Llegué a casa justo después de la medianoche, con una sobrecarga de adrenalina y borracho de preguntas. Era raro el que Milo se fuera a la cama antes de la una. Lo llamé a su casa. Rick tomó el teléfono, haciéndome llegar esa extraña, como embotada, sensación de vigilancia que los doctores de las salas de urgencias adquieren, tras muchos años en primera línea.
– Doctor Silverman.
– Soy Alex, Rick.
– ¿Alex? ¡Oh! ¿Qué hora es?
– Las doce y diez. Siento haberte despertado.
– Está bien. No hay problema -bostezó-. De todos modos, ¿qué hora es?
– Las doce y diez. Lamento haberte despertado.
Suspiró.
– Oh, sí. Ya lo veo. Me lo ha confirmado la esfera luminosa -otro bostezo-. Llegué a casa justo hace una hora, Alex. Tengo turno doble. Y me quedan un par de horas de tiempo antes de que me empiece el segundo. Debo de haberme quedado dormido.
– Parece una respuesta razonable a la fatiga, Rick. Vuelve a dormirte.
– No. Tengo que ducharme, y tragar algo de comida. Milo no está aquí. Le ha tocado guardia nocturna.
– ¿Guardia nocturna? No las ha hecho durante bastante tiempo.
– Durante una temporada no tuvo que hacerlas. Por veteranía. Pero ayer, Trapp cambió las reglas. El muy cerdo.
– Le está haciendo la vida un infierno.
– No te preocupes, Alex, el hombretón se vengará. No para de pasear arriba y abajo, con esa mirada… medio de león enjaulado, medio de toro a punto de embestir.
– Conozco esa mirada. De acuerdo, intentaré hallarlo en la comisaría. Pero, por si acaso, déjale una nota para que me llame.
– Lo haré.
– Buenas noches, Rick.
– Buenos días Alex.
Llamé a la Oficina de Detectives de West L.A. El poli que me contestó sonaba aún más dormido que Rick. Me dijo que el detective Sturgis estaba fuera y no tenía ni idea de cuándo regresaría.
Me metí en la cama y, finalmente, me quedé dormido. Me desperté pasadas las siete, preguntándome qué habría hecho Trapp con su teoría del asesinato sexual de los Kruse. Cuando salí a la terraza a por la prensa, allí estaba Milo, tirado en una tumbona, leyendo la sección deportiva.
– ¿Qué tal van los Dodgers, grandote? -le pregunté. La voz que me salió era de otro, ronca y espesa.
Bajó el periódico, me miró y luego miró al paisaje.
– ¿Te has tragado un camión? -me preguntó.
Me encogí de hombros.
Inhaló profundamente, aún absorto en la vista.
– ¡Ah, la buena vida! He dado de comer a tus peces… y juraría que al grande negro y dorado le están saliendo dientes.
– Lo he estado entrenando para que se convierta en un tiburón. ¿Qué tal es la vida en la ronda nocturna?
– Jodida. -Se puso en pie y estiró-. ¿Quién te lo ha dicho?
– Rick. Te llamé anoche, lo desperté a él. Parece que Trapp ha vuelto al sendero de la guerra, ¿no?
Gruñó. Entramos en la casa. Se preparó un bol de cereales con leche, se quedó en pie en el mostrador de la cocina y se comió el cereal a cucharadas ininterrumpidas, sin detenerse a respirar.
– Dame una servilleta. Sí, es toda una fiesta esto de trabajar en la Dimensión Desconocida. Hacer el papeleo de los casos que los chicos del turno de día creen conveniente olvidar realizar. Montones de atracos a mano armada y muertes por sobredosis. Hacia el final de la ronda la mayor parte de las llamadas son pura mierda, con todo el mundo moviéndose con verdadera lentitud… tanto los malos como los buenos. Como si toda la maldita ciudad estuviese colgada de tranquilizantes. Tuve dos avisos de muertos hallados en la calle, y los dos resultaron ser accidentes. Pero, al menos, ahora puedo ocuparme de algunos cadáveres que son heterosexuales. -Sonrió-. Aunque la verdad es que todos nos pudrimos igual.
Fue a la nevera, tomó un recipiente de cartón de zumo de naranja, me sirvió un vaso, y se quedó el recipiente para él.
Le dije:
– ¿Y a qué debo el placer de la visita?
– Es la hora de las preguntas y las respuestas. Estaba conduciendo de vuelta a casa, escuchando la emisora de la policía, cuando algo interesante surgió en la frecuencia de Beverly Hills: un robo en North Crescent Drive.
Recitó la dirección.
– La casa de los Fontaine -dije.
– La mismísima Mansión Verde. Di un rodeo para echar una ojeada a lo que pasaba. ¿Sabes quién resultó ser el detective al cargo? Nuestro viejo amigo Dickie Cash…, me imagino que aún no ha logrado vender su guión de cine. Le conté un cuento acerca de que quizá estuviese relacionado con un homicidio ocurrido en Brentwood, y logré los detalles básicos. El robo ocurrió en algún momento de la madrugada. Un trabajo sofisticado: había un sistema de seguridad de alta tecnología, pero cortaron los cables que había que cortar, y la empresa de seguridad ni recibió un silbidito. La única razón por la que se supo lo que estaba pasando es porque un vecino se fijó en que había una puerta trasera abierta, la que da al pasaje de atrás… Sin duda fue nuestro amiguito, jugando a Sherlock Holmes. Cash me dejó entrar en la casa. ¡Vaya gusto el de esos dos: en el dormitorio principal tienen un mural de enormes labios rojos, muy húmedos! El inventario de artículos desaparecidos es bastante típico de ese barrio: algo de porcelana y plata, un par de televisores de pantalla supergrande, estéreos. Pero dejaron atrás montones de cosas realmente caras: otros tres televisores, joyas, pieles, plata mucho mejor, todo cosas fáciles de colocar a un perista. No fue un botín demasiado bueno, después de todo ese preocuparse en cortar los cables adecuados. Dickie estaba intrigado, pero no se sentía muy predispuesto a hacer demasiado, en vista de la ausencia de los dueños, y del hecho de que no fueron lo bastante corteses como para dejarle a su Departamento una dirección en la que pudieran contactarlos.
– ¿Y qué hay del museo en el sótano?
Se pasó la mano sobre la cara.
– Dickie no sabe nada de un museo y, a pesar de lo muy culpable que yo me sentí por ello, no le informé de nada. Me mostró el ascensor, pero no había ni llave ni código de acceso para operarlo; ni la Empresa de Seguridad sabía nada al respecto. Pero, si alguna vez logran bajar ahí abajo, apuesto diez contra uno a que parecerá Pompeya tras la gran fiesta de la lava.
– Están anudando cabos sueltos -dije.
Asintió con la cabeza.
– La cuestión es… ¿quién?
– ¿Sabes dónde se encuentran los Fontaine?
– En las Bahamas. El padre de Bijan no me ayudó en nada. Los taxis de Beverly Hills sólo tenían anotado el haberlos llevado al aeropuerto. Pero conseguí seguir la pista de la empresa de almacenamiento de automóviles, y, gracias a ellos, llegué a la agencia de viajes. Billetes de primera clase de L.A. a Miami, y luego a Nassau. Después seguían viaje, pero en la agencia no supieron, o no quisieron, decirme a dónde. Me imagino que a una de las islas más pequeñas y remotas…, con malas conexiones telefónicas, cócteles a base de ron con nombre de pájaros o monos exóticos, y unos bancos con tan poco interés en saber de dónde ha salido el dinero del cuentacorrentista, que harían parecer a los suizos, por comparación, unos entrometidos. El tipo de medio ambiente en que alguien con buena pasta puede pasar, de maravilla, una larga temporada.
Se acabó el zumo, luego el cereal, y se llevó el bol a los labios para beberse la leche.
– Y, hablando de otra cosa, ¿dónde demonios has estado? ¿Y para qué me llamaste anoche?
Le conté lo que había averiguado en Willow Glen.
– Extraño -dijo-. Muy extraño. Pero no veo delito en ello… a menos que la secuestrasen de pequeña. ¿O es que me he perdido algo?
Negué con la cabeza.
– Quiero contarte unas ideas que se me han ocurrido, para que me digas lo que te parecen.
Se llenó de nuevo el bol.
– Cuenta.
– Supongamos que Sharon y su gemela fueron el resultado de una relación entre Linda Lanier y Leland Belding…, un asuntillo con una de las chicas de sus fiestas, que fue más allá de lo que debería haber ido. Según Crotty, él tenía con ella algunas distinciones: podía entrar al despacho del jefe. Y Linda debió de mantener en secreto su preñez, porque estaba preocupada de que Leland la obligase a abortar.
– ¿Y cómo llegó a imaginar tal cosa?
– Quizá supiera que a él no le gustaban los niños o tal vez estuviera suponiéndolo, en base a lo que sabía de él: Belding era un hombre frío, que no gustaba de las relaciones afectivas. Lo último que hubiese deseado era un heredero que no hubiera sido planificado por él. ¿Tiene sentido lo que digo?
– Sigue.
– Crotty vio juntos a la Lanier y Donald Neurath… arrullándose como tortolitos. ¿Y si él era su amante, además de su doctor? Digamos que se conocieron a un nivel profesional, y que la cosa fue a más.
– Lo que contaba la película porno…
– La película era una caricatura de su relación, resumida para la posteridad.
Milo se sentó y dejó la cuchara.
– Empieza como chica de fiestas con Belding, y las cosas van a más. Empieza como paciente con Neurath, y las cosas van a más.
– Era hermosa. Y era más que eso: era una experta en seducción. Debió de tener algo especial para que Belding la eligiera entre las demás chicas. Y, como su ginecólogo, Neurath debió de ser de los primeros, o el primero, en enterarse de que se hallaba en estado. Si había llegado a ligarse muy emocionalmente con ella, el descubrir que llevaba en su vientre al hijo de otro hombre debió de haberle irritado mucho, de haberle puesto muy celoso. ¿Y si le ofreció hacerle un aborto y ella se negó? Lo siguiente que él debió de hacer es amenazarla con decírselo a Belding. Linda estaba entre la espada y la pared. Se lo debió de contar a su hermano, y en la mente de extorsionista de éste surgió el plan: filmar la seducción de Neurath. Conseguir algo con que poder controlarlo. Cable trabajaba en el estudio: tenía acceso al equipo. No debió resultarle difícil montarlo todo.
Milo estuvo rumiando esto durante largo tiempo, y luego dijo:
– Y el hermano, siendo un auténtico chorizo, se imaginó un modo de ganar algo de pasta extra: venderle una copia de la película a algún coleccionista.
Asentí con la cabeza.
– A Gordon Fontaine o a alguien quien, al cabo, se la vendió a él. Años más tarde, Paul Kruse dio con ella, vio el parecido con Sharon y le picó la curiosidad. Pero nos estamos adelantando a la historia. Sigamos, de momento, con Linda: cuando su estado comenzó a hacerse evidente, debió de salir de la ciudad, y dar a luz a un par de gemelas, en algún momento entre la primavera y el verano del 53. Y debió de creer que ya no había peligro en contárselo a Belding: una cosa es abortar y otra rechazar a dos bebés adorables. Quizá el hermanito, Cable, ayudó a darle confianza, mientras ante los ojos de él flotaban visiones de signos de dólar danzando. Así que Linda debió de hacerle una visita a Belding, le mostró las niñas y le planteó su demanda: haz de mí una mujer honesta, o pásame la pasta suficiente como para que las niñas, su tío Cable y yo podamos vivir felices por siempre jamás.
Milo puso cara agria:
– Suena justo igual al tipo de trato que siempre intentan hacer los perdedores natos. La estúpida historia que logras reconstruir a pedacitos, después de que ellos han acabado en una camilla de la Morgue.
– Fue una historia estúpida. Los Johnson eran timadores de poca monta y subestimaron gravemente la amenaza que representaban para Belding… y la falta de compasión de éste. Las gemelas hubieran sido sus únicas herederas. Toda su fortuna estaba en juego… era una monstruosa pérdida de control, para un hombre acostumbrado a ser el dueño de su propio destino. Estamos hablando de un hombre que jamás creyó que debiera compartir su fortuna, que jamás puso a la venta acciones de sus empresas. Que no podía tolerar que una noche de descuido se volviese contra él. Y, justo mientras Linda le debía de estar aún hablando, las ruedecillas le debieron comenzar a girar. Pero seguro que no lo mostraría: pondría cara de alegría, haría de papá orgulloso. Expresaría su buena disposición, montándoles aquel ático en Fountain. Comprándoles un coche, joyas, pieles, una entrada de admisión instantánea en la Buena Vida. Y lo único que debió de pedirles a cambio fue que mantuviesen a las niñas en secreto, hasta que fuese el momento adecuado para mostrárselas al público… ganando así algo de tiempo. Y los Johnson seguro que aceptaron el trato, sintiéndose como un par de gorrinos en el cielo de los marranos. Y siguieron así hasta el día en que los mataron. Y las gemelas nunca dejaron de ser un secreto.
– Todo muy frío -comentó Milo.
– Pero tiene sentido, ¿no? Hummel y DeGranzfeld eran hombres de Belding. Como detectives de Narcóticos estaban en el lugar perfecto para montar un falso hallazgo de drogas. Con la pasta de Belding, podían echar mano de un montón de heroína. Dejaron fuera a los uniformados, y entraron en ese piso solos, para montar el tiroteo y preparar la escena del crimen. Pero el deshacerse de Linda y Cable sólo solucionaba parte de los problemas de Belding: le habían caído encima dos bebés que no deseaba. Bajo las mejores circunstancias, el criar a unas gemelas es todo un reto. Para alguien como Belding, debía de resultar aterrador, mucho más que diseñar fajas o comprar empresas. Así que recurrió a lo que era habitual en él: pagó para que le sacaran de aquel lío. Y su arreglo con los Ransom era mucho más barato que cualquiera al que hubiese podido llegar con Linda y Cable. Y, posiblemente, llegó a algo similar con la otra gemela y alguna otra pareja.
Algún otro campo de tierra. Sin una Helen Leidecker y con la otra chica acabando impedida o…
– Preparó una trampa para que se cargasen a la madre de sus hijas, y luego las colocó por ahí. Superfrío.
– Era un hombre frío, Milo, y un misántropo que prefería las máquinas a la gente. Jamás se casó, jamás desarrolló unos lazos afectivos normales, acabó convertido en un ermitaño.
– Según ese libro inventado.
– Según todo el mundo. Seaman Cross sólo se limitó a embellecer la realidad. Y tú sabes, mejor que nadie, que constantemente están abandonando niños. Con muchos menos motivos. La Casa de los Niños está llena de ellos.
– ¿Y por qué los Ransom? -dijo-. ¿Qué clase de conexión podía tener un multimillonario con gente como ésa?
– Quizá ninguna. Cuando digo que Belding hizo todo esto, no quiero decir que lo hiciese personalmente. Probablemente jamás se ensució las manos, debió de hacer que se ocupase de todo un intermediario, como Billy Vidal…, ésa era la especialidad del Celestino: conseguir la gente que necesitaba Belding. En cuanto a dónde los halló el intermediario… ¿quién sabe? Pero, para esta tarea, el que fuesen retrasados mentales era un punto positivo, no negativo: serían pasivos, obedientes, no era probable que se tornasen ambiciosos ni que hiciesen preguntas. Ese tipo de personas piensan de un modo muy concreto, son muy testarudos… buenos en mantener secretos. O en olvidar. Tuve una exhibición de ello ayer. Y, miel sobre hojuelas, eran anónimos: ninguno de ellos sabía la fecha de su nacimiento, ninguna oficina gubernamental tenía ni la menor información acerca de ellos. Ni la tuvo hasta 1971, cuando Sharon se marchó a la Academia y Helen Leidecker decidió que necesitaba una protección extra, y se tomó la molestia de meterlos en la Medi-Cal y la Seguridad Social. Si no lo hubiera hecho, yo jamás los hubiese hallado.
– Ni tampoco si la Ransom no le hubiera dado a la mujer impedida el nombre de Shirlee -añadió Milo.
– Sí. Y no voy a decir que comprenda el porqué de esto…, ella estaba llena de simbolismos raros. Pero, fuera por lo que fuese, el caso es que darles una niña a Shirlee y Jasper era como borrar la identidad de esa niña. Quizá Belding ni siquiera esperase que sobreviviese. Pero Helen Leidecker la descubrió, la educó y la mandó al ancho mundo.
– A Kruse.
– Kruse fue a esa jornada de información sobre las carreras en la universidad de Long Island aparentando altruismo. Pero era un animal de presa: un tipo lujurioso y ambicioso de poder, siempre al acecho de nuevos discípulos. Quizá se sintió atraído por el aspecto de Sharon, o tal vez ya hubiese visto la película de Linda Lanier y le causase un fuerte impacto el parecido. En cualquier caso, lo que debió hacer fue emplear con ella todo su carisma, ponerla a hablar de sí misma, y, al ver lo evasiva que era acerca de su pasado, esto debió de intrigarle aún más. Los dos eran la combinación perfecta para un control mental: ella moldeada por Helen, sin unas auténticas raíces. Él, ansioso por hacer de Svengali.
– Menudo hijo de puta, disfrazado con bata de médico… -el ancho rostro de Milo se había ensombrecido por la ira.
– Siempre hay alguno que da mal nombre a la profesión -acepté.
Se levantó y se fue a buscar una cerveza. Mientras se la bebía, añadí:
– La puso bajo su ala, Milo. La convenció de que llegaría a ser una gran psicóloga…, las notas de ella hacían que esto no resultase descabellado… Se la llevó a California con él, la metió en la Escuela de Graduados, se colocó él mismo como su consejero. Supervisó sus casos, lo que normalmente incluye alguna terapia. Él lo transformó en terapia intensiva. Para Kruse, esto significaba extrañas comunicaciones, manipulación hipnótica. Como mucha gente que tiene identidades confusas, ella era un excelente sujeto de hipnosis. El rol de poder que él tenía en su relación incrementaba la susceptibilidad de ella. La hizo regresar al pasado, puso al descubierto recuerdos de su temprana infancia que aún lo intrigaron más. Algún tipo de trauma de primera edad del que ella no tenía conocimiento a nivel consciente…, quizás incluso algo acerca de Belding. Y Kruse empezó a husmear.
– Y a hacer películas.
– Una nueva versión de la película de su madre…, parte de la «terapia». Probablemente Kruse se lo presentó como un modo en que volverla a conectar con sus raíces… al amor materno. Y, a lo que él jugaba era a controlarla: a edificar una parte de ella, a derribar otra. Usando la hipnosis, podía sugerirle amnesia, mantenerla conscientemente en la ignorancia. Acabar sabiendo de ella más que ella misma. La alimentaba con bocaditos de su propio subconsciente en calculadas porciones, para mantenerla dependiente, insegura. Guerra psicológica. Vieras lo que vieses en Vietnam, él era un experto en eso. Luego, cuando el momento fue adecuado, la soltó sobre Belding.
– Pasta larga, control de grandes cosas.
– Y creo saber exactamente cuándo sucedió eso, Milo: en el verano de 1975. Ella desapareció sin explicación alguna, durante dos meses. La siguiente vez que la vi, tenía un coche deportivo, una casa, una vida realmente confortable para ser una estudiante graduada sin trabajo alguno. Mi primera idea fue que Kruse debía de estar manteniéndola. Ella lo sabía, incluso hizo un chiste al respecto, y me contó la historia de la herencia… que ahora sabemos que era una mentira. Aunque quizá, en cierto sentido, había algo de verdad en ello: había hecho una reclamación de lo que era suyo por derecho de nacimiento. Aunque aquello provocó el caos en su mente, acentuó sus problemas de identidad. La vez que la encontré mirando a la foto de su gemela, estaba en alguna especie de trance, casi catatónico. Y cuando se dio cuenta de que yo estaba allí y la había visto, se puso como loca. Estuve seguro de que todo había acabado entre nosotros. Pero después, ella fue quien me llamó, quien me pidió que fuese a verla y, cuando lo hice, cayó sobre mí como una auténtica ninfómana. Años más tarde, ella estaba haciendo lo mismo con sus pacientes…, pacientes que le buscaba Kruse. Nunca se sacó la licencia para ejercer, siguió siendo la ayudante de él, trabajando en oficinas cuyo alquiler pagaba él.
Noté cómo crecía mi propia rabia.
– Kruse estaba en posición de ayudarla, pero lo único que hizo el muy bastardo fue jugar con su cabeza. En lugar de tratarla, le mandó que escribiera su propia historia, como un falso historial de caso, y la usase como tesis. Probablemente era la idea que él tenía de una broma, su manera de burlarse de todas las normas.
– Hay un problema -dijo Milo-. En 1975, Belding ya llevaba mucho tiempo muerto.
– Quizá no.
– Cross admitió haber mentido.
– No sé lo que es verdad y lo que es mentira, Milo. Pero incluso si Belding estaba muerto, la Magna seguía viva. Y allí había montones de dinero y poder para que los chupase una sanguijuela. Digamos que Kruse presionó a la gran empresa, a Billy Vidal.
– ¿Y por qué le dejaron salirse con la suya durante doce años? ¿Por qué le dejaron con vida?
– He estado dándole vueltas a eso en la cabeza, y aún no le he encontrado respuesta. La única cosa que se me ocurre es que Kruse también tuviera algo que le diese poder sobre la hermana de Vidal, algo que no pudiesen arriesgarse a que saliese a la luz. Ella le dio los fondos para su cátedra, le ayudó en todo, para que lo hiciesen Jefe del Departamento. Se me ha dicho que esto fue por gratitud…, porque él trató a un hijo de ella. Pero en el obituario de su marido no había nada acerca de hijos. Quizá se volviese a casar y tuviera alguno… Estaba a punto de comprobar eso, justo cuando descubrí lo de Willow Glen.
– Quizá -dijo Milo- todo esto de los Blalock sólo sea una tapadera, Vidal esté empleando a su hermana como pantalla, y el dinero del pago del chantaje esté saliendo realmente de la Magna.
– Tal vez, pero eso sigue sin explicar el porqué le han dejado salirse con la suya durante tanto tiempo.
Milo se levantó impaciente, paseó arriba y abajo, se bebió la cerveza, cogió otra.
– Bueno -le pregunté-: ¿Qué piensas?
– Lo que pienso es que llevas razón. Y también pienso que quizá nunca lleguemos al fondo del asunto. Hay gente que lleva treinta años en la tumba. Y todo depende de que Belding sea el papaíto., ¿Cómo infiernos vamos a verificar eso?
– No lo sé.
Paseó un poco más, nerviosamente, y dijo:
– Volvamos, por un segundo, al aquí y ahora: ¿por qué se mató la Ransom?
– Quizá fuera por pena, a causa de la muerte de Kruse. O quizá no fuese un suicidio. Sé que no tengo pruebas…, es sólo una hipótesis.
– ¿Y qué me dices de los asesinatos de los Kruse? Como ya hemos comentado, no se puede decir que Rasmussen sea el típico asesino a sueldo que contrata una gran empresa.
– La única razón por la que le hemos colgado esas muertes a Rasmussen es porque más o menos para cuando asesinaron a los Kruse él habló de haber hecho cosas terribles.
– No sólo por eso -me recordó-. Ese jodido tenía un historial de violencia, mató a su propio padre. Además, me gustó toda esa cháchara de psico que me largaste, aquello de volver a matar a su propio padre y blablablá.
– Parafraseando a un experto, eso no son pruebas, amigo. Dado el historial de Rasmussen, cosas terribles podría significar cualquier cosa.
– Es una jodida pescadilla mordiéndose la cola -comentó-. Un círculo vicioso que da vueltas y vueltas.
– Hay alguien que podría aclarárnoslo.
– ¿Vidal?
– Que está vivito y coleando en El Segundo.
– Cierto -dijo Milo-. Sólo tenemos que presentarnos en su oficina y decirle al ayudante de la asistente de la subsecretaria de su secretaria que queremos ver al Gran Jefe… para tener con él una charla amistosa acerca de niñas abandonadas, chantajes, reclamaciones de herencias y asesinatos múltiples.
Alcé las manos al cielo y fui a buscar una cerveza para mí.
– No te cabrees -me gritó a la espalda-. No estoy tratando de patearte tu castillo de naipes, sólo intento mantener las cosas en el terreno de la lógica.
– Lo sé, lo sé. Es que resulta jodidamente frustrante.
– ¿El qué? ¿Como murió ella, o las cosas que hacía mientras estaba viva?
– Ambas cosas, sargento Freud.
Usó un dedo para dibujar una cara sonriente en el vaho de su vaso.
– Hay algo más: la foto de la gemela. ¿Qué edad tendrían las niñas en ella?
– Sobre los tres años.
– Así que no fueron separadas a su nacimiento, Alex. Lo que significa que, o bien alguien cuidó de ambas, o bien las dos les fueron dadas a los Ransom. Así que, ¿qué infiernos le pasó a la hermana?
– Helen Leidecker no mencionó a una segunda niña que hubiera vivido en Willow Glen.
– ¿Se lo preguntaste?
– No.
– ¿Mencionaste la foto?
– No. Ella me parecía…
– ¿Honesta?
– No. Simplemente, es que no surgió el tema.
No dijo nada.
– Vale -comenté-. Suspéndeme en Primero de Interrogatorios.
– Tranquilo -dijo-. Sólo estoy tratando de hacerme una imagen clara.
– Si la logras, compártela conmigo. ¡Maldita sea, Milo, quizá la jodida foto ni siquiera era de Sharon y su hermana! ¡Ya no sé qué infiernos es real y qué no lo es!
Me dejó echar humo un poco, y luego me dijo:
– El sugerirte que lo dejes correr todo sería una estupidez, supongo.
Ni le contesté.
– Antes de que caigas en el autodesprecio, Alex, ¿por qué no te limitas a hacerle una llamada a esa mujer, la Leidecker? Pregúntale acerca de la foto, y si tiene alguna reacción rara, ésa será la prueba de que no es la Honesta Maestra Rural. Lo que podría significar más labor de enmascaramiento…, como pudiera ser muy bien, en el caso de que la gemela hubiera sufrido esos daños bajo circunstancias sospechosas y ella estuviera tratando de encubrir a alguien.
– ¿A quién, a los Ransom? No los veo abusando de una niña…
– No abusando de ella, sino descuidándola. Tú mismo has dicho que no estaban hechos para ser padres, que apenas si podían ocuparse de una niña. Les hubiera resultado imposible enfrentarse con dos. ¿Y si hubieran vuelto la espalda justo en el mal momento, y la gemela hubiera sufrido un accidente?
– ¿Como, por ejemplo, ahogarse?
– Por ejemplo.
La cabeza me giraba sin parar. Me había pasado la noche dando vueltas en la cama, y seguía sin salir del remolino…
Milo se inclinó hacia mí y me dio unas palmadas en el hombro.
– No te preocupes. Aunque no podamos llevarlo a los tribunales, siempre podemos vendérselo a los estudios. Mostrarle a Dickie Cash cómo se coloca un guión.
– Llama a mi agente -le dije.
– Que tus abogados llamen a los míos y prepararemos un contrato.
Me obligué a sonreír.
– ¿Has comprobado ya el registro de nacimientos de Port Wallace?
– Aún no. Si tienes razón en lo de que la Lanier se debió de ir a algún lugar tranquilo a dar a luz, su pueblo era el sitio perfecto…, eso suponiendo que jamás hubiera leído a Thomas Wolfe. ¿Qué te parece si haces una llamada allí y ves lo que puedes conseguir? Empieza con la Cámara de Comercio y averigua los nombres de los hospitales que estuviesen ya funcionando en 1953. Si tienes suerte y aún conservan los archivos, alguna mentirijilla te permitirá fisgonear en los mismos… diles que eres algún tipo de burócrata. Harán lo que sea para librarse de ti. Y si no sacas nada, prueba suerte con el Registro Civil del Condado.
– Llama a Helen, llama a Port Wallace. ¿Alguna misión más, señor?
– Oye… si quieres jugar al investigador privado, tienes que acostumbrarte al trabajo tedioso.
– ¿El trabajo no peligroso?
Soltó un bufido.
– ¡Maldita sea, eso es, Alex! Recuerda el aspecto que tenían los Kruse y esa chica, la Escobar. Y lo deprisa que se largaron los Fontaine hacia las paradisíacas Islas de los Cocoteros. Si tienes razón sólo en la décima parte de lo que has pensado, nos estamos enfrentando a una gente que tiene unos brazos muy largos.
Hizo un círculo con el índice y el pulgar, y soltó el primer dedo como si estuviera echando una mota de polvo.
– ¡Puf! La vida es frágil… eso es algo que me enseñaron en Filosofía, en el Bachillerato. Quédate en casa, no dejes las puertas abiertas. No aceptes caramelos de un desconocido.
Aclaró su bol, lo puso en la escurridora. Me saludó y se dispuso a marcharse.
– ¿Y a dónde vas tú?
– Hay algo de lo que debo ocuparme.
– ¿El algo que te ha impedido llamar a Port Wallace? ¿Acaso es andar al acoso del Trapp silvestre?
Me puso mala cara.
– Rick me aseguró que lo vas a cazar.
– Rick debería ocuparse solamente de lo suyo: abrir en canal a la gente, por diversión y por dinero. ¡ Ajá, se la tengo jurada a ese cabrón, y le he encontrado un punto débil: además de sus otras virtudes, tiene una cierta afición por las hembras que todavía no han llegado a la mayoría de edad!
– ¿Como cuánto antes de llegar a la mayoría?
– Quinceañeras, justo lo bastante crías como para que sea ilegal. Cuando estaba allá en la División de Hollywood se había metido, hasta las cejas, en la organización de los Scouts de la Policía… se ganó una felicitación del Departamento por servicios más allá de lo que manda el deber y blablablá. Parte de estos servicios consistían en facilitarles enseñanza privada a algunas de las scouts más desarrolladitas físicamente.
– ¿Y cómo has averiguado eso?
– La fuente clásica: un antiguo empleado, con quejas hacia su ex-jefe. Una agente hispana, que se graduó en la Academia un par de cursos después que yo. Acostumbraba a trabajar en la Sala de Pruebas de la División de Hollywood, se tomó el permiso reglamentario para tener un hijo y, cuando regresó, Trapp le hizo tan perra la existencia, que optó por acogerse al retiro anticipado, alegando estrés. Hace unos años me la encontré en el centro, en el día en que tenía su última entrevista para lo del retiro. Y ahora, mientras me devanaba los sesos para tratar de hallar algo con que agarrar a Trapp, la recordé. Realmente lo odiaba. Busqué su dirección, y le hice una visita: está casada con un contable, tiene un crío gordito, y un piso muy majo, de dos niveles, en Simi Valley. Pero, aun así, tras todos estos años al hablar de Trapp se le salían los ojos de las órbitas. Él solía meterle mano, hacer comentarios racistas… de cómo las chicas mexicanas acostumbraban a perder la virginidad antes que los dientes de leche, de lo que realmente significa ser un espalda mojada… todo ello dicho con un acento de mexicano de película cómica.
– ¿Y por qué no informó de lo que le estaba pasando?
– ¿Y por qué los chicos de la Casa de los Niños no le dijeron a nadie lo que les estaba pasando a ellos? Por miedo. Por estar intimidados. En aquel entonces, en el Ayuntamiento no creían en el hostigamiento sexual. Y el presentar una queja oficial hubiera representado tener que exponer todo su historial sexual ante Asuntos Internos y la Prensa. Y era bien sabido que era una chica muy juerguista, que siempre estaba de fiestas. Hoy en día tiene las ideas más claras. Se da cuenta de que la jodieron de mala manera, y está llena de rabia. Pero nunca había hablado de esto con nadie… y menos aún con su marido. Después de que hubo soltado todo lo que llevaba dentro, me hizo jurarle que no la metería en ningún lío; así que tengo una información que no puedo usar. Pero si obtengo corroboración de lo que me ha dicho, a ese bastardo se le ha caído el pelo.
Caminó hasta la puerta.
– Y a esto, mi querido amigo, es a lo que voy a dedicar mis actividades no estrictamente laborales.
– Buena suerte.
– Ajá. Yo trabajaré en lo mío, y quizás al final lograremos ligarlo todo y encontrarnos a medio camino. Mientras, cuídate las espaldas.
– Lo mismo digo, Sturgis. Las tuyas tampoco son a prueba de bala.
Logré el número de Helen Leidecker de Información de San Bernardino. No hubo respuesta. Frustrado, pero más tranquilo, pues no me apetecía nada la idea de poner a prueba su integridad, busqué un Atlas de los Estados Unidos y hallé Port Wallace en Texas, en la parte más al sur del estado, justo al oeste de Laredo. Un casi invisible puntito en el lado tejano de Río Grande.
Le pedí a la telefonista el código de zona del sur de Texas, marqué luego Información, y pedí por la Cámara de Comercio de Port Wallace.
– Un momento, señor -me llegó la respuesta con el acento arrastrado del Sur, seguida de varios clics y sonidos de ordenador-. No tenemos ese nombre en el listín, señor.
– ¿Hay en el listín de Port Wallace alguna oficina del Gobierno?
– Lo comprobaré, señor. -Clic-. Una Oficina de Correos de los Estados Unidos, señor.
– Vale, démela.
– Anote el número, señor.
Llamé a la Oficina de Correos. Tampoco allí había respuesta. Miré mi reloj: las ocho de la mañana aquí, dos horas más tarde allí. Aunque tal vez practicasen la vida tranquila.
Volví a llamar. Nada. Al diablo mi misión. Pero aún había muchas cosas que hacer.
La Biblioteca de Investigación sólo tenía una entrada en el archivo para Neurath, Donald: un libro de 1951 sobre la fertilidad publicado por la universidad y que se encontraba, al otro lado del campus, en la Biblioteca Biomédica. La fecha y el tema concordaban, pero resultaba difícil reconciliar la idea de que un abortista fuese al mismo tiempo el autor de una obra tan de estudioso. En cualquier caso, aquello me hizo andar hasta Biomédica, consultar el Index Medicus, y hallar otros dos artículos sobre la fertilidad, escritos en 1951 y 1952 por un Donald Neurath con una dirección de Los Ángeles. El Directorio de la Asociación Médica del Condado de L.A. incorpora fotos de sus miembros. Hallé el correspondiente a 1950 y hojeé sus páginas. Su rostro me saltó a la vista, con su cabello lleno de gomina, bigote fino como trazado a lápiz, y expresión de estar chupando un limón, como si la vida no le hubiese tratado demasiado bien. O quizá fuese que estuviese viviendo demasiado cerca del borde del abismo.
Su oficina estaba en Wilshire, justo donde lo había situado Crotty. Miembro de la Asociación Médica Americana, educado en una Facultad de Medicina de primera categoría, con excelente historial de interno y residente, con un empleo académico en la Escuela que a mí me daba una vaga ocupación.
Las dos caras del Doctor N. Otra identidad dividida.
Corrí a la estantería de textos de Biomédica, hallé su libro y los dos artículos. El primero era una antología-compendio del estado de la investigación del momento sobre la fertilidad: ocho artículos de otros doctores, y uno último de Neurath.
Su investigación estaba relacionada con el tratamiento de la infertilidad con inyecciones de hormonas, para estimular la ovulación… lo que era un material revolucionario en un período en el que la fertilidad humana seguía siendo un misterio para la Medicina. Neurath enfatizaba esto, mencionaba tratamientos previos: las biopsias endometriales, el agrandamiento quirúrgico de las venas pélvicas, la implantación de metal radiactivo en el útero, e incluso el psicoanálisis a largo término combinado con la administración de tranquilizantes para superar «la ansiedad que bloquea la ovulación y que surge de la identificación hostil madre-hija», calificándolos de poco serios y generalmente inútiles.
A pesar de que los investigadores habían empezado a establecer una conexión entre las hormonas sexuales y la ovulación, ya en los años treinta, la experimentación había estado limitada sólo a los animales.
Neurath había dado un paso adelante, inyectando a media docena de mujeres estériles con hormonas obtenidas de los ovarios y pituitarias de cadáveres femeninos. Combinando las inyecciones con un programa de toma de temperaturas y análisis de sangre para conseguir la corroboración exacta del momento de la ovulación. Tras varios meses de repetidos tratamientos, tres de las mujeres habían quedado en estado. Dos habían sufrido abortos, pero una había logrado dar a luz a un niño sano.
Al tiempo que subrayaba el que sus hallazgos eran preliminares, y necesitaban ser duplicados mediante estudios controlados, Neurath sugería que la manipulación hormonal ofrecía una esperanza para las parejas sin hijos y debía ser intentada en gran escala. Había ido por delante de su tiempo.
El artículo de 1951 era una versión más corta de su capítulo del libro. El de 1952 era una carta al director, respondiendo al artículo de 1951, escrita por un grupo de doctores que se quejaban de que el tratamiento a humanos de Neurath era prematuro, estaba basado en datos poco consistentes, y que sus hallazgos estaban contaminados por un pobre planteamiento de su investigación. La carta enfatizaba que la ciencia médica sabía bien poco de los efectos de las hormonas gonadotrópicas sobre la salud en general. Además de no ayudar en nada a sus pacientes, sugerían que muy bien pudiera darse que Neurath las estuviese poniendo en peligro.
Él contraatacaba con una respuesta de cuatro párrafos que, en resumen, venia a decir que el fin bien justifica los medios. Pero el caso es que ya no había vuelto a publicar nada.
Fertilidad y aborto.
Lo que Neurath da, Neurath lo quita.
Poder, a un nivel intoxicante. El ansia de poder se alzaba como la fuerza motivante tras muchas de las vidas que habían tenido contacto con la de Sharon.
Sentía muchos deseos de hablar con el doctor Donald Neurath. Lo busqué en el último Directorio del Condado y no hallé nada. Fui retrocediendo en el tiempo. Su última aparición era en 1953.
Un año muy ajetreado.
Busqué los obituarios en el Diario de la Asociación Médica Americana. El de Neurath se encontraba en el número del 1 de junio de 1954. Había fallecido en agosto del año anterior, a la edad de cuarenta y cinco años, de causas no especificadas, mientras se hallaba de vacaciones en México.
El mismo mes, el mismo año que Linda Lanier y su hermano Cable Johnson.
Los efectos de las hormonas gonadotrópicas…
Por delante de su tiempo.
Comenzaron a ajustar las piezas. Era una nueva versión de un viejo problema…, improbable, pero que explicaba muchas otras cosas. Pensé en otra cosa, en otra pieza del rompecabezas que estaba clamando ser solucionada. Dejé Biomédica y me dirigí al lado norte del campus. Corriendo. Sintiéndome ágil por primera vez en largo tiempo.
La Sala de Colecciones Especiales estaba en el sótano de la Biblioteca de Investigaciones, al fondo de un largo y silencioso pasillo, que desanimaba a los que sólo sintiesen una curiosidad pasajera. Pequeña, fría, con la humedad controlada, amueblada con pequeñas mesas de lectura en roble oscuro que hacían juego con los plafones de las paredes. Le mostré al bibliotecario mi tarjeta de la Facultad y mi impreso de petición. Se puso a buscar y regresó al poco con todo lo que deseaba, me facilitó dos lápices y un bloc de papel rayado, y luego regresó al estudio de su texto de química.
Había otras dos personas con el espinazo doblado en serio estudio: una mujer con un vestido de batik, que estaba examinando un viejo mapa con una lupa, y un hombre gordo con un blasier azul, pantalones grises y pañuelo al cuello, que alternaba su atención trifocal entre un folio de grabados de Audubon y un ordenador portátil.
En comparación, mi propio material de lectura no resultaba nada impresionante: un montoncito de pequeños libros encuadernados en tela azul. Selecciones del Registro Social de L.A. Papel biblia y letra diminuta. Listados, limpiamente ordenados, de clubs de campo, galas de caridad, sociedades genealógicas, pero, sobre todo, un índice de la Gente que Cuenta: dirección, número de teléfono, minucias ancestrales. Autocongratulación para aquellos cuya fascinación con el juego de «yo soy más que tú» no había terminado al acabar la escuela.
Encontré lo que buscaba con bastante rapidez, copié nombres, y fui uniendo los puntos hasta que comenzó a emerger la verdad, o algo jodidamente cercano a ella.
Cada vez más y más cerca. Pero aún era todo pura teoría.
Salí de la sala y busqué un teléfono. Seguía sin tener respuesta de Helen Leidecker. Pero una somnolienta voz masculina me contestó en Port Wallace, Texas.
– Tienda de Brotherton, dígame.
– ¿No es la Oficina de Correos?
– Oficina de Correos, venta de cebos y anzuelos, huevos frescos y cerveza helada. Diga lo que quiere, y nosotros se lo conseguiremos.
– Le habla Baxter, de la Oficina de Estadística del Estado de California, Central de Los Ángeles.
– ¿L.A.? ¿Cómo está la cuestión de los terremotos?
– Un tanto agitada.
Una risa repleta de flemas.
– ¿Qué puedo hacer por usted, California?
– Hemos recibido una solicitud de una cierta persona, para un cierto trabajo estatal… un cargo que requiere una comprobación total de su historial, incluyendo pruebas de ciudadanía y certificado de nacimiento. La persona en cuestión ha perdido su partida de nacimiento, pero afirma que nació en Port Wallace.
– ¿Una comprobación de historial? Suena a algo… secreto.
– Lo siento, señor Brotherton…
– Deeb. Lyle Deeb. Brotherton ha muerto. -Carcajada-. Me pagó una deuda de juego con esta ratonera, tres meses antes de morirse. Fue el último en reírse.
– No estoy autorizado a revelar nada más acerca del cargo, señor Deeb.
– Sin problemas, California, siempre me encanta poder ayudar a un hermano funcionario… sólo que esta vez no puedo, porque en Port Wallace no tenemos Registro de Nacimientos, aquí hay poco más que botes de pescar gambas, moscardones y espaldas mojadas, y los de Inmigración jugando a atrapar mejicanos río arriba, río abajo. Los archivos están en San Antonio; será mejor que busque allí.
– ¿Y qué me dice de los hospitales?
– Sólo hay uno, California. Esto no es Houston. Un sitio pequeñito que lo llevan unos neurópatas baptistas… ni siquiera estoy seguro si son del todo legales. Se ocupan sobre todo de los mexicanos.
– ¿Ya lo hacían en 1953?
– Ajá.
– Entonces, primero probaré ahí. ¿Tiene el número?
– Seguro -me lo dio, y me dijo-: La cierta persona nació aquí, ¿eh? Éste es un club realmente pequeño. ¿Cuál es el nombre de la cierta persona?
– El apellido de la persona es Johnson; el nombre de la madre Eulalee. También podría haberse llamado a sí misma Linda Lanier.
Se echó a reír.
– ¿Eula Johnson? ¿Un nacimiento en 1953? ¿Es broma eso de que ustedes se anden con tantos secretos? Hoy todo eso ya es de conocimiento público. ¡Infiernos, California, para esto no necesitan de archivos oficiales… esto ya es famoso!
– ¿Y por qué?
Se volvió a reír y me lo contó, y luego me dijo:
– La única pregunta es: ¿De qué persona está usted hablando?
– No lo sé -le contesté, y colgué. Pero sabía dónde averiguarlo.