Mi plan, el lunes por la mañana, era regresar a la biblioteca y buscar más cosas acerca de Billy Vidal y el asunto de las drogas de Linda Lanier. Pero, a las ocho veinte de la mañana llegó un mensajero a mi puerta con un paquete. Dentro había un libro, tamaño diccionario, encuadernado en piel color verde oscuro. Una nota sujeta al mismo con una goma elástica decía:
«Aquí está. He cumplido con mi parte del acuerdo. Espero que usted haga lo mismo. M. B.».
Me llevé el libro a la biblioteca y leí la página del título:
EL COMPAÑERO SILENCIOSO: CRISIS DE IDENTIDAD Y DISFUNCIÓN DEL EGO EN UN CASO DE PERSONALIDAD MÚLTIPLE, ENMASCARADO COMO UNA PSEUDO HERMANDAD DE GEMELOS. RAMIFICACIONES CLÍNICAS Y DE INVESTIGACIÓN.
Por
Sharon Jean Ransom
Una disertación presentada a la
FACULTAD DE LA ESCUELA DE GRADUADOS
En cumplimiento parcial de los
Requisitos para la obtención del grado de
DOCTOR EN FILOSOFÍA
(Psicología)
Junio de 1981
Pasé a la página de dedicatorias.
A Shirlee y Jasper, que han significado para mí más de lo que imaginan, y a Paul, que me ha guiado, con maestría, desde la oscuridad a la luz.
Jasper?
¿Amigo? ¿Amante? ¿Otra víctima?
En la sección de reconocimientos, Sharon reiteraba su agradecimiento a Kruse, siguiendo esto con una mención, de pasada, de los demás miembros del Comité: profesores Sandra J. Romansky y Milton F. Frazier.
Jamás había oído el nombre de Romansky, así que supuse que habría entrado en el Departamento cuando yo ya me había ido. Tomé mi Directorio de la Asociación Psicológica Americana y la hallé listada como consultora de Salud Pública en un hospital en la Samoa Estadounidense. Su biografía citaba un año de enseñanza en la Universidad, durante el curso 1981-1982. Su especialidad habían sido los estudios sobre la mujer, en el Departamento de Antropología. En 1981 había sido una doctora recién salida de la fábrica: con veintiséis años de edad… dos años más joven que Sharon.
Era el «miembro exterior» permitido en cada Comité, que normalmente era elegido por el candidato, por ser una buena persona y no tener demasiados conocimientos en el tema en cuestión.
Podría tratar de seguirle la pista, pero el Directorio tenía tres años de antigüedad y no había seguridad alguna de que no se hubiera trasladado.
Además, había otra fuente de información más próxima.
Resultaba difícil creer que el Ratonero hubiera aceptado pertenecer a un Comité. Experimentalista hasta la médula, Frazier siempre había despreciado cualquier cosa que oliese vagamente a dedicación al paciente, y considerado la psicología clínica como «el bajo vientre de la ciencia comportamientarista».
Había sido presidente del Departamento en mis días estudiantiles, y yo recordaba muy bien cómo había estado tratando con todas sus fuerzas de imponer la «regla de prorrateo», según la cual se les hubiera exigido a todos los estudiantes graduados el llevar a cabo un año completo de investigación con animales, antes de que pudieran presentar su candidatura para el doctorado. La Facultad había votado en contra de aquello, pero había dejado pasar un requerimiento de que toda investigación doctoral comportase algo de experimentación: grupos de control, manipulación de variables… Y los estudios de casos habían quedado absolutamente prohibidos.
Y, sin embargo, esto era exactamente a lo que sonaba aquello.
Mi vista se posó en la última línea de la página:
Y mis más sentidas gracias a Alex
quien, aun en su ausencia,
continúa inspirándome.
Giré la página con tanta violencia, que casi la arranco. Y comencé a leer el documento que le había ganado a Sharon el derecho a llamarse doctora.
El primer capítulo era de lectura muy lenta: una revisión, penosamente minuciosa, de la literatura sobre el desarrollo de la identidad y la psicología de los gemelos, inundada de pies de página, referencias y escrita en la jerga que Maura Bannon había mencionado. Supuse que la aprendiz de periodista no habría pasado de aquí.
El capítulo segundo describía la psicoterapia de una paciente a la que Sharon denominaba J, una joven a la que había tratado durante siete años y «cuya patología especial y procesos ideativos poseen características estructurales y funcionales, así como interactivas, que atraviesan numerosos confines de diagnósticos que hasta ahora habían sido tenidos por ortogonales, y manifiestan un significativo valor heurístico y pedagógico para el estudio del desarrollo de la identidad, el desdibujamiento de las fronteras del ego, y el uso de técnicas regresivas, hipnóticas e hipnagógicas, en el tratamiento de los desórdenes idiopáticos de la personalidad».
En otras palabras, los problemas de J eran tan infrecuentes, que podían enseñarles a los terapeutas cosas acerca del modo en que funcionaba la mente.
J era descrita como una joven de unos veinticinco años, de familia de clase alta. Educada e inteligente, había llegado a California a hacer carrera en una profesión no especificada, y se había presentado a Sharon para tratamiento, debido a problemas de baja autoestima, depresión, insomnio y sensación de «vacuidad».
Lo más preocupante de todo era lo que ella llamaba «sus horas perdidas». Desde hacía un tiempo venía despertándose, como cuando uno ha tenido un largo sueño, para hallarse sola y en extraños lugares: caminando por la calle, dentro de su coche aparcado junto a la acera, echada en la cama en un hotel barato o sentada a la barra de algún cafetucho.
Billetes usados y recibos de alquiler de coches, encontrados en su bolso, le sugerían que había volado o conducido hasta aquellos lugares, pero no tenía recuerdo alguno de haberlo hecho. No tenía ni idea de lo que había hecho por períodos que el calendario le decía que habían durado de tres a cuatro días. Era como si le hubiesen arrebatado pedazos enteros de su vida.
Sharon había diagnosticado, correctamente, esos saltos en el tiempo como «estados de fuga». Como la amnesia y la histeria, la fuga es una reacción disociativa, un literal largarse de la mente, ante la ansiedad y el conflicto. Un paciente disociativo al verse enfrentado a un mundo estresante, se autoeyecta de ese mundo y vuela a una diversidad de escapatorias.
En la histeria, el conflicto es transferido a los síntomas físicos: pseudoparálisis, ceguera… y el paciente acostumbra a presentar una belle indifference: o sea una apatía acerca de sus incapacidades, como si todo aquello le estuviese pasando a otro. En la amnesia y la fuga, lo que se da es una auténtica huida y pérdida de la memoria. Pero, en la fuga, ese borrado es por poco tiempo: el paciente recuerda quién era antes de la escapada, y está totalmente en contacto con la realidad, cuando sale de la fuga. Lo que sigue envuelto en el misterio es lo que sucede en medio.
Los niños maltratados o abandonados aprenden bien pronto a desvincularse del horror y, al crecer, son susceptibles a mostrar síntomas disociativos. Lo mismo es cierto de pacientes con identidades fragmentadas o confusas. Narcisistas. Casos limites.
Para cuando J apareció en la consulta de Sharon, sus fugas se estaban haciendo tan frecuentes, prácticamente una por mes, que estaba empezando a sentir miedo de salir de casa, y usaba barbitúricos para calmar sus nervios.
Sharon había preparado un historial muy completo, buscando traumas en la primera infancia. Pero J había insistido en que había tenido una infancia de cuento de hadas: todas las comodidades materiales, unos padres atractivos y sofisticados, que la habían adorado, mimado y tratado como a una princesa, hasta que habían muerto en un accidente de automóvil.
Todo había sido maravilloso, insistía ella; no había razón racional alguna para que tuviese estos problemas. La terapia sería corta… una simple puesta a punto, y pronto estaría en perfecto estado de marcha.
Sharon anotaba que este tipo de negativa, llevada al extremo, era consistente con un modo de actuación disociativa. No creyó muy apropiado enfrentarse a J y le sugirió un período de seis meses de psicoterapia a modo de prueba, y cuando J se negó a comprometerse por tanto tiempo, se pusieron de acuerdo en un período de tres meses.
J no acudió a la primera cita, ni a la segunda. Sharon trató de llamarla, pero se encontró con que habían desconectado el teléfono que ella le había dado. Durante los siguientes tres meses no había sabido nada de J y había supuesto que la joven habría cambiado de idea respecto al tratamiento. Luego, una tarde, después de que Sharon despidiera a su último paciente, J había irrumpido en su consulta, llorando y atontada por los tranquilizantes, suplicando que la visitase.
Le llevó un tiempo a Sharon el calmarla y escuchar su historia: convencida de que lo único que realmente necesitaba era un cambio de ambiente («una huida voluntaria», comentaba Sharon), había tomado un avión a Roma, ido de compras por la Vía Veneto, comido en buenos restaurantes, y se lo había pasado de maravilla, hasta que se había despertado, varios días después, en una sucia callejuela de Venecia, con la ropa hecha jirones, medio desnuda, amoratada y dolorida, con el cuerpo y cara manchados por semen seco. Supuso que había sido violada, pero no tenía ningún recuerdo de la agresión. Tras ducharse y vestirse, reservó una plaza en el primer vuelo de regreso a los Estados Unidos, y fue directamente desde el aeropuerto al consultorio de Sharon.
Ahora se daba cuenta de que había estado equivocada, de que necesitaba ayuda, muy en serio. Y estaba dispuesta a llegar hasta donde fuera preciso.
A pesar de este destello de autoiluminación, el tratamiento no había procedido de un modo fácil. J se mostraba ambivalente respecto a la psicoterapia, y alternaba entre períodos de adoración a Sharon y otros en que la insultaba. Durante los dos siguientes años, aclaró que la ambivalencia de J representaba un «elemento central de su personalidad, algo fundamental en ella». Presentaba dos caras: la necesitada y vulnerable huérfana, que suplicaba la apoyasen, que dotaba a Sharon con cualidades de diosa, y la llenaba de halagos y regalos; y la cría maleducada, maledicente, que siempre estaba exclamando: «¡Yo no te importo una puñetera mierda! ¡Sólo estás en esto para poder conseguir un jodido dominio sobre mí!».
Buena paciente, mala paciente. A J le fue siendo cada vez más fácil el pasar de una a otra y, hacia finales del segundo año de terapia, los saltos se producían en diversas ocasiones durante una única sesión.
Sharon puso en cuestión su diagnóstico inicial y consideró otro.
Síndrome de personalidad múltiple, el más raro de los males, la peor de las disociaciones. Pues, aunque J no había exhibido dos personalidades distintas, sus saltos tenían el aspecto de «un síndrome múltiple latente», y las quejas que la habían llevado a la terapia eran claramente similares a las exhibidas por los múltiples desconocedores de su condición.
Sharon había consultado a su supervisor, el estimado profesor Kruse, y éste le había recomendado la hipnosis como herramienta de diagnóstico. Pero J se había negado a ser hipnotizada, no deseaba perder el control. Además, insistía, se encontraba maravillosamente, estaba segura de hallarse casi completamente curada ya. Y parecía estar mucho mejor: las fugas habían decrecido, la última «huida» se había producido tres meses antes. Ya se había liberado de los barbitúricos y tenía una mayor autoestima. Sharon la había felicitado, pero había confiado sus dudas a Kruse. Éste la recomendó aguardar y ver qué pasaba.
Dos semanas más tarde, J terminó la terapia. Cinco semanas más tarde regresó a la consulta de Sharon, con cuatro kilos menos, enganchada de nuevo en las drogas, habiendo experimentado una fuga de siete días, que la había dejado perdida en medio del desierto de Mojave, desnuda, con su coche sin gasolina, con el bolso desaparecido, y una botella de pastillas, vacía, en la mano. Todo el progreso que había logrado hasta el momento parecía haberse esfumado. Sharon había demostrado tener razón, pero expresó «una profunda tristeza ante la regresión de J».
De nuevo fue sugerida la hipnosis. J reaccionó con ira, acusando a Sharon de ansiar lujuriosamente el control mental sobre ella… «Lo que tú estás es celosa, porque yo soy tan sexy y hermosa, y tú no eres más que una mala zorra marchita y solterona. No me has hecho ni un jodido ápice de bien… así que, ¿cómo te atreves a pedirme que te entregue mi mente?».
J había salido del consultorio, llena de ira, proclamando que todo había acabado definitivamente, que ya estaba «harta de toda esta mierda… me voy a buscar otro comecocos». Tres días más tarde estaba de regreso, colgada de barbitúricos, llena de costras y quemaduras del sol, arrancándose la piel a tiras y sollozando que «esta vez si que la he hecho buena», y deseando hacer cualquier cosa para acabar con aquel dolor interno.
Sharon había iniciado un tratamiento hipnótico. Y, cosa nada sorprendente, J era un sujeto excelente para el mismo: la hipnosis es en sí misma una disociación. Los resultados fueron espectaculares y casi inmediatos.
Desde luego, J estaba sufriendo de un síndrome de personalidad múltiple; bajo trance habían emergido dos identidades: J y Jana… gemelas idénticas, precisas réplicas físicas la una de la otra, pero opuestas, de lado a lado, en lo psicológico.
La persona «J» tenía buenos modales, buen carácter, era una triunfadora, aunque tendía hacia la pasividad. Le preocupaba la otra gente y, a pesar de sus ausencias inexplicadas, debidas a las fugas, lograba desarrollar una excelente actividad en una «profesión orientada hacia la gente». Tenía unas ideas «anticuadas» respecto al sexo y el amor… creía en el auténtico amor, en el matrimonio, en la familia, en la fidelidad absoluta… pero admitía ser sexualmente activa con un hombre por el que sentía un profundo afecto. No obstante, esta relación se había acabado, a causa de una intrusión de su otro yo.
«Jana» era tan descarada como recatada lo era J. Le encantaba usar pelucas de colorines, ropa muy descocada y mucho maquillaje. No veía nada malo en «ponerse ciega de droga, tomándose algún que otro tranquilizante», y le gustaba beber… daiquiris de fresa. Alardeaba de ser una «mala mujer que vive al día, reina del mariposeo de cama en cama, una calentorra total metida en un cuerpo de señora buenísima, lo que le hacía ponerse aún más caliente por dentro». Le encantaba el sexo promiscuo; contaba el caso de una fiesta en la que había tomado tranquilizantes y tenido relaciones sexuales, consecutivamente, con diez hombres, en una sola noche. Los hombres, decía riendo, eran débiles monos primitivos, gobernados por sus deseos lujuriosos. «Un coño mojadito lo es todo para ellos. Con uno de éstos puedes conseguir tantos de ésos como quieras.»
Ninguna de las «gemelas» reconocía la existencia de la otra. Sharon consideraba su existencia como una batalla campal por la posesión del ego de la paciente. Y, a pesar del olfato de Jana por el drama, parecía ser la ordenada J la que estaba ganando la batalla.
J ocupaba aproximadamente el noventa y cinco por ciento de la consciencia de la paciente, servía como su identidad pública, era la que llevaba su nombre. Pero el cinco por ciento sobre el que tenía control Jana era la raíz de todos los problemas de la paciente.
Jana tomaba el control, teorizó Sharon, durante los períodos de mucho estrés, cuando el sistema de defensa de la paciente era más débil. Las fugas eran breves períodos de «ser» Jana. Haciendo cosas que J no podía reconciliar con su imagen de ser una «perfecta dama».
Gradualmente, bajo hipnosis, Jana reaparecía más y más; y, al cabo, comenzó a describir lo que había sucedido durante las «horas perdidas».
Las fugas eran precedidas por una necesidad acuciante de llevar a cabo una huida física, un placer casi sensual de salir huyendo. Pronto seguía un viajar compulsivo: la paciente se colocaba una peluca, se vestía con sus «ropas de fiesta», saltaba a su coche, entraba a la autopista más cercana y conducía sin objetivo fijo, a menudo durante cientos de kilómetros, sin itinerario marcado, «sin siquiera escuchar la música, sólo oyendo el ruido de mi propia sangre latiéndome en las sienes».
A veces, el coche «la llevaba» al aeropuerto, donde usaba su tarjeta de crédito para comprar un billete, al azar. Otras veces seguía en la carretera. En cualquier caso, las escapadas acostumbraban a terminar en excesos sexuales: una excursión a San Francisco que tenía su clímax en una orgía de tres días «con unos hombres esnifando droga, y buen sexo en cadena con un grupo de Ángeles del Infierno en el Golden Gate Park». O llenándose de pastillas en una discoteca de Manhattan, a lo que seguía un pincharse heroína en una de las «galerías de tiro» del Sur del Bronx. Orgías en varias ciudades europeas, asuntos con desechos humanos y «contactos callejeros con gente que estaba mal de la cabeza».
Y una «buena demostración de lo que valgo», rodando una película porno «en algún lugar de Florida. Jodiendo y chupándola como una superestrella de la pantalla».
Las «fiestas» siempre acababan en una pérdida del sentido ocasionada por la droga, durante la cual Jana se retiraba y J se despertaba, sin saber nada de lo que había hecho su «gemela».
Esta habilidad para partirse en dos era el intríngulis del problema de la paciente, decidió Sharon, y ése fue el objetivo de su asalto terapéutico. El ego de J había de ser integrado, las «gemelas» acercadas más y más, hasta conseguir, al cabo, enfrentarlas la una con la otra, logrando algún tipo de contacto y acabando por fundirlas en una única identidad, totalmente funcional.
Un proceso potencialmente traumático, lo reconocía, que no venía apoyado por muchos datos clínicos. Muy pocos terapeutas afirmaban haber podido integrar personalidades múltiples, así que la prognosis para el cambio era pobre. Pero Kruse la animaba, apoyando su teoría de que, dado que esas múltiples eran «gemelas» idénticas, compartían un «núcleo psíquico» que seria apto para la fusión.
Durante la hipnosis, Sharon comenzó a alimentarle a J pequeños bocados de Jana, a darle pequeñas visiones de las carreras a lo largo de la autopista, de una señal de ruta o el cartel de un motel que Jana le hubiera mencionado. Instantáneas, de cámara fotográfica, de un material neutral que podía ser retirado con facilidad si la ansiedad de la paciente subía demasiado.
J toleró bien esto: no había signos externos de ansiedad, a pesar de que no respondía a nada del material de Jana, y desobedecía la sugerencia posthipnótica de Sharon para que recordase esos detalles. La sesión siguiente era idéntica: ni recuerdo, ni respuesta en absoluto. Sharon lo intentó de nuevo. Nada. Sesión tras sesión. Una pared lisa, impenetrable. A pesar de la sugestibilidad previa de la paciente, no había modo de que respondiese. Aparentemente, estaba decidida a que las dos «gemelas» jamás se encontrasen.
Sorprendida por la fuerza de la resistencia de la paciente, Sharon se preguntó si no habría estado equivocada en el hecho de que el ser «gemelas» hiciera más fácil la integración. Quizá lo cierto fuera justamente lo opuesto: que el hecho de que J y Jana fuesen físicamente idénticas, pero opuestas de espejo en lo psicológico, hubiera intensificado su rivalidad.
Comenzó a investigar la psicología de los gemelos, especialmente los idénticos; había consultado a Kruse, y luego probado con otro método de ataque: continuar hipnotizando a la paciente, pero sin insistir en los intentos de integración. En lugar de aquello, había adoptado un rol más activo, simplemente charlando con la paciente acerca de temas aparentemente inocuos: las hermanas, las gemelas, las gemelas idénticas. Llevando a J a través de discusiones no apasionadas… ¿acaso existía un nexo especial entre los gemelos y, si era así, cuál era su naturaleza? ¿Cuál era el mejor modo de criar a los gemelos cuando eran pequeños? ¿Cuánta de la semejanza de comportamiento de los gemelos era debida a la herencia, y cuánta a la genética?
«Yendo a favor, y no en contra, de la resistencia», era como lo había descrito ella. Tomando buena nota del lenguaje corporal de la paciente y de sus tonalidades en el habla, sincronizando a ello sus actuaciones.
Explotando el mensaje oculto, de acuerdo con la teoría del doctor P.P. Kruse, sobre la dinámica de las comunicaciones.
Esto siguió durante varios meses más; a primera vista, no eran más que un par de amigas charlando, pero la paciente había respondido al cambio de la estrategia hundiéndose más y más profundamente en la hipnosis. Mostrando una sugestibilidad tan profunda, que había llegado a desarrollar total anestesia de la piel al fuego, y empezado a ajustar la cadencia de su respiración al habla de Sharon. Pareciendo preparada a la sugestión directa. Pero Sharon nunca se la ofrecía, simplemente seguía charlando.
Luego, durante la sesión cincuenta y cuatro, la paciente pasó espontáneamente a ser Jana y comenzó a describir una loca noche que había tenido lugar en Italia… una fiesta en una villa en Venecia, poblada por raros personajes siempre sonrientes y alimentada por alcohol a chorros y abundante droga.
Al principio, sólo era otra narración de una de las orgías de Jana, con cada uno de los detalles escabrosos contado con evidente delectación, pero al cabo, a mitad del relato, había sido otra cosa…
– Mi hermana está aquí -dijo Jana, asombrada-. Está jodidamente sola, ahí en ese rincón, sentada en esa fea silla sin barnizar.
– ¿Qué es lo que ella siente? -le preguntó Sharon.
– Está aterrada. Se caga de miedo. Unos hombres le están chupando los pezones… unos tipos desnudos, muy peludos. Como babuinos… y están tirados por encima de ella, cubriéndola, clavándole cosas.
– ¿Cosas?
– Sus cosas. Sus repugnantes cosas. Le están haciendo daño y se ríen, y ahí está la cámara.
– ¿Dónde está la cámara?
– Allí, al otro lado de la habitación. Yo estoy… ¡oh, no, yo estoy aguantándola! Quiero verlo todo y todas las luces están encendidas. Pero a ella no le gusta, y sin embargo yo sigo filmándola. No puedo detenerme.
Mientras continuaba describiendo la escena, la voz de Jana fue debilitándose, quebrándose. Describió a J como «exactamente como… parece exactamente como yo, pero, ya sabes, más inocente. Ella siempre ha sido más inocente. Y realmente están abusando de ella. Me siento…».
– ¿Cómo? -le preguntó Sharon.
– Nada.
– ¿Cómo te sentías, Jana? ¿Cómo te sentías cuando viste lo que le estaba pasando a tu hermana?
– No sentí nada. -Una pausa-. Mal.
– ¿Muy mal?
– Un… poco mal. -Expresión de ira-. ¡Pero fue por su propia jodida culpa! ¡No cometas el crimen si no puedes cometer el crimen! ¿De acuerdo? Si no quería hacer eso no tendría que haber ido allí, ¿no?
– ¿Acaso tuvo elección, Jana?
Pausa.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Tuvo J elección en eso de ir a la fiesta?
Largo silencio.
– ¿Jana? -inquirió Sharon.
– Vale. La he oído. Primero pensé que, claro, seguro que la había tenido… todo el mundo puede elegir. Pero, luego…
– ¿Qué, Jana?
– No sé… quiero decir que realmente no la conozco. Quiero decir que somos exactamente la misma, pero hay algo en ella que… no sé. Es como si fuéramos… no sé… más que hermanas. No sé cuál debe de ser la palabra adecuada, quizá compa… Olvídelo.
Pausa.
– ¿Compañeras? -ofrece Sharon.
Jana, sobresaltada:
– ¡He dicho que lo olvide, ya basta de toda esta mierda! Hablemos de cosas divertidas, de lo que yo estaba haciendo en la jodida fiesta.
– De acuerdo -aceptó Sharon-. ¿Qué es lo que tú estabas haciendo?
Jana, desconcertada, al cabo de un largo silencio:
– No… lo recuerdo. ¡Buf, probablemente era algo aburrido! Cualquier fiesta a la que vaya ella seguro que es aburrida.
Una puerta había sido abierta; Sharon se abstuvo de seguir empujándola. Dejó que Jana siguiera hablando de naderías, esperó a que toda su ira se hubiera disipado, y luego terminó la sesión, segura de que se había producido una ruptura. Por primera vez, en más de tres años, J había permitido coexistir a las gemelas. Y había ofrecido una nueva clave: la palabra compañera parecía tener una tremenda carga emocional. Sharon decidió seguir con aquello, sacándolo a colación la siguiente vez que hipnotizó a J.
– ¿Cómo dice, doctora? ¿Qué es lo que acaba de decir?
– Compañeras -insistió Sharon-. Te acabo de sugerir que tú y Jana sois algo más que hermanas. O incluso que gemelas. Quizá sois compañeras. Compañeras psicológicas.
J se quedó pensativa, silenciosa, luego empezó a sonreír.
– ¿Qué es lo que te parece divertido, J?
– Nada. Supongo que tiene usted razón…, normalmente la tiene.
– Pero, ¿tiene esto sentido para ti?
– Supongo que sí, aunque si ella es mi compañera, desde luego es una compañera silenciosa. Nunca hablamos. Ella se niega a hablarme. -Pausa, su sonrisa se hizo más grande-. Compañeras silenciosas. ¿Compañeras en qué cosa?
– En esa cosa que se llama la vida -le contestó Sharon.
J, divertida:
– Sí, supongo que sí.
– ¿Te gustaría hablar más de eso? -preguntó Sharon-. ¿Hablar más acerca de tener una compañera silenciosa?
– No sé. Supongo que sí… Quizá no. No. Ella es tan burda y poco placentera, que realmente no soporto el tenerla cerca. Cambiemos de tema, si no le importa.
J no apareció para la siguiente sesión, ni para la otra. Cuando finalmente volvió a acudir, dos meses más tarde, parecía compuesta, afirmó que su vida iba de maravilla, y que lo único que necesitaba era una puesta a punto.
Sharon reinició la hipnoterapia, continuó con sus intentos de hacer que las «gemelas» se reuniesen. Cinco meses más de frustración, durante los cuales Sharon empezó a pensar de sí misma que era una fracasada, preguntándose si las necesidades de J no podrían ser cubiertas mejor por otro terapeuta, «con más experiencia, y quizás un hombre».
Pero Kruse la animó a continuar, aconsejándola que se fiase aún más de la manipulación no verbal.
Otro mes de statu quo, y J volvió a desaparecer. Cinco semanas más tarde se materializó de nuevo, irrumpiendo violentamente en la consulta, mientras Sharon estaba atendiendo a otra paciente, llamando a aquella mujer una «jodida desgraciada», diciéndole que «tus problemas no le importan una mierda a nadie», y ordenándole que saliese inmediatamente de la habitación.
A pesar de los intentos infructuosos de Sharon por hacerse con el control de la situación, la otra paciente había escapado llorando.
Sharon le había dicho a J que jamás volviera a hacer aquello. J se había convertido en Jana y acusado a Sharon de ser «una puta malvada y egoísta. ¡Eres una jodida puta manipuladora, que lo único que quieres es quedarte con todo lo que yo tengo, con todo lo que soy! ¡Lo único que quieres de mi es sangrarme hasta la última jodida gota!». Tras amenazar con ponerle un pleito a Sharon y arruinarla, había salido de la consulta, hecha una furia.
Y jamás había regresado.
Fin del tratamiento. Hora pues de que la terapeuta fracasada rumiase sobre su fracaso.
Una sección de cien páginas de discusión: un centenar de páginas de charlas de café acerca de lo que pudo ser el partido del domingo, cuando éste ya ha sido jugado y perdido. El resultado final: un darse cuenta, por parte de Sharon, de que su intento por reconciliar a J y Jana había estado condenado al fracaso desde el principio, porque las «gemelas» eran «enemigas psíquicas irreconciliables; el triunfo de una necesitaba de la muerte de la otra… una muerte psicológica, pero una muerte que tenía que ser tan real, tan decisiva, que podría haber sido una muerte auténtica».
Ahora se daba cuenta de que, en lugar de buscar una integración, tendría que haber luchado por reforzar la identidad de J, la buena, y haber formado equipo con esta gemela sana para aniquilar a la «destructiva y claramente perturbada Jana».
«No hay lugar en la psique de esta joven -concluía-, para cualquier tipo de compañera, y sobre todo no lo hay para las conflictivas compañeras silenciosas representadas por las particiones de su personalidad. La naturaleza de la identidad humana es tal que el asunto de vivir es, debe de ser, un proceso solitario. De soledad en ocasiones, pero enriquecido por la fuerza y la satisfacción que surge de la autodeterminación y de un ego totalmente integrado.
«Nacemos solos, solos morimos.»
Un caso infernal, si es que había existido tal caso.
Yo conocía a J. Había hecho el amor con ella, bailado con ella en una terraza.
También conocía a Jana, la había visto lanzar daiquiris de fresa contra una chimenea, ondular para salir de un vestido de color llama y hacer conmigo lo que le había venido en gana.
Un capítulo en la psicología de las gemelas, y, sin embargo, ni una sola vez había reconocido Sharon en su escrito el haber tenido una hermana gemela. Su propia compañera silenciosa.
¿Negativa? ¿Engaño?
Autobiografía.
Había husmeado en su propia psique atormentada, creado un falso historial del caso y lo había hecho pasar como su investigación doctoral.
Trabajándolo. ¿Era aquello algún tipo de terapia vanguardista?
Justo como la película porno.
Kruse había sido el presidente de su Comité.
Aquello hedía a Kruse.
Pero, ¿qué pasaba con Shirlee, la verdadera compañera silenciosa? ¿La había abandonado Sharon a un mundo silencioso y oscuro?
¿Y quién demonios era Jasper?
Y mis más sentidas gracias a Alex quien, aun en su ausencia, continúa inspirándome.
La recatada, pasiva, encopetada «J». Con ideas anticuadas respecto al sexo y el amor… aunque había sido sexualmente activa con un hombre por el que sentía un profundo afecto… una relación que se había acabado a causa de una intrusión de Jana.
Sopesé en una mano su disertación. Más de cuatrocientas páginas de escarbado en el alma, de pseudoinvestigación. Mentiras.
¿Cómo infiernos había podido colar aquello?
Creí saber un modo de averiguarlo.