Me dejaron en el borde del campus. Tras quitarme el vendaje de los ojos, fui hasta mi casa a pie. Una vez dentro, descubrí que no soportaba estar allí, así que eché algunas cosas dentro de una bolsa, y llamé al servicio del contestador telefónico, para decirles que iba a estar ausente un par de días, que tomasen nota de las llamadas.
– ¿Algún número al que llamarle, doctor?
No teniendo pacientes en activo, ni emergencias pendientes, contesté:
– No, ya llamaré yo.
– Unas auténticas vacaciones, ¿eh?
– Algo así. Buenas noches.
– ¿No quiere que le dé los mensajes que ya tiene en su casillero?
– Realmente no.
– Va-le… pero hay ese tipo que me está volviendo loca. Ya ha llamado tres veces y se puso bastante grosero cuando no le quise dar su número privado.
– ¿Cómo se llama?
– Sanford Moretti. Parece ser un abogado… dice que quiere que trabaje usted en un caso para él, o algo así. Insistió en convencerme, una y otra vez, de que seguro que usted tenía mucho interés en oír lo que le tiene que decir.
Mi respuesta la hizo reír.
– ¡Doctor Delaware! ¡No sabía que emplease usted ese tipo de lenguaje!
Me metí en el coche y me marché, encontrándome en dirección al oeste y acabando en la Ocean Avenue, pasado Pico. No muy lejos del Muelle de Santa Mónica, que estaba cerrado por la noche y oscurecido hasta no ser más que una amontonada masa de techos, sobre un tejadillo de pilares arqueados. No muy lejos del (poco exigente) Pacífico. La brisa del mar había desaparecido y el océano olía a basurero. La calle albergaba bares de los que sirven cerveza y un trago de alcohol, con nombres polinesios y moteles de los de «por días-semanas-meses», que, naturalmente, no estaban recomendados por el Club del Automóvil.
Me registré en un lugar llamado Blue Dreams (Sueños azules): doce puertas marrones, manchadas por la sal, dispuestas en derredor de un aparcamiento que necesitaba urgentemente que le arreglasen la superficie, con los tubos de neón del signo luminoso que indicaba HAY HABITACIONES rotos o agotados de gas. Un tipo de cara pastosa, que se tenía por un ángel del infierno y llevaba un pendiente que era un crucifijo, se hallaba en el mostrador de la entrada, y me hizo el favor de tomar mi dinero, mientras demostraba su enamoramiento por un filete de pescado rebozado y miraba, todo al mismo tiempo, un anuncio de la California Raisins en la tele. En el pequeño vestíbulo, cuyas paredes casi podía tocar uno con los hombros, había una máquina expendedora de dulces y otra de condones, lado por lado; así como otro aparato suministrador de peines de bolsillo, y un póster con las reflexiones contenidas en el Código Penal de California respecto a los robos y los fraudes al propietario de un hotel.
Tomé una habitación en el lado sur, pagando una semana por adelantado. Tres por tres metros, olor a insecticida (allí no habría tábanos), una única y estrecha ventana de cristales cubiertos por una película de suciedad, que mostraba un trozo de pared de ladrillos que tenían un color malva por la luz reflejada de la calle, mobiliario desparejo de madera barata, una estrecha cama bajo un cobertor que ya estaba totalmente descolorido por tantas lavadas, y una televisión de monedas atornillada al suelo. Un cuarto de dólar metido en la ranura de pago me ofreció una hora de sonido siseante y colores de piel amarillentos. Había tres monedas de cuarto en mi bolsillo, de modo que tiré dos por la ventana.
Yací en la cama, dejé que la tele se apagase por sí sola y escuché los sonidos: resonancias de los bajos que salían del tocadiscos del bar del edificio vecino, tan fuertes que parecía como si estuvieran tirando algo contra la pared al ritmo de dos por cuatro, irritadas risas y truncadas charlas callejeras en inglés, español y una docena de idiomas no identificables, risas enlatadas de la televisión de la habitación de al lado, vaciados de la cisterna del retrete, siseos de grifos de lavabo, crujidos de movimientos del edificio, portazos de puertas, bocinas de coches, un grupo de secos estallidos que podían haber sido disparos de arma de fuego o petardeo de un tubo de escape o incluso un par de manos aplaudiendo. Y, como fondo de todo, el zumbido Doppler de la autopista.
Una sinfonía ciudadana. Al cabo de unos momentos de oírla era como si me hubiesen quitado doce años.
La habitación era una sauna. Me quedé dentro de ella durante tres días, subsistiendo a base de pizzas y colas de un lugar que prometía servirlas respectivamente calientes y frías, y que mentía en ambos casos. Y, sobre todo, estuve haciendo lo que había evitado hacer desde hacía tanto tiempo. Lo que había dejado de lado, a base de buscar las inadecuaciones de los demás, lanzando abrigos sobre las manchas de barro. Introspección. Una palabra tan prístina para el rebuscar con una cuchara en las profundidades de la fuente del alma. Con una cuchara de bordes muy afilados y mellados.
Durante tres días pasé por todo ello: ira, lágrimas, una tensión tan visceral que me castañeteaban los dientes y mis músculos amenazaban con entrar en tetania. Una soledad que, de muy buena gana, hubiera anestesiado con dolor.
Al cuarto día me noté desfondado y plácido, y estuve orgulloso de no confundir eso con una curación. Aquella tarde abandoné el motel para acudir a mi cita: una carrera, calle abajo hasta la máquina vendedora de periódicos situada en la acera. El cuarto de dólar que me quedaba cayó por la ranura y la edición vespertina fue mía; me la llevé agarrada muy fuerte bajo el brazo, como si fuera pornografía.
Estaba en la parte de abajo de la página uno, fotografía incluida.
DIMITE CAPITÁN DE LA POLICÍA,
ACUSADO DE ABUSOS SEXUALES
por Maura Bannon,
Periodista de redacción
Un Capitán del Departamento de Policía de Los Ángeles, acusado de tener relaciones sexuales con varias Scouts de la Policía, menores de edad, dimitió hoy, después de que un Tribunal Disciplinario de la Policía recomendase su expulsión del Cuerpo.
Los tres miembros del Tribunal. Disciplinario tomaron la decisión de que Cyril Leon Trapp, de cuarenta y cinco años de edad, fuera apartado de inmediato del servicio y recomendaron la pérdida automática de todos los privilegios, prebendas y pensiones otorgadas al citado Capitán por el D.P.L.A. Amparándose en lo que, tanto el abogado de Trapp como un portavoz del Departamento, calificaron como un acuerdo negociado, Trapp aceptó ser fichado como agresor sexual, declinar cualquier apelación a la decisión del Tribunal, firmar un documento comprometiéndose a nunca más trabajar en el mantenimiento de la Ley, y pagar «una compensación financiera considerable, incluyendo las minutas totales de tratamiento médico y psiquiátrico» a sus víctimas, que se sospecha rondan por la docena. A cambio de esto, no se presentarán cargos criminales contra él, una alternativa que, teóricamente, podría haber incluido acusaciones por violación, uso de narcóticos, abusos sexuales de menores y múltiples cargos de menor cuantía.
Los crímenes habrían tenido lugar durante un período de cinco años, durante los cuales el acusado sirvió como sargento en la División de Hollywood del Departamento, y pudieron haber continuado mientras era teniente de la División de Ramparts y la División del Oeste de Los Ángeles; lugar éste en donde fue ascendido a capitán, el año pasado, tras un repentino ataque al corazón del anterior capitán, Robert L. Rogers.
Mientras estaba en Hollywood, el nombre de Trapp también fue mencionado, en el año 1984, en conexión con el escándalo de los robos cometidos por agentes que, durante sus patrullas, rompían los cristales de las ventanas de la parte trasera de tiendas, poniendo así en funcionamiento las alarmas de robo, para luego informar a la emisora de la policía que ellos se estaban haciendo cargo de la emergencia. A continuación, estos agentes se dedicaban a desvalijar el local, utilizando sus propios coches de patrulla para llevarse el botín, tras lo que archivaban falsos informes de robo. Aunque media docena de agentes fueron considerados sospechosos en este caso, sólo dos de ellos fueron acusados, juzgados y condenados a cumplir penas en la Prisión de Chino. No se presentaron cargos contra Trapp, que en aquel momento fue calificado por la Fiscalía como «un testigo cooperador».
En lo que respecta al actual caso, se acusó a Trapp de atraer a scouts del sexo femenino a su despacho, bajo el engaño de ofrecerles «consejos de carrera», y luego doblegarlas con vino, cerveza, «cócteles preparados en lata» y marihuana, antes de hacerles propuestas sexuales. Acusaciones de haber sido manoseadas habían sido hechas en trece casos; habiendo llegado al coito en sí, supuestamente, al menos, con siete de las muchachas, de edades que iban de los quince a los diecisiete años. Y, aunque el Tribunal Disciplinario se negó a especificar qué le había llevado a investigar a Trapp, una fuente de la Policía informa de que una de las víctimas, que había sufrido problemas emocionales debidos al hecho de haber sido molestada sexualmente por el Capitán, había sido llevada a consejería, y, durante la misma, le habría revelado a su terapeuta lo sucedido. Este terapeuta, por su parte, habría informado a Servicios Sociales, quien a su vez dio parte al D.P.L.A.
Luego, otras varias de las víctimas corroboraron las acusaciones contra el policía. Sin embargo, ninguna de las muchachas se mostró dispuesta a testificar ante un tribunal, llevando al fiscal del Distrito a concluir que era «poco probable», que pudiera lograrse la condena de Trapp, caso de ser llevado ante los tribunales.
Cuando se le sugirió que el arreglo equivalía a una simple palmadita en la cara de una persona que podría haber sido condenada a una considerable pena, el presidente del Tribunal, comandante Walter D. Smith, afirmó que: «El Departamento desea dejar bien claro que no tolerará una conducta sexual reprobable por parte de ningún policía, sin importar lo alto que sea su rango. No obstante, podemos comprender las necesidades emocionales de las víctimas, y no podemos forzar a esas chicas a pasar por el trauma psicológico de tener que testificar. La acción de hoy del Tribunal garantiza que este hombre no volverá a trabajar en el mantenimiento de la Ley, y que perderá cada centavo que se ganó como miembro de la Policía. A mí, me parece que eso ya es un buen castigo».
El abogado de Trapp, Thatcher Friston, rehusó revelar los planes futuros de su cliente, y se limitó a decir que se cree que el capitán caído en desgracia «abandonará el estado, quizá incluso el país, para ponerse a trabajar en la agricultura. El señor Trapp siempre ha estado interesado en la cría de gallinas; quizás ahora tenga la posibilidad de intentar llevar a cabo esa experiencia».
Lo leí una vez más, arranqué la página del diario, y la doblé para hacer un aeroplano de papel. Cuando finalmente logré meter el avión en el retrete, me largué del motel.
Me fui a casa, y me sentí como un nuevo inquilino, y casi como un hombre nuevo. Y estaba sentado en mi escritorio, preparado para abrirme camino por entre los papeles acumulados, cuando sonó una llamada en la puerta delantera.
Abrí. Era Milo, que llevaba colocada su galleta de identificación de la policía colgando de la solapa de un traje marrón que hedía a nube de humo de tabaco de interior de comisaría, y estaba mirándome con mala cara.
– ¿Dónde infiernos has estado?
– Fuera.
– ¿Dónde fuera?
– No quiero hablar de eso, en este momento.
– De todos modos, háblame de ello.
No dije nada.
– ¡Jesús! -exclamó-. Se suponía que tenías que hacer unas llamadas por teléfono; hacer el trabajo sin peligros, ¿recuerdas? Y, en cambio, desapareces. ¿Es que no has aprendido ni una maldita cosa?
– Lo siento, Mamá. -Y luego, cuando vi la expresión de su rostro, añadí-: Hice las cosas sin peligro, Milo. Luego desaparecí. Dejé un mensaje en mi servicio de contestador telefónico.
– Cierto, muy tranquilizador. -Se tapó la nariz con dos dedos-: El doctor Delaware estará ausente un par de días. -Se la destapó-. ¿Y a dónde ha ido, encanto? -Se la volvió a tapar-. No lo dijo.
– Necesitaba irme de aquí -le expliqué-. Estoy bien. Jamás estuve en peligro.
Maldijo, se dio un puñetazo en una palma, trató de usar su altura en su ventaja, alzándose por encima de mí. Regresé a la biblioteca y él me siguió allí, rebuscando profundamente en el bolsillo de su americana y sacando un arrugado trozo de periódico.
Mientras comenzaba a desarrugarlo, le dije:
– Ya lo he visto.
– Seguro que sí. -Se apoyó en mi escritorio-. ¿Cómo, Alex? ¿Cómo joder…?
– Vamos, vamos.
– ¿Cómo, de repente es hora de jugar al escondite?
– No deseo hablar de eso en este momento.
– Adiosito, Cyril -dijo, al techo-. Por primera vez en mi vida, los deseos se hacen realidad… es como si tuviera al jodido genio de la lámpara. El problema es que no sé qué aspecto tiene, ni lo que he de frotar para que aparezca.
– ¿Es que no puedes aceptar la buena fortuna? ¿Recostarte en el sillón y disfrutar?
– Me gusta buscarme yo mismo mi buena fortuna.
– Haz una excepción.
– ¿Podrías hacerlo tú?
– Espero que sí.
– Vamos, Alex, ¿qué está pasando? En un momento estamos hablando de un modo puramente teórico, al siguiente Trapp está hundido hasta el cuello en mierda, y nadie le echa una mano.
– Trapp es sólo una pequeña parte del asunto -le dije-, pero en este momento no deseo pintarte todo el cuadro.
Me miró, se levantó y se fue a la cocina, volviendo con un cartón de leche y un pastelillo ya rancio. Arrancando un pedazo del pastelillo y pasándoselo con leche, me dijo al fin:
– Sólo es una suspensión temporal de la condena, amigo. Pero un día, y pronto, vamos a tener una pequeña charla amistosa.
– No hay nada de lo que charlar, Milo. Es tal cual me dijo en una ocasión un experto: no hay pruebas, nada real.
Me siguió mirando un rato más, antes de que su rostro perdiese la dureza.
– Vale -me dijo-. Ya lo capto. No hay un modo simple de empaquetarlo todo y ponerle una cintita. Es el típico caso de la pillada de cojones con la Justicia: tú querías tener un romance con la señora de los ojos vendados, y descubriste que no podías llegar hasta el final. Pero infiernos, ya te encontraste con este tipo de cosas en tus estudios, así que deberías ser capaz de enfrentarte ahora a ellas.
– Te lo haré saber cuando me convierta en un adulto.
– ¡Que te den por el culo, so Peter Pan! -Y luego-: ¿Cómo te va, Alex? En serio.
– Bien.
– Dentro de lo que cabe.
Asentí con la cabeza.
– Parece como si hubieras estado recapacitando sobre muchas cosas -me dijo.
– Simplemente, afinando el piano… Milo, aprecio el que te preocupes por mí, aprecio todas las cosas que has hecho por mí. Pero en este momento me iría muy bien el estar a solas.
– Ajá, claro -dijo él.
– Nos vemos.
Se fue sin más palabras.
Robin vino a casa al día siguiente, llevando un vestido que no había visto antes.
– No estás contento de verme -me dijo.
– Lo estoy, pero es que me has cogido por sorpresa.
Llevé su maleta a la sala de estar.
– De todos modos pensaba volver por aquí. -Pasó su brazo por dentro del mío-. Te he echado a faltar y la noche pasada sentía verdaderas ganas de hablar contigo, así que te llamé. La operadora del servicio me dijo que te habías marchado sin decirle a nadie a dónde ibas o por cuánto tiempo. Me dijo que sonabas diferente, cansado e irritado… «soltando tacos como un camionero». Así que me sentí preocupada.
– Es tu obra de caridad -le dije, dando un paso atrás.
Me miró como si fuera la primera vez.
– Lo siento -le dije-, pero justo en este momento no voy a ser el hombre que tú deseas.
– Lo he llevado demasiado lejos -dijo ella.
– No. Es simplemente que he tenido que pensar mucho. Eso era algo que hace tiempo que debería haber hecho.
Parpadeó con fuerza, sus ojos se humedecieron, y se apartó de mí.
– ¡Mierda!
– Parte de ello tiene que ver contigo; mucho de ello no. Sé que quieres ocuparte de mí…, sé que eso es importante para ti. Pero en este momento no estoy dispuesto para esto, no lo puedo aceptar en un modo en que vaya a darte lo que tú deseas.
Se derrumbó, quedándose sentada en el sofá.
Me senté frente a ella y le dije:
– No te está hablando la ira; bueno, puede que una parte sí lo sea, pero las cosas no son así de simples. Hay algunas cosas que debo resolver yo solo. Tiempo que debo tomarme.
Parpadeó un poco más, esbozó una sonrisa que se veía tan dolorida, que podría haberle sido cortada en su piel.
– ¿Y quién soy yo para poder quejarme de esto?
– No -le dije-, esto no va de venganzas. No hay nada de que vengarse: en definitiva, me hiciste un favor.
– Me alegra serte de servicio -dijo. Las lágrimas comenzaron a correr, pero las reprimió-. No, no voy a hacer esto… tú te mereces algo mejor. No cometas el crimen si no puedes aceptar el castigo, ¿correcto?
Extendí mi mano. Ella agitó la cabeza y se mordió el labio.
– Hubo otro hombre -me dijo-. Nada serio… era un viejo ligue de cuando estudiábamos juntos. Corté con él en seco, pero estuvo tan a punto… Aun así, sentí que te había traicionado.
– También yo te he traicionado a ti.
Lanzó un débil gemido y cerró los ojos.
– ¿Quién?
– Un viejo ligue de la Universidad.
– Ella… Estáis aún…
– No, no es nada así. Nunca fue nada así. Ella capturó mi cabeza, no mi polla. Ahora, ha desaparecido para siempre. Pero me cambió.
Caminó hasta el extremo de la habitación, cruzó los brazos sobre sus pechos y permaneció callada un rato. Y, luego:
– ¿Qué es lo que va a pasar con nosotros, Alex?
– No lo sé. Sería bonito un final feliz, pero tengo mucho camino que recorrer antes de que vaya a poder serte de mucha utilidad… o serlo para nadie.
– Me gusta del modo en que eres.
– También me gustas tú -lo dije de un modo tan automático, que nos hizo reír a los dos.
Me miró a la cara. Yo extendí la mano. Volvió hacia mí, me miró hacia arriba. Nos tocamos, nos unimos, comenzamos a desnudarnos el uno al otro sin decir palabra, caíamos hacia atrás, al sofá, e hicimos allí mismo el amor. Sexo. Hecho competentemente: una unión sin costuras, nacida de la práctica y el ritual, tan sin costuras que bordeaba lo incestuoso.
Cuando hubo acabado, ella se sentó y me dijo:
– No va a ser tan sencillo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– Nada que valga la pena es sencillo.
Se despegó de mí, se alzó, se quedó en pie ante el gran ventanal. Iluminada por detrás, desnuda, con sus rizos cayéndole por la espalda como un racimo de uvas.
– La tienda debe estar hecha todo un lío -me dijo-. Mensajes pasados por debajo de la puerta, todos esos pedidos retrasados.
– Adelante -le dije-. Haz lo que debas hacer.
Se volvió, corrió de vuelta hacia el sofá, se tendió encima de mí, me lloró en el pecho. Nos quedamos juntos, mejilla contra mejilla, antes de que la inquietud se apoderase de nosotros, antes de que siguiésemos nuestros caminos separados.
Sharon, Kruse, el Ratonero, incluso Larry. Bastantes problemas entre ambos como para llenar un libro.
Solo de nuevo, pensé en los míos, en todo el trabajo inacabado. Me enfrenté a ello tomando el camino más fácil: hallé un número en mi archivo y lo marqué.
Al cuarto timbrazo: -¿Aló?
– ¿La señora Burkhalter? ¿Denise? Soy el doctor Delaware.
– ¡Oh! Hola.
– Si es un mal momento…
– No, no, es… estoy… es curioso, justamente estaba pensando en usted. Darren aún está, esto… llorando mucho.
– Cabía esperarlo.
– En realidad -prosiguió-, está llorando más. Muchísimo. Desde aquella última vez que usted lo visitó. Y ni duerme ni come como debiera.
– ¿Ha cambiado algo desde la última vez que le vi?
– Sólo el dinero… Aunque aún no puedo apreciarlo. Quiero decir que el señor Worthy dice que puede tardar meses en llegar. Mientras, aún seguimos recibiendo cartas del banco, y la compañía de seguros de mi marido todavía sigue sin mover su maldito… Pero, ¿por qué le cuento esto? No es esto lo que usted quiere oír.
– Quiero oír cualquier cosa que usted quiera contarme.
Pausa.
– Lo siento mucho. La manera en que le hablé la última vez.
– No se preocupe, había pasado usted por demasiadas cosas…
– ¡Y que lo diga! Desde el primer día… -su voz se quebró-. Hablo y no paro de otras cosas y por lo que realmente estoy rota es por mi niño… que llora y grita y me pega, y no quiere conocerme como antes. Y, mientras, toda esta espera. Nunca hay nadie. No sé qué hacer, no comprendo el porqué está sucediendo todo esto.
Otra pausa, ésta mía. Terapéutica.
Se sorbió las narices durante toda ella.
– Lo siento, Denise -le dije-. Me gustaría poder quitarle todo ese dolor.
– Cójalo, métalo en una bolsa de la basura y tírelo por una cloaca -me pidió-. Coja el dolor de todo el mundo.
– ¿No sería una gran cosa?
– Eso. -Una risita-. ¿Qué debo de hacer, doctor? Con Darren.
– ¿Ha estado jugando… del modo en que jugaba en mi oficina?
– Eso es lo que deseo decirle -me contestó-, que no quiere. Le doy los coches y le digo lo que tiene que hacer, pero se limita a mirarlos y se echa a aullar.
– Si quisiera traérmelo, me encantaría visitarlo -le dije-. O, si es demasiado conducir, podría darle la dirección de alguien más cercano.
– No, no, todo eso era… No es tan lejos. Además, ¿qué otra cosa tengo que hacer durante todo el día? Puedo conducir.
– Entonces, no dude en venir -le dije-. Podría verla mañana, a primera hora.
– Ajá, eso sería maravilloso.
Concertamos una cita.
– Es usted un buen hombre -me dijo-. Realmente sabe cómo ayudar a una persona.
Esto me dio los bastantes ánimos como para hacer la segunda llamada.
Las doce menos cinco, la pausa para comer.
– Doctora Small.
– Hola, Ada, soy Alex. ¿Comiendo en la oficina?
– Queso fresco y frutas -me dijo-, hay que combatir a la tripita. Escucha, me alegra que me hayas llamado. Traté de hablar con Carmen Seeber, pero su número ha sido desconectado y no hay información de otro nuevo.
– No te llamo por ella -le dije-. Te llamo por mí.
Su pausa terapéutica.
La maldita cosa funcionaba. Le dije:
– Muchas cosas se han estado amontonando. Me preguntaba si considerarías apropiado que fuera a verte para…
– Siempre me alegra verte, Alex -me informó-. ¿Tienes tú alguna duda acerca de si es apropiado?
– En absoluto. No, eso no es cierto. Supongo que sí lo dudo. Las cosas han cambiado entre nosotros. Resulta difícil salirse del rol del colega, el admitir que uno está inerme.
– Tú no eres, ni con mucho, inerme, Alex. Sólo lo bastante introspectivo como para darte cuenta de que no eres invulnerable.
– ¿Introspectivo? -me reí-. Ni mucho menos.
– Me has llamado, ¿no? Alex, entiendo lo que me estás diciendo… el alterar los roles puede parecer como dar un paso atrás. Pero, desde luego, yo no lo veo así.
– Te agradezco que me digas eso.
– Lo digo porque es cierto. No obstante, si tienes dudas, te puedo recomendar a otra persona.
– ¿Empezar de cero? No, no desearía eso.
– ¿Quieres tomarte algún tiempo para pensártelo?
– No, no. Lo mejor que puedo hacer es tirarme de cabeza, antes de que se me ocurra algún otro modo de volver a reconstruir mis defensas.
– De acuerdo, entonces todo está claro. Déjame mirar mi agenda. -Sonido de páginas pasando-. ¿Qué tal mañana a las seis? La oficina estará tranquila y no te encontrarás con nadie que tú me hayas mandado.
– Las seis me va de maravillas, Ada. Te veo entonces.
– Estoy deseándolo, Alex.
– También yo. Adiós.
– ¿Alex?
– ¿Sí?
– Lo que estás haciendo está muy bien.