que el metal perdiese su brillo: había practicado un horario laboral de veinte horas diarias y no le daba miedo ensuciarse las manos. Tenía una memoria fotográfica, conocía por su nombre a todos y cada uno de sus cientos de empleados, pero no soportaba a los tontos, ni tenía paciencia para las frivolidades de la buena sociedad y sus fiestas.

Su vida idílica de hijo único había sido cruelmente cercenada cuando sus padres habían perecido, en un accidente, mientras regresaban en coche, de una fiesta, a la casa que tenían alquilada en la isla española de Ibiza, justo al sur de Mallorca.

Otra capa de sedimento. Dejé de leer, traté de darle algún sentido a esto. Cuando vi que no podía, volví a la lectura.

En el momento del accidente, Belding tenía diecinueve años, estaba terminando sus estudios, en Stanford, de Física e Ingeniería. Los había abandonado, regresado a Houston para dirigir el negocio petrolero de la familia, y lo había expandido de inmediato para entrar en la fabricación de equipos de perforaciones petrolíferas, usando diseños que había desarrollado como proyectos de sus estudios. Un año más tarde había diversificado a la maquinaria pesada, había tomado lecciones de vuelo, demostrado tener un talento natural para el tema y aprobado fácilmente el examen para piloto. Y había empezado a dedicarse a la construcción de aviones. En cinco años había dominado la industria aeronáutica, inundando el campo con innovaciones técnicas.

En 1939 había consolidado sus propiedades en la Magna Corporation (nota de prensa de la empresa: «… si el señor Belding se hubiera graduado en Stanford, hubiera recibido un magna cum laude»), y trasladado de Texas a Los Ángeles, en donde había edificado las oficinas centrales del complejo de empresas, así como una fábrica de montaje de aviones, y un aeropuerto privado, en una enorme propiedad en las afueras, en El Segundo.

Los rumores acerca de una oferta pública de acciones había atraído la atención de los inversores en Bolsa, pero tal oferta jamás se había materializado, y Wall Street lo había lamentado sin tapujos, llamando a Lee Belding un simple vaquero que acabaría por abarcar más de lo que podía agarrar. Belding no ofreció comentario alguno a esta opinión, y siguió ramificándose a las navieras, los ferrocarriles, las propiedades inmobiliarias y la construcción.

Obtuvo un contrato para una ampliación del Ministerio del Trabajo en Washington, luego construido casas económicas en Kentucky, y una base militar en Nevada; después, se había enfrentado a la Mafia y a los Sindicatos, con el fin de crear La Casbah, el mayor y más ostentoso casino que jamás se había visto bajo el sol de Las Vegas.

Al llegar su treinta cumpleaños ya había incrementado treinta veces la fortuna heredada, era uno de los cinco hombres más ricos del país, y, desde luego, el más amante de permanecer oculto, rehusando conceder entrevistas y no asistiendo a acontecimientos públicos. La prensa se lo perdonaba: al hacerse el huidizo se convertía en un personaje más apetecible y les daba más libertad en sus especulaciones.

La intimidad, el más caro lujo…

No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando comenzó a agriarse la luna de miel que los Estados Unidos habían tenido con Leland Belding. Mientras la nación enterraba a sus muertos, y los trabajadores se enfrentaban a un incierto futuro, algunos periodistas de tendencias izquierdistas comenzaron a señalar que Belding había usado la guerra para convertirse en multimillonario, mientras seguía encerrado en su ático de las oficinas principales de la Magna Corporation.

Subsiguientes husmeos revelaron que, entre 1942 y 1945, el capital de la Magna Corporation se había cuadruplicado, debido a haber conseguido del gobierno millares de contratos militares. Magna había sido el principal suministrador de las Fuerzas Armadas en bombarderos, sistemas de navegación para aviones, armas antiaéreas, tanques y vehículos blindados, e incluso en raciones de rancho enlatadas y uniformes de los soldados.

En los editoriales habían empezado a aparecer calificativos tales como bandolero, explotador y sanguijuela de la clase obrera mientras que los comentaristas aseguraban que el lema de Leland Belding era siempre recibir, recibir, y nunca dar; un egoísta obsesionado por la acumulación de riqueza sin la menor traza de espíritu patriótico. Uno de los articulistas había señalado que jamás había hecho una donación a la caridad, que no había dado ni un centavo a los empréstitos de Guerra.

Pronto siguieron los rumores de corrupción…, pudiéndose leer entre líneas que todos aquellos contratos no habían sido conseguidos a base de presentar el pliego de oferta más bajo. Hacia 1947, los rumores se habían convertido en acusaciones y adquirido la suficiente credibilidad como para que el Senado de los EE.UU. les prestase oído. Había sido creado un Subcomité, al que se le había encargado la investigación de la génesis de los beneficios bélicos de Leland Belding y de hurgar en las interioridades de la Magna Corporation. Belding ignoró el furor y dedicó su talento al cine, se compró un estudio e inventó una cámara portátil que prometía revolucionar la industria.

En noviembre de 1947, el Subcomité del Senado realizó sus audiencias públicas.

Hallé un resumen de su actuación en una revista de negocios: un punto de vista conservador, sin fotos, todo él letra pequeña y árida prosa.

Pero no lo bastante árida como para ocultar la naturaleza escandalosa de la principal acusación contra Belding:

Que era menos un magnate de la industria que un chulo de lujo.

Los investigadores del Subcomité afirmaron que Belding había conseguido inclinar hacia su empresa la decisión de los contratos a base de preparar «fiestas locas» para los funcionarios de la Oficina de la Guerra, agentes de compras del Gobierno, legisladores. Esas orgías habían tenido lugar en aisladas casas de las colinas de Hollywood compradas por la Magna Corporation expresamente como «locales para fiestas», y en ellas había películas porno, ríos de alcohol, «petardos» de marihuana, así como espectáculos de danza y ballet acuático ejecutados por legiones de muchachas desnudas, «de moral dudosa».

Esas mujeres, que eran descritas como «profesionales de las fiestas», eran aspirantes a actrices, elegidas por el hombre que regia el estudio de Belding, un «antiguo consultor de negocios» llamado William Houck (alias Billy) Vidal.

Las audiencias habían durado más de seis meses; luego, de modo gradual, lo que había prometido ser una historia jugosa había empezado a marchitarse. Al comité le resultó imposible presentar testigos de las famosas fiestas, como no fueran los competidores comerciales de Belding, que testificaban de oídas y se derrumbaban al ser interrogados por los representantes de la otra parte. Y el multimillonario en persona se negó a testificar, a pesar de las citaciones al respecto, alegando la posibilidad de poner en peligro la seguridad nacional. Y en esto le había apoyado el Departamento de Defensa.

Billy Vidal sí que se presentó…, en compañía de la flor y nata del talento legal. Negó que su función principal fuera el buscarle mujeres a Leland Belding, se describió a sí mismo como un consultor de negocios para la industria cinematográfica, un hombre de éxito, con oficinas en Beverly Hills antes de conocer a Leland Belding, y había aportado documentos demostrándolo. Su amistad con el joven magnate se había iniciado cuando ambos eran estudiantes en Stanford, y él era un gran admirador de Belding. Negó toda implicación en nada ilegal o inmoral. Y una legión de testigos le apoyaron. Se prescindió de Vidal.

Cuando las citaciones para presentar los libros de contabilidad de la empresa fueron rechazadas por la Magna, de nuevo amparándose en la seguridad nacional, y esta vez con el apoyo tanto del Departamento de Defensa como del de Estado, el Subcomité llegó a una vía muerta, y a su vez murió.

Los senadores intentaron evitar el ridículo a base de hacerle una suave reprimenda a Leland Belding, tomando nota de sus valiosas aportaciones a la defensa nacional, pero sugiriéndole que, en el futuro, fuese más cuidadoso con su contabilidad. Luego, asignaron a unos funcionarios, para que recopilasen un informe en base a lo tratado en las audiencias, y votaron su autodisolución. Los cínicos hicieron notar que, en vista de que una de las acusaciones era que ciertos miembros del Congreso habían estado en las listas de invitados a las fiestas de Belding, todo aquello no había sido otra cosa que el típico ejemplo de que no se puede poner a los lobos de centinelas en el gallinero. Pero, llegados a este punto, el tema ya no le interesaba realmente a nadie; ahora el país estaba henchido de optimismo, dedicado a la reconstrucción, y decidido a pasar una década jodidamente buena. Y si algunos divertidos vividores habían disfrutado de una cierta vida alegre, pues mejor para ellos.

Locales para fiestas. Una conexión con la industria del cine. Películas porno. Quería saber algo más sobre cómo había llegado el ruboroso Belding a esta vida tan disipada.

Pero antes de que pudiera regresar a la sección de índices para buscar si había algo acerca de William Houck Vidal, los altavoces del techo dieron el aviso de que la biblioteca iba a cerrar en quince minutos. Recogí mis dos libros y tantos periódicos sin leer como podía llevar y fui en línea recta hacia las fotocopiadoras, donde pasé los diez minutos siguientes echando monedas en una de las máquinas. Luego bajé y usé mi tarjeta de identidad de la Facultad para tomar prestados los libros. Armado con mis tesoros, me dirigí a casa.

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