Me registraron, confiscaron mi reloj, llaves y cartera, y me metieron en un coche que olía a nuevo. -Acomódate, hijo -me dijo Hummel, colocándome en el asiento trasero y quitándome las esposas. Cerró la puerta de golpe. Le oí dar la vuelta para ir al frente; luego se puso en marcha el motor… con sordina, como si yo tuviera algodón en los oídos.
Levanté un poco el vendaje de un ojo, e inspeccioné el interior del coche: tenía ventanillas oscurecidas, que sólo dejaban entrar atisbos de luz. Una partición de cristal negro sellaba la parte de atrás del coche. Era una celda tapizada de vinilo gris: un asiento duro como una piedra, alfombrado de nailon, techo de tela. No había luz en el techo, ninguna ornamentación, y tampoco clave alguna de qué clase de coche se trataba. Por el estilo parecía un coche económico, de tamaño medio, hecho en los Estados Unidos: uno de los modelos más baratos de la Ford, Dodge u Oldsmovile, pero con una peculiaridad… no había manijas en las puertas. Ni ceniceros o cinturones de seguridad. Y nada de metal.
Pasé las manos por las puertas, tratando de hallar algún cierre oculto. Nada. Un golpe seco en la partición no obtuvo respuesta. La prisión de San Quintín sobre ruedas.
Comenzamos a movernos. Me quité del todo el vendaje. Era un elástico negro, grueso, sin marcas de ninguna clase. Ya hedía del miedo que había en mi sudor. Oí el golpear de la grava, pero ahogado, como el encendido. El coche estaba aislado de ruidos.
Apreté la cara contra el espejo, pero sólo vi mi reflejo contra el oscurecido cristal. Y no me gustó el aspecto que tenía.
Fuimos tomando velocidad. Lo noté del mismo modo en que uno nota la aceleración en un ascensor: por un tirón de las tripas. Aislado del mundo, sólo podía escuchar a mi propio miedo…, era como si me hallase en una cripta.
Un súbito giro hizo que me deslizara por el asiento. Cuando el coche se estabilizó, le di una patada a la puerta. Luego, le di otra patada, de karate, con mucha fuerza. Nada. Di puñetazos a la ventanilla hasta que me hicieron daño los puños, ataqué a la partición. Ni siquiera noté una vibración.
Supe entonces que estaría allí tanto tiempo como ellos deseasen que estuviese. Noté una constricción en el pecho. Cualquier sonido de la carretera que dejase pasar el aislamiento era tapado por el latir de mi corazón.
Me habían privado sensorialmente; la clave era, pues, recuperar mi orientación. Busqué signos de dirección mentales; la única cosa que me quedaba era el tiempo. Pero no tenía reloj.
Comencé a contar: Mil uno. Mil dos. Me acomodé para la duración del viaje.
Tras unos cuarenta y cinco minutos, el coche se detuvo. Se abrió la puerta trasera izquierda. Hummel se inclinó y atisbo dentro. Usaba gafas de sol de espejo y mantenía un Colt 45 niquelado de cañón largo, paralelo a su pierna.
Tras él había un suelo de cemento. Y una oscuridad teñida de sepia. Olí humos de escape de coches.
Alzó su otra mano hasta la bragueta y se colocó bien el paquete.
– Es hora de cambiar de vehículo, hijo. Te voy a tener que esposar de nuevo. Inclínate hacia delante.
Ninguna mención de que me había quitado el vendaje de los ojos. Lo metí tras el asiento e hice lo que me decía, portándome como un buen prisionero. Esperaba que el mostrarme obediente me comportaría el seguir manteniendo el privilegio de la visión. Pero en el mismo momento en que mis manos estuvieron esposadas, me colocó de nuevo el elástico.
– ¿A dónde vamos? -pregunté. Estúpida pregunta. El estar indefenso te hace decir cosas como ésa.
– De paseo. Vamos, C.T., démonos prisa.
Una puerta se cerró de golpe. La voz de Trapp dijo:
– Movamos a este pavo -lo decía divertido.
Un instante después olí a Aramis, y escuché el zumbido de su susurro a mi oído.
– El jodido mayordomo es el culpable. ¿No te parece divertido, marica?
– Vaya, vaya -comenté-. ¿Qué lenguaje es ése para un cristiano renacido?
Un repentino dolor tras una oreja: un golpe con un dedo.
– Cierra tu jodi…
– C.T. -le dijo Hummel.
– Vale.
Doble agarrada por los sobacos. Sonido de pasos. Los humos de coche se notaban más fuertes.
Un aparcamiento subterráneo.
Veintidós pasos. Alto. Espera. Zumbido mecánico. Engranajes chirriando, algo que se deslizaba, para acabar con un sonido metálico.
La puerta de un ascensor.
Un empujón hacia adelante. La puerta que se desliza para cerrarse. Clic. Subida rápida. Otro empujón. Y un olor a gasolina tan intenso, que casi la podía saborear.
Más cemento. Un sonoro soplido, que se hacía más fuerte. Muy fuerte. La gasolina… No, era algo más intenso. Un olor a aeropuerto. Combustible de reactor. Zuuum zuuuumm. Oleadas de aire frío abriéndose camino por entre el calor.
Hélices. Un lento latir, que iba tomando velocidad. El rotor de un helicóptero.
Me arrastraron hacia delante. Pensé en Seaman Cross, llevado con los ojos tapados a un campo de aterrizaje a menos de una hora de coche de L.A. Y luego trasladado por el aire al domo de Leland Belding. En algún lugar del desierto.
El ruido del rotor se hizo ensordecedor, interrumpiendo mis pensamientos. Soplos de turbulencia me abofeteaban la cara, me pegaban la ropa al cuerpo.
– Ahora hay un escalón -gritó Hummel, aplicando presión bajo mi codo, empujándome, alzándome-. Levanta el pie, hijo. Ahí estás… bien.
Subiendo. Un escalón, dos escalones. Madre, ¿puedo…? Media docena, aún más.
– Sigue andando -me dijo Hummel-. Ahora detente. Un pie hacia adelante. Allá vamos. Buen chico.
La mano en mi cabeza, apretándomela hacia abajo.
– Baja la cabeza, hijo.
Me colocó en un asiento anamórfico y me ató con un cinturón. Una puerta fue cerrada de golpe. Se me taponaron los oídos. El nivel de ruido descendió un punto, pero siguió siendo alto. Oí cháchara de radio, una nueva voz que venía de delante: de hombre, plana como la de los militares, diciéndole algo a Hummel. Éste le respondió. Estaban planificando algo, con las palabras ahogadas por el rotor.
Un momento más tarde nos alzamos con un tirón que me hizo botar y saltar como si fuera una bola de pachinko. El helicóptero se tambaleó, subió nuevamente, ganó estabilidad.
Suspendido en medio del aire.
Pensé de nuevo en la zambullida dada por Seaman Cross desde la notoriedad hasta la muerte. Perdiendo las notas en una bóveda pública. Los libros retirados. Encerrado, violado. Y luego la cabeza en el horno.
Si tienes razón en la décima parte de todo esto, estamos enfrentándonos a gente con los brazos muy largos.
El helicóptero seguía subiendo. Me enfrenté con los temblores que querían apoderarse de mí, trabajé duro en hacerme a la idea que esto era como un viaje en una de las atracciones de Disneylandia.
Y subía, subía, subía.
Llevábamos más de dos horas viajando, según mi lenta cuenta de números, cuando en la parte delantera de la carlinga sonaron más palabreos de radio y noté que el helicóptero sufría un descenso en altura.
Más charloteo radial. Una palabra que se entendía: «Vale».
Picamos para aterrizar. Recordé haber leído en algún sitio que los helicópteros tenían una velocidad de crucero de entre los 90 y los 125 nudos. Si mis cuentas eran correctas, eso significaba un viaje de unos trescientos o cuatrocientos kilómetros. Mentalmente tracé un círculo con L.A. en el centro. Longitudinalmente iba de Fresno a México. En su eje este-oeste iba desde el desierto del Colorado a algún lugar en el Pacífico.
No faltaba el desierto en tres de las direcciones.
Otra fuerte caída. Momentos más tarde golpeamos tierra firme.
– Suave -dijo Hummel.
A los pocos segundos olí su aliento, cálido y con sabor a menta, dándome en el rostro; y lo oí gruñir mientras me aflojaba el cinturón.
– ¿Has disfrutado del viaje, hijo?
– No ha estado mal -dije, tomando prestada la voz de algún otro… algún tenor cómico de tono tembloroso-. Pero la película que nos han puesto era pésima.
Se echó a reír, me tomó del brazo, me guió fuera del helicóptero y hacia abajo.
Tropecé un par de veces. Hummel me mantuvo en pie y en movimiento, sin perder el paso.
El viejo método para llevar a la fuerza a la gente que, sin duda, había usado con un millar de borrachos en Las Vegas.
Caminamos hasta la lenta cuenta de cuatrocientos. El aire era caliente, muy seco. Y silencioso.
– Quédate aquí -me dijo y oí el sonido, como de cascos de caballo, de las pisadas de sus botas que se alejaban. Luego nada.
Me quedé allí, sin vigilancia, durante una cuenta de trescientos. Trescientos más. Diez minutos. Dejado solo.
Otros cinco minutos y empecé a preguntarme si iba a regresar. Tres más y deseé que sí lo hiciera.
Su irse significaba que el intentar una escapatoria sería una estupidez. Traté de imaginarme en dónde estaría. ¿Al borde de un precipicio? ¿Haciendo de blanco en un campo de tiro?
¿O simplemente dejado en medio de la nada…, como plato sorpresa para el desayuno de escorpiones y buitres?
Me vino a la mente el obituario de Donald Neurath…, por causas no especificadas, mientras estaba de vacaciones en México.
Quizá Hummel estuviera marcándose un farol. Pensé en si moverme. La incertidumbre soldaba mis junturas. Yo era un hombre con un pie sobre una mina explosiva y la inmovilidad era mi condena de por vida.
Seguí allí, contando, sudando, tratando de mantenerme. Soportando el gotear lento y espeso del tiempo, aún más frenado por el miedo. Finalmente, me obligué a mí mismo a dar un paso hacia delante; un paso de bebé. ¿Puedo, Mami? ¡Por favor!
Terreno sólido. Y nada de fuegos artificiales.
Otro paso. Giré un pie en un lento arco, probando…, no había cables con los que tropezar, y estaba avanzando centímetro a centímetro, cuando sonó un gemido eléctrico en alguna parte tras de mí.
Se paraba y se callaba. Gemido, alto, gemido.
Un carrito de golf o algo así. Se acercaba más. Sonido de pasos.
– Bonita danza, hijo -dijo Hummel-. Si es para provocar la lluvia, no nos vendría mal.
Me metió en el carrito. Tenía pequeños asientos y carecía de techo. Rodamos bajo un sol de justicia, durante unos quince minutos, antes de que detuviera el carrito, me bajase y me llevase a través de una puerta giratoria al interior de un edificio en el que el aire acondicionado era gélido.
Pasamos a través de otras tres puertas, cada una de las cuales se abría tras una serie de clics, luego hizo un giro hacia la derecha, dio treinta pasos más y entró en una habitación que olía a desinfectante.
– Estate tranquilo, y nadie te hará daño -me dijo.
Se oyeron muchas pisadas. Me sacaron las esposas. Varios grupos de manos me agarraron de brazos y piernas, me sujetaron la cabeza, la echaron hacia atrás. Unos dedos llenaron mi boca, buscaron debajo de mi lengua. Sentí arcadas.
Me quitaron la ropa. Las manos recorrieron todo mi cuerpo, rebuscaron entre mi cabello, hurgaron en mis sobacos, investigaron mis orificios… diestra, rápidamente, sin la menor muestra de un interés lujurioso. Luego, me vistieron de nuevo, me abrocharon y cerraron las cremalleras, todo hubo terminado en un par de minutos.
Me pasaron por otras dos puertas cliqueteantes y me depositaron en un enorme y mullido sillón… de cuero, fragante de taninos.
Se cerró la puerta.
Para cuando me arranqué la venda de los ojos, ya habían desaparecido.
La habitación era grande, oscura, decorada en un estilo de rancho moderno: paredes de madera, alfombras de los indios navajos sobre suelos de pino, un candelabro hecho con una rueda de carro, colgado con una cadena de las vigas de un techo que parecía el de una catedral, un tresillo tapizado con cuero, una cabeza de ciervo, pinturas en las paredes de vaqueros con aspecto cansado, y estatuillas en bronce de caballos encabritados.
En el centro de la habitación había un gran escritorio, con patas de garras y sobre en cuero. Tras el mismo una pared entera, del techo al suelo, estaba dedicada a mostrar una colección de pistolas de pedernal y fusiles antiguos.
Tras el escritorio estaba sentado Billy Vidal, con los ojos brillantes y el cabello cortado al cepillo, la mandíbula cuadrada y todo él meticulosamente atildado. Su color moreno, como de té fuerte, quedaba perfectamente contrastado por un jersey de cuello de cisne, color marfil, bajo otro de cachemira, con escote en uve y de color blanco. Nada de disfraces de vaquero para el presidente del Consejo de Magna; él iba de elegante de Palm Beach, como para presentarse en el club de golf. Sus manos estaban planas sobre la mesa, con la manicura hecha, suaves como las de un niño.
– Muchas gracias por haber venido, doctor Delaware.
Su voz no concordaba con el resto de él: era un croar ronco y débil, que se cuarteaba entre palabras.
No dije nada.
Me miró fijamente con ojos pálidos, mantuvo la mirada un rato y luego dijo:
– Eso era una forma de romper el hielo, que me ha salido mal. -Sus últimas palabras se fueron debilitando hasta casi sólo ser un mover de los labios. Se aclaró la garganta y produjo más susurros de laringe-: Lamento cualquier inconveniencia que le hayamos causado. Pero no me pareció que hubiera otro modo de hacer esto.
– ¿Otro modo para hacer el qué?
– Para disponer que tuviésemos una charla.
– Lo único que tenía que haber hecho usted era habérmelo pedido.
Agitó la cabeza.
– El problema fue el cuándo. Hasta hace bien poco no estaba seguro de que fuese conveniente el que nos viésemos. He estado dándole vueltas a esta cuestión desde que usted empezó a hacer preguntas.
Tosió, se dio unas palmaditas en la nuez de la garganta.
– Pero hoy, cuando visitó a mi hermana, usted decidió por mí. Había que hacer las cosas rápida y cuidadosamente. Así que, una vez más, le presento mis excusas por el modo en que ha sido traído aquí, y espero que podamos dejar eso a un lado y seguir adelante.
Aún podía notar el escozor de las esposas en derredor de mis muñecas, y luego pensé en el viaje en helicóptero, en el miedo que había pasado mientras esperaba a Hummel y su carrito de golf, en cómo me habían metido dedos por el ano…
Bonita danza, hijo. Supe que mi ira me debilitaría, si la dejaba apoderarse de mí.
– Seguir adelante… ¿a dónde? -pregunté, sonriendo.
– A nuestra charla.
– ¿Sobre qué tema?
– Por favor, doctor -raspó-, no pierda un tiempo precioso haciéndose el tonto.
– ¿Anda usted corto de tiempo?
– Mucho.
Otra competición de miradas. Sus ojos no se apartaron, pero perdieron el foco, y me di cuenta de que estaba en algún otro lugar.
– Hace treinta años -me dijo-, tuve la oportunidad de ser testigo de una prueba atómica realizada conjuntamente por la Magna Corporation y el Ejército de los EE.UU. Un acontecimiento festivo, con rigurosa invitación, allá en el desierto de Nevada. Pasamos la noche en Las Vegas, tuvimos una fiesta maravillosa, y nos plantamos en el lugar antes de que los cielos se iluminasen. La bomba estalló justo cuando despuntaba el alba…, un amanecer supercargado. Pero algo funcionó mal: un repentino cambio en la dirección del viento, y todos nosotros fuimos expuestos al polvo radioactivo. El Ejército dijo que había poco riesgo de contaminación… y nadie se preocupó mucho de aquello, hasta hace unos quince años, cuando empezaron a aparecer los casos de cáncer. Las tres cuartas partes de los presentes en aquella mañana están muertos. Varios más están terminalmente enfermos. Para mí, es sólo cuestión de tiempo.
Miré su rostro bien alimentado, toda esa dermis como de bronce bruñido y le dije:
– Tiene usted un aspecto más saludable que yo.
– ¿Sueno a saludable?
No le contesté.
– En realidad -dijo-, estoy sano… por el momento. Bajo en colesterol, excelente en lípidos, un corazón tan potente como un alto horno. Unos pequeños nódulos de mi esófago extraídos quirúrgicamente el año pasado, y no hay muestras de que se esté extendiendo.
Se bajó el tejido del jersey de cuello de cisne y me mostró una herida color rosa fuerte con ampollas.
– Tengo la piel delicada, me salen heridas queloides… ¿cree usted que debería molestarme en hacerme la cirugía estética?
– Eso depende de usted.
– Lo he pensado, pero me parece algo así como pretencioso por mi parte. El cáncer volverá. Irónicamente, el tratamiento incluye radiación. Y no es que el tratamiento haya influido demasiado.
Se volvió a poner bien el cuello de la prenda. Se palmeó la nuez.
– ¿Y qué hay de Belding? -pregunté-. ¿También él resultó expuesto?
Sonrió, y negó con la cabeza.
– Leland estaba protegido. Como siempre.
Aún sonriendo, abrió un cajón del escritorio, sacó una pequeña botella rociadora de plástico, y se echó al interior de la garganta algún tipo de nebulización. Tragó profundamente un par de veces, volvió a guardar la botella, se recostó en su sillón, y sonrió más abiertamente.
– ¿De qué quiere usted charlar? -le pregunté.
– De cosas que parecen interesarle a usted. Estoy dispuesto a satisfacer su curiosidad, con la condición de que deje usted de levantar piedras para ver qué hay debajo. Sé que sus intenciones son honorables, pero no se da usted cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser.
– No veo cómo puedo añadir nada a la destrucción que ya ha tenido lugar.
– Doctor Delaware, deseo abandonar este mundo sabiendo que se ha hecho todo lo posible para proteger a ciertas personas.
– ¿Tales como su hermana? ¿Y no es esa protección, precisamente, lo que ha causado todos los problemas, señor Vidal?
– No, eso es incorrecto… pero, claro, usted sólo ha visto una parte del todo.
– ¿Y me va a mostrar usted ese todo?
– Sí. -Tos-. Pero tiene que darme su palabra de que dejará de husmear, que permitirá que, por fin, las cosas descansen.
– ¿Y por qué fingimos que tengo elección? -le repliqué-. Si no le doy lo que usted quiere, siempre puede aplastarme como a un bicho. Del mismo modo en que aplastó a Seaman Cross, Eulalee y Cable Johnson, Donald Neurath, los Kruse.
Estaba divertido.
– ¿Cree usted que yo he destruido a toda esa gente?
– Usted, la Magna… ¿qué diferencia hay?
– ¡Ah… la gran empresa estadounidense, vista como la nueva reencarnación de Satanás!
– Sólo esta empresa en particular.
Su risa era débil y siseante.
– Doctor, aunque tuviera algún interés en… aplastarle a usted, no lo haría. Ha adquirido usted una cierta… aura de gracia.
– ¿Cómo?
– Oh, sí. Hubo alguien que lo quería a usted mucho. Una persona encantadora y amable… por quien ambos sentíamos afecto.
No el bastante afecto como para impedirle borrar su identidad.
– Vi a ese alguien hablándole en aquella fiesta -le dije-. Deseaba algo de usted. ¿Qué era?
Los pálidos ojos se cerraron. Se apretó las sienes con los dedos.
– De Holmby Hills a Willow Glen -dije-. Quinientos dólares al mes, en un sobre sin marca alguna. No suena como si usted le tuviera mucho afecto.
Abrió los ojos.
– ¿Quinientos? ¿Eso es lo que le dijo Helen?
Lanzó otra risa silbante, rodó su silla hacia atrás, puso los pies sobre su escritorio. Vestía pantalones negros de pana, zapatos castaños de piel de cordero, con calcetines de cuadros escoceses. Las suelas de sus zapatos estaban pulimentadas, sin marcas, como si jamás hubieran tocado el suelo.
– De acuerdo -dijo-. Basta ya de rodeos. Dígame lo que usted cree que sabe… y yo corregiré sus errores.
– Lo que quiere decir que así averiguará hasta qué punto puedo causarles problemas y luego actuará en consecuencia.
– Comprendo el motivo por el cual usted puede verlo así, doctor. Pero lo que realmente deseo es ofrecerle algo de educación preventiva… dándole a usted una visión completa, para que así no tenga ya ninguna necesidad de causar problemas.
Silencio.
– Si mi oferta no le atrae, haré que lo lleven inmediatamente de vuelta a casa.
– ¿Qué posibilidades tengo de llegar allí con vida?
– Un ciento por ciento. A menos que Dios decida otra cosa.
– O Dios haciéndose pasar por la Magna Corporation.
Se echó a reír.
– De eso me he de acordar. Entonces, doctor, ¿qué hacemos? Usted elige.
Estaba a su merced. El seguirle la corriente significaba enterarse de más cosas. Y ganar tiempo. Así que le dije:
– Adelante. Edúqueme señor Vidal.
– Excelente. Hagámoslo como caballeros, mientras cenamos. -Apretó algo en la parte delantera de su escritorio. La pared con la colección de armas hizo una media rotación, revelando un estrecho pasadizo con una puerta mosquitera que se abría al exterior.
Salimos a un largo patio cubierto, sostenido por columnas de madera de color gris marrón y pavimentado con baldosas mexicanas color óxido. Unas buganvilias arreladas en macetas de barro reptaban en derredor de las columnas y llegaban hasta el techo, en donde se desparramaban. Cestas de mimbre con colas de burro y plantas jade colgaban de las vigas. Una gran mesa redonda estaba cubierta con tela de damasco azul cielo y preparada para dos: platos de arcilla, cubertería de plata labrada, copas de cristal tallado y un centro de hierbas secas y flores. Había estado seguro de lo que yo iba a elegir.
Un camarero mexicano apareció de la nada y me sostuvo la silla. Pasé junto a él, seguí más allá, cruzando el patio, y salí al aire libre. La posición del sol me decía que se aproximaba el crepúsculo, pero el calor era más propio del mediodía.
Caminé hasta estar lo bastante lejos del edificio como para poderlo ver por entero: largo, bajo, de una sola planta, con paredes imitando el adobe, ventanas acabadas con el mismo color gris marrón de las columnas. Senderos de losas de piedra que cortaban su camino a través de la media hectárea, más o menos, de césped, bordeado por gazanias amarillas. Más allá de la hierba había polvo seco y un corral vacío. Más allá del corral, más polvo, kilómetros de polvo, con la monotonía de color bizcocho rota únicamente por matas de áloe y árboles de Joshua, y manchas de sombras cenicientas, que parecían las de uno de esos cuadros de «píntelo siguiendo los números».
Mis ojos bajaron hasta fijarse en un punto en especial del césped, buscando allí un banco de jardín, en madera. Nada. Pero, de todos modos, mi memoria colocaba uno allí.
Un lugar donde posar para una foto.
Dos niñitas vestidas de vaqueras, comiendo helado.
Miré hacia atrás, a Vidal. Se había sentado y estaba abriendo su servilleta, diciéndole algo al camarero, mientras éste le llenaba el vaso de vino.
El camarero lanzó una carcajada, llenó mi vaso y se marchó.
El antes llamado Billy el Celestino me mostró mi silla con la mano.
Le eché otra mirada a las montañas, y ahora sólo vi piedra y arena. El juego de las luces y las sombras sobre una superficie inanimada.
Todos los recuerdos borrados.
Vidal me llamó con un gesto.
Caminé de regreso al patio.