23

Logré ponerme en contacto con Milo al día siguiente y contarle lo que había averiguado.

No me dijo nada por un instante, y luego:

– Tengo concertada una lección de historia para las once. Quizás entonces podamos atar más cabos.

Llegó a las diez y diez. Entramos en el Seville y me dirigió hacia el este, por Sunset. El paseo estaba vacío aquel domingo, incluso en el Strip. Sólo se veía algún pequeño número de brunchers, tratando de comer su copioso desayuno, y roqueros madrugadores, todos reunidos en los cafés con terraza, mezclados con putas cocainómanas, mujeres de la vida de más alto precio, y prostitutos, todos tratando de sacudirse la resaca de la noche anterior.

– ¡Vaya público! -exclamó Milo. Sacó un cigarro y afirmó-: Me has vuelto a aficionar a esto.

Lo encendió y lanzó una humareda de aspecto jabonoso hacia fuera, por la ventanilla abierta.

– ¿De dónde es eso? ¿Panameño?

– Transilvano. -Chupeteó con entusiasmo y, en pocos segundos, el coche estuvo lleno de humo.

Fuimos por La Brea, pasando Western. Se acabó el ambiente de café, aquí sólo había restaurantes de comida rápida, tiendas de empeños, locales de artículos de saldo y tonos más oscuros de piel. A través de la ventanilla me llegaban risas y música de transistor, mezcladas con frases en español. Por el paseo andaban familias enteras: padres lo bastante jóvenes como para ser llamados chavales, acarreando manadas de querubines de pelo negro.

– Éste si que es un buen público -comenté.

Asintió con la cabeza.

– La crema de la crema… y lo digo en serio: estos pobres diablos les entregan todo lo que tienen a los malditos coyotes, que los violan, los roban y les despojan de todo mientras, teóricamente, les ayudan a cruzar ilegalmente la frontera. Y, luego, si los cazamos, nosotros los tratamos como a alimañas y los devolvemos allá al sur, como si este jodido país no hubiera sido edificado por la inmigración… ¡Joder!, si mis antepasados no se hubieran colado de polizones en un vapor y pasado ilegalmente desde el Canadá, yo estaría escarbando patatas en algún lugar del condado de Cork. -Pensó en ello-. He visto postales del condado de Cork… ¿Crees que estaría mejor allí?

Pasamos por la zona de hospitales que se extiende entre Edgemont y Vermont, y cruzamos frente al Pediátrico del Oeste, en donde yo había pasado una parte tan importante de mi vida.

– ¿A dónde vamos? -pregunté.

– Tú conduce. -Apagó el cigarro en el cenicero-. Escucha, hay algo más que debo decirte. Después de que te dejé anoche, fui hasta Newhall y hablé con la chica de Rasmussen… Seeber.

– ¿Cómo la encontraste? No te di ni su nombre.

– No te preocupes, tu virtud sigue incólume. En la oficina del sheriff de Newhall le tomaron declaración respecto al accidente. Allí obtuve su nombre y dirección.

– ¿Qué tal le va?

– Parece haberse recuperado bien; ya tiene a otro tipo viviendo con ella. Un casanova chupado, con ojos de drogata y brazos llenos de puntadas, que se creyó que yo estaba haciendo una redada de droga y ya estaba medio fuera de la ventana antes de que pudiese calmarlo.

Se estiró y bostezó.

– De todos modos, le pregunté a la chica si Rasmussen había estado trabajando mucho en los últimos tiempos. Me dijo que no, que su mal carácter lo había metido en demasiadas peleas y que nadie lo quería en su equipo. Ella había estado ganando dinero por los dos en los últimos seis meses, con ese trabajo del camión de las cucarachas. Cuando le solté lo de los mil pavos que él la había dejado en la almohada, casi se mea en las bragas. Aunque el sheriff le había devuelto el dinero, estaba aterrada de que yo lo fuese a confiscar… lo que aún le quede; seguro que el drogata ya se ha pinchado en el brazo la mayor parte de la pasta.

»El caso es que la calmé, le dije que si cooperaba se lo podía quedar, que incluso se podía quedar el resto de la pasta. Ella me lanzó una mirada que quería decir: ¿Y tú cómo sabes lo del resto? ¡Bingo!, así que le digo: ¿Cuánto más era, Carmen? Escupe ya. Ella tartamudeó y se puso muy nerviosa, tratando de hacerse la dura y de demostrarme que no la iba a lograr hacer hablar, pero lo cierto es que no tiene demasiada fuerza de voluntad y acabó por soltarlo todo: que D. J. había conseguido últimamente montones de pasta, y que lo estaba malgastando por todas partes, incluso comprándose piezas caras para su camión. No estaba segura de la cantidad exacta… ¿sabe? Pero había hallado cuatro mil cuatrocientos más en, ¿sabe?, uno de su calcetines.

– ¿Cuánto tiempo era eso de últimamente?

– Hace un par de semanas. Al menos una semana antes de que todo el mundo empezara a morir.

Seguí conduciendo, más allá del distrito de Silverlake y Echo Park, hacia el extremo oeste del centro de la ciudad, en donde se alzan los rascacielos, entre una maraña de pasos elevados de las autopistas y callejuelas traseras, centelleando en plata y bronce contra un cielo con fondo de barro.

– Si eso fue pasta contante y sonante por un asesinato -dijo-, ya sabes lo que eso significa: premeditación… que alguien había estado planeando ese contrato. Arreglándolo.

Me dijo que girase hacia la izquierda en un callejón sin nombre que iba hacia el norte de Sunset y se abría paso entre dos almacenamientos al aire libre de suministros para la construcción. Pasamos junto a contenedores de desechos llenos hasta casi derramarse, paredes traseras de edificios cubiertas de graffittis, montones de pedazos de contrachapado, ventanas rotas y cajas de embalaje destrozadas. Otro medio kilómetro y estábamos ondulando sobre asfalto cuarteado a través de terrenos desocupados, llenos de malas hierbas. En la parte más lejana de esos terrenos se veían chabolas que parecían a punto de derrumbarse. El callejón trazaba un ángulo y se convertía en un camino de tierra. Cincuenta metros más allá terminaba en una pared de ladrillos. A la izquierda más hierbajos, a la derecha una vista lejana de la autopista, allá abajo.

– Aparca -me dijo Milo.

Bajamos. A pesar de lo alto que estábamos se oía rugir el tráfico en la intersección de autopistas.

La pared de ladrillos estaba coronada por alambre de espinos. Cortando la pared había una puerta de madera, de parte superior redondeada, que había sido pulimentada por el tiempo y los elementos. Ni cerradura, ni manija. Sólo un herrumbroso clavo, hundido en la madera. A su alrededor, una tira de cuero anudada. Y, colgando de la tira, una oxidada campana de vaca. Un cartel sobre la puerta indicaba RUE DE OSCAR WILDE.

Alcé la vista hacia el alambre de púas y pregunté:

– ¿Dónde están los nidos de ametralladoras?

Milo frunció el ceño, tomó un pedrusco y golpeó con él la campana. Emitió un tañido apagado.

De inmediato, del otro lado del muro nos llegó una creciente algarabía de sonidos de animales: perros, gatos… montones de ellos. Y sonidos de granja: cloqueos de gallinas. Balidos de cabra. Los animales se acercaron y se fueron haciendo más y más sonoros… tanto, que casi no dejaban oír los ruidos de la autopista. Las cabras eran las más escandalosas. Me hicieron pensar en ritos del vudú, y se me pusieron de punta los pelillos de la nuca.

– No me dirás que no te llevo a sitios interesantes -comentó Milo.

Los animales estaban rascando al otro lado del muro. Podía olerlos.

Milo gritó:

– ¡Hola!

Nada. Repitió el saludo, golpeó varias veces más la campana.

Finalmente se oyó una gimoteante y cascada voz, de género indefinido, que decía:

– ¡Quietos ya, jodidos…! ¿Quién hay ahí?

– Milo.

– ¿Y? ¿Qué coño quieres que haga…, que abra el jodido Mouton Rothschild?

– Abrir la puerta seria un buen inicio.

– ¿Tú crees?

Pero la puerta fue abierta desde dentro. Un viejo apareció en el hueco de la misma, vistiendo únicamente un par de enormes pantalones blancos de boxeador, un pañuelo rojo anudado al cuello y un largo collar de conchas puka, que descansaba sobre su pecho desnudo y sin vello. Tras él saltaban y gritaban un ejército de cuadrúpedos, removiendo el polvo: docenas de perros de incierto pedigrí, un par de gatazos con recuerdos de mil batallas, y, al fondo, pollos, gallinas, patos, gansos, corderos y un par de cabras negras de Nubia, que lamieron el polvo de nuestras manos y trataron de comerse los puños de nuestras camisas.

– Tranquilos -dijo Milo, dándoles manotazos.

El viejo les dijo:

– Basta ya, quietos -sin entusiasmo. Cruzó la puerta y la cerró tras de él.

Era de tamaño medio y muy delgado, pero flácido, con brazos como palillos y piernas varicosas y nudosas, pecho estrecho, colgante, de abuelita, y una tripa protuberante. Su piel había sido quemada por el sol hasta adquirir el color del burbon, y tenía una tonalidad oleosa. El cabello en su cabeza era una pelusa blanca, como si le hubiesen untado el cráneo con cola y luego lo hubieran pasado por copos de algodón. Tenía un mentón débil, gran nariz picuda y unos ojos colocados muy juntos, que entrecerraba de tal manera, que parecían estar sellados. Un descuidado bigote blanco, a lo Fu Manchú, le colgaba a ambos lados de la boca, continuando más allá del borde inferior de su mandíbula, un par de centímetros en el aire.

Nos miró concienzudamente, frunció el ceño y escupió al suelo.

Gandhi con gastritis.

– Buenas tardes, Ellston -dijo Milo-. Es bueno verte con tu habitual buen humor.

El sonido de su voz puso a ladrar a los perros.

– En voz baja. Los estás poniendo nerviosos…, siempre lo haces.

El viejo se acercó a mí y me miró, pasándose la lengua por la cara interna de una mejilla, rascándose la cabeza. Emitía una extraña mezcla de olores: zoo infantil, colonia francesa, ungüento mentolado.

– No está mal -dijo finalmente-, pero Rick era más mono.

Me tocó el hombro. Me envaré involuntariamente. Su mirada se endureció y escupió de nuevo.

Milo se acercó a mí.

– Éste es el doctor Alex Delaware. Es un amigo mío.

– ¿Otro doctor? -El viejo agitó la cabeza y se volvió hacia mí-. Dime una cosa, Ricitos: ¿qué infiernos es lo que veis los tiarrones de pasta de la profesión médica en un bestia como Pelma?

– Cuando digo amigo -prosiguió Milo-, quiero decir amigo. Él es hétero, Ellston.

El viejo alzó una muñeca caída, adoptó una postura de maricona.

– Pues claro que lo es, cariñito. -El viejo engarzó su brazo en el mío-. ¿Qué clase de doctor eres, doctor Alex?

– Psicólogo.

– Oooh. -Se apartó rápidamente, me sacó la lengua y me hizo una pedorreta-. No me gusta la gente como tú…, siempre analizando, siempre juzgando.

– Ellston -dijo Milo-, ya me hiciste tragar bastante mierda por teléfono, de modo que ya no me queda apetito para más. Si quieres ayudarme, de coña. Si no, de coña también; te dejaremos para que sigas jugando al granjero.

– Es un tipo tan rudo -dijo el viejo, y luego dirigiéndose a mí-: es un jodido rudo, este Pelma. Está lleno de ira. Y como aún no ha aceptado lo que es, cree que puede enfrentarse a todo haciendo el po-li-cí-a.

Los ojos de Milo lanzaron chispas.

Los del viejo se abrieron mucho, en respuesta. El iris izquierdo era azul, el derecho gris lechoso, por una catarata.

– Vaya, vaya, nuestro pobre gendarme está cabreado. ¿Te he dado en un nervio, Pelma? Bien. Las únicas veces en que pareces medio humano es cuando estás cabreado como una mona. Cuando te vuelves jodidamente real.

– No me gusta la gente como tú -le imitó Milo-… siempre analizando, siempre juzgando.

Y, hablándome a mí:

– Basta ya de tanta mierda. Larguémonos.

– Lo que tú quieras -dijo el viejo, pero había preocupación en su voz… como el chico que ha ido demasiado lejos con sus padres.

Nos dirigimos hacia el coche. Cada paso que dábamos hacía ladrar más fuerte a los perros.

El viejo gritó:

– ¡Estúpido… no tienes aguante, Pelma, jamás lo tuviste!

Milo lo ignoró.

– Y sucede, Pelma, que el tema de tu investigación es uno en el que estoy bien versado. Incluso conocí a esa rata, el muy bastardo.

– Claro -dijo Milo por encima de su hombro-. Y también te tiraste a la Jean Harlow.

– Bueno, quizá también hice eso. -Y, un instante después-. De todos modos, ¿qué saco yo de todo esto?

El viejo estaba alzando la voz para hacerse oír, a pesar de los animales.

Milo se detuvo, se encogió de hombros, se dio la vuelta.

– ¿Buena voluntad por mi parte?

– ¡Ja!

– Más uno de cien por tu tiempo. Pero, olvídalo.

– ¡Joder, lo menos que podías haber hecho era portarte civilizadamente! -le gritó el viejo.

– Lo intenté, Ellston. Siempre lo intento.

El viejo estaba con las manos en jarras. Sus pantalones cortos de boxeador ondeaban al viento y su cabello volaba como hilachas de algodón de azúcar.

– ¡Bueno, pues no lo intentaste lo suficiente! ¿Por qué no has hecho las presentaciones? ¡Quería una presentación formal, de seres civilizados!

Milo gruñó y se volvió.

– ¿Una presentación te hará feliz?

– No seas asno, Sturgis. No he intentado ser feliz en un largo, muy largo tiempo. Pero, quizá, toda esa jodienda lograse aplacarme.

Milo maldijo entre dientes.

– Vamos -me dijo-. Un intento más.

Regresamos sobre nuestros pasos. Ellston apartó la vista de nosotros, alzó la mandíbula y trató de mantener una cierta dignidad. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero los pantalones de boxeador se interferían.

– Ellston -dijo Milo-, te presento al doctor Alex Delaware. Alex, te presento al señor Ellston Crotty.

– No es correcto -resopló el viejo.

– Al detective Ellston Crotty.

El viejo me tendió la mano.

– Detective de Primera Clase, retirado, Ellston J. Crotty Junior, Departamento de Policía de la ciudad de Los Ángeles, División Central. -Nos estrechamos las manos. Se golpeó el pecho con la palma-. Está usted viendo al As del Vicio de la Central, doctor Ricitos. Es un jodido placer el haberle conocido.


Los animales nos siguieron, como si nos dirigiéramos al Arca de Noé. Un sendero, hecho artesanalmente con traviesas de ferrocarril y cuadrados de cemento, bordeado por setos descuidados y limoneros enanos de aspecto enfermizo, nos llevó hasta una pequeña casa de techo asfáltico, con un ancho porche delantero, repleto de cajas y viejas piezas de maquinaria. Cerca de la casa, un antiguo cupé Dodge estaba colocado sobre bloques de ladrillos. La estructura dominaba con su altura un patio polvoriento, llano, de un cuarto de hectárea, rodeado de una verja de alambre de gallinero. En el patio se veían más cabras y gallinas. Hacia la parte de atrás de la propiedad había un gallinero destartalado.

El olor a granja se había hecho intenso. Miré en derredor. No había vecinos, sólo cielo y árboles. Estábamos en lo alto de una colina. Hacia el norte se adivinaban los picos de montañas, rodeados de neblina. Aún podía oír la autopista, que suministraba el bajo para acompañar a los trémulos cloqueos de las gallinas.

Apoyado contra uno de los postes de la verja había un saco de maíz para los animales. Crotty metió la mano dentro, echó un puñado de grano al patio y miró a los pájaros correr a por el mismo.

– Jodidos bastardos ansiosos -dijo, y luego les echó un poco más.

Una granja de película barata, el borde de la jungla urbana.

Subimos al porche.

– Todo esto es jodidamente ilegal -dijo Crotty con orgullo-. Va en contra de todas las normas de urbanización que hay en los libros. Pero mis compadres, colina abajo, son inmigrantes ilegales que viven en chabolas que tampoco cumplen con ninguna norma de edificación. Les encantan mis huevos frescos y odian a las autoridades…, así que un infierno van a andarse ellos con el soplo. Yo les pago a sus chicos pequeños para que limpien el gallinero, dos pavos la hora; más verdes de los que van a ver de cualquier otro modo. Creen que soy alguna especie de jodido gran padrecito blanco.

– Gran tiburón blanco -murmuró Milo.

– ¿Qué has dicho?

– Que algunos de esos chicos son muy listos.

– Bueno, no sé qué decirte. Pero el caso es que saben cómo trabajar duro, así que yo les pago. Todos ellos creen que soy la cosa mejor que han encontrado, desde que descubrieron el pan cortado en rebanadas. Y sus mamacitas me están tan agradecidas, que me traen comida envuelta en papel de aluminio…, les encanta el papel de aluminio. Y además son cosas buenas, nada de basura de ésa de hamburguesería: menudillos y tamales dulces, como los que uno lograba encontrar en Alvarado, antes de que los hijos de puta de las multinacionales se lo quedaran.

Empujó una puerta mosquitera y entró en la casa, dejando que se cerrase de golpe. Milo la atrapó antes. Entramos.

La casa era pequeña y mal iluminada, tan repleta de basura que apenas si quedaba sitio para caminar. Nos fuimos abriendo paso por entre montones de periódicos viejos, torres de embalajes de cartón y cajas de madera para fruta, montones de ropa, un piano pintado con pintura gris de base, tres mesas de planchas que sostenían una colección de radios-reloj en diversos estadios de desmontaje. El mobiliario que lograba coexistir con todo aquel amontonamiento era de madera oscura, barata, y sillones demasiado mullidos, con mantelitos en los brazos y el respaldo. Cosas de las que se compran en las tiendas de segunda mano.

El suelo era de pino, gris de tanto ser pisado, astillado en algunos lugares. Un manto sobre un hogar, tapiado con ladrillos, contenía figuritas de porcelana, la mayor parte de ellas desconchadas o faltándoles miembros. El reloj sobre el manto decía Coca-Cola. Estaba congelado en las siete y cuarto.

– Sentaos -dijo Crotty. Apartó de un manotazo unos diarios de una mecedora y se sentó. Una nube de polvo se alzó y luego cayó como el rocío.

Milo y yo limpiamos un sofá con los muelles rotos, y creamos nuestra propia tormenta de polvo.

Crotty se aclaró la garganta. Milo sacó su cartera y le entregó varios billetes. El viejo los contó, los abrió en abanico, cerró los dedos sobre ellos.

– De acuerdo, vayamos a por ello rápido: Belding, Leland. Un cerdo capitalista, con demasiado dinero y ninguna moral. Un marica latente.

– ¿Por qué dices eso? -le pregunté, y escuché a Milo gemir.

Crotty se volvió hacia mí.

– Porque soy un jodido experto en latentes. Por eso, doctor Psicología. Tú puede que tengas el diploma, pero yo tengo la experiencia. -Hizo una mueca y dijo-: Puñados de experiencia.

– Sigamos con Belding -le dijo Milo.

Crotty lo ignoró.

– Déjame que te diga una cosa, Ricitos. Si hay algo sobre lo que sé, es sobre los latentes. Durante treinta jodidos años estuve viviendo en esa jodida situación.

Milo bostezó y cerró los ojos.

– Él está jodidamente aburrido -dijo Crotty-. Y si alguien debiera estar escuchándome atentamente, es él. ¡Infiernos, uno supone que alguien en su posición debería estar viniendo a verme, arrodillándose a mis pies, y suplicándome que le facilitase el tesoro de mi experiencia! Pero no; para empezar, ¿cómo conocí a Pelma? Pues un día en que estoy medio muerto en la Sala de Emergencias, con el dulce Rick dándole masajes a mi corazón, devolviéndome a la vida. Y entonces aparece este Pelma, todo él maricón duro, mirando su reloj y deseando saber cuándo acaba el turno de Rick. Los muy jodidos son el bello y la bestia.

Se volvió a Milo y agitó un dedo.

– Siempre has sido un insensible. Allí estaba yo, apagándome por momentos, y en lo único en que tú podías pensar era en tu polla.

– No hagas que suene como si tu vida estuviera amenazada, Ellston. Todo lo que tenías era el estómago revuelto. Gases, era lo único que tenías. Demasiados menudos, poca fibra.

– Eso es lo que tú dices. -Y, a mí-: Ahí tienes todo el trabajo que desees, comecocos…, te llevará años sólo el abrirte paso a través de la capa superior de autonegación.

– Belding -le amenazó Milo-, o devuélveme la pasta.

– Belding -repitió Crotty-. Un capitalista. Malvado. Porque él era un latente. Sé lo que eso le hace a una persona.

Se alzó, miró por encima un grupo de cajas que había en el suelo, se puso de rodillas frente a una de ellas y rebuscó por dentro con las dos manos.

– Ya estamos -susurró Milo.

Crotty sacó un libro de recortes, forrado en tela marrón, pasó hojas, se secó la frente, se sentó a mi lado y señaló.

– Aquí.

La punta de su dedo descansaba sobre una instantánea de un joven con uniforme de policía. Una foto en blanco y negro, con bordes irregulares, justo igual que la de Sharon y Shirlee.

El joven estaba en pie junto a un coche de la Policía, en una calle con palmeras en las aceras. Sus facciones eran delicadas, casi femeninas, sus ojos redondos y grandes. Inocentes. Cabello espeso, ondulado, con la raya en el centro, un hoyuelo en la mejilla derecha. Un chico guapo… del tipo, tan vulnerable, de un Monty Clift.

– Mira esto -dijo Crotty y señaló a otra foto en la página.

El mismo hombre, vestido de civil, de pie junto al Dodge que había visto afuera. Llevaba ropa deportiva y tenía el brazo en derredor de una chica. Ella vestía sujetador y pantaloncito corto, tenía buen tipo. Su rostro había sido rascado con un bolígrafo.

– Entonces yo era un tiarrón -dijo Crotty. Me arrancó el libro de un tirón, lo cerró con un chasquido Y lo tiró al suelo-. Estas fotos me las hicieron en 1945. Yo acababa de salir de la marina de guerra del Tío Sam, me había ganado los galones en el Pacífico, y pensaba que era el regalo que Dios había puesto en la Tierra para las mujeres, y no dejaba de repetirme que aquellos episodios en el barco con el cocinero, una albóndiga sueca sudorosa, sólo habían sido un mal sueño. No importaba que, al hacerlo con él, me había parecido sentir justo lo que uno debe de sentir cuando está enamorado, y que todas las nenas con las que me había acostado parecían habérselo pasado mejor que yo…

Se golpeó el pecho.

– Yo era tan dulce como Mary Pickford, pero estaba tratando de convencerme a mí mismo de que era un jodido Gary Cooper. Así que, ¿qué mejor trabajo para un macho sobrecompensante que el vestir de azul y llevar un largo palo?

Se echó a reír.

– El día que me dieron la licencia definitiva, solicité mi ingreso en el cuerpo. El día que terminé en la academia, pensé que era el Semental Rey de los Machos. El ser un Hombretón de Azul iba a solucionar todos mis problemas. Los jefazos me dieron una buena mirada y supieron, exactamente, dónde enviarme. De cebo a los lavabos de Mac Arthur Park, hasta que todos los maricas locales me hubieron descubierto, luego, a la patrulla que cubría los bares gays en Hollywood. Yo era maravilloso en mi trabajo: detuve más maricas que cualquier otro cebo usado en esas trampas. Me promocionaron y me destinaron a antivicio, y pasé los siguientes diez años de mi vida deteniendo maricas y más maricas… y jodiéndome a mí mismo, pues tenía que pasarlo luego con alcohol, cada noche. Llegué a detective en un tiempo récord, pero seguía no siendo otra cosa que un jodido cebo: besé a tantos desgraciados mamones que me empezaron a salir callos en los labios. En antivicio estaban encantados conmigo. Era su jodida arma secreta, movía las pestañas, me colaba en las fiestas privadas que daban en lo alto de las colinas, y descubría putos de color en los barrios negros…, lo que daba a los otros cerdos una oportunidad de abrir unas cuantas cabezas de negro…

Se inclinó hacia mí, me cogió por las solapas, abrió mucho su ojo bueno. Estaba sudando y parecía haberse puesto pálido, aunque a la escasa luz era difícil de ver.

– ¿Y sabes la razón por la que era tan jodidamente bueno, Ricitos? Porque en lo más dentro de mí no estaba actuando. Blam, blam, soba un culete allá en un callejón, y luego llegan los otros cerdos de antivicio con sus matracas y sus porras. Y otro camión celular lleno de maricones enviado a toda leche a la cárcel del condado, con todos los de dentro amoratados y escupiendo sangre. De vez en cuando alguno de ellos se colgaba en su celda. Los chicos de antivicio decían que con un maricón menos, no habría que hacer tanto papeleo. Y yo reía más fuerte que nadie y me bebía mi trago antes que nadie.

Le tembló el bigote.

– Durante diez años colaboré en la agresión y asesinato de hombres gays, sin pararme a preguntarme por qué cada noche al volver a casa, me lo pasaba echando todo lo que llevaba en las tripas y bebiendo ginebra hasta que podía oír suplicar a mi hígado.

Me soltó las solapas. Milo estaba mirando en otra dirección, la vista perdida en el infinito.

– Me estaba carcomiendo por dentro, ésa era la verdad -dijo Crotty-. Hasta que me fui de vacaciones al sur…, a Tijuana. Crucé la frontera en busca de diversión, me emborraché como una cuba en una cantina, viendo cómo un burro se montaba a una mujer, salí tambaleándome fuera y le pedí a un taxista que me llevase a una casa de putas. Pero al taxista aquel no era fácil engañarle. Me llevó a una mierda de sitio pequeño, en las afueras de la ciudad. Paredes de cartón pintadas de color turquesa, pollos fuera y dentro de la casa. Venticuatro horas más tarde yo sabía lo que era, y sabía que estaba atrapado. Lo que no sabía era cómo salir de aquello.

Abrió y cerró el abanico del dinero y, finalmente, lo arrugó dentro de su puño.

– No tenía cojones para acabar con todo mediante un suicidio rápido, así que seguí revoleándome en la mierda. Y no fue sino hasta un año más tarde, en febrero, cuando la oportunidad llamó a mi puerta. Alguien le dio a antivicio el soplo de una gran fiesta que había en Cahuenga: bebedores de absenta y chicos bailarines, una banda de jazz toda ella melosidad, muchas travestidas fumando petardos. Yo me presenté vistiendo una camisa de marinero con mucho escote, un pañuelo rojo… este jodido pañuelo. En menos de treinta segundos ya había picado un pez: un chico rubio de buen aspecto, con ropa de universitario, las mejillas sonrosadas. Me lo llevé fuera, asegurándome de dejar la puerta abierta, le dejé besarme, y luego me quedé allí, luchando por no echarme a llorar, mientras le daban una paliza. Destrozaron todo aquel lugar, lo hicieron pedazos, pero yo me quedé aparte, así que sólo me acreditaron la detención del chico rubio.

Se detuvo y volvió a secarse el sudor.

– A primera hora de la mañana siguiente me presenté para tramitar todo el papeleo sobre el chico, pero los papeles ya no estaban, ni tampoco él. Me cabreé mucho, hice comprobaciones y descubrí que era el hijo de uno de los concejales del Ayuntamiento, campeón en atletismo, las mejores notas en su curso, admitido en Harvard, miembro de los más selectos clubs de estudiantes. Con todos los enchufes del mundo. Así que usé eso para hacer un arreglo y salir del cuerpo con mención de honor, con toda la pensión, más otro montón de pasta por «invalidez». El chico rubio se marchó a Boston, se casó con una rica heredera, tuvo cuatro hijos y se puso a dirigir un banco. Yo me compré este Rancho Ilegal en el que estamos, lo aprendí todo acerca de mí mismo y traté de compensar esos diez años de hacer el cerdo, ayudando a los demás…, compartiendo mi sabiduría con aquellos que la quieren aceptar. -Lanzó una mala mirada a Milo, quien lo ignoró, luego se volvió otra vez hacia mí-. Un final feliz, ¿no es así, doctor Psicología?

– Supongo que sí.

– Entonces supones mal, porque, en este mismo momento, ese chico rubio que yo detuve está tendido en la cama de un sanatorio de Altadena, muriéndose de sida, convertido en un jodido esqueleto viviente. Muriéndose solo, porque su querida esposa y sus cuatro hijitos han cortado con él, como quien corta una llamada obscena. Lo descubrí gracias a la radio macuto de nuestra red de ayuda, y he estado viéndole. De hecho, lo vi ayer y le cambié sus jodidos pañales.

Milo se aclaró la garganta. Crotty se volvió hacia él.

– Naturalmente, tú eres demasiado excelso para verte liado con la red, Pelma. O para intentar ayudar a alguien. ¡Ni se te ocurriría admitir que tu hígado puede empezar a pedir auxilio, de un momento a otro, porque no sabes quién eres!

– Belding -dijo Milo, sacando su bloc de notas-. De eso es de lo que hemos venido a hablar.

– ¡Ah! -exclamó disgustado Crotty.

Nadie habló durante un rato.

– Crotty… -dije al fin-. ¿Por qué crees que Belding era un homosexual latente?

El viejo tosió y ondeó la mano.

– ¡Aaah! ¿Quién sabe? Quizá no lo fuera. Quizá yo esté lleno de mierda. Lo que si puedo decirte es que no era ningún macho semental, a pesar de lo que hablasen los papeles de sus citas con todas esas actrices. Me lo presentaron. En una fiesta. Acostumbraba a contratar polis, para que le hicieran servicios de seguridad en sus horas libres. Y, a veces, en horas que no eran tan libres; el Departamento le daba toda la coba que era posible, lamiéndole su rico culo hasta que casi brillaba.

– Sé más específico -le pidió Milo.

– Sí, está bien. Vale, en una ocasión, eso debió ser en el 1949 o en 1950, me sacaron de un caso de agresión sexual a menores y me asignaron a una de sus fiestas en Bel Air… lo primero es lo primero, ¿no? Una de esas cosas sonadas, de caridad, con toda una orquesta, la gente más famosa bebiendo y moviendo el esqueleto, montones de carne femenina, cantidad de cosas raras en los rincones oscuros. Pero todo lo que Semental Belding hizo fue mirar lo que hacían los demás. Eso es lo que él era…, un mirón. Como si fuese una jodida cámara sobre piernas. Recuerdo haber pensado lo muy gélido bastardo que era… reprimiéndose. Latente.

– ¿A eso era a lo que te referías cuando decías que lo habías conocido?

– Ajá. Nos dimos las jodidas manos, ¿no?

– ¿Por qué lo has llamado malvado? -le pregunté.

– Yo diría que los asesinos son malvados…

– ¿Y a quién mató? -inquirió Milo.

Crotty se secó la frente y tosió.

– A miles de personas, Pelma…, a todos los que bombardearon sus jodidos aviones.

Milo pareció disgustado.

– Gracias por el comentario político. ¿Hay algo más que quieras decirnos acerca de Belding?

– Ya os he dicho cantidad.

– ¿Qué hay de su compadre, Vidal?

– ¿Billy el Celestina? También estaba en esa fiesta. Muy suave. Buenos dientes. Unos dientes de un aspecto excelente.

– ¿Algo más, aparte de su salud dental?

– Se suponía que era él quien facilitaba las chicas a Belding.

– ¿Qué hay de las fiestas para la Oficina de la Guerra? -preguntó Milo-. Ésas por las que investigaron a Belding. ¿También para ésas suministraba una guardia el Departamento?

– No me sorprendería. Como ya te he dicho, el Departamento se desvivía por hacerle la pelota.

– Dame nombres -dijo Milo, lápiz en alto.

– Fue hace un jodido mucho tiempo, Pelma.

– Mira, Ellston, no te he pagado cien para que me digas cosas de las que puedo enterarme en los vestuarios de la Comisaría.

Crotty sonrió.

– Un tipo en tu situación, Pelma, no consigue nada en el vestuario.

Milo se pasó una mano por la cara. Se le hinchó un punto en la mandíbula.

– Vale, vale -exclamó Crotty-. Los dos de los que estoy seguro que estaban al servicio de Belding son un par de mierdas llamados Hummel y DeGranzfeld. Trabajaban en administración de antivicio cuando yo entré allí… como abrecabezas. Poco después a Hummel lo trasladaron y destinaron de conductor del Jefe. Un año más tarde era teniente en la división de Newton, lo que era un destino muy puta, pues él era un cerdo racista, y acostumbraba a salir a Main Street y dar palizas a las putas negras, hasta dejarlas hechas papilla. Usaba guantes de piel de cerdo para ello… decía que era para evitar las infecciones.

– ¿Cómo sabes que él y el otro tipo eran chicos de Belding?

– Era obvio, por el modo en que ascendieron tan rápidamente, sin merecérselo… tenían un buen enchufe. Y los dos siempre vestían bien, comían bien. DeGranzfeld tenía una gran casa, allá por Alhambra, caballos y campos de frutales. No tiene uno que ser un Sherlock para darse cuenta de que debía estar en la nómina de alguien.

– Hay un montón de nóminas, además de la de Belding.

– Déjame acabar de una jodida vez, Pelma. Luego, ambos dejaron el cuerpo y se fueron a trabajar para Belding, cobrando al menos seis veces más que su salario oficial, más todo lo que pudieran sacar extra por su cuenta.

– Sus nombres de pila -pidió Milo, escribiendo.

– Royal Hummel. Victor DeGranzfeld… Vicky el Pegajoso le acostumbrábamos a llamar. Era un imbécil y un traicionero, demasiado cagón para ser un matón, pero tan sádico como Hummel. Cuando trabajaba en antivicio era el jefe de los recaderos, coordinaba las recolectas entre todos los corredores de apuestas y chuloputas del centro. Cuando trasladaron a Hummel a Newton, éste hizo que también trasladasen a DeGranzfeld allá, y lo nombrasen jefe de la guardia diurna. Eran amigos del alma, probablemente latentes ambos. Luego, les escogieron a los dos para dirigir Narcóticos Metropolitanos; eso era a principio de los cincuenta, cuando estalló el gran pánico por las drogas, y el Departamento sabía que podía lograr aumentos en los fondos presupuestarios a base de hacer unas buenas aprehensiones.

– De acuerdo -dijo Milo-. Hablemos de las casas que tenía Belding…, las casas de fiestas. ¿Sabes dónde estaban localizadas?

Crotty se echó a reír.

– ¿Casas de fiestas? ¿No es bonito? ¿De dónde has sacado eso, Pelma? Casas de fiestas… eran casas de joder, y todo el mundo las llamaba así, porque eso era para lo que las usaba el señor Leland Belding. Allí llevaba a la gente importante, y tenía a un establo de nenas monas, dispuestas a limpiarles las cañerías, hasta que estuviesen dispuestos a firmar en cualquier jodida línea de puntos. Y no, no conozco las localizaciones. Nunca me invitaron a esas veladas.

Se alzó, fintó una pared de cajas y pasó por una puerta a lo que yo supuse que sería una cocina.

– Siento que tuvieses que escuchar la historia de su vida -me dijo Milo.

– No te preocupes. Ha sido interesante.

– No después de la milésima vez.

– ¿Hablando mal de mí? -Crotty había salido de la cocina y nos estaba mirando con mala cara, con un vaso de agua en una mano, la otra cerrada en un puño.

– No -le contestó Milo-, sólo admirábamos la decoración.

– ¡Ja!

El viejo abrió la mano y nos mostró un puñado de pastillas.

– Vitaminas -dijo, y se tragó algunas. Ayudó a pasarlas con agua, hizo una mueca, tomó unas cuantas más, y se frotó el abdomen-. Me estoy cansando. Largaos de aquí de una jodida vez y dejadme descansar.

– Aún no he acabado con mi lista de compra -le hizo saber Milo.

– Pues date prisa.

– Tengo un par de nombres más para ti. Una actriz llamada Linda Lanier, de la que se rumorea que era una de las nenas monas de Belding. Y un doctor al que se tiraba en una de esas películas guarras. Dale la descripción física del médico, Alex.

Mientras lo hacia, Crotty perdió el color del rostro y dejó el vaso sobre una caja. Se secó la frente, pareció perder el equilibrio y se apoyó con las manos en el respaldo de un sofá comido por las polillas. Hinchó las mejillas.

Milo le dijo:

– Suéltalo ya, Ellston.

– ¿Por qué estás rebuscando en el montón de las cartas olvidadas, Pelma?

Milo negó con la cabeza.

– Conoces las reglas.

– Seguro, seguro. Vienes aquí y me exprimes, luego me tiras unas migajas.

– Uno de a cien da para exprimir mucho -dijo Milo, pero abrió su cartera y le dio algo más de dinero al anciano.

Crotty pareció sorprendido. Miró los billetes.

– Linda Lanier -le dijo Milo-. Y el doctor de la película.

– ¿Con referencia a Belding? -preguntó Crotty.

– Con referencia a lo que sea. Escúpelo, Ellston. Luego nos iremos para dejarte soñar con tu sueco.

– Tú también debes de tener sueños de ésos -exclamó Crotty. Miró al suelo, se mesó el bigote, cruzó las piernas-. Linda Lanier. Bien, bien, bien. Todo acaba mordiéndose la cola, ¿no? Como mi pequeño banquero rubio y todo lo demás de este jodido mundo.

Se irguió, se levantó, fue hasta el piano gris, se sentó ante el mismo y tocó un par de notas. El instrumento estaba muy desafinado. Comenzó a extraerle un disonante bugui-bugui con su mano izquierda, y notas al azar con la derecha.

Luego, tan bruscamente como había empezado, se detuvo y dijo:

– Esto es terriblemente extraño, Pelma. Si no fuera porque no creo en esas cosas, empezaría a emplear palabras como destino… y no es que desee tenerte en mi destino. -Tocó varios compases de un blues lento, dejó que las manos le cayesen a los costados-. Lanier y el doctor… ¿Y dices que lo hicieron en una película?

Milo asintió con la cabeza y me señaló:

– Él la ha visto.

– Era hermosa, ¿no?

– Si lo era -acepté.

– Vamos -le urgió Milo-. Escúpelo ya.

Crotty nos dedicó una débil sonrisa.

– Hurté el bulto, Pelma. Cuando me preguntaste acerca del motivo por el que llamaba asesino a Belding, te solté esa mierda politiquera, porque no sabía detrás de qué gato callejero andabas. En realidad, también pienso que lo es por lo que te dije, pero lo cierto era que no quería meterme en honduras…, no puedo probar nada de lo que creo saber.

– No tienes que probar ni una maldita cosa -le dijo Milo-. Limítate a decirme lo que sepas.

Sacó más billetes y Crotty los agarró de un tirón.

– Tu doctor suena exactamente igual a un tipo llamado Neurath. Donald Neurath, doctor en Medicina General. Lo has descrito al dedillo, Ricitos… y sé que entre él y Linda Lanier había algo.

– ¿Cómo sabes eso? -le preguntó Milo.

Crotty parecía encontrarse a disgusto.

– Vamos, Ellston.

– Vale, vale. Una de mis misiones, cuando no estaba pescando maricas, era trabajar con la patrulla del Club del Raspado…, los que vigilaban a los abortistas ilegales. En aquellos tiempos había tres modos en los que una chica podía solucionar un problema de ese tipo: con un alambre en un callejón, con algún carnicero de bata blanca, o con algún médico de verdad, que hiciese horas extras para ganarse una buena pasta. Neurath era uno de los médicos de verdad…, muchos doctores hacían esos trabajitos. Pero aún seguía siendo un crimen, según las leyes del momento, y por consiguiente resultaba una excelente fuente de extorsión para el departamento.

»Había un grupo de abortistas conocidos…, acostumbrábamos a llamarlos el Club del Raspado, que serían unos veinte doctores, más o menos, distribuidos por toda la ciudad, tipos respetables, con consultorios establecidos. Nos pasaban un porcentaje de sus beneficios, a cambio de la protección de antivicio, y la garantía de que nadie del Club seria detenido. Funcionaba. Hubo un tipo, un osteópata del Valle, que trató de quitarle la clientela a uno de los miembros del Club, a base de cobrar la mitad que ellos por raspada. Una semana después de que empezase, lo cazaron… empleando a una mujer policía que, casualmente, estaba en cinta. Le fue negada la libertad condicional, y lo metieron en una celda de la cárcel del condado, con unos cuantos de los peores presos. Mientras él estaba en chirona, alguien prendió fuego a su consultorio, y otro alguien le dio un susto a su hija, mientras caminaba de vuelta a casa, desde la escuela.

– Muy bonito -comentó Milo.

– Así es como eran las cosas entonces, Pelma. ¿Estás seguro de que son mucho mejores ahora?

– ¿Estás seguro tú de que este Neurath era miembro del Club?

– Lo sé con seguridad, porque fui a recoger pasta a su oficina, una suite muy lujosa y grande, en Wilshire, cerca de Western. -Se detuvo, miró a Milo-. Sí, cierto, yo también hice de recadero. No es que fuese mi jodido trabajo favorito, pero ya tenía bastantes cosas propias con las que comerme el coco, sin necesidad de preocuparme porque alguien le sacase un soborno a otro alguien por permitir algo que, de todos modos, iba a suceder. Infiernos, ahora una cría puede entrar en una clínica y salir raspada media hora después. Así que, ¿por qué demonios era un delito entonces?

Milo le dijo:

– Sigue hablando.

Crotty le lanzó una mirada agria.

– Llevábamos a cabo esos negocios fuera de su horario de visitas, cuando no había nadie. Yo subía en ascensor a su consultorio, me aseguraba de que estaba solo, y hacía una llamada convenida a su puerta. Una vez dentro, ninguno de los dos hablaba… fingíamos que aquello no estaba sucediendo. Él me entregaba una bolsa marrón, yo lo contaba por encima y me largaba.

– ¿Qué clase de doctor era?

– Tocólogo. Resulta irónico, ¿no? Lo que Neurath traía al mundo, Neurath podía llevárselo al otro.

– ¿Y qué hay de él y la Lanier?

– Una tarde, después de haber recogido el botín, fui a un sitio chino que había en la misma manzana, para tomarme un poco de moogoo y vino de arroz, antes de regresar a la comisaría. Estaba sentado en una de las mesas de atrás, cuando va y entra en el local Neurath, con una tía imponente, rubia platino. El restaurante estaba muy oscuro, así que no me vieron. Ella lo llevaba cogido del brazo y parecían muy acaramelados. Se pusieron en una mesa al otro lado de la sala, sentaditos muy juntos, hablando con mucha intensidad. La vieja historia de la paciente que se liga a su doctor, sólo que esta nena tenía un aspecto realmente elegante, no era ninguna furcia. Unos minutos más tarde ella se levantó para ir al lavabo de señoras y pude darle una buena mirada a la cara. Fue entonces cuando la reconocí…, de la fiesta de Belding. Aquel día de la fiesta, ella llevaba un vestido de noche negro: sin espalda, con poco por delante, y con muchos adornos en visón. Por lo del visón, yo había supuesto que debía ser una nena de casa bien. Se me había quedado clavada en el coco porque era una señora impresionante, realmente sensacional. Una cara perfecta, un cuerpo delicioso. Pero elegante, con clase.

Cambió la mirada hacia mí.

– También tengo sentimientos hacia las hembras, doctor Psicología. Probablemente, aprecio esa especie mucho más que la mayoría de sementales hétero.

– ¿Y qué más? -le interrumpió Milo.

– Nada más. Se tomaron un par de tragos, se arrullaron, luego se marcharon… sin duda camino de algún motel. Nada de sensacionales revelaciones. Luego, más o menos un año después, la cara de la tía buena aparece en todos los papeles. Y, cuanto más averiguo del asunto, más me pica la curiosidad.

Tosió de nuevo, se rascó la tripa.

– Fue cuando aquella aprehensión de droga, con el tiroteo. A ella la mataron, junto a un tipo que resultó ser su hermano. Los periódicos los describieron a ambos como camellos de los importantes. Ella estaba contratada como actriz por el estudio de Belding…, jamás hizo ni una sola película, y había serias sospechas de que el contrato no fuese otra cosa que una tapadera. Y eso que hay que tener en cuenta que la mayoría de los actores casi nunca trabajaban. Además, ella había sido una de las chicas de las fiestas. De todo eso, ni palabra en los diarios. El hermano también trabajaba en el estudio, como maquinista. Los dos eran pececillos pequeños. Y, sin embargo, tenían para pagar el alquiler de un apartamento de lujo en Fountain, de diez habitaciones nada menos; tenían un coche de lujo, y se estaban pegando una jodida vida padre. Los periódicos si que le sacaron mucha punta a esto, describiendo detalladamente las pieles y joyas de ella, y cómo los dos habían llegado muy lejos, para ser una pareja de pelagatos llegados de un pueblecito de Texas. El verdadero nombre de ella era Eulalee Johnson. Y el hermano era un matoncillo con muy mala leche, de nombre Cable, que acostumbraba a extorsionar corredores de apuestas de tres al cuarto, y sacarles las perras a las putas de la calle, pero que nunca había llegado muy lejos. Pececillos pequeños en todo. O sea que de camellos importantes poco podían tener, ¿eh, Pelma? Pero el departamento se lo dijo a los periódicos, y los periódicos se tragaron la bola sin pestañear. En su casa hallaron trescientos de los grandes en heroína… lo que era una cantidad increíble en aquellos días. Total, que el ciudadano medio tragó también.

– Tú no.

– Infiernos, no. Nadie que estuviera colocando tanta nieve al sur de Fresno lo hacía sin estar contactado con la Mafia… con Cohen o con Dragna. Y, desde luego, no lo hacía un par de pelagatos texanos surgidos de la nada. Comprobé la ficha del hermano: borracheras, escándalo público, conducta deshonesta, robos… de ésos con intimidación. Tonterías. Nada de relaciones con alguien…, nadie en la calle le había visto con un petardo en el bolsillo. Todo aquello olía mal. Y el que hubiesen sido Hummel y DeGranzfeld los autores del tiroteo, aún hacía que el hedor fuese más fuerte.

– ¿Y por qué estabas husmeando eso, Ellston?

Crotty sonrió.

– Siempre estaba buscando cosas con las que poder presionar, Pelma. Pero aquello me daba miedo, no quería tocarlo. Y sin embargo, lo tenía cruzado en la garganta, no me lo podía tragar. Y, ahora, tú estás removiendo esa mierda otra vez. ¿No es maravilloso?

– ¿Cómo empezó la operación? -preguntó Milo.

– Supuestamente, alguien dio a Narcóticos Metropolitanos un chivatazo telefónico acerca de que había un buen mogollón en el apartamento de Fountain, y fueron Hummel y DeGranzfeld los que cogieron el teléfono. Se llevaron a un par de coches patrulla de apoyo, pero dejaron a los uniformados esperando fuera, mientras ellos entraban a comprobar. Todo está tranquilo en el frente, hasta que bang, bang, bang. Los uniformados entran a la carrera: encuentran a los dos Johnson en el suelo de la sala de estar, cosidos a balazos, y a Hummel y DeGranzfeld contabilizando todo ese montón de droga. La versión del Departamento es que llamaron a la puerta, fueron recibidos con disparos de armas de fuego, derribaron la puerta y entraron al asalto, con las pistolas escupiendo plomo. Bonito, ¿no? Una chica que hace de puta para fiestas y un delincuentillo de nada enfrentándose a tiros a los superhombres de Narco.

– ¿No hubo investigación interna respecto al tiroteo? -preguntó Milo.

– Qué chistoso eres Milo.

– ¿Ni siquiera habiendo muerto una mujer? La opinión pública acostumbra a ser muy remilgada acerca de eso.

– Esto era en el 1953, con todo lo de McCarthy y sus actividades antiamericanas, en pleno pánico por la invasión de las drogas. El ciudadano medio estaba histérico, viendo camellos en el patio de cada escuela. Y el Departamento hizo pasar a la Lanier por una chica mala de las de armas tomar. La jodida esposa de Satanás. No sólo no se investigó a Hummel y a Vicky el Pegajoso, sino que se convirtieron en héroes instantáneos: el alcalde les impuso medallas.

Aquello era en 1953. Justo antes de que Leland Belding se hubiera convertido en un playboy.

El año del nacimiento de Sharon y Shirlee.

– ¿Dejó algún hijo Linda Lanier? -pregunté.

– No -afirmó Crotty-. De eso me acordaría. Ese tipo de cosa hubiera aparecido en los periódicos: interés humano y todo eso. ¿Por qué? ¿Es que hay familiares que buscan vengarse?

– ¿Vengarse de quién? -preguntó Milo.

– De Belding. Esa aprehensión falsa de droga llevaba escrito su nombre.

– ¿Por qué dices eso?

– Hummel y DeGranzfeld eran sus chicos en la policía; Lanier era una de las nenas de sus fiestas… y el pagar el alquiler de un sitio como ése de Fountain hubiera representado para él algo así como lo que nos gastamos tú y yo en tomarnos un café. Y la Lanier puede que hubiese sido algo más que una simple chica para las fiestas…, se la había visto entrar en las oficinas privadas de Belding en los estudios, quedarse un par de horas, y salir radiante. Esto es algo que sabían hasta los botones de las oficinas… pero eso tampoco salió en los periódicos. Supongo que debía de haber algo entre ellos, que ella debió de ofender a Belding gravemente, y que él decidió sacársela de en medio.

– ¿Ofenderle? ¿Cómo? -quiso saber Milo.

– ¿Quién sabe? Quizá le presionó respecto a algo. Quizás el estúpido de su hermano intentó extorsionar a alguien que no debía.

– El doctor… Neurath… pudo haber sido el protector de la Lanier -supuso Milo.

Crotty negó con la cabeza.

– Neurath tenía problemas de dinero. Su esposa era una jugadora empedernida; estaba siempre entrampado con los prestamistas. Por eso empezó a trabajar horas extras en lo de los abortos. Y una cosa más: el edificio de Fountain en el que vivía la Lanier era propiedad de Belding.

Milo y yo nos miramos.

– Hubo un tiempo en que el muy bastardo era dueño de medio L. A. -dijo Crotty.

– Neurath era tocólogo -dije-, quizá Linda Lanier hubiera ido a visitarse.

– ¿Preñada? -dijo Crotty-. ¿Poniendo a Belding en la trampa de la paternidad? Seguro, ¿por qué no?

– ¿Cuánto tiempo después del tiroteo abandonaron el cuerpo Hummel y Decomosellame? -preguntó Milo.

– No mucho después, quizá un par de meses. Y eso a pesar de que ambos habían sido promocionados y condecorados. Ahora, decidme más cosas de esa película en la que trabajaban Neurath y Lanier.

– Era una de esas historias de doctores y pacientes -le expliqué-. El doctor no sabía que lo estaban filmando.

– Más extorsiones -dijo Milo-. ¿El hermano?

– Podría ser -aceptó Crotty.

– ¿Para qué querrían chantajear a Neurath?

– ¿Quién sabe? Tal vez por lo del Club del Raspado, quizá por el problema de juego de la esposa. Cualquiera de las dos cosas podría haber dado al traste con su reputación, tenía una clientela de la buena sociedad, remilgadas matronas obesas de Hancock Park, esperando abrirse de patas en su sillón de examen.

– ¿Sigue aún por ahí?

– ¿Quién sabe?

– ¿Y qué hay de Hummel y DeGranzfeld?

– DeGranzfeld murió hace un par de años tras irse a vivir a Nevada. Tuvo que largarse: tenía un asuntillo con una casada, y el marido tenía muy malas pulgas. Por lo que sé, Hummel sigue en Las Vegas. Y de una cosa estoy seguro: aún tiene mucha mano en el Departamento, o al menos la tenía hace un par de años.

– ¿Y cómo es eso? -inquirió Milo.

– Ahí está lo de su sobrino, un verdadero hijo de puta fascista, borracho, que casi no pasó los exámenes de la Academia, el muy desgraciado matón…, una jodida astilla del viejo palo. Y que luego se vio mezclado en ese escándalo de robos de la División de Hollywood, hace unos años, un asunto que, desde luego, se merecía un Tribunal de Honor o algo peor… Pero nada, sólo se lleva un traslado a Ramparts. Y, de repente, el tío se convierte en uno de esos Cristianos Renacidos, lo ascienden a Capitán, y lo mandan al Oeste de L. A. -Se detuvo, miró a Milo, y sonrió como un chaval en la mañana de Navidad-. Así que por eso…

– ¿Qué? -preguntó Milo, con aire de inocencia.

– Pelma, astuto tramposo… Vas a cazar a esa chusma, ¿no? ¡Al fin vas a hacer una buena obra…!

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