Cuando se hubo marchado, mi despreocupación se derrumbó. ¿Cuánta más mierda deseaba hallar, visto que ni lograba encontrarle sentido a la que ya había hallado hasta el momento?
Sesiones de seguimiento gratuitas.
Yo también había tenido mi seguimiento.
La escena con la foto de su gemela me había dejado anonadado, dolorido, incapacitado para concentrarme en el trabajo. Tres días más tarde empecé a llamarla, sin lograr respuesta. Cuatro días después reuní todo mi valor y regresé a la casa de Jalmia. No había nadie en ella. Inquirí en el Departamento de Psico y me dijeron que estaba de baja temporal. Ninguno de sus profesores parecía preocupado por ello, no era la primera vez que tenía una de estas ausencias… «por asuntos familiares»…, y luego siempre recuperaba las clases perdidas, era una estudiante realmente excepcional. Me sugirieron que hablase con su consejero, el doctor Kruse.
Cuando Kruse no me contestó, tras toda una semana de llamadas telefónicas, busqué la dirección de su oficina y me llegué hasta allí. El edificio eran cinco plantas de acero anodizado y cristal color bronce en Sunset, cerca de Doheny, con un vestíbulo en granito y moqueta marrón, y un ruidoso restaurante francés que se abría a la calle como café con terraza, en la planta baja. El directorio listaba una extraña mezcla de inquilinos: cerca de un tercio de psicólogos y psiquiatras, el resto empresas relacionadas con el cine…, compañías productoras, agencias, publicistas y agentes de actores.
La oficina de Kruse se hallaba en el piso alto. Su puerta estaba cerrada. Me arrodillé, abrí la tapa del buzón para la correspondencia y atisbé al interior. Oscuridad. Me alcé y miré en derredor. En el piso sólo había otra oficina, que acababa de llenarlo… Era de una empresa llamada Creative Image Associates. Sus puertas dobles también estaban cerradas.
Coloqué una nota bajo la placa del nombre de Kruse, dejándole mi nombre y número de teléfono, y pidiéndole que se pusiera en contacto conmigo, tan pronto le fuera posible, para un asunto relacionado con S. R. Luego, volví a ir a la casa de Jalmia.
La mancha de aceite del aparcamiento estaba seca, las hojas empezaban a marchitarse. El buzón estaba atestado con al menos una semana de correspondencia. Repasé las direcciones de las cartas, todo era propaganda, no había nada que me diera una pista de a dónde podría haberse ido.
La mañana siguiente, antes de dirigirme al Hospital, regresé al Departamento de Psico y conseguí la dirección privada de Kruse, mirando en los archivos de la Facultad. En las Pacific Palisades. Fui allí aquella tarde, y me puse a esperar que llegara.
Era a finales de noviembre, el mejor tiempo del año para L. A. El cielo justo se había oscurecido, pasando de un azul estilo El Greco a ser estaño brillante, y estaba hinchado con nubes de lluvia y tenso con la carga eléctrica.
La casa de Kruse era grande, rosada y de estilo español, en una calle privada que salía de Mandeville Canyon, justo un breve paseo desde la autopista de la costa y las altas y golpeantes mareas del otoño. La calle era estrecha y tranquila, las propiedades cercanas de gran tamaño, pero la de Kruse estaba abierta, sin altos muros o verjas.
La Psicología había sido buena con él. La casa era grácil, con más de cincuenta metros de jardín planificado a cada lado, adornada con terrazas, tejados estilo Monterrey, ventanas en madera trabajada a mano, vidrios emplomados. Dando sombra al lado sur del césped había un pino negro hermosamente retorcido…, un bonsai gigante. Y un par de plantas brasileñas de orquídeas habían salpicado el césped, recién cortado, con flores violetas. Un sendero semicircular, hecho de baldosas morunas, trazaba una U invertida a través del césped.
Al anochecer se prendieron unas luces coloreadas del exterior, y subrayaron los puntos más destacados de la decoración externa. Ni había coches ni sonido alguno. Más aislamiento al buen estilo cañón. Sentado aquí, recordé la casa de Jalmia… ¿sería la influencia del amo? Pensé en la historia de la herencia de Sharon, y me pregunté de nuevo si no le habría puesto Kruse la casa.
También me pregunté qué le habría pasado a la otra cría de la foto.
Apareció poco después de las ocho, conduciendo un Mercedes negro descapotable, de dos plazas, adornado en dorado y con la capota bajada. Forzó el motor para subir el sendero sin parar. Y, en lugar de abrir la puerta, pasó las piernas por encima de ella. Su largo cabello * amarillo era revoloteado de un modo perfecto por el viento; de su cuello colgaba de una cadena de oro unas gafas de sol de esas de espejo. No llevaba maletín, sólo una pequeña bolsa colgada al hombro, en piel de becerro, que hacía juego con sus botas. Vestía una chaqueta gris deportiva, en cachemira, jersey de cuello de cisne, en seda blanca, y tejanos negros. Un pañuelo negro de seda, con un reborde escarlata, se desparramaba desde el bolsillo del pecho de la chaqueta.
Mientras se dirigía a la puerta delantera, yo salí del Rambler. El ruido de la puerta al cerrarse le hizo darse la vuelta. Me miró. Corrí hacia él y me puse a la luz.
– Doctor Kruse, soy Alex Delaware.
A pesar de todos mis mensajes, mi nombre no provocó señal alguna de reconocimiento.
– Soy amigo de Sharon Ransom.
– Hola, Alex, soy Paul. -Una media sonrisa. Su voz era baja, surgida del pecho, modulada como la de un locutor de radio.
– Estoy tratando de localizarla -le dije.
Asintió con la cabeza, pero no me contestó. El silencio se alargó. Me sentí obligado a hablar.
– Desde hace más de dos semanas no está en su casa. Me preguntaba si usted sabría dónde está, doctor Kruse.
– A usted le preocupa ella -me dijo, como respondiéndome a una pregunta que yo no le había hecho.
– Sí, me preocupa.
– Alex Delaware -dijo.
– Le he llamado a usted varias veces, le he dejado mensajes en su oficina…
Gran sonrisa. Dio un cabezazo para colocarse el cabello. La masa amarilla saltó hacia atrás, luego reposó sobre su frente.
– Me encantaría poder ayudarle, Alex, pero no puedo.
Comenzó a caminar hacia su puerta.
– Por favor, doctor Kruse…
Se detuvo, se giró, miró por encima de su hombro, volvió sus ojos hacia mí y sonrió de nuevo. Pero la sonrisa tenía un giro agrio en las comisuras, como si el verme le pusiera enfermo.
A Paul le caes bien. Le cae bien lo que le he contado de ti.
– ¿Dónde está, doctor Kruse?
– El hecho de que ella no se lo dijese implica algo, ¿no?
– Sólo dígame si está bien. Si va a volver a L. A. o se ha ido para siempre.
– Lo lamento -me dijo-. No puedo hablar con usted de nada de esto. La confidencialidad del terapeuta…
– ¿Es usted su terapeuta?
– Soy su supervisor. E inherente a la relación de la supervisión hay bastante psicoterapia.
– El decirme si ella está bien no va a violar la confidencialidad.
Él negó con la cabeza, y entonces algo raro pasó con su cara.
La parte superior siguió siendo, toda ella, puro escrutinio: anchas ondas rubias y ojos marrón pálido con pintitas verdes que se clavaban en los míos con la intensidad de un Svengali. Pero de la nariz abajo, sus facciones se le habían soltado, con su boca retorciéndose en una mueca estúpida, casi de payaso.
Dos personalidades compartiendo un rostro. Tan extraño como uno de esos monstruos de circo, y el doble de desazonante, porque tras aquella cara había una hostilidad, un deseo de ridiculizar. De dominar.
– Dígale que me preocupo por ella -le pedí-. Dígale que, haga lo que haga, aún me preocupa.
– Que tenga usted una buena noche -dijo él. Y se metió en su casa.
Una hora más tarde, de vuelta en mi apartamento, yo estaba furioso, decidido a tirar de la cadena, para que ella y toda aquella mierda desapareciera de mi vida. Un mes después ya me había acostumbrado a la soledad y a una carga de trabajo aplastante, consiguiendo fingirme contento con todo aquello, de un modo lo bastante convincente como para hasta creérmelo yo, cuando llamó ella. Eran las once de la noche, acababa de llegar a casa, tan cansado que parecía que me hubiesen apaleado, y estaba muerto de hambre. Cuando oí su voz, mi resolución se derritió como la nieve vieja bajo el nuevo sol.
– He vuelto. Lo siento…, puedo explicártelo todo -me dijo-. Ven a mi casa dentro de una hora. Te compensaré por todo, lo prometo.
Me duché, me puse ropa limpia, y conduje hasta Nichols Canyon, preparado para hacer preguntas comprometidas, sin compasión. Ella me estaba esperando a la puerta, con un vestido de punto, color rojo llama y con mucho escote, que apenas si podía contenerla dentro. En su mano había una copa con algo rosa y que olía fuertemente a fresas. Tanto, que ocultaba su perfume…, nada de flores de primavera.
La casa estaba brillantemente iluminada. Antes de que yo pudiera hablar, tiró de mí hacia dentro y apretó su boca contra la mía, serpenteando con su lengua para meterla entre mis dientes, y manteniéndonos unidos a base de presionar con fuerza mi nuca, con una de sus manos. Su aliento estaba cargado de alcohol. Era la primera vez que la veía beber otra cosa que no fuera 7-Up. Cuando se lo comenté, se echó a reír, y lanzó la copa contra la chimenea. Se destrozó y dejó líneas de color rosa manchando la pared.
– Daiquiri de fresas, cariño. Supongo que estoy de un talante tropical. -Su voz era ronca, ebria. Me besó de nuevo, con más fuerza, y comenzó a ondular contra mí. Cerré los ojos y me hundí en la dulzura alcohólica del beso. Se apartó de mí. Abrí los ojos y la vi despojándose del vestido rojo, tambaleándose y lamiéndose los labios. La tela se le agarró a las caderas, cedió tras un tirón y cayó al suelo, convertida en un vulgar trapo rojo. Dio un paso, alejándose de mí, para que pudiera mirarla bien: sin sujetador, con un liguero de puntilla negra, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja.
Se pasó las manos por el cuerpo.
En lo abstracto, aquello no era más que una comedieta clasificada X, una burla de las imágenes de los catálogos de ropa interior erótica, una payasada. Pero ella era cualquier cosa menos abstracta, así que me quedé allí pasmado, alelado.
La dejé desnudarme con una práctica que al tiempo me excitaba y me asustaba.
Demasiado ágil en aquello.
Demasiado profesional.
¿Cuántas otras veces lo habría hecho?
¿A cuántos otros hombres? ¿Quién la habría enseñado?
Al infierno con todo aquello. No me importaba, la deseaba. Y ella me la tenía ya entre sus manos, masajeándola, mordisqueándola.
Nos abrazamos de nuevo, desnudos. Sus dedos viajaron sobre mi cuerpo, arañando, haciéndome heriditas. Puso mi mano entre sus piernas, cabalgó mis dedos, los envolvió.
– Ñam -dijo, volviendo a echarse atrás, haciendo piruetas y exhibiéndose.
Tendí la mano hacia el interruptor de la luz.
– No -me dijo-. Déjala brillar. Quiero verlo, verlo todo.
Me di cuenta de que las cortinas estaban abiertas. Nos hallábamos ante la pared de cristal, totalmente iluminados, dándole un espectáculo gratuito a Hollywood.
Apagué la luz.
– Aguafiestas -dijo ella y se arrodilló ante mí, sonriendo. Coloqué mis dedos sobre su cabello, sentí cómo me la envolvía con sus labios y caí hacia atrás, perdido en un vórtice de placer. Ella retrocedió un instante para recuperar el aliento, y me dijo-: ¡Vamos, las luces! Quiero verla.
– En la alcoba -jadeé. Alzándola en brazos, la llevé pasillo abajo mientras seguía besándome y acariciándomela. Las luces del dormitorio estaban encendidas, pero las altas ventanas nos daban intimidad.
La coloqué encima del cubrecamas. Se abrió como lo hace un libro por la página favorita. Me puse encima.
Ella arqueó la espalda y alzó sus piernas en el aire. Me metió en ella y movió rítmicamente sus caderas, manteniéndome a la distancia de sus brazos, para así poder contemplar el pistoneo que fundía nuestras carnes.
En otro tiempo ella había estado casada con la modestia, pero ya se había divorciado…
– ¡Estás dentro de mí, oh Dios! -Se dio pellizcos en los pezones, se tocó ella misma, se aseguró de que yo la estuviera mirando.
Me cabalgó, me la retiró, me la tomó en su mano, se la frotó por la cara, me la colocó entre sus pechos, me la acarició con la suave maraña de sus cabellos. Luego se metió debajo mío, tiró de ella con fuerza y me lamió el ano.
Un momento más tarde estábamos unidos, de pie, con la espalda de ella contra la pared. Luego, me colocó cerca del pie de la cama y se sentó encima mío, mirando por encima de mi hombro al espejo que había en su tocador. No satisfecha con esto, me apartó de un empujón y me llevó a tirones al baño. De inmediato me di cuenta del motivo: los altos armarios con espejos en dos costados, espejos que podían ser movidos y colocados en posición, para disfrutar de vistas laterales, de vistas traseras. Después de preparar su escenario, se sentó en la fría repisa de mosaico, temblorosa y con la piel de gallina, me volvió a meter dentro suyo, y comenzó a correr la vista de un lado a otro.
Acabamos en el suelo del baño, ella acurrucada encima mío, tocándose, trazando un sendero vaginal arriba y abajo de mi pecho, luego volviéndose a empalar.
Cuando yo cerré mis ojos, ella gritó:
– ¡No! -y los abrió con sus dedos. Finalmente se perdió en el placer, abrió la boca mucho, y gimió y gruñó. Sollozó y se tapó el rostro.
Y se corrió.
Yo estallé un momento más tarde. Ella se liberó, me lamió con fuerza y siguió moviéndose, golpeándose con fuerza contra las baldosas, usándome egoístamente, llegando por segunda vez al clímax.
Volvimos tambaleantes a la alcoba y nos quedamos dormidos uno en los brazos del otro, con las luces aún encendidas. Dormí y me desperté sintiéndome como drogado.
Ella no estaba en la cama. La encontré en la sala de estar con el cabello recogido con pinzas, vestida con unos apretados tejanos y una camiseta de tirantes… otro nuevo aspecto. Sentada en una tumbona, bebiendo otro daiquiri de fresas y leyendo una revista técnica, sin darse cuenta de mi presencia.
La contemplé meter un dedo en la bebida, sacarlo cubierto de espuma rosa y lamérselo.
– Hola -dije, sonriendo y estirándome.
Ella me miró. Su expresión era extraña: plana, aburrida. Luego se calentó y se tornó fea. Despectiva.
– ¿Sharon?
Dejó la copa sobre la moqueta y se levantó.
– De acuerdo -me dijo-. Ya has conseguido lo que deseabas, so canallesco cipote. Ahora, date el piro de aquí, coño. ¡Lárgate de una jodida vez de mi vida… lárgate!
Me vestí apresurado, descuidadamente, sintiéndome tan poco valioso como una roña. Pasé corriendo junto a ella, salí de la casa y me metí en el Rambler. Con manos temblorosas puse en marcha el coche y me abalancé Jalmia abajo.
Sólo cuando estuve en Hollywood Boulevard me tomé algo de tiempo para respirar.
Pero el respirar me hacía daño, como si me hubieran envenenado. De repente deseé destruirla. Chupar su toxina y escupirla fuera de mi cuerpo.
Aullé.
Con la cabeza llena de pensamientos asesinos, pasé a toda velocidad por calles oscuras, tan peligroso como un conductor borracho.
Entré en Sunset, pasé clubs nocturnos y discotecas, rostros sonrientes que parecían burlarse de mi desgracia. Para cuando llegué a Doheny, mi rabia había pasado a ser una tristeza que me mordisqueaba. Y asco.
Ya se había acabado…, no más jodiendas mentales.
Ya se había acabado.
El recordarlo me había bañado en un sudor frío.
Sesiones de seguimiento.
Ella también había tenido su seguimiento. Con pastillas y una pistola.