El viernes por la mañana reservé una plaza en un vuelo del sábado para San Luis, en la Sky West. A las nueve de la mañana me llamó Larry Daschoff, para decirme que había localizado una copia de la película porno.
– Me equivocaba. La hizo el mismo Kruse; debió de ser por algún tipo de compulsión privada. Si aún quieres verla, tengo una hora y media entre pacientes -me dijo-. Del mediodía a la una treinta. Reúnete conmigo en este lugar, y tendremos una sesión de cine matinal.
Me recitó una dirección de Beverly Hills. Era la hora de desenterrar a los antiguos cadáveres. Me sentía inquieto, sucio.
– ¿D?
– Nos veremos allí.
La dirección era en North Crescent Drive, en los Beverly Hills Flats…, la pradera de lujo que se extendía desde el Santa Mónica Boulevard hasta Sunset, y desde el oeste de Doheny al Beverly Hilton Hotel. Las casas que hay en los Flats van desde casitas de dos dormitorios, que no destacarían en un barrio de viviendas para obreros, hasta mansiones lo bastante grandes como para dar cabida al ego de un político. Y las casitas las venden a millón y medio.
Lo que en otro tiempo fue un tranquilo barrio acomodado para doctores, dentistas y gentes del mundo del espectáculo, se ha convertido ahora en un almacén de los nuevos, muy nuevos ricos; de un dinero ostentoso, llegado del extranjero y de cuestionable origen. Y todo ese dinero ha traído consigo una manía por construir monumentos, que no es moderada ni por la tradición ni por el buen gusto, de modo que, cuando entré en coche por Crescent, me pareció que la mitad de los edificios estaban en diversos estadios de construcción. Y los productos finales hubieran enorgullecido a una Disneylandia: un castillo almenado de piedras grises, sin foso, pero con pista de tenis; una mini-mezquita de estilo pseudoárabe; un pastel de trufa, mezcla de estilo italiano y holandés; una casa encantada surgida de un comic de terror; una fantasía postmoderna de forma libre…
La ranchera de Larry estaba aparcada frente a una pseudocasa de pueblo pseudofrancés, estilo pseudorregencia, color verde guisante, con detalles de hotel de la cadena Ramada Inn: paredes estucadas con pintas fluorescentes, múltiples buhardillas, marquesinas a rayas blancas y verdes, ventanas con persianas, adornos color oliva. El césped estaba formado por dos cuadrados de hiedra, partidos por un sendero de cemento. De la hiedra surgían estatuas de yeso blanco: querubines desnudos, la ciega Justicia en agonía, una copia de la Pietà, una carpa saltando. En el aparcamiento había una flotilla de coches: un Thunderbird rosa vivo del 57, dos Rolls-Royce Silver Shadow, uno en plata otro en oro, y un Lincoln Town Car marrón con un techo en vinilo rojo y el logotipo de un famoso diseñador en uno de sus cristales ahumados.
Aparqué. Larry me hizo un gesto y salió del Chevy. Me vio mirando a la casa y dijo:
– Bastante rebuscado, ¿no?
– ¿Quién es esa gente?
– Son los Fontaine, Gordon y Chantal. Hicieron su dinero con los muebles para jardín allá en el Medio Oeste…, esas cosas de tubo de aluminio y tela plástica. Vendieron su negocio por una fortuna, hace varios años, se vinieron a Beverly Hills, y se jubilaron. Dan mucha pasta a la caridad, distribuyen pavos gratis entre los pobres del Skid Row para la fiesta de Acción de Gracias; son el prototipo de los abuelos bondadosos…, que es lo que son. Pero les encanta la porno. Los muy jodidos casi la veneran. Ellos son los donantes particulares de los que te hablé, los que dieron los fondos para la investigación de Kruse.
– Una buena gente, sencillita, ¿no?
– Realmente lo son, D. No están metidos en el sadomasoquismo o en cosas con niños. Sólo en el buen sexo tradicional, en celuloide… Ellos afirman que eso ha rejuvenecido su matrimonio, y pueden llegar a ponerse auténticamente evangélicos cuando hablan del tema. Cuando Kruse estaba montando su investigación, oyó hablar de ellos y les dio un sablazo para obtener fondos. Y ellos se sintieron tan felices de que, por fin, alguien fuese a educar al mundo acerca de los beneficios terapéuticos del erotismo, que soltaron la pasta sin poner ningún problema; le debieron de llegar a dar un par de cientos de los grandes. Así que ya puedes imaginarte cómo se sintieron cuando él cambió de acera y se pasó al grupo de los pro-censura. Y aún siguen quemados con él. Cuando les llamé, Gordon me recordaba como el asistente de investigación de Kruse, y me hizo saber que, en lo que a ellos respecta, Kruse no es más que la mierda más grande de este mundo. Quiero decir que fue algo catártico para él. Cuando se detuvo para respirar, le dejé bien claro que yo tampoco soy un gran fan de Kruse, y le expliqué lo que buscábamos. Se calmó y me dijo que desde luego, que viniésemos. Creo que la idea de ayudarnos le emocionó mucho. Como ocurre con todos los fanáticos, le encanta practicar el exhibicionismo.
– ¿Y qué razón le diste para querer ver la película?
– Que la estrella había muerto, que éramos viejos amigos de ella y que deseábamos recordarla por todo lo que había hecho. Habían leído lo del suicidio en el periódico, y pensaron que iba a ser un velatorio muy adecuado.
Me volvió la sucia sensación de ser un mirón.
Larry me leyó el rostro y me dijo:
– ¿Escalofríos?
– Me parece como si fuera… un ladrón de cadáveres.
– Desde luego que sí, es pura necrofilia…, como lo son los entierros. Si quieres que lo dejemos, sólo tengo que entrar ahí y decírselo.
– No -dije-. Hagámoslo.
– Trata de no poner cara de sentirte tan torturado -me dijo-. Uno de los motivos por el que nos reciben, es porque les dije que tú sentías simpatías por su hobby.
Crucé los ojos, puse cara de lujuria, y jadeé sonoramente.
– ¿Qué tal esto?
– Te mereces un Oscar.
Llegamos a la puerta delantera, una hoja sólida de madera, pintada verde oliva brillante.
– Tras la puerta verde -dijo Larry-. Muy sutil.
– ¿Estás seguro de que tienen la película?
– Gordon me lo aseguró. Y también me dijo que tenía otra cosa que posiblemente nos interesase.
Llamó al timbre, que sonó con los primeros compases del «Bolero» y se abrió la puerta. Una criada filipina, de blanco uniforme, se hallaba en el hueco: era pequeña, de unos treinta años, con gafas y el cabello recogido en un moño.
– ¿Sí?
– El doctor Daschoff y el doctor Delaware vienen a ver a los señores Fontaine.
– Sí -aceptó la criada-. Pasen.
Entramos en un vestíbulo de dos pisos de alto, con un mural pastoral: cielos azules, verde hierba, corderos peludos, balas de pienso, un pastor tocando la flauta de Pan a la sombra de un ancho sicomoro.
Frente a ese paraíso pastoral, una mujer estaba sentada desnuda en una silla de lona: gorda, de mediana edad, canosa, de piernas muy gruesas. Tenía un lápiz en una mano y un cuaderno de crucigramas en la otra, y no dio muestras de habernos visto entrar.
La criada nos vio mirándola y golpeó con los nudillos en la canosa cabeza.
Hueca.
Una escultura.
– Un Lombardo original -nos dijo-. Muy caro. Como eso.
Indicó hacia arriba con el índice. Del techo colgaba lo que parecía ser un móvil de Calder. En su derredor habían colgado luces de árbol de Navidad… un candelabro a lo hágaselo-usted-mismo.
– Montones de dinero -dijo la criada.
Directamente frente a nosotros había una escalera con una alfombra color esmeralda, que hacía espiral hacia la izquierda. El espacio que había bajo las escaleras terminaba en un alto biombo chino. Las otras habitaciones también estaban cerradas por biombos.
– Vengan -nos dijo la criada. Se volvió. Su uniforme no tenía espalda y sí un corte de escote muy bajo por detrás tanto, que le llegaba más allá del inicio de la división de los glúteos. Se veían montones de piel morena desnuda. Larry y yo nos miramos el uno al otro. Él se encogió de hombros.
La criada corrió una parte del biombo chino, y nos llevó unos metros más allá, hasta otro biombo. Su caminar se hizo cimbreante y la seguimos hasta mitad del pasillo, a una puerta de metal verde. En la misma había una cerradura normal y otra electrónica. Se tapó una mano con la otra y marcó un código de cinco cifras en la electrónica, insertó una llave en la normal, la giró, y la puerta se deslizó, abriéndose. Entramos en un pequeño ascensor, con paredes acolchadas y tapizadas con brocado dorado en el que estaban incrustadas miniaturas en marfil: escenas del Kama Sutra. Apretó un botón, y descendimos. Los tres estábamos hombro contra hombro. La criada olía a talco de bebé. Y parecía aburrida.
Salimos a una pequeña y oscura antecámara y la seguimos a través de unas puertas dobles, correderas, a la japonesa.
Al otro lado había una enorme habitación de altas paredes y sin ventanas… al menos de trescientos metros cuadrados, y tapizada en madera lacada en negro; silenciosa, fresca y apenas iluminada.
A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir detalles: librerías cerradas con rejillas de latón, mesas de lectura, ficheros, vitrinas, y escaleras de biblioteca para alcanzar los estantes altos, todo ello con el mismo acabado en ébano. Por encima de nosotros, un techo plano de corcho negro. Abajo, suelos enmoquetados en negro. La única luz provenía de unas lámparas de lectura, con pantallas de color verde, que había sobre las mesas. Oí el zumbido del aire acondicionado. Vi rociadores contra incendios en el techo, alarmas de humos. Un gran barómetro en una pared.
Sin lugar a dudas, una habitación destinada a albergar tesoros.
– Gracias, Rosa -dijo una nasal voz masculina desde el otro lado de la habitación. Forcé la vista y vi unas siluetas humanas: un hombre y una mujer, sentados lado a lado, en una de las mesas más lejanas.
La criada hizo una reverencia, se dio la vuelta, y se marchó contoneándose.
– La pequeña Rosita Ramos… allá en los sesenta era todo un talento… Las Mamas del Supermercado, Chicas del Ginza, Elija una de la sección X.
– El buen servicio es tan difícil de encontrar -susurró Larry. Y, en voz alta-: ¡Hola, gente!
La pareja se levantó y vino hacia nosotros. A tres metros de distancia, sus rostros adquirieron claridad, como los de unos actores de película, tras un fundido.
El hombre era más viejo de lo que me había esperado… los setenta, o muy cerca de ellos; bajo y robusto, con un espeso y lacio cabello blanco, que llevaba peinado hacia atrás, y un rostro relleno, a lo Xavier Cugat. Llevaba gafas de montura negra, una camisa blanca tipo guayabera sobre pantalones marrones, y unas zapatillas de piel color café.
Incluso sin zapatos, la mujer era quince centímetros más alta. A finales de la cincuentena, delgada y de facciones finas, con una elegancia natural, cabello rojo cortado a lo caniche y con un rizado que parecía propio, y ese tipo de piel blanca, pecosa, en la que en seguida se notan las marcas. Su vestido era de seda tailandesa, color lima, con un dragón impreso y cuello mandarín. Llevaba joyas de jade color manzana, medias negras de encaje y zapatillas de ballet negras.
– Gracias por recibirnos -dijo Larry.
– El placer es nuestro, Larry -dijo el hombre-. Ha pasado mucho tiempo. Pero perdóneme, ahora es doctor Daschoff, ¿no?
– Doctor en Psico… -dijo Larry, con tono algo despectivo.
– No, no -dijo el hombre, regañando con un dedo-. Se ganó usted ese título…, muéstrese orgulloso del mismo.
Estrechó la mano de Larry.
– Rondan muchos terapeutas por L. A. -añadió-. ¿A usted le van bien las cosas?
– ¡Oh, Gordie, no seas tan entrometido! -dijo la mujer.
– Me va muy bien, Gordon -le contestó Larry. Y, volviéndose hacia ella-. Hola, Chantal. Hacía mucho tiempo…
Ella hizo una inclinación y tendió su mano:
– Lawrence.
– Éste es el doctor Alex Delaware, un viejo amigo y colega. Alex: Chantal y Gordon Fontaine.
– Alex -dijo Chantal, volviendo a saludar con su inclinación-. Estoy encantada.
Tomó mi mano entre las suyas. Su piel era cálida, suave y húmeda. Tenía unos grandes ojos castaños y una línea de mandíbula que parecía como cincelada. Su maquillaje era una gruesa capa, casi una mascarilla, pero no podía ocultar las arrugas. Y había dolor en sus ojos: en otro tiempo había sido una señora fenomenal, y aún estaba tratando de acostumbrarse a pensar en sí misma en el tiempo pasado del verbo.
– Encantado de conocerla, Chantal.
Apretó mi mano y la soltó. Su marido me miró de arriba abajo y me dijo:
– Doctor, tiene usted una cara fotogénica… ¿no ha actuado nunca?
– No.
– Sólo se lo pregunto porque parece que, en L. A., todo el mundo ha hecho de actor, en un momento u otro. -Y luego, hablando con su esposa-: Diría que es de tu tipo, ¿no te parece?
Chantal le dedicó una fría sonrisa.
Y Gordon me explicó:
– Tiene debilidad por los hombres de cabello rizado. -Pasándose una mano por sobre su propia cabellera lacia, la alzó y mostró un cráneo pelado-. Tal como era el mío, ¿no, cariño?
Se volvió a colocar la peluca y la ajustó con unas palmaditas.
– Así que Larry le habló de nuestra pequeña colección, ¿no?
– Sólo de un modo genérico.
Asintió con la cabeza.
– ¿Sabe usted eso que dicen acerca de que la adquisición del arte ya es un arte en sí misma? Pues eso es una pura memez; aunque se necesita una cierta determinación y… presencia de ánimo para adquirir obras de un modo significativo, nosotros hemos trabajado como esclavos para tratar de lograr eso. -Abrió los brazos, como bendiciendo la habitación-. Lo que ve aquí ha costado de reunir dos décadas y no-le-diré-cuántos-dólares.
Me sabía mi papel:
– Me encantaría que me lo mostraran.
La siguiente media hora fue empleada en dar una vuelta comentada a la habitación negra.
Allá estaban representados todos y cada uno de los géneros de la pornografía, en asombrosa cantidad y variedad, y estaban catalogados y etiquetados con una precisión digna del Instituto Smithsoniano. Gordon Fontaine correteaba de un lado a otro, guiándome con fervor, usando un módulo portátil de control remoto para encender y apagar las luces, para abrir y cerrar los armarios. Su mujer permanecía en segundo plano, insinuándose entre Larry y yo, sonriendo muchísimo.
– Observen. -Gordon descorrió un cajón para grabados y desató los nudos de varios portafolios de litografías eróticas, reconocibles sin necesidad de leer las firmas de las mismas: Dalí, Beardsley, Grosz, Picasso.
Pasamos a una vitrina cerrada con cristales y protegida por una alarma que albergaba un viejo manuscrito en inglés, escrito en pergamino e iluminado con dibujitos de campesinos copulando y animales de granja en celo.
– Pre-Guttenberg -nos informó Gordon-. Apócrifos chaucerianos. Chaucer fue un escritor muy preocupado por el sexo. Claro que esto nunca te lo cuentan en la clase de Literatura en la escuela.
Otros cajones estaban llenos con dibujos eróticos, que iban desde la Italia renacentista hasta el Japón: acuarelas de cortesanas ataviadas con kimonos y entrelazadas con estoicos hombres muy acrobáticos y dotados de un tremendo equipo sexual.
– Sobrecompensación -dijo Chantal. Me tocó el brazo.
Nos mostraron armarios expositores llenos de talismanes de la fertilidad, estatuillas eróticas, parafernalia, ropa interior antigua. Al cabo de un rato comenzó a nublárseme la vista.
– Esto lo usaban las chicas de Brenda Allen -me dijo Gordon, señalando a un conjunto de ropa interior de seda amarilleante-. Y eso rojo viene de un burdel de Nueva Orleans, en donde tocaba el piano Scott Joplin.
Acarició el cristal.
– Si pudiesen hablar… ¿eh?
– También tenemos otra ropa interior que es comestible -nos dijo Chantal-. Está ahí, en esa vitrina refrigerada.
Pasamos junto a más artilugios sexuales, colecciones de bromas de sociedad obscenas y artículos de regalo porno, discos de canciones soeces y lo que Gordon proclamó que era «la mejor colección del mundo de consoladores. Seiscientas cincuenta y tres piezas, caballeros, procedentes de todo el mundo. En todos los materiales imaginables, desde la madera de sándalo hasta el diente de morsa».
Una mano acarició mi trasero. Me giré un cuarto y vi a Chantal sonreír.
– Nuestra bibliothèque -dijo Gordon, señalando una pared de estantes atiborrados de libros.
Tratados de tamaño gigante, encuadernados en piel y con el borde de las páginas dorado; libros actuales, tanto de bolsillo como en edición de lujo, miles de revistas, muchas de ellas aún envueltas en plástico y cerradas, con portadas que no dejaban nada a la imaginación: hombres con erecciones inmensas, mujeres de ojos desorbitados, bañadas en semen. Títulos como Azafatas doblemente jodidas, o Artes y Orificios.
Los Fontaine parecían conocer personalmente a muchos de los modelos y hablaban de ellos con una preocupación casi de padres. («Ése es Johnny Strong… se retiró hace un par de años y ahora está vendiendo seguros allá en Tiburón.» «Mira, Gordie, ésta es Laurie Ruth Sloan, la mismísima Reina de la Leche.» Y, a mí: «Se casó con un tipo de mucha pasta, pero que es un auténtico fascista y ya no la deja expresarse a través de su arte.»)
Traté de parecer interesado.
– Adelante -ordenó Gordon-. ¡A por lo más importante!
El clic del módulo de control remoto hizo que uno de los estantes de libros se apartase. Detrás había una puerta, color negro mate, que se abrió al empujón de Larry. Dentro había una gran sala de proyecciones y almacén de filmoteca. Dos de las paredes estaban cubiertas por películas en latas de metal o videocasetes. Tres filas de sillones de cuero negro, de tres sillones por fila. Montada en la pared de atrás estaba una reluciente instalación de equipo de proyección.
– Éstas son las copias más claras que jamás haya podido ver -dijo Gordon-. Aquí está toda película explícitamente sexual importante que jamás se haya hecho. Y están todas pasadas a cintas de vídeo. También estamos esforzándonos en conservar los originales. Nuestro restaurador es uno de los mejores: veinte años en los archivos de uno de los grandes estudios, otros diez en el American Film Institute. Y el director de nuestra filmoteca es un bien conocido crítico de cine, cuyo nombre debe de permanecer en secreto…
Se aclaró la garganta:
– … debido a su total acojonamiento.
– Impresionante -dije.
– Esperamos donárselo a alguna de las universidades importantes -dijo Chantal-…Algún día.
– Lo que ella quiere decir con ese «algún día» es cuando yo me haya muerto -aclaró Gordon.
– ¡Oh, calla, Gordie… yo me iré primero!
– Ni hablar de eso, cariño. No vas a dejarme solo con mis memorias y mi manita -agitó en el aire una palma carnosa.
– ¡Oh, vamos, Gordie! ¡Te las apañarías muy bien tú solo!
Gordon le dio unas palmaditas en la mano. Ambos intercambiaron miradas afectuosas.
Larry miró su reloj.
– Naturalmente -reconoció Gordon-. Yo ya estoy jubilado y me he olvidado de las presiones del tiempo. Ustedes lo que querían era ver la película de Shawna.
– ¿Quién es Shawna? -pregunté.
– Shawna Blue es el nombre que la Hermosa Sharon usaba en esta cinta.
– Nosotros siempre la llamamos la Hermosa Sharon -explicó Chantal-. Porque era una chica tan bella, prácticamente sin mácula. Shawna Blue fue su seudónimo.
Agitó la cabeza.
– ¡Qué pena que se haya ido… y suicidándose!
– ¿Les parece sorprendente? -le pregunté.
– Naturalmente -me contestó ella-. Destruirse a sí misma… ¡qué horror!
– ¿La conocía bien?
– Nada bien. Creo que le vi una sola vez… ¿tengo razón, Gordie?
– Sólo una.
– ¿Cuántas películas hizo?
– Idéntica respuesta -me contestó Gordon-: Sólo una y no fue una realización comercial. Se suponía que era con propósitos educativos.
La forma en que él dijo se suponía me hizo preguntarle:
– ¿Tiene sus dudas sobre ello?
Frunció el ceño.
– Nosotros pusimos el dinero para hacerla, en el buen entendido de que sería educativa. Las tareas propias de la producción fueron llevadas a cabo por ese bicho repugnante llamado P. P. Kruse.
– Pipí Kruse -exclamó Chantal-. ¡Qué apropiado!
– Él aseguró que formaba parte de su investigación -dijo Gordon-. Nos dijo que una de sus estudiantes había aceptado actuar en una película erótica, como parte de su trabajo del curso.
– ¿Cuándo fue eso?
– En el setenta y cuatro -me contestó-. Hacia octubre o noviembre.
No mucho después de que Sharon empezase sus estudios. El muy bastardo era rápido…
– Se suponía que todo era parte de las investigaciones que ella estaba llevando a cabo -me explicó Gordon-. Veamos: no nacimos ayer, y nos pareció que todo estaba como cogido con pinzas, pero Kruse nos aseguró que todo era claro y legal, nos enseñó papeles aprobados por la universidad. Incluso trajo a Sharon a vernos a casa… Ésa fue la única vez que la vimos. Parecía muy vivaracha, muy a lo Marilyn… hasta en el cabello. Y ella nos confirmó que todo formaba parte de su trabajo.
– Marilyn -dije-, como la Monroe.
– Sí. Ella proyectaba la misma personalidad, inocente pero erótica.
– ¿Era rubia?
– Platino -intervino Chantal-. Como la luz del sol brillando sobre el agua clara.
– La Sharon que nosotros conocimos tenía el cabello negro -comentó Larry.
– Bueno, de eso no sé nada -aceptó Gordon-. Quizá Kruse nos mintiese acerca de quién era ella. Mintió acerca de todo lo demás. Le abrimos nuestra casa, le dimos libre acceso a nuestra colección, y él cambió de bando y lo usó todo para hacerles la rosca a los partidarios de la censura.
– Dio una conferencia para varios grupos religiosos -dijo Chantal, golpeando el suelo con el pie-. Y con toda su sangre fría dijo cosas terribles acerca de nosotros… nos llamó pervertidos, sexistas. Y si hay algún hombre que no sea sexista, ése es Gordie.
Se calmó un poco y añadió:
– No usó nuestros nombres, pero sabíamos que se estaba refiriendo a nosotros.
– Su propia esposa era una estrella del porno -dije-. ¿Cómo explicó esto a los grupos religiosos?
– ¿Suzy? -inquirió Gordon-. Yo no la llamaría una estrella… Tenía un estilo adecuado, pero era estrictamente de segunda fila. Supongo que pudo decirles que la había salvado de una vida de pecado. Pero lo más probable es que nunca tuviese que dar explicaciones: la gente tiene poca memoria. Después de casarse con él, Suzy dejó de trabajar, desapareció del mundo. Probablemente la convirtió en una dócil mujercita de su casa; es de ese tipo de personas, ¿saben? Está obsesionado por el poder.
Esto concordaba con algo que me había dicho Larry en la fiesta. Un adicto del poder.
– Adelante -dijo Gordon. Fue a la parte de atrás de la sala y comenzó a trastear con el equipo de proyección.
– Kruse acaba de ser nombrado Jefe del Departamento de Psicología -dije.
– Escandaloso -exclamó Chantal-. ¿Es que nadie sabe lo que se hace?
– Parece que no -acordé yo.
– Todo a punto -dijo Gordon desde atrás-. Que todo el mundo se ponga cómodo.
Larry y yo nos sentamos en los sillones de los extremos de la primera fila. Chantal se colocó entre nosotros. La habitación se tornó negra, la pantalla de un blanco fantasmal.
– Examen médico -anunció-. Interpretada por la difunta señorita Shawna Blue y el difunto señor Michael Starbuck.
La pantalla se llenó de pelos danzantes, seguidos por parpadeantes números de cuenta atrás. Yo estaba sentado rígido, conteniendo la respiración, y diciéndome a mí mismo que había sido un idiota por venir. Luego flotaron ante mí unas imágenes en blanco y negro y me perdí en ellas.
No había banda sonora, sólo el zumbido de la proyección rompiendo el silencio. Unas letras, que parecían de máquina de escribir, en blanco sobre un granuloso fondo blanco proclamaban:
EXAMEN MÉDICO
INTÉRPRETES:
SHAWNA BLUE
MICKEY STARBUCK
UNA PRODUCCIÓN DE CREATIVE IMAGE ASSOC.
Creative Image. Un nombre en una puerta… los vecinos de Kruse en la oficina de Sunset Boulevard. O sea que, después de todo, no eran vecinos, sino otra de las dos caras del doctor K…
DIRIGIDA POR
PIERRE LE VOYEUR
Una panorámica, temblorosa y saltarina, en blanco y negro, de la sala de consultas de un doctor…, de las de antes, con aparatos esmaltados, camilla de exámenes en madera, cartel de graduación de la vista, visillos en las ventanas, un cuadrado de seis diplomas enmarcados, clavados en la pared.
La puerta se abrió, una mujer entró.
La cámara la persiguió, pasando largo tiempo clavada en el ondular de sus nalgas.
Joven, hermosa y bien dotada, con largo cabello ondeante rubio platino. Llevaba puesto un vestido de punto, ceñido y de mucho escote, que apenas la podía contener.
La película era en blanco y negro, pero yo sabía que el vestido era de color rojo llama.
Un parpadeante primer plano agrandó un bello rostro, que hacía un mohín.
El rostro de Sharon, no cabía duda…, a pesar de la peluca.
Me sentí enfermo y lleno de dolor. Miré a la pantalla como un niño mira a un bicho aplastado.
La cámara se retiró hacia atrás. Sharon hizo un contoneo, se miró en el espejo, se ahuecó el cabello. Luego un rápido zoom: más mohín de los morritos, unos grandes ojos mirando al espectador.
Clavándose en los míos.
Un plano de cuerpo entero, paso a las caderas, una serie de rápidos saltos de la boca a las manos y a los pechos.
Vulgar, lo más barato de lo barato. Pero perversamente mágico: ella había vuelto a la vida, estaba allá arriba, sonriente y llamándome hacia ella…, inmortalmente congelada en luces y sombras. Tuve que reprimir mis deseos de tender las manos para tocarla. De pronto, sentí deseos de arrancarla de la pantalla, de llevarla hacia atrás en el tiempo. De rescatarla.
Me agarré a los brazos del sillón. El corazón me batía en el pecho, llenándome los oídos como el oleaje del invierno.
Se estiró lánguidamente y se lamió los labios. La cámara se acercó tanto, que su lengua pareció alguna especie de gigantesco gusano de mar. Más primerísimos planos: húmedos dientes blancos. Una inclinación hacia delante, a propósito, para mostrar escote. Un paisaje de pezones, parecido a los cráteres de la Luna. Manos acariciándose los pechos, pellizcándolos.
Estaba retorciéndose, exhibiéndose, claramente disfrutando de ser el centro de la atención.
Déjala brillar. Quiero verlo. Verlo todo.
Pensé en los espejos en ángulo, comencé a sudar. Finalmente, concentrándome en los temblores y el incesante zoom pude devolverla a un mundo bidimensional.
Exhalé, cerré los ojos, decidido a mantener un cierto distanciamiento. Pero, antes de que hubiera exhalado totalmente el aliento, algo cayó sobre mi rodilla y se quedó allí: la mano de Chantal. La observé por el rabillo del ojo. Miraba directamente al frente, con la boca ligeramente entreabierta.
No hice nada, esperando que ella no explorase. Dejé que mis ojos volvieran a clavarse en la pantalla.
Sharon estaba llevando a cabo un lento, sinuoso strip-tease, desnudándose hasta quedar con liguero negro, medias de rejilla y zapatos de tacón alto: una parodia de los catálogos de ropa interior sexy; tocándose, inclinándose, masajeándose, actuando para la cámara.
Contemplé moverse sus manos. Las noté.
Pero algo estaba mal. Había algo en las manos… que no estaba bien.
Cuanto más trataba de imaginar qué era, más se me escapaba. Era como un rompecabezas de los difíciles. Dejé de intentarlo, y me dije que ya me vendría.
La cámara se tornó ginecológica, se movió hacia arriba, centímetro a centímetro.
Sharon, ahora en la camilla de exámenes, se acariciaba y miraba la vagina.
La cámara se volvió al pomo de la puerta, mientras éste giraba. Se abrió la misma. Entró un hombre, alto, moreno y de anchas espaldas, llevando una carpeta de clip. Cerca de los cuarenta, con larga bata blanca, lamparilla de frente y estetoscopio.
Tenía un rostro estrecho, como hambriento… ojos oblicuos inclinados hacia abajo, nariz rota, labios largos pero estrechos, sombra de barba mal afeitada. Sus ojos eran saltones, como los de una puta que está liando a un cliente por la calle. Se había puesto brillantina en el cabello hasta que tuvieron el brillo de zapatos recién cepillados, y se había hecho la raya en el centro. Un bigotito delgado recorría todo el largo de su labio superior.
El Clásico Gigoló se topa con la Rubia Estúpida.
Miró a Sharon, enarcó las cejas e hizo carotas para la cámara.
Ella se señaló al bajo vientre y puso expresión de dolor.
Rascándose la cabeza él consultó su carpeta, luego la dejó y se quitó el estetoscopio. Se inclinó sobre la paciente, dobló las rodillas, y metió su cabeza entre las piernas de ella, hurgando, toqueteando, husmeando. Alzó la vista y se encogió de hombros.
Ella le hizo un guiño a la cámara, empujó la cabeza de él hacia abajo y comenzó a estremecerse, todo al mismo tiempo.
Él se alzó, simulando que trataba de respirar. Ella le volvió a empujar hacia abajo. El resto era predecible: la erección de él bajo los pantalones, ella forzándole a colocarse encima suyo, chupándole los dedos de una mano.
Luego lo apartó, y se atareó con la cremallera de la bragueta del hombre. Los pantalones le cayeron a los tobillos. Ella le quitó la bata: no llevaba camisa, tan sólo una corbata. Ella tiró de la corbata hasta que lo tuvo donde quería. Lo tomó oralmente, él desencajado y atragantándose.
Mientras él se subía a la mesa y la montaba, los dedos de Chantal comenzaron a caminar, como una araña, por encima de mi pierna. Coloqué mi mano sobre ellos, impidiendo que siguiesen avanzando, le di un apretón amistoso, y le deposité suavemente la mano en su regazo. Ella no pronunció sonido, no movió ni un músculo.
Cambios de posturas cómicamente rápidos. Primeros planos de sus rostros, contorsionados. Él diciéndole algo, explicándole lo siguiente que tenía que hacer… una serie de rápidos empujones, un retirarse, y la lechosa prueba de un clímax, saltando por los aires.
Ella recogió algo de semen de su vientre con la yema de sus dedos Y lo lamió. Volvió a guiñarle el ojo a la cámara.
Pantalla oscura.
Un examen médico convertido en un encuentro carnal. Sesiones de seguimiento gratuitas…
Me sentí sofocado, irritado. Triste.
– Bueno -dijo al fin Gordon-. Esto es todo.
Chantal se puso en pie con rapidez, se alisó el vestido.
– Excúsenme, tengo que ocuparme de algo…
– ¿Todo va bien, cariño?
– Todo muy bien, querido. -Le besó en la mejilla, nos hizo una pequeña reverencia y nos dijo-: Me ha encantado volverle a ver, Lawrence. Encantada de conocerle, doctor Delaware.
Salió de la sala.
– El fallecido Mickey Starbuck -dije-. ¿Cómo murió?
Gordon aún seguía mirando por donde se había marchado su esposa. Tuve que repetir la pregunta.
– Sobredosis de cocaína, hace varios años. El pobre Mickey quiso pasarse al cine corriente, pero no pudo. Existe una terrible discriminación contra los actores del cine explícitamente sexual. Acabó conduciendo un taxi. Tenía un alma sensible, realmente era un buen chico.
– Dos actores, dos suicidios por sobredosis -dijo Larry-. Suena a maldición.
– Tonterías -dijo Gordon secamente-. Los actores de las películas explícitas son como los de cualquier otro sector de la industria del espectáculo. Con egos frágiles, inestables, con grandes subidas y tremendas caídas. Alguna gente no puede soportarlo.
– ¿Y la compañía productora? -dije-. Creative Image Associates… ¿era una tapadera para Kruse?
Gordon asintió con la cabeza.
– Para su protección. ¡Qué estúpido fui al no oler algo podrido cuando la montó! Si realmente había logrado la aprobación de la universidad, ¿para qué ese montaje de una empresa fantasma? Cuando vi el producto acabado, supe qué era lo que, exactamente, había hecho; pero no descubrí su jugada… él era el doctor, el experto. En ese tiempo pensábamos que era brillante, un visionario. Me imaginé que alguna razón tendría.
– ¿Y qué era lo que había hecho?
– Vuelva a sentarse y se lo enseñaré. -Regresó a la parte trasera de la sala, la habitación tornó a estar en oscuridad, y en la pantalla apareció otra película.
Ésta no tenía ni título, ni nombres de actores…, sólo la saltarina acción en imágenes granuladas, con un trabajo de cámara aún más de aficionado que el anterior, pero claramente inspiradora de la otra.
El escenario: la consulta de un doctor, con el mismo tipo de mobiliario, el mismo cuadrado de diplomas.
Las estrellas: una muy hermosa mujer de cabellos rubios en ondas, de largas piernas, muy bien provista, pero varios centímetros más baja que Sharon, con los huesos más pequeños, las facciones algo más llenas. Lo bastante parecida como para ser la gemela de Sharon.
La gemela. Shirlee. No, esto era imposible. La Shirlee que yo había conocido estaba impedida desde la infancia…
Si Sharon me había contado la verdad.
Lo que era mucho «si».
El filme número dos estaba corriendo a la velocidad con la que se movían los policías de la Keystone en las antiguas películas cómicas: strip-tease, ahuecado del cabello, un hombre alto entrando por la puerta.
Primer plano de él: cuarentón, de cabello brillante, con bigotito como pintado a lápiz. Bata blanca, estetoscopio, carpeta de clip.
Un vago parecido al fallecido Mickey Starbuck, pero nada que llamase la atención.
Y nada de expresión lujuriosa. Este doctor parecía estar mostrando auténtica sorpresa ante la vista de la rubia desnuda que yacía abierta de piernas en la camilla.
Tampoco nada de planos cambiantes. Una cámara estacionaria, planos largos de todo el campo y ocasionales primeros planos, que estaban menos interesados por lo erótico que por la identificación de los actores.
De él.
La rubia se levantó y se frotó contra el doctor. Se mostró ante él, se pellizcó los pezones, se alzó de puntillas y le lamió el cuello.
Él negó con la cabeza, señaló a su reloj.
Ella lo apretó contra su cuerpo y le clavó las caderas.
Él comenzó a apartarse de nuevo, luego se dejó ir… como alguien que se derrite. Permitiendo que lo acariciase.
Ella atacó.
Luego, la misma progresión que en la película de Sharon. Pero diferente.
Porque esto no era teatro. El doctor no estaba actuando.
No le hacía carotas a la cámara, porque no sabía que hubiese una cámara.
Ella se arrodilló ante él.
La cámara estaba concentrada en el rostro de él.
Auténtica pasión.
Estaban sobre la mesa.
La cámara estaba concentrada en el rostro de él.
Él estaba perdido en ella. Ella estaba al control.
La cámara estaba concentrada en el rostro de él.
Una cámara oculta.
Un documental… esto era un auténtico espiar a través del agujero de una cerradura. Cerré los ojos, pensé en otra cosa.
La belleza rubia trabajando como una profesional.
Una gemela de Sharon… pero de otro tiempo. El peinado de él y su bigotito de lápiz eran auténticos.
Contemporáneos…
– ¿Cuándo hicieron esto? -le pregunté a Gordon, mirando hacia atrás.
– En mil novecientos cincuenta y dos -me dijo con voz ahogada, como resintiendo la intromisión.
El doctor estaba encabritándose y rechinando los dientes. La rubia lo ondeaba sobre su cuerpo como si fuera una bandera. Le hizo un guiño a la cámara.
Pantalla en blanco.
– La madre de Sharon -dije.
– No puedo probarlo -dijo Gordon, regresando a la parte delantera de la habitación-. Pero con ese parecido tendría que serlo, ¿no? Cuando vi a la Hermosa Sharon, me recordó a alguien. No podía acordarme de quién, porque no había visto esta película en mucho tiempo…, en años. Es bastante poco común, un auténtico artículo de coleccionista. Tratamos de no exponerlo a desgastes innecesarios y posibles roturas.
Se detuvo, expectante.
– Le agradecemos que nos lo haya enseñado, señor Fontaine. Es muy interesante.
– Es un placer. Cuando vi el producto de Kruse acabado, me di cuenta de a quién me recordaba ella. Supongo que fue intencional: le dimos total acceso a nuestra colección, y pasó un montón de tiempo en la filmoteca. Debió descubrir la película de Linda y decidió copiarla Madre e hija…, un tema interesante; pero debería de haber sido sincero en su actitud.
– ¿Conocía Sharon esta primera película?
– No se lo puedo decir. Como ya le he explicado, sólo la vimos una vez.
– ¿De qué Linda habla? -le preguntó Larry.
– Linda Lanier. Era una actriz… o, al menos, lo deseaba ser. Una de esas muñecas hermosas que inundaron Hollywood tras la guerra…, bueno, supongo que aún siguen haciéndolo. Creo que consiguió un contrato en uno de los estudios, pero nunca llegó a trabajar.
– ¿Tenía el tipo de talento equivocado? -le preguntó Larry.
– ¿Quién sabe? Nunca se quedó el tiempo suficiente para que nadie lo comprobase. Ese estudio, en especial, era propiedad de Leland Belding. Acabó siendo una de las chicas de sus fiestas.
– El multimillonario ermitaño -dije-. La Magna Corporation.
– Ustedes dos son demasiado jóvenes para recordarlo -dijo Gordon-, pero en su tiempo fue un tipo realmente importante, un hombre del Renacimiento: industria aeronáutica, armamentos, navegación, minería. Y las películas. Se inventó una cámara que aún usan hoy en día. Y una faja para mujer que no se mueve, basada en el diseño aeronáutico.
– Cuando dice una chica de sus fiestas, ¿quiere decir una puta? -le pregunté.
– No, no. Eran más como azafatas. Acostumbraba a dar montones de fiestas. El ser dueño de un estudio le daba acceso a un montón de chicas, y las contrataba como azafatas. Los bienpensantes trataron de sacarle punta a esto, pero jamás pudieron probar nada.
– ¿Y qué hay del doctor?
– Era un verdadero doctor. La película también era real… la vérité que hay en ella casi es abrumadora, ¿no? Ésta es la copia original, y la única que queda.
– ¿Y dónde la consiguió usted?
Negó con la cabeza.
– Secreto profesional, doctor. Bástele saber que hace mucho que la tengo, y que me costó un montón. Podría hacer copias y recuperar mi inversión original, con beneficios, pero eso abriría las puertas a las reproducciones múltiples y diluiría el valor histórico del original, y me niego a renunciar a mis principios.
– ¿Cómo se llamaba el hombre que hacía de doctor?
– Ya sabe que era un doctor de verdad… -Se interrumpió-. Pero no sé su nombre.
Una mentira. Con lo fanático del tema y voyeur que era, no habría descansado hasta descubrir cada detallito referente a su tesoro.
Creí comprender su reticencia. Y le dije:
– Esta película era parte de una conspiración para efectuar un chantaje, ¿no es cierto? Y el doctor era la víctima.
– Ridículo.
– Entonces, ¿qué otra cosa puede ser? Él no sabía que lo estaban filmando.
– Una de esas bromas pesadas de Hollywood -dijo-. Errol Flynn hacía agujeros en las paredes de sus retretes, y usaba una cámara oculta para filmar a sus amigas sentadas a la taza.
– Vulgar -murmuró Larry.
El rostro de Gordon se oscureció.
– Lamento que piense usted de ese modo, doctor Daschoff. Todo era hecho con la mejor intención, jocosamente, como una auténtica broma.
Larry no dijo nada.
– Da lo mismo -comentó Gordon, caminando hacia la puerta de la sala y abriéndola-. Estoy seguro de que ustedes, caballeros, tendrán que regresar con sus pacientes.
Nos guió a través de la sala negra hasta el ascensor.
– ¿Qué le pasó a Linda Lanier? -pregunté.
– ¿Quién sabe? -dijo. Luego comenzó a aleccionarnos sobre la relación entre las normas culturales y el erotismo, y continuó su disertación, hasta que salimos de su casa.