29

Gabriel había aparcado una enorme moto Triumph restaurada, justo detrás del Seville.

Dos cascos, uno rojo manzana escarchada, el otro con las barras y estrellas, colgaban de las barras del manillar. Se colocó el rojo, se montó y puso en marcha la moto, de una patada.

Le pregunté:

– ¿Quién le dijo que yo estaba aquí? ¿Wendy?

Se pasó la mano por los pelillos de su bigote y trató de ganarme a mirarnos a los ojos.

– Aquí nos cuidamos los unos de los otros, señor.

Dio gas al motor, organizó toda una tormenta de polvo en las secas hierbas; luego encabritó la moto, alzando la rueda delantera, y salió disparado. Yo salté al interior del Seville, lo seguí tan rápido como me fue posible, lo perdí de vista al pasar por la prensa abandonada, pero lo volví a hallar un momento más tarde, camino de regreso al pueblo. Aceleré, lo alcancé. Pasamos junto al buzón de correo que llevaba el apellido de su familia, seguimos rodando hasta la escuela, donde él fue frenando y me señaló hacia la derecha. Se abalanzó hacia el sendero de entrada, dio una vuelta al campo de juego, y se detuvo en seco frente a los escalones de entrada a la escuela.

Subió esos escalones de tres en tres. Yo le seguí, fijándome en el letrero en madera que había junto a la entrada:


WILLOW GLEN SCHOOL

FUNDADA EN 1938

EN OTRO TIEMPO FORMÓ PARTE DEL RANCHO

BLALOCK


Las letras eran rústicas, y estaban grabadas al fuego en la madera: del mismo estilo que el cartel señalando la calle privada La Mar Road, en Holmby Hills. Mientras me entretenía un momento, para acabar de captar aquella coincidencia, Gabriel subió hasta lo alto de las escaleras, abrió la puerta de un empellón y dejó que se cerrase a su espalda. Corrí hacia arriba y la volví a abrir, entrando en una gran y aireada aula, que olía a pintura de la que se aplica con los dedos y madera de lápiz. De las paredes, pintadas con colores brillantes, colgaban carteles con consejos de salud y seguridad, y dibujos infantiles, hechos con lápices de colores. Nada de manzanas. De tres de las paredes colgaban pizarrones, bajo unos pósters que eran guías de caligrafía. Una gran bandera de los Estados Unidos colgaba sobre un gran reloj redondo, que daba como hora las cuatro cuarenta. Colocados frente a cada pizarrón había unos diez pupitres escolares… de los de tipo antiguo, con tableros estrechos y tinteros de loza.

Un escritorio de maestro se enfrentaba a los tres grupos de asientos. Tras el mismo se hallaba una mujer rubia, con un lápiz en la mano. Gabriel estaba a su lado, inclinado hacia ella y susurrándole algo al oído. Cuando me vio, se irguió y se aclaró la garganta. La mujer dejó el lápiz y me miró.

Parecía estar a principios de los cuarenta, tenía el cabello corto y ondulado y anchos hombros cuadrados. Vestía una blusa blanca de manga corta. Sus brazos eran morenos, carnosos, acabando en atrevidas uñas largas.

Gabriel le musitó algo.

Yo dije:

– Hola -y me acerqué.

Se puso en pie; mediría un metro ochenta o algo así, y era mayor de lo que sugería una primera impresión: a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta. La blusa blanca estaba embutida dentro de la cintura de una falda de lino marrón que le llegaba hasta las rodillas. Tenía pechos grandes, una cintura delgada, casi de avispa, que acentuaba el ancho de sus espaldas. Bajo el moreno de su piel había una capa de color rojo…, una sugerencia del mismo tono coral que cubría a su hijo con lo que parecía ser una perpetua quemadura del sol. Tenía una cara larga y placentera, mejorada por una cuidada aplicación de maquillaje, labios llenos y unos grandes y luminosos ojos ámbar. Su nariz era prominente, su mandíbula firme y hendida. Un rostro abierto, fuerte y curtido por el tiempo.

– Hola -dijo, sin calor-. ¿Qué puedo hacer por usted, caballero?

– Querría hablar de Sharon Ransom. Soy Alex Delaware.

El oír mi nombre la cambió.

– ¡Oh! -dijo, en una voz más débil.

– Ma -dijo Gabriel cogiéndola del brazo.

– No pasa nada, cariño. Vuelve a casa, y déjame hablar con este hombre.

– Ni hablar de eso, Ma. No lo conocemos.

– No pasa nada, Gabe.

Maaa.

– Gabriel, si yo te digo que no pasa nada, es que no pasa nada. Ahora, hazme el favor de regresar a casa y atender a tus tareas. Los viejos Spartans de la parte de atrás del campo de calabazas necesitan ser podados. Aún hay mucho maíz que descascarillar, y hay que atar los sarmientos de las calabazas.

Gruñó y me lanzó una mirada asesina.

– Anda ya, Gabe -le urgió ella.

Él quitó la mano del brazo de su madre, me lanzó otra mirada torcida, y luego sacó el llavero y se marchó, pisando muy fuerte.

– Gracias, cariño -le gritó ella, justo antes de que la puerta se cerrara tras de él.

Cuando se hubo ido, me dijo:

– La primavera pasada perdimos al señor Leidecker. Desde entonces, Gabe ha estado tratando de reemplazar a su Pa, y me temo que se ha vuelto sobreprotector.

– Es un buen hijo -dije.

– Maravilloso, pero sigue siendo un crío. Cuando la gente lo conoce, se sienten intimidados por su tamaño. No se dan cuenta de que sólo tiene dieciséis años. No he oído que su moto se pusiese en marcha. ¿La ha oído usted?

– No.

Caminó hasta una ventana y gritó hacia abajo:

– ¡Te he dicho que te vuelvas a casa Gabriel Leidecker! ¡Más te vale haber acabado con esos sarmientos para cuando yo llegue, o te acordarás, niño!

Llegaron sonidos de protesta desde abajo. Siguió en la ventana, con los brazos en jarras.

– ¡Es tan crío! -dijo con afecto-. Probablemente es culpa mía…, fui mucho más dura con sus hermanos.

– ¿Cuántos hijos tiene?

– Cinco. Cinco chicos. Todos casados e idos ya de casa, excepto Gabe. Probablemente deseo, de un modo subconsciente, mantenerlo inmaduro.

De repente, gritó por la ventana:

– ¡Largo ya! -e hizo un gesto como de alejar algo. El rugido de la Triumph se filtró hasta nosotros.

Cuando volvió el silencio, estrechó mi mano y me dijo:

– Soy Helen Leidecker. Perdóneme por no haberle saludado antes tal como se debe. Gabe no me dijo quién era usted, ni lo que buscaba. Sólo que había un entrometido de la ciudad, fisgando por casa de los Ransom y pidiendo hablar conmigo. -Señaló hacia los pupitres escolares-. Si no le importa usar uno de ésos, por favor tome asiento.

– Esto me trae recuerdos -dije, mientras me apretujaba en uno de los lugares de la primera fila.

– ¿Oh, sí? ¿Es que asistió a una escuela como ésta?

– Teníamos más de un aula, pero las instalaciones eran similares.

– ¿Y dónde fue eso, doctor Delaware?

Doctor Delaware. Yo no le había dicho que lo fuera.

– En Missouri.

– Del Medio Oeste -comentó-. Yo soy originaria de Nueva York. Si alguien me hubiera dicho que iba a acabar en un adormilado pueblecito como Willow Glen, me hubiera echado a reír.

– ¿De dónde de Nueva York?

– De Long Island. En los Hamptons; naturalmente, no en la parte cara. Mi gente estaba al servicio de los ricos vagos.

Volvió tras su escritorio y se sentó.

– Si tiene sed -me dijo-, en la parte de atrás hay un refrigerador lleno de bebidas, pero me temo que lo único que tenemos es leche, leche con cacao, o naranjada.

Sonrió, y de nuevo pareció joven.

– Lo he repetido tantas veces, que ya lo tengo grabado en la cabeza.

– No, gracias. He comido muy bien.

– Wendy es una cocinera maravillosa, ¿no le parece?

– Y también un sistema de alerta perfecto.

– Como ya le he dicho, doctor Delaware, éste es un pueblecito muy tranquilo. Y todo el mundo lo sabe todo acerca de los demás.

– ¿Eso incluye el conocerlo todo sobre Shirlee y Jasper Ransom?

– Especialmente eso. Ellos necesitan de un cariño especial.

– Sobre todo ahora.

Su rostro se derrumbó, como si de repente hubiesen pinchado un globo.

– ¡Oh, vaya! -exclamó y abrió un cajón de su escritorio. Tomando un pañuelo bordado, se secó los ojos. Cuando de nuevo los volvió hacia mí, la pena los había hecho aún más grandes. Luego dijo-: Ellos no leen la prensa. Apenas si pueden con un cuaderno de lectura elemental. ¿Y cómo voy a decírselo yo?

No tenía respuesta para eso. Estaba ya harto de buscar respuestas.

– ¿Tienen alguna otra familia?

Negó con la cabeza.

– Ella era todo lo que tenían. Y yo. Me he convertido en su madre. Y sé que soy yo quien va a tener que enfrentarse a este problema.

Se apretó el pañuelo contra una mejilla.

– Le ruego que me perdone -me pidió-. Estoy tan estremecida como el día en que leí lo que había pasado…, aquello fue un horror. No podía creérmelo. ¡Ella era tan hermosa, estaba tan viva!

– Sí que es cierto.

– En realidad, yo fui quien la crió. Y ahora ella ha desaparecido, se ha apagado. Como si jamás hubiera existido. ¡Una pérdida tan inútil, tan estúpida! El pensar en su muerte me hace enfadarme con ella… lo cual no es justo, porque era su vida. Ella jamás me pidió lo que yo le daba, jamás… ¡Oh, no sé!

Apartó la cara. Había empezado a corrérsele el maquillaje de las pestañas. Me recordaba una de las carrozas de un desfile, al día siguiente del mismo…

– Era su vida -acepté-. Pero dejó a un montón de gente llorándola.

– Esto es más que dolor -me dijo-. Yo ya he pasado por el llorar a alguien. Esto es peor: creía conocerla como a una hija, pero durante todos estos años debió de llevar dentro mucha tristeza. No tenía ni idea de ello: jamás lo expresó.

– De hecho, nadie lo sabía -le dije-. Realmente, jamás mostró cómo era.

Alzó las manos y luego las dejó caer como pesos muertos.

– ¿Qué pudo ser tan terrible como para que perdiese toda esperanza?

– No lo sé. Y por eso es por lo que estoy aquí, señora Leidecker.

– Llámame Helen.

– Y tú a mi Alex.

– Alex -pronunció-. Alex Delaware. ¡Qué extraño es conocerte después de tantos años! De algún modo, me parece como si ya te conociese. Ella me habló de ti…, de lo mucho que te amaba. Te consideraba como el único y verdadero amor de su vida, a pesar de que sabía que nunca podría funcionar, a causa de tu hermana. Y, a pesar de ello, te admiraba profundamente por el modo en que te dedicabas a Joan.

Debió haber leído el asombro de mi rostro como si fuera dolor y me lanzó una mirada cargada de simpatía.

– Joan -dije.

– La pobrecilla. ¿Qué tal está?

– Más o menos igual.

Asintió con la cabeza, tristemente.

– Sharon sabía que su condición nunca iba a mejorar. Pero, aunque tu dedicación a Joan implicaba el que nunca ibas a poder dedicarte totalmente a otra persona, te admiraba por ser tan buen hermano. Lo que es más: yo diría que eso intensificaba el amor que sentía por ti. Hablaba de ti como si fueras un santo. Pensaba que, hoy en día, es raro hallar ese tipo de fidelidad familiar.

– No soy lo que se dice un santo…

– Pero eres un buen hombre. Y sigue siendo verdad aquel viejo dicho acerca de lo difícil que es encontrar a uno. -En su rostro apareció una expresión de estar perdida en recuerdos-. El señor Leidecker era otro. Taciturno, un holandés tozudo… pero con un corazón de oro. También Gabe tiene algo de esa bondad; es un chico amable, y espero que el haber perdido a su padre no vaya a endurecerlo.

Se puso en pie, fue hasta uno de los pizarrones y lo limpió desganadamente, con un cepillo para el yeso. El esfuerzo pareció dejarla exhausta. Regresó a su silla, arregló unos papeles, y dijo:

– Éste ha sido un año de pérdidas. Pobres Shirlee y Jasper. Me da tanto pánico el decírselo. Todo es culpa mía: yo cambié sus vidas, y ahora el cambio les ha traído una tragedia.

– Ésa no es razón para culparse…

– Por favor -me dijo con voz suave-. Sé que no es nada racional, pero no puedo evitar sentirme del modo en que me siento. Si no me hubiera entrometido en sus vidas, las cosas hubieran sido muy distintas.

– Pero no necesariamente mejores.

– ¿Quién sabe? -dijo ella. Sus ojos se le habían llenado de lágrimas-. ¿Quién sabe?

Miró al reloj de la pared.

– He estado aquí encerrada toda la tarde, poniendo notas a estos ejercicios. Desde luego, me iría bien estirarme un poco.

– A mí también.

Mientras descendíamos por los escalones de la escuela, señalé al cartel de madera.

– El Rancho Blalock. ¿No estaban en negocios de barcos, o algo así?

– Acero y ferrocarriles. En realidad nunca fue un rancho. Allá en los años veinte, ellos se enfrentaban con el Southern Pacific, por las líneas de ferrocarril que iban a unir California con el resto del país. Hicieron estudios topográficos por San Bernardino y Riverside, buscando una ruta interior, y se compraron un buen pedazo de tierras en ambos condados…, incluso con pueblos enteros. Pagaron los precios máximos para sacarles la tierra de Willow Glen a los granjeros que habían estado cultivando manzanas en ella desde tiempos de la Guerra Civil. El resultado fue una gran extensión, que ellos denominaron rancho. Pero nunca plantaron o criaron nada en él, sólo se limitaron a alambrarlo y colocar guardianes. Y el ferrocarril jamás fue construido debido a la Depresión. Tras la Segunda Guerra Mundial, empezaron a vender algunas de las parcelas más pequeñas a particulares. Pero otras de las porciones, las mayores, fueron tragadas por otra gran empresa.

– ¿Qué empresa?

Ella se alisó el cabello.

– Una empresa de aviación, ésa que era propiedad del multimillonario loco, Belding. -Sonrió-. Y con esto, señor Delaware, acaba su lección de historia para hoy.

Entramos en el terreno de juego, pasamos por entre columpios y toboganes, y nos dirigimos hacia el bosque que cubría el pie de las montañas.

– ¿Aún tiene tierras por aquí la Magna?

– Muchas. Pero ellos no venden. Y no será que la gente no haya intentado comprarles. Y es precisamente esto lo que mantiene a Willow Glen convertido en un pueblucho sin futuro. La mayor parte de las viejas familias lo han dejado correr, vendiendo sus tierras a doctores y abogados ricachones, que usan los campos frutales para deducir impuestos, y dejan que se pierdan: las líneas de riego están obturadas, ni abonan ni podan. La mayor parte de ellos ni se molesta en hacer que recolecten la fruta. En algunos lugares, la tierra se ha vuelto tan dura como el cemento. Los pocos agricultores que siguen aquí se han vuelto desconfiados y suspicaces…, están convencidos de que todo forma parte de una conspiración para echarlo todo a perder, y que así la gente de la ciudad pueda comprar lo que queda a un precio regalado y edificar urbanizaciones o algo así.

– Eso es lo que me dijo Wendy.

– Su gente son de los últimos que llegaron, gente muy inocente. Pero no se puede dejar de admirarlos por lo duro que lo intentan.

– ¿Quién es el propietario de la tierra en la que viven Jasper y Shirlee?

– Ésa es tierra de la Magna.

– ¿Es cosa sabida?

– A mí me lo dijo el señor Leidecker, y él no era ningún chismoso.

– ¿Cómo es que se establecieron allí?

– Nadie lo sabe. Según el señor Leidecker, yo entonces aún no vivía aquí, un día aparecieron en la tienda del pueblo para comprar víveres, allá por 1956…, cuando aún había en el pueblo una tienda que vendía de todo un poco. Cuando la gente trató de hablarles, Jasper agitó las manos y gruñó, y ella lanzó risitas. Era obvio que eran retrasados mentales, niños que nunca iban a crecer. La teoría más aceptada es que se escaparon de alguna institución, que quizá se bajaron de un autobús, en alguna parte, luego no supieron volver a él, y acabaron aquí por accidente. La gente les ayuda cuando resulta necesario, pero en general nadie les presta demasiada atención. Y ellos no le hacen daño a nadie.

– Pues sí que hay alguien que les presta atención -dije-. Y les manda quinientos dólares al mes.

Ella me lanzó una mirada, como la del niño atrapado con la mano en la lata de las galletas.

– ¿Decías…?

– Vi su libreta de ahorros. Estaba encima de la cómoda.

– ¿Encima de la cómoda? ¿Qué es lo que voy a hacer con esos dos? ¡Pues no les he dicho veces que guarden oculta esa libreta, o que me dejen guardársela a mí! Pero supongo que, para ellos, es una especie de símbolo de seguridad, y no quieren separarse de ella. Y pueden ponerse muy tozudos cuando lo desean, especialmente Jasper. ¿No reparaste en las ventanas de sus chabolas, tapadas con papel encerado? Después de tantos años, él se niega a dejar que le instalen cristales en las ventanas. La pobre Shirlee se congela en invierno. Gabe y yo tenemos que llevarles montones de mantas y, a finales de la estación, están enmohecidas sin remedio. Pero el frío no parece afectarle a Jasper. Al pobrecillo hay que decirle que se resguarde cuando llueve, a él no se le ocurre.

Agitó la cabeza.

– Encima de la cómoda. No es que nadie de por aquí les vaya a hacer daño, pero ése es mucho dinero para irlo mostrando. Especialmente siendo dos pobrecillos indefensos.

– ¿Quién se lo manda? -pregunté.

– Nunca he podido descubrirlo. Llega, con la precisión de un cronómetro, el primero de cada mes. Mandado por correo desde la Central de Los Ángeles. Un sobre en blanco, con la dirección del destinatario escrita a máquina y sin remitente. Shirlee no tiene una noción clara del tiempo, así que no puede decirme desde cuánto hace que lo recibe, sólo que es desde hace mucho. Había un hombre, Ernest Halverson, que acostumbraba a repartir el correo hasta que se retiró en 1964. Y creía recordar que esos sobres ya llegaban desde 1956 o 1957, pero para cuando hablé con él ya había tenido un par de ataques al corazón, y su memoria no era perfecta. Y todos los otros viejos murieron ya hace tiempo.

– ¿Siempre fueron quinientos?

– No. Al principio eran trescientos, luego cuatrocientos. Subieron a quinientos después de que Sharon se fuera a estudiar.

– Un benefactor concienzudo -dije-. Pero, ¿cómo pudo esperar alguien que ellos manejasen esa clase de dinero?

– No podían hacerlo: estaban viviendo como animales, hasta que empezamos a cuidarnos de ellos. Llegaban al pueblo cada par de semanas, con dos o tres billetes de a veinte, tratando de comprar víveres, sin ni idea de cómo cambiar los billetes, ni de lo que valían las cosas. Pero aquí la gente es honesta: jamás se aprovechó nadie de ellos.

– ¿Y nadie tuvo curiosidad por saber de dónde salía el dinero?

– Seguro que sí, Alex. Pero la gente de Willow Glen no fisgonea. Y nadie se dio cuenta de la cantidad de dinero que tenían guardado. No hasta que lo descubrió Sharon…, miles de dólares amontonados bajo el colchón, o simplemente metidos en un cajón. Jasper había usado algunos de los billetes para sus proyectos de arte: dibujando bigotes en las caras, haciendo aviones de papel con ellos.

– ¿Qué edad tenía Sharon cuando hizo ese descubrimiento?

– Casi siete años. Era en 1960. Recuerdo el año, porque tuvimos unas lluvias de invierno desacostumbradamente fuertes. Esas chabolas fueron construidas originariamente como almacenes, con sólo una pequeña base de cemento por debajo, y yo sabía que les debía de haber afectado de mala manera, así que allá fuimos… el señor Leidecker y yo. Desde luego, era terrible. Su parcela estaba medio inundada, convertida en un barrizal, con la tierra escurriéndose como si fuera chocolate deshecho. El agua había perforado el papel encerado, y estaba entrando a trombas. Shirlee y Jasper se hallaban dentro, metidos en el barro hasta las rodillas, aterrados y absolutamente inermes. No vi a Sharon, así que me puse a buscarla, y la hallé en su chabola, de pie sobre su cama y envuelta en una manta, temblando y gritando algo acerca de una sopa verde. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. La tomé en brazos para calentarla, pero ella siguió gritando acerca de la sopa.

»Cuando salimos fuera, el señor Leidecker estaba señalando, con los ojos desorbitados, a unos pedazos de papel verde que estaban pegados en el barro o flotando con el agua que corría. Dinero, montones de dinero. Al principio yo creía que era de ese falso, de alguno de los juegos que le había regalado a Sharon; pero no, era real. Entre el señor Leidecker y yo logramos salvar la mayor parte de los billetes: luego los colgamos sobre nuestra chimenea para secarlos, y los metimos en una caja de cigarros, para tenerlos guardados. Lo primero que hice, cuando hubieron acabado las lluvias, fue llevarme a Shirlee y Jasper en el coche a Yucaipa, y abrirles una cuenta en el banco. Yo lo firmo todo, saco un poco para los gastos, y me aseguro de que ahorren el resto. He conseguido enseñarles un poco de matemáticas elementales, para que sepan cómo pagar, cómo contar el cambio. Cuando logras enseñarles algo, normalmente ya no lo olvidan. Pero jamás lograrán entender lo que realmente tienen… que es una suma bastante apañadita. Y eso, junto con Medi-Cal y la Seguridad Social, debería permitirles a ambos vivir confortablemente durante el resto de sus existencias.

– ¿Qué edad tienen?

– No tengo ni idea, porque ellos tampoco lo saben. No tienen papeles, ni siquiera sabían cuándo eran sus cumpleaños. Tampoco el gobierno había oído jamás hablar de ellos. Cuando solicitamos para ellos la Seguridad Social y el Medi-Cal, estimamos su edad y les dimos unas fechas de nacimiento inventadas.

La Señora Navidad y el Señor Año Nuevo.

– Les pediste esa cobertura cuando Sharon se marchó a la Academia, ¿no?

– Sí, quería tenerlo todo cubierto.

– ¿Y cómo decidiste la fecha del cumpleaños de Sharon?

– Ella y yo la decidimos, cuando tenía diez años. -Sonrió-. El 4 de julio, día de la Independencia…, y también de la de Sharon. Yo le puse el año: 1953. Ya tenía una buena aproximación a su edad, gracias al doctor al que la llevé: por la formación de los huesos, de los dientes, por el peso y la altura. Tenía entre cuatro y cinco años cuando la llevé al médico.

Ella y yo habíamos celebrado un cumpleaños diferente: el 15 de mayo. El 15 de mayo de 1975. Una mentira más, para una noche con cena, baile y sexo. Una ficción más. Me pregunté qué simbolizaría aquella fecha.

– ¿Alguna posibilidad de que fuese su hija biológica? -pregunté.

– Es muy poco probable. El doctor los examinó a todos y dijo que, casi con toda seguridad, Shirlee era estéril. Así que eso deja abierto el misterio de dónde salió ella, ¿no? Bueno, durante un tiempo viví con la pesadilla de pensar que era el bebé secuestrado de alguien. Así que fui a San Bernardino y comprobé seis años de papeleo de todo el país, y hallé un par de casos que podrían coincidir, pero cuando los seguí, me enteré que en ambos casos el bebé había sido asesinado. De modo que sus orígenes permanecen entre tinieblas. Y cuando uno se lo pregunta a Shirlee, se limita a reír y decir que Sharon se la regalaron.

– A mí me dijo que era un secreto.

– Ése es un juego de los que le gustan a ella…, los secretos. Realmente, son como niños.

– ¿Y cuál es la teoría más aceptada acerca de cómo se hicieron con ella?

– Realmente no hay ninguna. Ten en cuenta de que el doctor no estaba absolutamente seguro de que Shirlee no pudiese concebir… «muy poco probable» es frase de él. Así que supongo que todo es posible. Aunque la noción de que dos pobrecillos como ellos produjesen algo tan exquisito es… -se le cortó la voz-. No, Alex, no tengo ni idea.

– Sharon debe de haber sentido curiosidad acerca de sus raíces.

– Es algo comprensible, ¿no? Pero, realmente, nunca pasó por una etapa de búsqueda de su identidad. Ni siquiera durante su adolescencia. Ella sabía que era diferente de Shirlee y Jasper, pero los amaba, y aceptaba las cosas tal como eran. El único conflicto que vi fue el verano antes de que se fuese a la Academia. Fue algo realmente duro para ella: estaba excitada y asustada, y se sentía tremendamente culpable por abandonarlos. Sabía que estaba dando un paso tremendo, y que las cosas ya nunca volverían a ser iguales.

Se detuvo, se inclinó, tomó del suelo una hoja de arce y la hizo girar entre sus dedos. El cielo que se veía entre los árboles estaba oscureciéndose. No intimidadas por las luces de la ciudad, las estrellas estaban quemando agujeros brillantes en la negrura.

– ¿Cuándo es la última vez que vino Sharon de visita por aquí? -le pregunté.

– Hace mucho tiempo -me contestó, haciéndolo sonar como una confesión-. Una vez que rompió con esto, le resultó muy doloroso regresar. Puede que eso suene a egoísta, pero su situación era única.

Seguimos caminando. Las ventanas del aula brillaban a través de la oscuridad: rectángulos de color mantequilla. No habíamos ido lejos: habíamos andado en círculos.

– Su última visita -dijo-, fue en 1974. Acababa justamente de graduarse en la Academia, y se iba a trasladar a L. A. Di una pequeña fiesta en su honor, en mi casa. El señor Leidecker y los chicos llevaban camisas blancas almidonadas y corbatas a juego, y les compré a Shirlee y Jasper ropas nuevas. Sharon llegó, y tenía un aspecto encantador; estaba guapísima. Nos trajo regalos a todos, incluido un juego de damas, hecho a mano en madera, para Shirlee y una lata metálica llena de lápices de colores, fabricados en Inglaterra, para Jasper. También les dio una foto de su graduación: con birrete y manto, y diploma de honor.

– No vi eso en la chabola.

– No, de algún modo lograron perderla, como el dinero. Nunca supieron lo que tenían, y siguen sin saberlo. Uno puede entender el motivo por el que Sharon no tenía un lugar aquí…, es todo un milagro que sobreviviese, hasta que yo la hallé.

– Shirlee me enseñó una carta. ¿Escribía muy a menudo?

– No de un modo regular, ¿para qué iba a hacerlo? Ellos apenas si saben leer. Pero los llamaba por teléfono habitualmente, para ver qué tal les iba. Realmente se preocupaba por ellos.

Lanzó la hoja al aire.

– ¡Fue tan duro para ella…! Eso tienes que entenderlo. Realmente le dolió el tener que dejarlos: su sensación de culpa era casi insoportable. Pero yo le dije que estaba haciendo lo que debía hacer. ¿Cuál era la alternativa? ¿El verse obligada a ser su cuidadora, de por vida? -Se interrumpió-. ¡Oh, lo siento! No me he fijado en lo que decía.

Por un momento me desconcertó su azaramiento.

– ¿Estás pensando en Joan? -se me ocurrió de repente.

– Creo que tu devoción por ella es maravillosa.

Me encogí de hombros. El doctor Noble.

– Estoy contento con mi elección.

– Sí. Sharon me dijo que lo estabas. Y ése es precisamente el punto que yo quiero dejar claro: ella tenía que tomar sus propias decisiones. No podía dejarse atrapar por alguna extraña treta del destino.

– ¿Cuándo te habló de Joan?

– Unos seis meses después de la fiesta de su graduación en la Academia, en su primer año de estudios de graduada. Me llamó para preguntarme por Shirlee y Jasper, pero parecía perturbada. Podía darme cuenta de que tenía otra cosa en su mente. Le pregunté si quería que nos viésemos y, para mi sorpresa, me dijo que sí. Quedamos para comer en Redlands. Parecía toda una profesional, perfectamente en su sitio, madura. Pero triste. Le pregunté el motivo y me dijo que había conocido al hombre de sus sueños, y pasó largo rato describiendo tus virtudes. Yo le dije que sonaba como si hubiese hallado al hombre perfecto, así que… ¿a qué venía aquella cara tan larga? Y entonces me habló de Joan, de cómo nunca podría funcionar, a causa de ella.

– ¿Te contó el origen de los problemas de Joan?

– ¿Lo de que se ahogó? ¡Oh, sí… qué terrible! ¡Y tú, sólo un niño, viéndolo!

Tocó mi brazo en un gesto de aliento.

– Ella lo entendió, Alex. No estaba ni amargada ni irritada.

– ¿Eso era todo lo que la preocupaba?

– Eso es de lo único que me habló.

– ¿Y cuándo la volviste a ver?

Se mordió el labio:

– Nunca. Ésa fue la última vez. Siguió llamando por teléfono, pero cada vez con menos frecuencia. Medio año más tarde, cesaron las llamadas. Pero recibíamos postales para Navidad, y paquetes de «La fruta del mes». -Logró una débil sonrisa-. De todas clases, excepto manzanas.

Varios metros más tarde añadió:

– Lo entendí. Aunque yo la había ayudado a abandonar su vieja vida, aún formaba parte de ella. Necesitaba romper por completo con el pasado. Años más tarde, cuando consiguió doctorarse, me mandó una invitación para la ceremonia de entrega del diploma. Ya había llegado a la cúspide, y se sentía lo bastante segura como para poder volver a conectar con el ayer.

– ¿Fuiste?

– No, me llegó tarde…, el día después de la ceremonia. Un despiste de Correos. Pasa muchas veces en las rutas de reparto rurales.

Ningún error de reparto había impedido los pagos mensuales en efectivo a los Ransom. No dije nada.

– Durante todos estos años -prosiguió-, creí haberla entendido. Ahora me doy cuenta de que me engañaba a mí misma. Apenas si la conocía.

Caminamos hacia las ventanas color amarillo.

– ¿Cómo y cuándo conociste a Sharon? -pregunté.

– Fue por mi habitual carácter entrometido, de persona que siempre trata de hacer el bien. Ocurrió poco después de mi matrimonio, al poco tiempo de que el señor Leidecker me trajera aquí, en 1957.

Agitó la cabeza, y suspiró:

– Treinta años ya. -Luego no dijo más.

– Trasladarte de la gran ciudad a Willow Glen debió de ser un golpe bastante fuerte para ti -comenté.

– ¡Oh, lo fue! Después de acabar en la Academia logré un puesto de maestra en una escuela privada en el Upper East Side de Manhattan…, con los hijos de los ricos. Por las noches trabajaba voluntariamente en los programas de enseñanza de los militares. Ahí es donde conocí al señor Leidecker. Él estaba en el ejército, cursando estudios en el City College, por cortesía del Tío Sam. Me lo encontré una noche en el vestíbulo, parecía absolutamente fuera de lugar. Nos pusimos a conversar. Él era muy guapo, muy dulce… ¡tan diferente a esos tipos que se creían listos y no tenían carácter alguno, con que me había estado encontrando en la ciudad! Cuando me habló de Willow Glen, hizo que pareciera un auténtico paraíso. Amaba esta tierra…, sus raíces eran aquí muy profundas. Su familia llegó de Pennsylvania durante la Fiebre del Oro… pero sólo llegaron hasta Willow Glen y se quedaron con las doradas manzanas, en lugar de con las doradas pepitas, eso es lo que él acostumbraba a decir. Dos meses después estaba casada y era maestra en una escuela de una sola aula.

Llegamos al edificio de piedra. Ella miró al cielo.

– Mi marido era un hombre taciturno, pero sabía cómo contar una historia. Tocaba la guitarra maravillosamente y cantaba como los ángeles. Tuvimos una buena vida juntos.

– Parece maravilloso -dije.

– ¡Oh, lo era… aprendí a amar este lugar! La gente de aquí es sólida y decente; los niños son tan inocentes que casi te entran ganas de llorar. Y lo eran mucho más, antes de que nos llegase la televisión por cable. Pero una siempre cambia unas cosas por otras… Hubo un tiempo en que me creí una intelectual; no es que lo fuera, pero me gustaba ir a recitales de poesía en Greenwich Village, visitar galerías de arte, escuchar los conciertos que daban las bandas en Central Park. Me encantaba todo el mundillo cultural de la ciudad. Entonces, Nueva York era un lugar encantador. Más limpio, más seguro. Y parecía que las ideas brotaban de las aceras.

Estábamos al pie de las escaleras de la escuela. La luz de arriba se derramaba por sobre su rostro, encendía llamas en sus ojos. Su cadera rozó con la mía. Se apartó con rapidez y se ahuecó el cabello.

– Willow Glen es un desierto cultural -me dijo, subiendo por las escaleras-. Pertenezco a cuatro Clubs del Libro, estoy suscrita a veinte revistas mensuales, pero créeme, esto no es suficiente para substituir aquello. Al principio, hacía que el señor Leidecker me llevase en coche a L. A. para oír a la Filarmónica, y a San Diego para el Festival de Shakespeare en el Old Globe. Y lo hacía sin quejarse, siendo un alma bendita como era, pero yo sabía que era algo que él detestaba…, jamás lograba mantenerse despierto durante todo el rato. Y, al cabo, dejé de obligarle a soportarlo. La única obra de teatro que he visto en los últimos años es la que yo escribo, la función que hacen los niños para Navidad: «Paz en la Tierra a los Hombres de buena voluntad», acompañada por mi desafinado piano.

Se echó a reír.

– Al menos, los niños disfrutan con eso… por aquí, no son demasiado sofisticados. En sus casas les ponen el énfasis en que hay que ganarse la vida. Sharon era diferente: ella tenía una mente muy voraz, le encantaba aprender.

– Asombroso -dije-, considerando su vida familiar.

– Sí, realmente asombroso. Sobre todo cuando uno considera el estado en que se hallaba, cuando la vi por primera vez. La forma en que floreció fue como un milagro. Me siento privilegiada, al haber podido contribuir a ello. A pesar de cómo acabó todo…

Se tragó unas lágrimas, empujó la puerta y caminó rápidamente hacia su escritorio. Me quedé mirándola, mientras recogía la mesa.

– ¿Cómo la conociste? -volví a preguntarle.

– Justo poco después de llegar aquí, empecé a oír a mis alumnos hablar de una familia de «tontos», así es como les llamaban ellos, que vivían detrás de la vieja prensa de manzanas abandonada. Dos mayores y una niñita que correteaba desnuda y charloteaba como un chimpancé. Al principio pensé que sólo era uno de esos cuentos de patio de escuela, el tipo de historia que les encanta inventarse a los niños. Pero, cuando se lo mencioné al señor Leidecker, me dijo: «Seguro. Se trata de Shirlee y Jasper Ransom. Son débiles mentales, pero inofensivos». Y se encogió de hombros, era la vieja historia del «tonto del pueblo».

»¿Y qué hay de la niña? -pregunté-. ¿También es débil mental? ¿Por qué no la han matriculado en la escuela? ¿La han vacunado? ¿Se ha molestado alguien en realizarle un examen médico adecuado y en asegurarse de que recibe la nutrición apropiada?

»Esto le hizo pararse a pensar, y poner cara de preocupación. "¿Sabes, Helen? Jamás pensé en eso", me contestó, y lo decía avergonzado, ésa es la clase de hombre que era.

»A la tarde siguiente, después de la escuela, seguí la carretera, hallé la prensa, y me puse a buscarlos. Era justo como lo habían descrito los niños, como una chabola de los esclavos en una plantación de las de antes de la Guerra Civil. Esas patéticas edificaciones… y ahora están mucho mejor de lo que estaban antes de que las arreglásemos: no había ni agua, ni luz, ni gas… sólo una bomba en el exterior, que daba un agua con quién sabe cuántos microorganismos. Y, antes de que les regaláramos esos árboles, sólo tenían un terreno seco y polvoriento. Y Shirlee y Jasper estaban allí de pie, sonriendo, siguiéndome por todas partes, pero sin protestar en lo más mínimo cuando entré en sus chabolas. Dentro, tuve mi primera sorpresa: había esperado un caos, pero me encontré con que todo estaba muy limpio, bien conservado… las ropas perfectamente dobladas, la cama hecha a la perfección. Y ambos era muy concienzudos respecto a su higiene, a pesar de que tenían un poco descuidados sus dientes.

– Estaban bien entrenados -dije.

– Sí. Como si alguien les hubiera inculcado lo más básico…, lo que apoya la teoría de que se escapasen de una institución. Desafortunadamente su entrenamiento no abarcaba el cuidado de niños. Sharon estaba sucia, con ese precioso cabello negro suyo tan sucio, que parecía marrón; todo él enmarañado, y con semillas de esas que se agarran. La primera vez que la vi estaba en lo alto de uno de los sauces, a horcajadas en una rama, desnuda como un recién nacido; y con algo brillante en una mano. Mirando hacia abajo con esos grandes ojos azules suyos. Desde luego, con aspecto de chimpancé. Le pedí a Shirlee que la hiciese bajar. La llamó…

– ¿La llamó por su nombre?

– Sí: Sharon. Eso no tuvimos que improvisarlo. Shirlee siguió llamándola, suplicándole que bajase, pero Sharon la ignoró. Estaba claro que allí no había autoridad paterna alguna, que no podían controlarla. Finalmente, hice ver que no me importaba y ella bajó, manteniendo las distancias y mirándome. Pero no estaba asustada. Por el contrario, parecía feliz de ver una cara nueva. Y entonces, hizo algo que me cogió realmente por sorpresa: la cosa brillante que había estado sosteniendo en la mano era un bote abierto de mayonesa. Metió la mano dentro, agarró un pegote de salsa y comenzó a comérsela. Las moscas la olieron y comenzaron a pasearse por encima de ella. Le quité el bote. Ella chilló, pero no demasiado fuerte; ansiaba que alguien la hiciera ser disciplinada. Coloqué el brazo en derredor de ella. Eso pareció gustarle. Pero hedía de mala manera, parecía una de esas niñas salvajes que salen en los cuentos, de las que ha criado un animal. Y, sin embargo, también era una niña preciosa… ¡esa cara, esos ojos!

»La senté en un tocón, alcé el bote de mayonesa y dije: "Esto se come con jamón cocido o atún. No sola". Shirlee me estaba escuchando. Comenzó a lanzar una de sus risitas. Sharon le siguió la corriente y también se rió, mientras se pasaba las manos por su grasiento cabello. Luego me dijo: "A mí me gusta sola". Tan claro como el tañido de una campana. Esto me sobresaltó, pues había supuesto que ella también era una retrasada, y que no hablaba o apenas. La miré atentamente y vi algo en ella…, una rapidez en sus ojos, el modo en que respondía a mis movimientos…, que me indicaba que tenía algo bajo la azotea. También coordinaba muy bien. Cuando le comenté lo buena escaladora que era, me hizo toda una demostración: se subió al árbol como un mono, hizo volteretas y se puso cabeza abajo. Shirlee y Jasper la miraron hacerlo y aplaudieron. Para ellos era un juguete.

»Les pregunté si me la podía llevar unas horas. Aceptaron sin dudarlo, a pesar de que no me conocían de nada. No había entre ellos el nexo entre padres e hija, a pesar de que estaban claramente encantados con ella, y de que la besaron y abrazaron muchas veces, antes de que nos marchásemos.

– ¿Cómo reaccionó Sharon al que se la llevasen?

– No estaba contenta, pero no se peleó para impedirlo. Especialmente, no le gustó cuando traté de cubrirla con una manta. Y lo curioso es que, cuando se acostumbró a la ropa, ya nunca le gustó quitársela…, como si el estar desnuda le recordase el modo en que había vivido antes.

– Seguro que sí -dije, y pensé en cuando hacíamos el amor en el asiento trasero de mi coche.

– En realidad llegó a convertirse en un auténtico figurín de alta costura… acostumbraba a empaparse con las revistas de moda y recortar los modelos que le gustaban. Y nunca le gustaron los pantalones, sólo los vestidos.

Vestidos de los años cincuenta.

– ¿Cómo te fue la primera vez que la llevaste a tu casa?

– Me permitió tomarla de la mano, y subió al coche como si ya lo hubiera hecho antes. Durante el viaje traté de hablar con ella, pero se limitó a mirar por la ventanilla, sin abrir boca. Cuando llegamos a mi casa, bajó, se puso en cuclillas, y defecó en el mismo camino para coches. Cuando lancé un grito de sorpresa, ella pareció realmente desconcertada, como si el hacer ese tipo de cosas fuese absolutamente normal. Resultaba obvio que nadie le decía lo que se puede y lo que no se puede hacer. La metí dentro de casa, le senté en el lavabo y la lavé bien, y le cepillé el cabello, para quitarle todo aquel enmarañamiento; en ese punto, sí que empezó a lanzar auténticos alaridos. Luego, la vestí con una de las viejas camisas del señor Leidecker, la senté a la mesa, y le di una cena como Dios manda. Comió como un leñador. Al acabar, se levantó de la silla y ya iba a ponerse en cuclillas otra vez. La llevé en volandas al baño, y le enseñé cómo se hacía. Eso fue el principio. Sé que le importaba hacerlo bien.

– Pero, ¿hablaba con fluidez?

– Era una cosa extraña, desigual. A veces, le salían frases enteras, y luego se encontraba con problemas hasta para describir algo de lo más simple. Tenía tremendos agujeros en su conocimiento del mundo. Y cuando se sentía frustrada, comenzaba a gruñir y señalar con el dedo, como Jasper. Y no eran señales de ningún idioma de gestos: yo conozco el idioma de los sordomudos, y ni ella ni Jasper lo conocían, a pesar que luego logré enseñarle a él un poquito. Jasper tiene su propio lenguaje primitivo… cuando se molesta en comunicarse de algún modo. Ése es el medio ambiente en el que ella vivía, cuando la hallé.

– Desde eso a un doctorado -musité.

– Ya te he dicho que fue todo un milagro. Aprendió de un modo asombrosamente rápido: cuatro meses de trabajo intenso para lograr que se pusiera a hablar de un modo adecuado, otros tres para enseñarla a leer. Estaba preparada para aprender, era como un vaso que aguarda ser llenado. Cuanto más tiempo pasaba con ella, más claro tenía que no sólo no era retardada, sino que era brillante. Muy brillante.

Y que ya había sido educada. Por alguien que le había enseñado a subir en los coches, que le había enseñado frases enteras… y luego hecho agujeros en su conocimiento del mundo.

Helen había dejado de hablar, tenía la mano ante la boca y estaba respirando trabajosamente.

– Todo para nada -dijo.

Miró al reloj de la pared.

– Lo siento, pero ya tengo que irme. Al venir me trajo Gabe. Me compró un casco con su propio dinero… ¿cómo podría negarme a que me lleve en su moto? Y el pobrecillo debe de estar nerviosísimo, creyéndose yo qué sé.

– Me encantará acompañarte a casa en mi coche.

Dudó, y luego dijo:

– De acuerdo. Dame un par de minutos para cerrar.

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