30

Su casa era grande, con el techo en punta y muy iluminada, adornada generosamente con detalles en blanco, y separada de la carretera por un cuarto de hectárea de manzanos en perfectas condiciones de crecimiento. La moto de Gabe estaba aparcada cerca del porche delantero, junto a un viejo camión Chevy y un Honda Accord. Me llevó alrededor de la casa, hasta una puerta lateral, y entramos por la cocina. Gabe estaba sentado ante la mesa, dándonos la espalda, desgranando maíz y escuchando estrepitosa música rap en un portátil que no era mucho más pequeño que su Honda. Había mazorcas de maíz apiladas hasta su barbilla. Trabajaba lentamente, pero sin parar, agitando la cabeza al compás de la música.

Ella le besó en la coronilla. Él le lanzó una mirada de desdicha, como suplicando compasión. Pero, cuando me vio, la desdicha se convirtió en ira.

Su madre bajó el volumen del portátil.

– ¿Qué demonios hace ése aquí?

– ¡No seas maleducado, Gabriel! No es eso lo que te enseñó papá.

La sola mención de su padre le hizo tomar el aspecto de un niño pequeño, perdido. Hizo un mohín, tomó una mazorca ya desgranada y la hizo pedazos entre sus dedos.

– El doctor Delaware es nuestro invitado -le dijo su madre-. ¿Te quedarás a cenar, Alex?

No tenía necesidad de comida, pero estaba hambriento de datos.

– Me encantaría -le contesté-. Y muchas gracias.

Gabe murmuró algo hostil. La música aún estaba lo bastante fuerte como para bloquear sus palabras, pero no su significado.

– Limpia la mesa y ponía, Gabriel. Quizá comiendo mejoren tus modales.

– Ya he comido, Ma.

– ¿Y qué has comido?

– Pastel de pollo, las patatas que quedaban, los guisantes y el pan de calabaza.

– ¿Todo el pan de calabaza? Sonrisa de niño travieso.

– Ajá.

– ¿Y de postre?

– El helado.

– ¿Has dejado un poco para tu pobre mamá, a la que ya sabes que le chifla el dulce?

La sonrisa se borró.

– Lo siento.

– No te preocupes, cariñito -le dijo, despeinándole el cabello-. Necesito rebajar las calorías…, me has hecho un favor.

Él abrió los brazos sobre el montón de maíz y volvió a lanzarle la mirada implorante.

– Mira todo lo que he hecho, Ma. ¿Puedo dejarlo ya?

Ella cruzó los brazos, trató de aparentar severidad.

– De acuerdo, pero mañana acabas con el resto. ¿Qué hay de los deberes?

– Hechos.

– ¿Todos?

– Sí señora.

– Muy bien. Quedas en libertad condicional.

Se puso en pie. Me lanzó una mirada asesina que decía: «que no te coja yo a solas», e hizo todo un espectáculo de hacer sonar sus nudillos.

– Gabriel, te he dicho que no hagas eso. Te estropearás las manos.

– Lo siento.

Ella volvió a besarlo.

– Ahora, lárgate.

Se fue hasta la puerta, se detuvo y dijo:

– Esto, Ma…

– ¿Qué pasa?

– ¿Puedo ir al pueblo?

– Depende de lo que vayas a hacer allí.

– Russell y Brad me han llamado. Hay una película en el Sixplex, en Redlands.

– ¿Qué película?

– Top Gun.

– ¿Quién conduce?

– Brad.

– De acuerdo. No hay nada que objetar, siempre que no sea Russell el que os lleve con ese jeep suyo arreglado…, ya basta con haber estado a punto de estrellaros una vez. ¿Está esto claro, joven?

– Sí, Ma.

– De acuerdo. Confío en ti, Gabe, no me defraudes. Y te quiero en casa a las once.

– Gracias. -Salió, tan contento de verse en libertad, que se olvidó de mirarme mal.


El comedor era grande y oscuro, y el olor a lavanda impregnaba las paredes empapeladas. El mobiliario era antiguo, de madera de nogal negra y tallada. Gruesas cortinas ocultaban las ventanas, y despintados retratos familiares, en viejos marcos, colgaban en los espacios libres…: una historia pictórica del clan Leidecker en diversos estadios de desarrollo. En otro tiempo, Helen había sido hermosa, con sus facciones mejoradas por una generosa sonrisa que quizá nunca fuese resucitada. Sus hijos mayores eran palos con cabello desordenado, que se parecían a ella. El padre, con su rubia barba y un barril por pecho era una previsión de lo que sería Gabe… quien, sin embargo, había empezado la vida como una calva, rosada y bizqueante bola de grasa. Sharon no estaba en ninguna de las fotos.

La ayudé a poner en la mesa los platos, cubiertos y servilletas de lino y me fijé en una funda de guitarra que había en el suelo, junto al armario de la vajilla.

– Era del señor Leidecker -me dijo-. Por muchas veces que le dijese que la guardase, siempre acababa ahí. Pero tocaba tan bien, que realmente no me importaba. Ahora, la dejo ahí como recuerdo. De algún modo, me parece que lo que más echo a faltar de él es su música.

Parecía tan abatida, que le dije:

– Yo también toco un poco.

– ¿De veras? Entonces tócala, por favor.

Abrí la funda. Dentro había una vieja Gibson L-5, de allá por los años treinta, anidada en terciopelo azul. Estaba como nueva, con el damasquinado impecable y la madera limpiada no hacía mucho. Soltaba ese olor a gato mojado que adquieren los instrumentos viejos. La alcé, rasqué las cuerdas, la afiné.

Ella había vuelto a la cocina y me llamó:

– Ven aquí para que te pueda oír.

Fui con la guitarra, me senté ante la mesa y toqué unos cuantos acordes de jazz, mientras ella preparaba pollo, puré de patatas, maíz, guisantes y limonada. La guitarra tenía un tono rico y cálido y toqué La Mer, usando los líquidos arreglos, a lo zíngaro, de Django.

– Muy bonito -me dijo ella, pero podía darme cuenta de que el jazz, incluso el jazz cálido, no era lo suyo. Pasé a juguetear con los dedos y toqué algo melódico y estilo country, en C mayor, y el rostro de ella se rejuveneció.

Trajo la comida a la mesa…, enormes cantidades de comida. Dejé la guitarra a un lado. Me sentó a la cabecera de la mesa, se colocó a la derecha y sonrió nerviosa.

Yo estaba tomando el lugar de un muerto, y noté que se esperaba algo de mí, seguir algún tipo de protocolo que jamás podía ni soñar en llegar a dominar. Eso y el ceremonioso modo en que me llenó el plato me puso melancólico.

Ella jugueteó con la comida y me miró mientras yo me obligaba a comer. Me metí dentro tanto como pude, la felicité como cocinera entre bocados, y esperé a que hubiera retirado los platos y traído pastel de manzana, antes de decir:

– La foto de la graduación de Sharon que perdieron los Ransom, ¿también te dio una a ti?

– Oh, eso -dijo. Se le hundieron los hombros y se le humedecieron los ojos. Noté como si hubiera vuelto a tirar a las gélidas aguas a un superviviente de un naufragio. Pero, antes de que pudiera decir nada más, saltó en pie y desapareció pasillo abajo.

Regresó con una foto en un marco de terciopelo marrón de sobremesa, me la entregó como si me estuviese entregando los sacramentos, y se quedó mirando por encima de mi hombro, mientras yo la estudiaba.

Sharon, con una sonrisa de oreja a oreja, con birrete y toga, con una borla y hombreras doradas, su cabello negro más largo y cayendo sobre sus hombros, el rostro radiante y perfecto. El epítome de las estudiantes estadounidenses, mirando hacia el futuro con optimismo juvenil.

¿Imaginándose un rosado futuro? ¿O sería, simplemente, lo que el fotógrafo del campus creía que deseaban tener, sobre el manto de su chimenea, unos padres orgullosos?

En el rincón izquierdo inferior de la foto decía, en letras aplicadas en pan de oro:


PROMOCIÓN DEL 74

ACADEMIA FEMENINA DE PEDAGOGÍA FORSYTHE

LONG ISLAND, N.Y.


– ¿Tu alma máter? -le pregunté.

– Sí. -Se sentó, apretó la foto contra su pecho-. Ella siempre quiso ser maestra. Y yo sabía que Forsythe era el lugar más adecuado para ella. Lo bastante riguroso y protector como para servirla de parachoques contra el shock de salir al mundo…; los setenta eran una época dura y ella había tenido una vida muy protegida. Le encantó aquello y siempre sacó sobresalientes. Se graduó Summa cum Laude.

Mejor que Leland Belding…

– Era muy brillante -comenté.

– Era realmente brillante, Alex. Y no diré que algunas cosas, al principio, no le resultasen difíciles; por ejemplo, el acostumbrarse a hacer sus necesidades de un modo civilizado, y también todas las reglas sociales. Pero yo le clavé el cuerno y no la solté… fue un buen entrenamiento, para cuando tuve que educar a mis hijos. Pero, en cambio, todo lo que era intelectual lo absorbía como una esponja.

– ¿Qué tal se llevaban tus hijos con ella?

– No había entre ellos la rivalidad que hay entre hermanos, si es a eso a lo que te refieres. Ella se mostraba tierna con ellos, amorosa, como una estupenda hermana mayor. Y no amenazaba a la posición familiar de ellos, porque cada noche se iba a su casa… Al principio, eso me resultaba duro a mí. ¡Deseaba tanto adoptarla, hacerla sólo mía y guiar sus pasos hacia una vida normal! Pero, a su manera, Shirlee y Jasper la querían, y ella los quería a ellos. Hubiera sido una equivocación destruir esto, un error el robar a ese pobre par la única cosa valiosa que tenían. De algún modo, les habían dado una joya. Mi trabajo era pulimentarla, mantenerla a salvo. Le enseñé cómo ser una damisela, le compré muchas cosas… una hermosa cama con baldaquino… pero la dejé allí, con ellos.

– ¿Nunca pasó la noche contigo?

Negó con la cabeza.

– La mandaba a su casa. Era lo mejor.

Años más tarde, ya conmigo, se había mandado a ella misma a su casa. Primeros padres… primeros traumas…

– Estaba contenta con las cosas tal como eran, Alex. Ella florecía. Por eso nunca llamé a las autoridades: hubiera venido algún asistente social de la ciudad, hubiese echado una mirada a Shirlee y Jasper y los hubiera metido en un asilo para el resto de sus vidas, y a Sharon la hubiese mandado a un hogar en que la adoptasen. Papeleo y burocracia…, se hubiera perdido por entre las grietas. Mi manera de hacer las cosas era mejor.

– Summa cum Laude -dije, dando unos golpecitos en la foto-. Desde luego, sí que parece que lo era.

– Era un placer enseñarle. Le di clases privadas intensivas, hasta que tuvo once años; entonces la metí en mi escuela. Lo había hecho tan bien, que en realidad iba por delante de sus compañeros de clase, estaba preparada para asistir a un curso o dos más adelante. Pero sus habilidades sociales aún eran flojas: cuando estaba con chicos de su edad se mostraba muy tímida, pues estaba acostumbrada a jugar con Shirlee y Jasper, que eran como bebés.

– ¿Cómo se relacionaban con ella los otros chicos?

– Al principio la veían como a un bicho raro. Hubo un montón de comentarios crueles, pero yo los corté por lo sano. Nunca llegó a mostrarse realmente sociable, pero aprendió a estar con los otros cuando resultaba necesario. Y, a medida que se fue haciendo mayor, los chicos empezaron a fijarse en su tipo. Pero ella no estaba por esas cosas, lo que más le preocupaba era sacar buenas notas. Quería ser una buena maestra, hacer algo en la vida. Y siempre era la primera de la clase… y no era porque fuese mi protegida, pues cuando se fue a Yucaipa, a la enseñanza media, siguió sacando sobresalientes, siempre estaba en el cuadro de honor, y sus notas eran las más altas de toda la escuela. Podría haberse ido a la universidad que hubiera querido, y no necesitaba de mi recomendación para entrar en Forsythe. Tal como estaban las cosas, le dieron una beca que cubría todos los gastos escolares, más estipendio.

– ¿Cuándo cambió de idea respecto a lo de hacerse maestra?

– A principios del último curso. Había realizado un cursillo de Psicología. Dado su medio ambiente, se podía comprender el motivo por el que ella se sentía interesada por la naturaleza humana… y no hay ofensa en ello. Pero no dijo nada de hacerse psicóloga hasta que fue a una de esas sesiones de asesoramiento para la elección de carrera, que hacían en la universidad de Long Island…, esas jornadas en que montan unas mesas en las que hay representantes de diversas profesiones, que están entregando folletos explicativos y respondiendo a las preguntas de los estudiantes. Allí conoció a un psicólogo, a un profesor que realmente la impresionó. Y, aparentemente, también ella lo impresionó a él. Le dijo que sería una excelente psicóloga, e insistió en ello hasta el punto de ofrecerse para recomendarla. Él se trasladaba a Los Ángeles, y le aseguró que, si se decidía, en California la aceptarían en la escuela para graduados. Fue todo un empujón para ella…, el imaginarse como doctora.

– ¿Cuál era el nombre de ese profesor?

– Nunca me lo dijo.

– ¿Y nunca se lo preguntaste?

– Sharon siempre fue una persona muy reservada, me decía lo que quería que yo supiese. Y descubrí que el peor modo para sonsacarle algo era preguntándoselo. ¿Quieres un poco de pastel?

– Me encantaría, pero estoy realmente lleno.

– Bueno, pues yo voy a tomarme un poco. Tengo ganas de algo dulce. En este momento, tengo verdaderas ganas de algo dulce.


No me enteré de nada más durante media hora de álbumes de fotos y anécdotas familiares. Algunas de las fotos incluían a Sharon: bien puesta, sonriente, hermosa de niña, encantadora como quinceañera, cuidando a los niños. Cuando las comenté, Helen Leidecker no dijo nada.

Hacia las nueve de la noche una cierta incomodidad se había instalado entre nosotros. Éramos como dos chavales que en su primera cita hubiesen ido más lejos de lo que deberían y ahora estábamos alejándonos. Cuando le agradecí el tiempo que me había dedicado, ella ya estaba ansiosa por verme partir. Cinco minutos más tarde había dejado Willow Glen, y cuarenta y cinco minutos después estaba en la Route 10.

Mis compañeros de la carretera eran semirremolques cargados de productos agrícolas, o camiones-plataforma transportando árboles de vivero y balas de paja. Comencé a sentirme amodorrado, y probé a escuchar música. Eso me adormiló aún más, por lo que paré cerca de Fontana, en una combinación de gasolinera de autoservicio de la Shell y bar de camioneros abierto las veinticuatro horas.

Dentro había maltrechos mostradores grises, reservados de vinilo rojo reparados con cinta aislante, estantes rotatorios de juguetes de carretera, y un duro, pesado silencio. Una pareja de camioneros de anchas espaldas y un vagabundo de ojos hundidos estaban sentados a la barra. Ignorando las miradas por sobre el hombro, tomé sitio en uno de los cubículos, en un rincón, que me facilitaba una ilusión de aislamiento. Una camarera delgada, con una mancha color vino oporto en su mejilla izquierda me llenó la taza con una cafeína líquida de intensidad industrial, y yo llené mi mente con una tempestad de preguntas.

Sharon, la Reina del Engaño. Había surgido, literalmente, del fango, había logrado «triunfar en la vida», cumpliendo con el sueño de Pigmalión de Helen Leidecker.

Ese sueño había estado teñido de egoísmo: del deseo de Helen de volver a vivir sus fantasías intelectuales urbanas a través de Sharon. Pero no por ello habían sido menos sinceras. Y había logrado efectuar una notable transformación: domar a una niña salvaje. La había moldeado y convertido en un ejemplo de escolaridad y buena educación. La primera de la clase. Summa cum Laude.

Pero a Helen nunca le habían dado todas las piezas del rompecabezas, no tenía ni idea de lo que había pasado durante los cuatro primeros años de la vida de Sharon. Los años de formación, cuando se fragua el mortero de la identidad, cuando se excavan y fundamentan los cimientos del carácter.

Pensé de nuevo en aquella noche en que la había hallado con la foto de su compañera silenciosa. Desnuda. Regresionada a los tiempos anteriores a su descubrimiento por Helen.

Y me volvía a la mente la rabieta de un niño de dos años. Un trauma de la primera infancia. Bloqueando el horror.

¿Qué horror?

¿Quién la había criado durante los primeros tres años de su vida, cubriendo el vacío entre Linda Lanier y Helen Leidecker?

No habían sido los Ransom… era imposible que ellos le hubiesen enseñado algo acerca de los automóviles. Acerca del idioma.

Los recordé a ambos, mirándonos a Gabe y a mí mientras abandonábamos su pedacito de tierra. Y recordé su única prueba de haber sido padres: una carta.

Vuestra única hijita.

Había usado la misma frase para referirse a otros padres. Unos padres de la buena sociedad, a lo Hollywood, que jamás habían existido… ni en Manhattan, ni en Palm Beach, ni en Long Island, ni en Los Ángeles.

Martinis en el solárium.

Ventanas con papel encerado.

Separando a ambos, un abismo galáctico…, un salto imposible entre los deseos irrealizables y la insoportable realidad.

Había tratado de tender un puente sobre ese abismo, con mentiras y verdades a medias. Fabricándose una identidad con fragmentos de las vidas de otras gentes.

¿Perdiéndose a sí misma en el proceso?

Su dolor y vergüenza debieron de haber sido terribles. Por primera vez desde su muerte me sentí realmente apenado por ella.

Fragmentos.

Un retazo de Park Avenue de Kruse, el de buena familia.

Una historia de orfandad por un accidente de automóvil tomada de la biografía de Leland Belding.

Un comportamiento de damisela y un amor por la erudición cortesía de Helen Leidecker.

Sin duda, había pasado horas sentada a los pies de Helen absorbiendo historias de cómo se comportaban los ricachones en los Hamptons. Y luego, como estudiante en Forsythe, había aumentado sus conocimientos, paseando frente a las verjas de entrada a las grandes mansiones de la playa. Coleccionando imágenes mentales como si fueran pedazos de conchas rotas… imágenes que le habían permitido pintarme un cuadro de colores demasiado chillones, de chóferes y hoyitos de almejas, y dos niñas pequeñas en una piscina cubierta.

Shirlee. Joan.

Sharon Jean.

Había tejido la historia de la gemela ahogada en un sentido para Helen, en otro para mí, mintiendo… a aquellos a quienes ostensiblemente amaba, haciéndolo con la misma facilidad con que se cepillaba el cabello.

Pseudogemelas. Problemas de identidad. Dos niñitas comiendo helado. Gemelas de imagen de espejo.

Pseudomúltiple personalidad.

Elmo Castelmaine estaba seguro de que «Shirlee» había nacido ya deficiente, lo cual significaba que no podía ser una de las niñas que había visto en la foto de bordes irregulares. Pero él me había pasado la información que le había suministrado Sharon.

O mentido por su cuenta. No es que hubiera razón alguna para desconfiar de él, pero lo cierto es que yo me había vuelto ya muy desconfiado.

¿Y quién podía asegurar que la mujer subnormal fuese gemela de Sharon? ¿O incluso pariente de ella? Ella y Sharon habían compartido características físicas generales: color del cabello, de los ojos…, que yo había aceptado como prueba de hermandad. Había creído lo que Sharon me había dicho acerca de Shirlee, porque en aquel momento yo no había tenido motivo alguno para desconfiar de ella.

Shirlee, si es que aquél era su nombre.

Shirlee, con dos es. Sharon había recalcado lo de las dos es. Le había dado el nombre de su madre adoptiva.

Más simbolismo.

Joan.

Otro juego mental.

Durante todos estos años, me había dicho Helen, creí que la comprendía. Ahora me doy cuenta de que me estaba engañando a mí misma. Apenas si la conocía.

Bienvenida al club, maestra.

Sabía que el modo en que Sharon había vivido y muerto había sido programado por algo que había pasado antes de que Helen la hubiera encontrado llenándose de mayonesa.

Los primeros años…

Bebí café, exploré callejones sin salida. Mis pensamientos vagaron hasta Darren Burkhalter, con la cabeza de su padre cayendo en el asiento de atrás, como si fuera una sanguinolenta pelota.

Los primeros años.

Trabajo inacabado.

Mal se había apuntado una nueva victoria: se compraría un Mercedes nuevo, y Darren crecería como niño rico. Pero todo el dinero del mundo no podía borrar aquella imagen de la mente de un niño de dos años.

Pensé en todos los niños mal nacidos, enfermos, que había tratado. Cuerpecillos lanzados a la tormenta de la vida con tanta posibilidad de autodeterminación como la que pudiera tener una semilla voladora. Me vino a la mente algo que me había dicho un paciente, el amargo comentario de despedida de un hombre, en otro tiempo confiado en sí mismo, y que acababa de enterrar a su hijo único:

Si Dios existe, doctor, desde luego el muy jodido tiene un raro sentido del humor.

Los años formativos de Sharon, ¿habrían estado dominados por alguna broma pesada? Si así era, ¿quién era el jodido con raro sentido del humor en este caso?

Una chica de pueblo llamada Linda Lanier era la mitad de la ecuación biológica; ¿quién había suministrado los otros veintitrés cromosomas?

¿Algún amante de una noche o un jefazo de algún estudio de Hollywood? ¿Un tocólogo con un negocio a horas extra de raspados a embarazadas sin ganas de parir? ¿Un multimillonario?

Seguí sentado en aquel café, pensando durante largo rato. Y volvía, una y otra vez, a Leland Belding. Sharon había crecido en tierras de la Magna, vivido en una casa de la Magna. Su madre había hecho el amor con Belding…, hasta los botones de las oficinas lo sabían.

¿Martinis en su solárium?

Pero, si Belding había sido quien la había dado vida, ¿por qué la había abandonado? ¿Se la había pasado a los Ransom, a cambio del derecho a malvivir en sus tierras y dinero en efectivo en un sobre sin remitente?

Y veinte años más tarde la casa, el coche.

¿Reunión?

¿La habría reconocido al fin? ¿La habría nombrado heredera? Pero se suponía que él había muerto seis años antes.

¿Y qué había de su otra heredera, la otra pequeña comedora de helados?

¿Un doble abandono? ¿Dos chabolas en dos trozos de tierra árida?

Consideré lo poco que sabía acerca de Belding: obsesionado con las máquinas, con la precisión. Un ermitaño. Frío.

¿Lo bastante frío como para prepararle una trampa mortal a la madre de sus hijas?

Una hipótesis. Una fea hipótesis. Se me cayó la cucharilla. El estrépito partió el silencio del bar de camioneros.

– ¿Está bien? -me preguntó la camarera, en pie ante mí, con la cafetera en la mano.

Alcé la vista.

– Ajá, claro. Estoy muy bien.

Su expresión me decía que esto era algo que ya había oído muchas veces.

– ¿Más? -alzó la cafetera.

– No, gracias. -Le di dinero, y salí del bar. No tuve problemas para mantenerme despierto el resto del camino hasta L. A.

Загрузка...