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Siempre he odiado las fiestas y, en circunstancias normales, jamás hubiera asistido a una en sábado.

Pero mi vida era un desastre. Había relajado mis pautas de conducta. Y me había metido de lleno en una pesadilla.

El jueves por la mañana yo era el buen doctor, sólo preocupado por mis pacientes, decidido a no dejar que mi propia basura se interpusiese en el camino de mi trabajo.

No le quitaba ojo al chico.

No había llegado aún a la parte en que les arrancaba las cabezas a los muñecos. Contemplé cómo tomaba de nuevo los coches de juguete y los lanzaba el uno contra el otro, en inevitable colisión.

– ¡Uto!

La reverberante concusión de metal contra metal bloqueó el gemido de la cámara de vídeo, antes de morir. El niño lanzó los coches a un lado, como si le quemasen los dedos. Uno de ellos dio una voltereta y quedó balanceándose sobre el techo, como si fuera una tortuga atrapada. Lo empujó con un dedo, luego me miró, como pidiéndome permiso.

Le hice un gesto de asentimiento con la cabeza y él agarró los coches de un tirón. Dándoles la vuelta entre sus dedos, examinó los brillantes bajos, giró las ruedas, simuló el sonido de los motores revolucionándose.

– Bruum, bruum. ¡Uto!

De un poco más de dos años, grandote y robusto para su edad, con ese tipo de coordinación fluida que predecía un héroe atlético. Cabellos rubios, facciones regordetas, ojos color uva pasa, que me hacían pensar en los muñecos de nieve, un puñado de pecas ámbar sobre la nariz y unos gruesos carrillos.

Un niño a lo Norman Rockwell: la clase de hijo del que estaría orgulloso cualquier padre con sangre estadounidense en las venas.

Claro que la sangre de su padre sólo era ya una mancha color óxido, en la raya de separación central, en algún punto a lo largo de la autopista de Ventura.

– ¡Bruum, Uto!

En seis sesiones, esto era lo más cerca a hablar a lo que había llegado… Me interrogué al respecto, me interrogué acerca de una cierta vidriosidad que había en sus ojos.

La segunda colisión fue súbita y más estrepitosa. Su concentración era intensa. Pronto pasaría a coger los muñecos.

Desde su silla en el rincón, la madre alzó la vista. Durante los últimos diez minutos había estado leyendo la misma página de un libro de bolsillo titulado: ¡Al éxito por la fuerza de voluntad! Cualquier pretensión de despreocupación era totalmente desmentida por su lenguaje corporal: estaba sentada muy tiesa al borde de la silla; se rascaba la cabeza, tiraba de su largo cabello oscuro como si fuese lana que se carda, o bien lo iba enroscando y desenroscando con sus dedos. Uno de sus pies marcaba un ininterrumpido ritmo de cuatro por cuatro, mandando oleadas de tensión que subían hacia arriba, por una pierna pálida, sin media, hasta desaparecer bajo el borde de su vestido estival.

La tercera colisión la sobresaltó. Bajó el libro y me miró, parpadeando con fuerza. Era casi hermosa, de ese tipo de mujeres que florece justo al final del bachillerato, y luego se marchita con rapidez. Le sonreí. Ella bajó la vista con gesto brusco, y la hundió en el libro.

– ¡Uto! -gruñó el niño, tomando un auto en cada mano y golpeándolos uno con otro como si fueran unos platillos, y soltándolos al impacto. Se deslizaron sobre la moqueta, en direcciones distintas. Respirando trabajosamente, el crío los siguió con andar tambaleante.

– ¡Uto! -los cogió y los tiró de nuevo con fuerza-. ¡Bruum! ¡Uto!

Repitió esta rutina varias veces, luego, bruscamente, lanzó los coches a un lado y empezó a inspeccionar la habitación con miradas hambrientas y furtivas. Buscando los muñecos, a pesar de que yo siempre los dejaba en el mismo lugar.

¿Un problema de memoria, o un simple rechazo a recordar? Con estas edades, lo único que uno podía hacer era suponer.

Que era justamente lo que yo le había dicho a Mal Worthy, cuando éste me había descrito el caso y pedido que lo atendiese.


– No vas a conseguir pruebas concluyentes.

– Ni siquiera lo voy a intentar, Alex. Sólo te pido que me des algo con lo que pueda trabajar.

– ¿Y qué hay de la madre?

– Como cabría esperar, un desastre.

– ¿Quién está trabajando con ella?

– Nadie por el momento, Alex. Traté de conseguir que fuera a ver a alguien, pero se negó. De modo que, si mientras haces tu trabajo con Darren se te escapa algo de terapia hacia Mamá, no seré yo quien presente objeciones. ¡Dios sabe que la necesita… Mira que pasarle algo así a una persona de su edad!

– Pero dime, para empezar, ¿cómo te viste metido en un caso de lesiones?

– Es un caso típico de segundo matrimonio. El padre trabajaba para mí, como hombre para todo. Yo me ocupé de su divorcio como un favor. Ella era la otra mujer, y me recordaba con cariño. En realidad, me ocupaba de muchos casos como éstos cuando empecé. Me siento bien al volver a ello. Pero dime, ¿cómo te sientes al trabajar con un niño tan pequeño?

– Los he tenido más pequeños. ¿Cómo se expresa?

– Si habla, yo no lo he oído. Ella afirma que, antes del accidente, estaba empezando a juntar algunas palabras, pero no me da la impresión de que sus padres ya hubiesen empezado a ahorrar para pagarle los estudios en la Cal Tech. Si pudieses probar que ha sufrido una pérdida en el Cociente de Inteligencia, yo podría convertir eso en dólares, Alex.

– Mal…

Rió, al otro lado de la línea telefónica.

– Lo sé, lo sé. Mi querido Señor… no, perdóname, querido Doctor Puro: ¡Dios me libre de atreverme a…!

– Me alegra tener noticias tuyas, Mal. Haz que me llame la madre, para concertar una cita.

– ¡… intentar influenciar indebidamente a un testigo experto! Sin embargo, mientras estés analizando la situación, puedes tratar de imaginar lo que va a ser el futuro para esa mujer: criando un bebé ella sola, sin contar con estudios ni profesión, sin tener dinero. Viviendo con esos recuerdos. Tengo fotos del accidente…, casi me hicieron vomitar la comida. En este caso hay algunos bolsillos muy hondos, Alex. Y vale la pena meter la mano en ellos.


– ¡Ñeco! -Había encontrado los muñecos. Tres hombres, una mujer, un niño. Pequeños, de plástico blando y sonrosados, de rostros comunes y facciones inexpresivas, con los cuerpos con todos sus detalles anatómicos y miembros de quita y pon. Junto a ellos otro par de autos, mayores que los dos de antes, uno rojo, otro azul. En el asiento trasero del azul había sido colocada una sillita de bebé en miniatura.

Me levanté y ajusté la cámara de vídeo para que estuviera enfocada hacia la mesa, y luego me senté en el suelo, a su lado.

Tomó los coches y colocó los muñecos, siguiendo una secuencia habitual: un hombre conduciendo, otro junto a él, la mujer tras el conductor, el bebé en su sillita. El coche rojo estaba vacío. Sobre la mesa quedaba un muñeco.

Aleteó con los brazos y se tiró de la nariz. Alejando el coche azul tanto cuanto le daba el brazo, apartó la vista de él.

Yo le di una palmadita en el hombro.

– Sin problemas, Darren.

Inspiró, espiró sonoramente, tomó el coche rojo y colocó ambos vehículos en el suelo, a medio metro de distancia el uno del otro, frente por frente. Volviendo a inspirar profundamente, hinchó las mejillas y lanzó un alarido, luego los hizo chocar con todas sus fuerzas.

El pasajero masculino y la mujer salieron volando y cayeron en la moqueta. El niño muñeco se quedó agarrado por el arnés, cabeza abajo.

Quien tenía prendada su atención era el muñeco conductor… que estaba tendido en el asiento delantero, no habiendo saltado por haberse quedado prendido de un pie al volante. Resoplando, el niño forcejeó para soltarlo. Tiró de él y lo retorció, comenzó a gruñir por la frustración, pero finalmente logró liberarlo. Lo mantuvo en alto, apartado de su cuerpo, examinó su rostro de plástico, y le arrancó la cabeza de un tirón. Luego, la colocó junto al bebé.

Oí un jadeo sobresaltado al otro lado de la habitación y me volví. Denise Burkhalter volvió a esconderse tras de su libro.

Sin darse cuenta de la reacción de su madre, el chico dejó caer el cuerpo descabezado, tomó la muñeca, la abrazó y la volvió a dejar. Luego volvió a los muñecos: el conductor decapitado y el pasajero del asiento delantero. Alzándolos por encima de su cabeza, los lanzó contra la pared, los vio golpearse contra ella y luego caer.

Miró al niño, boca abajo en su sillita, y tomó la cabeza que había colocado a su lado. Tras hacerla rodar por su palma, la tiró a un lado.

Dio un paso hacia el muñeco que no había tocado, el conductor del otro coche, dio otro paso, se quedó quieto, y luego se echó atrás.

La habitación estaba en silencio, si exceptuamos el zumbido de la cámara. Giró una página. Él se quedó quieto unos momentos, luego se sumergió en un estallido de hiperactividad tan brutal, que electrificó la habitación.

Lanzando risitas, se acunó de atrás hacia adelante, se retorció las manos y las hizo ondear en el aire, mientras escupía y balbuceaba. Corrió de un lado a otro de la habitación, dando patadas a las estanterías de libros, las sillas, la mesa, arrastrando los pies por los zócalos, arañando las paredes y dejando pequeñas manchas grasientas en el yeso. Su risa fue creciendo de tono, hasta dejar paso a una tos como un ladrido, para acabar en un estallido de llantos. Tirándose al suelo, tuvo un rato de rabieta, luego se encogió en la posición fetal y se quedó así, chupándose el pulgar.

Su madre siguió tras el libro.

Fui hasta él y lo alcé entre mis brazos.

Su cuerpo estaba en tensión y se mordía con fuerza el pulgar. Lo mantuve en mi regazo, le dije que todo iba bien, que era un buen chico. Sus ojos se abrieron por un instante luego se cerraron. Un aliento dulce de leche, mezclado con el olor, no desagradable, de sudor de bebé.

– ¿Quieres ir con Mami?

Un somnoliento gesto, asintiendo.

Ella aún no se había movido. Le dije:

– Denise. -Nada. Repetí su nombre.

Metió el libro en su bolso, se colgó éste del hombro, se alzó y cogió al niño.

Salimos de la biblioteca y caminamos hacia la parte delantera de la casa. Para cuando llegamos a la entrada, el bebé estaba durmiendo. Abrí la puerta y la mantuve abierta. Entró un soplo de aire frío. Era un suave estío que amenazaba con calentarse. De la distancia nos llegó el sonido de un cortacéspedes motorizado.

– ¿Hay alguna pregunta que quiera hacerme, Denise?

– No.

– ¿Cómo ha dormido el niño esta semana?

– Igual.

– ¿Seis o siete pesadillas?

– Más o menos. No las he contado… ¿tengo que seguir contándolas?

– Me ayudaría el saber lo que está pasando.

No hubo respuesta.

– La parte legal de la evaluación ya acabó, Denise. Tengo suficiente información para el señor Worthy. Pero Darren sigue luchando con lo sucedido…, lo que es absolutamente normal, después de lo que le ha pasado.

No hubo respuesta.

– Ya ha recorrido un largo camino -le dije-, pero todavía no ha sido capaz de interpretar el papel del… otro conductor. Todavía quedan en él mucho miedo y mucha rabia…, lo que también es muy normal. Le ayudaría el poder expresarlos. Me gustaría seguir viéndolo un poco más.

Ella miró al techo.

– Esos muñecos… -dijo.

– Lo sé. Es duro mirarlo.

Ella se mordió el labio.

– Pero a Darren le es de mucha ayuda, Denise. La próxima vez podemos intentarlo, quedándose usted esperando fuera. Él ya está preparado para eso.

– El venir aquí… está tan lejos… -dijo ella.

– ¿Mucho tráfico?

– Infernal.

– ¿Cuánto tiempo le ha llevado?

– Hora y tres cuartos.

Desde Tujunga a Beverly Glen. Un viaje de cuarenta y cinco minutos por autopista…, si uno se atrevía a ir por la autopista.

– ¿Las calles laterales estaban embotelladas?

– Ajá. Y para subir aquí el camino hace muchas curvas.

– Lo sé. A veces, cuando tengo que…

De repente, ella empezó a retroceder:

– ¿Por qué se aísla de este modo, viviendo aquí? Si quiere ayudar a la gente… ¿por qué se lo pone tan difícil a los demás?

Aguardé un momento, antes de contestarle:

– Sé que ha sido duro, Denise. Si prefiere que lo visite donde el señor Worthy…

– ¡Oh, olvídelo! -y ya estaba en la puerta.

La miré llevar a su hijo a lo ancho de la terraza y escaleras abajo. El peso del niño la hacía tambalearse. Su aire de desamparo me hacía sentir ganas de correr a ayudarla. Pero, en lugar de hacerlo, me quedé allí de pie y la contemplé luchar con el peso. Finalmente llegó al coche de alquiler, y se esforzó en abrir la puerta trasera con una mano. Inclinándose mucho consiguió meter el inerte cuerpo de Darren en el asiento del auto. Cerró la puerta de golpe, dio la vuelta para ir al sitio del conductor y abrió la puerta delantera.

Metió la llave en el encendido, bajó la cabeza hasta el volante y la dejó descansar allí. Y se quedó así sentada durante un rato, antes de conectar el motor.


De regreso a la biblioteca apagué la cámara de vídeo, saqué la casete, la etiqueté, y comencé mi informe, trabajando con lentitud, con mayor precisión de la ya habitual en mí.

Tratando de retrasar lo inevitable.

Varias horas más tarde la maldita tarea estaba terminada: acabado ya mi papel de auxiliador, de nuevo era alguien que, a su vez, necesitaba auxilio. Y me fui sumergiendo en una estupefacción, imparable como la marea que sube.

Sopesé la idea de llamar a Robin, y me decidí en contra. A nuestra última conversación se le podía llamar cualquier cosa menos triunfal… palabras educadas, mientras te mordías la lengua, que finalmente eran saboteadas por las cargas de profundidad del dolor y la ira.


– … libertad, espacio… pensé que eso ya lo habíamos dejado atrás.

– Bueno, yo nunca he dejado atrás la libertad, Alex.

– Ya sabes lo que quiero decir…

– No, realmente no lo sé.

– Simplemente, estoy tratando de descubrir qué es lo que quieres, Robin.

– Te lo he explicado una y otra vez. ¿Qué más te puedo decir?

– Si lo que deseas es espacio, ahora has puesto más de trescientos kilómetros entre ambos. ¿Te sientes más realizada?

– No se trata de realizarme.

– Entonces ¿de qué se trata?

– Vale ya, Alex. Para, por favor.

– ¿Parar? ¿De qué…, de tratar de solucionar esto?

– Para de tratar de comerme el coco. Suenas demasiado hostil.

– ¿Y cómo se supone que debo sonar, cuando una semana se ha alargado a un mes? ¿Dónde está el punto final?

– Me… me gustaría poderte contestar a eso, Alex.

– Maravilloso…, un cuelgue eterno. ¿Y cuál fue mi gran pecado? ¿El profundizar demasiado en nuestra relación? De acuerdo, puedo cambiar eso. Créeme…, puedo ser tan frío como el hielo. Mientras estudiaba mi carrera aprendí a distanciarme de los sujetos. Pero, si me echo atrás, diez a uno que me acusas de indiferencia masculina.

– ¡Basta ya, Alex! Me he pasado toda la noche despierta con Aaron. Justo en este momento no puedo copar con esto.

– ¿Copar con qué?

– Con todas tus palabras. Vienen contra mí como si fueran balas.

– ¿Y cómo se supone que vamos a poder arreglar algo sin usar palabras?

– No vamos a arreglar nada justo ahora, así que dejémoslo por el momento. Adiós.

– Robin…

– Dime adiós, Alex. Por favor, no quiero tener que colgarte el teléfono.

– Entonces, no lo hagas.

Silencio.

– Adiós, Robin.

– Adiós, Alex. Aún te amo.

Los hijos del zapatero van descalzos.

El comecocos se ahoga con sus propias palabras.

El desánimo se fue acumulando y me dio en la cara con toda su fuerza.

Me hubiera ayudado el tener alguien con quien hablar. Mi lista de confidentes era jodidamente corta.

Robin ocupaba el primer lugar.

Luego estaba Milo.

Milo se encontraba de vacaciones con Rick, de pesca por las Sierras. Pero, aunque su hombro hubiera estado disponible, no hubiera llorado en él.

A lo largo de los años, nuestra amistad había tomado un cierto ritmo: hablábamos de asesinatos y otras locuras, mientras nos tomábamos unas cervezas con algo para picar, y discutíamos sobre la condición humana, con el aplomo de un par de antropólogos observando una colonia de babuinos en libertad.

Cuando el montón de los horrores se hacía ya demasiado alto, Milo se cagaba en todo, y yo le escuchaba. Cuando estaba a punto de salirse de sus casillas, yo le ayudaba a volverle a ellas.

El polizonte tristón y el comecocos que le secaba las lágrimas. No estaba preparado para invertir los papeles.


Toda una semana de correo se había amontonado en la mesa del comedor. Yo había evitado abrirlo, temiendo las caricias superficiales de los mensajes publicitarios, los cupones de pedido de artículos inútiles y los planes ofreciendo supuestos modos para ser feliz con facilidad. Pero, justo en este momento, lo que necesitaba era el tener mi mente ocupada con menudencias, libre de los peligros de la introspección.

Llevé todo el montón a mi dormitorio, coloqué una papelera al lado de la cama, me senté, y comencé la selección. Debajo de todo el montón había un sobre color ante. En papel grueso de lino, con un remite de Holmby Hills, en letras plateadas en relieve, en la parte de atrás del sobre.

Mucho lujo. Alguna promoción de ventas de las caras. Di la vuelta al sobre, esperando ver la habitual etiqueta de destinatario hecha por ordenador, y vi mi nombre y dirección, impreso con una extravagante caligrafía plateada. Alguien se había tomado el trabajo de hacer las cosas bien.

Comprobé el matasellos… de hacía diez días. Abrí el sobre y saqué una tarjeta de invitación, también de color ante, bordeada en plata, con más caligrafía en ella:


QUERIDO DOCTOR DELAWARE,

QUEDA USTED CORDIALMENTE INVITADO A REUNIRSE

CON DISTINGUIDOS ALUMNOS Y MIEMBROS DE LA

COMUNIDAD UNIVERSITARIA, EN UN COCTEL AL AIRE LIBRE

Y RECEPCIÓN. EN HONOR DEL

DOCTOR PAUL PETER KRUSE,

CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA Y DESARROLLO HUMANO,

DONACIÓN BLALOCK

CON MOTIVO DE SU NOMBRAMIENTO COMO

PRESIDENTE DEL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA

EL SÁBADO, 13 DE JUNIO DE 1987, A LAS CUATRO DE LA TARDE

SKYLARK

LA MAR ROAD

LOS ÁNGELES, CALIFORNIA 90077

S.R.C., EL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA


Kruse Presidente. Un cargo con donación, la más alta recompensa para una profesionalidad intelectual excepcional.

No tenía el menor sentido; aquel hombre era cualquier cosa menos un intelectual. Y, aunque habían pasado ya muchos años desde la última vez que yo había tenido algo que ver con él, no había razón alguna para creer que hubiera cambiado, para convertirse en un ser humano decente.

En aquellos tiempos, él había sido uno de esos tipos que dan consejos en las páginas de la prensa, y el niño mimado del circuito de las conferencias, armado como estaba con el exigido consultorio en Beverly Hills y un repertorio de lugares comunes, revestidos de jerga pseudocientífica.

Su columna había aparecido mensualmente en una de esas revistas para mujeres que se venden en los supermercados…, el tipo de basura impresa que publica artículos acerca de la última dieta milagrosa fulminante, seguida, en la página posterior, por recetas de tarta de chocolate con licor, y combina exhortaciones a «sea usted mismo» con tests de capacidad sexual pensados para que todo el mundo que los rellene acabe sintiéndose impotente.

Catedrático con donación. Sólo había llevado a cabo una especie de intentona de investigación…, algo que tenía que ver con la sexualidad humana, y que jamás había producido el más mínimo dato.

Pero no se había esperado de él que fuese académicamente productivo, porque no había sido un miembro, propiamente dicho, de la Facultad, sino un simple asociado clínico. Uno más de las docenas de profesionales que ejercían la Psicología, y que buscaban tener un tufillo académico a través de una asociación con la Universidad.

Los asociados daban, ocasionalmente, clases como invitados sobre sus especialidades (en el caso de Kruse, se había tratado de la hipnosis y de una forma manipuladora de la psicoterapia que él denominaba Dinámica de la Comunicación), y servían como terapeutas y supervisores de los estudiantes graduados de Psicología Clínica. Una formidable simbiosis, que liberaba a los catedráticos «de verdad» para llevar a cabo sus peticiones de donaciones y sus reuniones de comité, al tiempo que servía para facilitar a esos asociados permisos de aparcamiento en la zona de profesores, billetes preferentes para los partidos de fútbol americano del equipo universitario, y entrada en el Club de la Facultad.

De eso a Catedrático con una donación de Blalock. ¡Increíble!

Pensé en la última vez que había visto a Kruse… hacía unos dos años. Nos habíamos cruzado casualmente en el campus, y los dos habíamos fingido no ver al otro.

Él andaba camino del edificio de Psicología, ataviado con un traje a medida, de paño inglés, con parches de cuero en los codos, pipa humeante, una estudiante a cada brazo. Soltándoles algo muy profundo a las chicas, mientras les metía mano como el que no quiere la cosa.

Volví a mirar esa caligrafía en plata. Cóctel a las cuatro. ¡Ahora, demos todos un viva al jefe!

Probablemente tendría algo que ver con un enchufe conseguido en Holmby Hills, pero aun así el nombramiento desafiaba toda comprensión.

Comprobé la fecha de la fiesta… era dentro de dos días… y luego volví a leer la dirección al pie de la invitación.

Skylark. Alondra… Los muy ricos bautizaban a sus casas, como si fueran hijos.

La Mar Road, sin número. Traducción: toda la calle es nuestra, so pobretones.

Me imaginé la escena: cochazos, tragos aguados y un exhibicionismo anonadante, pavoneándose por sobre el césped color verde dólar.

No era la idea que yo tenía sobre cómo pasar un rato divertido. Lancé la invitación a la papelera y me olvidé de Kruse. Y también de mi etapa académica.

Pero no iba a ser por mucho tiempo.

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