Sharon estaba sentada al borde de la tercera cama, con las manos cruzadas sobre su regazo. Una sonrisa, tan fina como un papel de fumar, adornaba sus labios.
Vestía un largo vestido blanco que se abotonaba por delante. Su cabello estaba peinado hacia los lados, con raya en el centro. Sin maquillaje, ni joyas. Con sus ojos con tintes púrpura a la luz del domo.
Se agitó nerviosa, bajo mi mirada. Dedos largos. Brazos tan suaves como la mantequilla. Los pechos empujando el tejido de su vestido. Era seda. Caro, pero aun así parecía el uniforme de una enfermera.
– Hola, Alex.
La mesa giratoria de Shirlee Ransom contenía pañuelos de papel, una bolsa de agua caliente, un aspirador de mucosidades, una jarra de agua y un vaso vacío. Tomé el vaso, lo hice rodar entre mis palmas y lo volví a dejar.
– Ven -me dijo.
Me senté junto a ella y dije:
– Alzada de entre los muertos, como Lázaro.
– Nunca descendí entre ellos -me corrigió.
– Pues alguien sí que lo ha hecho.
Asintió con la cabeza.
– ¿La del traje rojo? -pregunté-. ¿De los daiquiris de fresa?
– Ella.
– ¿Era ella la que dormía con tus pacientes?
Se movió, de modo que nuestros costados se tocaron.
– Ella. Quería hacerme daño, y no le importaba si para ello tenía que hacer daño a otros. No supe nada de todo esto, hasta que comenzaron a lloverme las cancelaciones de las consultas. Todo había ido tan bien… la mayor parte de mis casos eran de período corto de tratamiento, pero todo el mundo me apreciaba. Les llamé. La mayoría de ellos se negaron a hablarme. Un par de esposas sí lo hicieron, llenas de ira, amenazadoras. Era como un mal sueño. Luego, Sherry me contó lo que había hecho. Entre carcajadas. Había pasado unos días conmigo y me había cogido la llave de la oficina y se había hecho una copia. La había usado para husmear en mis archivos, escoger a los que le habían parecido más monos, ofrecerles visitas de seguimiento gratuitas… y tirárselos, para luego largarlos. Así es como me lo explicó ella. Cuando estuve lo bastante calmada, le pregunté el porqué. Y me contestó que una mierda me iba a dejar jugar a la doctora y comerle el coco a ella.
Colocó su mano sobre mi pierna. Tenía la palma húmeda.
– Sabía que me tenía manía, Alex, pero jamás me imaginé que llegase tan lejos. Cuando nos reunimos por primera vez, actuó como si me amase.
– ¿Cuándo fue eso?
– En mi segundo año en la escuela para graduados. En otoño.
Sorprendido, le pregunté:
– ¿No fue en verano?
– No, en otoño. En octubre.
– ¿Y cuál fue el asunto familiar que te impidió venirte conmigo a San Francisco?
– Terapia.
– ¿Darla o recibirla?
– Mi propia terapia.
– Que te daba Kruse.
Asentimiento con la cabeza.
– Era un momento crucial. No podía dejarlo. Estábamos tratando asuntos… Realmente era un asunto familiar.
– ¿Y dónde estabas viviendo?
– En su casa.
Yo había ido allí, buscándola, contemplando la cara de Kruse dividirse en dos…
Que tenga un buen día…
– Fue realmente intenso -me aseguró ella-. Él quería controlar todas las variables.
– ¿Y no tuviste problemas para dormir allí?
– Yo… No, él me ayudó. Me relajó.
– Hipnosis.
– Sí. Me estaba preparando… para que me viese con ella. Pensaba que sería un proceso curativo. Para ambas. Pero había infravalorado el mucho odio que aún quedaba.
Siguió en calma, pero la presión de su mano aumentó.
– Ella estaba actuando, Alex. Para ella era fácil… había estudiado teatro.
Algunos acaban en la pantalla o los escenarios…
– Una interesante elección de carrera -comenté.
– No era una carrera, sólo un antojo. Como todo lo demás en ella. Primero lo usó para acercarse a mí, luego para fijar sus miras en lo que yo más quería, tú; luego, años más tarde, en mi trabajo. Sabía lo mucho que mi trabajo representaba para mí.
– ¿Y por qué no te sacaste la licencia?
Se tironeó el lóbulo de la oreja.
– Demasiadas… distracciones. No estaba preparada.
– ¿Eso fue una opinión de Paul?
– Y mía.
Se apretó contra mí. Su tacto me parecía opresivo.
– Eres el único hombre al que he amado, Alex.
– ¿Y qué hay de Jasper? ¿Y Paul?
La mención del nombre de Kruse la hizo estremecerse.
– Hablo de un amor romántico. De un amor físico. Tú eres el único que ha penetrado en mí.
No dije nada.
– Es cierto, Alex. Sé que tenías tus sospechas, pero Paul y yo nunca hicimos nada así. Yo era su paciente… y el dormir con un paciente es algo así como un incesto. Incluso después de que la terapia ha acabado.
Algo en su voz me hizo echarme atrás.
– Vale. Pero no olvidemos a Mickey Starbuck.
– ¿A quién?
– A tu coprotagonista. En Examen Médico.
– ¿Era ése su nombre, Mickey? Lo único que sé es que era un profesional al que Paul había tratado para quitarle la adicción a la cocaína. Allá en Florida. Y yo no he estado nunca en Florida.
– ¿Ella?
Asintió la cabeza.
– ¿Y quién le propuso el papel?
– Sé que todo eso no tiene muy buen aspecto, pero lo cierto es que Paul pensó que podría ser curativo.
– Terapia radical. El trabajar el problema.
– Tendrías que haberlo visto en su contexto, Alex. Había trabajado con ella durante años sin tener demasiado éxito. Tenía que intentar algo.
Miré a otra parte, contemplé lo que me rodeaba. El punto grueso de la alfombra azul. Los mensajes familiares de los carteles. No había un jodido lugar como el hogar.
Un hogar en forma de nave espacial. Era como si unos extraterrestres hubiesen bajado a la Tierra a la caza de especímenes para un zoo interplanetario, y hubiesen preparado un hábitat «medio americano», con todos sus lugares comunes.
Cuando volví a mirarla, estaba sonriendo. Con una sonrisa luminosa. Demasiado luminosa. Como el hielo antes de cuartearse.
– Comprendo lo extraño que todo esto debe de sonarte, Alex. Es difícil resumir tantos años en sólo unos pocos minutos.
Le devolví la sonrisa, dejé que se viese mi confusión.
– Es arrollador… la dinámica que tiene… como todo se ensambla entre sí.
– Haré todo lo que pueda para aclarártelo.
– Te lo agradeceré.
– ¿Por dónde querrías que empezase?
– Por el principio; me parece que es un lugar tan bueno como cualquier otro.
Puso su cabeza en mi hombro.
– Ése es el problema: realmente, no hay un principio -me dijo, con la misma voz desencarnada que había usado, años antes, para hablarme de la muerte de sus «padres»-. Mis primeros años son como una mancha desdibujada. Me han hablado de ellos, pero es como oír una historia acerca de otra persona. De eso es de lo que iba la terapia, aquel verano. Paul estaba tratando de desbloquearme.
– ¿Regresión de edad?
– Regresión de edad, libre asociación, ejercicios de Gestalt… todas las técnicas estándar. Cosas que yo misma he usado con mis pacientes. Pero ninguna funcionó. No podía recordar nada. Quiero decir que, intelectualmente, yo comprendía el proceso defensivo, sabía que estaba reprimiéndome, pero eso no me ayudaba aquí dentro -y colocó mi mano sobre su vientre.
– ¿Hasta cuánto atrás puedes recordar? -le pregunté.
– Tiempos felices. Shirlee y Jasper. Y Helen. Tío Billy me ha dicho que la conociste ayer. ¿No es una persona realmente excepcional?
– Sí, lo es. -Ayer. Parecía haber sido hacia siglos-. ¿Sabe ella que tú estás viva?
Hizo una mueca, como si le hubiesen dado un bofetón. Se dio un fuerte tirón del lóbulo.
– Tío Billy me dijo que se había ocupado de eso.
– Estoy seguro de que lo hará. ¿De qué estabais hablando los dos en la fiesta?
– De ella. Estaba volviendo a meterse de nuevo en mi vida, por la fuerza, dejándose caer por mi casa a cualquier hora del día, despertándome, aullando y maldiciendo, o metiéndose en la cama conmigo y manoseándome, tratando de beber de mis pechos. En una ocasión la encontré con unas tijeras, intentando cortarme el cabello. En otras ocasiones llegaba drogada o borracha de sus daiquiris, vomitaba por todas partes, perdía el control de su vejiga en mi alfombra. Yo no dejaba de cambiar las cerraduras, pero ella siempre encontraba un modo para meterse dentro. Y tomaba pastillas como si fuesen caramelos.
Pinchazos ya antiguos entre los dedos de los pies.
– ¿Se pinchaba droga?
– Lo hizo un tiempo, hace unos diez años. No sé, quizá hubiera empezado de nuevo… cocaína, anfetaminas. A lo largo de los años, seguramente se tomó una sobredosis de algo, al menos una docena de veces. Yo tenía el teléfono de uno de los doctores de tío Billy, al que podía llamar las veinticuatro horas del día, sólo para vaciarle el estómago. Para cuando lo de la fiesta, se había deteriorado de verdad y estaba tratando de hundirme con ella. No paraba de decir que íbamos a ser compañeras de cuarto eternas. Yo estaba aterrada, ya no podía seguir soportando aquello. Así que le pedí a tío Billy que se ocupase él de todo. A pesar de todo por lo que ella me había hecho pasar, resultaba duro, pues yo sabía que eso representaba que la iban a tener que internar. Así que el verte allí, en la fiesta, realmente me levantó los ánimos. Una semana antes, yo había estado en casa de Paul, y Suzanne estaba haciendo la caligrafía para las invitaciones. Vi tu nombre en la lista, y noté cómo brotaba en mí un torrente de sentimientos hacia ti.
Tomó mi mano y la deslizó hacia abajo, hasta su monte de Venus. Noté calor, pesadez, la suave maraña del vello púbico a través de la seda.
– Confiaba en que asistieses -me dijo-. Pero comprobé los datos en un par de ocasiones, para ver si habías respondido para confirmar tu asistencia, y no lo habías hecho. Así que, cuando se cruzaron nuestras miradas, no me lo podía creer. Era el Destino. Y supe que tenía que intentar entrar en contacto contigo.
Me besó en la mejilla.
– Y ahora, aquí estás. Hola, desconocido.
– Hola.
Me quedé allí sentado y la dejé besarme un poco más, pasar sus dedos por mi cabello, tocarme. Lo soporté todo y le devolví los besos, y supe cómo se sentían las prostitutas. Brotó sudor de mi frente. Me lo sequé con la manga.
Ella me dijo:
– ¿Quieres un poco de agua? -Y se levantó y me sirvió un poco de la jarra de Shirlee.
Usé ese tiempo para aclararme la cabeza. Cuando regresó, le dije:
– ¿Te trataba Paul para alguna otra cosa, además de para desbloquear el pasado?
– En realidad, aquello no empezó como una auténtica terapia… sólo era una supervisión clínica, lo habitual acerca de cómo afectaban a mi trabajo mis sentimientos y mi estilo de comunicación. Pero, a medida que nos adentrábamos en ello, pudo ver que yo tenía… problemas de identidad, un pobre sentido del yo, una baja autoestima. Me sentía incompleta. Y culpable.
– ¿Culpable de qué?
– De todo. De haber abandonado a Shirlee y Jasper… son un encanto. Realmente sentía cariño por ellos, pero nunca creí pertenecerles. Y a Helen. A pesar de que, prácticamente, fue ella quien me crió, no ora mi madre… Siempre hubo un muro entre nosotras. Era todo muy confuso.
Asentí con la cabeza.
– Ese primer año de la escuela de graduados -prosiguió-, hubo un montón de presiones, con eso de que se esperase que, realmente, ayudásemos a otra gente. Me aterrorizaba… es por eso por lo que me derrumbé en aquella clase práctica. Creo que, en lo más hondo, estaba de acuerdo con lo que decían los otros, sin embargo, me notaba como una impostora.
– Al principio, todo el mundo siente eso.
Sonrió.
– Nunca dejas de ser el terapeuta. Eso es lo que fuiste aquella noche. Mi roca. Cuando vi tu nombre en la lista de la fiesta, supongo que pensé que quizá la historia se repitiese.
– Antes de que vieses a Sherry por primera vez… antes de que supieras de ella… -le pregunté-. ¿Tenías fantasías acerca de tener una hermana gemela?
– Si, continuamente, desde que era una niña. Pero nunca le di demasiada importancia a aquello. Yo era del tipo de niña que dejaba volar la fantasía con cualquier cosa.
– ¿Y había una imagen de la gemela que se te fuese apareciendo una y otra vez?
Asentimiento con la cabeza.
– Una niña de mi edad exactamente igual a mí, pero que tenía confianza en sí misma, que era popular, que sabía imponerse. Yo la llamaba la Gran Sharon, a pesar de que tenía exactamente mi tamaño, porque su personalidad se agigantaba. Paul decía que yo me veía a mí misma como pequeñita. Insignificante. Gran Sharon se quedaba siempre tras los bastidores, pero se podía confiar en que ella intervendría, cuando las cosas se pusiesen duras. Años más tarde, cuando tomé mi primer cursillo de Psico, me enteré de que aquello era normal, de que los críos lo hacen habitualmente. Pero yo lo estaba haciendo en mi adolescencia, incluso en la Universidad. Estaba azarada por aquello, temía hablar de ella en sueños y que mis compañeras de cuarto pensasen de mí que era una chica rara. Así que hice un esfuerzo consciente de liberarme de Gran Sharon y por fin crecer. Y, al cabo, conseguí suprimirla, hacer que dejase de existir. Pero, cuando estuve bajo hipnosis, ella apareció otra vez, cuando Paul estaba husmeando. Comencé hablando de ella. Luego con ella. Paul dijo que era mi compañera. Mi compañera silenciosa, siempre en un segundo plano. Dijo que todo el mundo tiene una… que eso es a lo que Freud quería realmente llegar con su ego, y superego. Que no había nada malo en que la tuviera… que ella no era sino otra parte de mí. Ése fue un mensaje muy afirmativo.
– Y en otoño decidió presentarte a tus verdaderas compañeras silenciosas.
Se envaró. La sonrisa congelada volvió a apoderarse de su rostro.
– Si. Por ese entonces el momento era el correcto.
– ¿Cómo lo montó?
– Me llamó a su consulta, me dijo que había algo que tenía que contarme. Y que sería mejor que me sentase… que podía ser traumático. Pero que definitivamente sería significativo, una experiencia de crecimiento. Luego me hipnotizó, me dio sugerencias para que tuviese una relajación profunda de los músculos, serenidad trascendental. Cuando estuve realmente tranquila, me dijo que yo era una de las personas más afortunadas del mundo, pues tenía una verdadera compañera silenciosa… dos compañeras, en realidad. Que yo era una de tres gemelas. Trillizas.
Se volvió, me miró a la cara, tomó mis dos manos entre las de ella.
– Alex, todo ese sentimiento de no estar completa… el intento de llenar el agujero con Gran Sharon… había sido mi mente subconsciente que no me permitía olvidar, a pesar de la represión. Para él, el hecho de que hubiera podido hablar con Gran Sharon en la terapia era un signo de que yo había llegado a un nivel más alto, de que estaba preparada para ponerme en contacto con mi identidad como un tercio de un total.
– ¿Cómo te hizo sentir el descubrir eso?
– Al principio fue maravilloso. Una oleada de felicidad me sumergió… estaba borracha de alegría. Luego, de repente, todo se tornó oscuro y frío, y las paredes comenzaron a cerrarse sobre mí.
Me echó los brazos alrededor, y me abrazó muy fuerte.
– Era irreal, Alex… increíblemente horrible. Era como si alguien estuviera pisándome el pecho, aplastándome. Estaba segura de que estaba a punto de morir, traté de gritar, pero no lograba producir sonido alguno. Traté de ponerme en pie y me caí al suelo, y empecé a reptar hacia la puerta. Paul me recogió, me abrazó, empezó a hablarme al oído, diciéndome que todo estaba bien, que respirase lenta y profundamente, que hiciese que mi respiración se volviese rítmica, que todo no era más que un ataque de ansiedad. Finalmente lo logré, pero no me sentía normal. Todos mis sentidos estaban como acartonados. Estaba a punto de estallar. Entonces, algo salió de mi interior: un terrible alarido, más fuerte que ningún otro que jamás hubiese lanzado. Era el grito de alguna otra persona, no sonaba a mí. Traté de apartarme de aquello, de sentarme en la silla del terapeuta y contemplar cómo la otra persona gritaba. Pero era yo, y no podía parar. Paul apretó su mano sobre mi boca.
Cuando esto no funcionó, me abofeteó la cara. Con fuerza. Dolió, pero me hizo sentir bien, si es que puedes entenderlo. Me hizo sentir bien el que se cuidasen de mí.
– Lo entiendo.
– Gracias -me dijo, y volvió a besarme.
– ¿Y luego qué?
– Luego me siguió abrazando hasta que me calmé. Me tendió en el suelo, me dejó yacer allí y me puso en una hipnosis más profunda. Después me dijo que abriese los ojos y metió la mano en el bolsillo de su camisa… aún puedo verlo: vestía una camisa roja de seda, y me dio una foto instantánea. De dos niñitas: yo y otra yo. Me dijo que mirase detrás, que había escrito algo allí. Lo hice: S. y S., Compañeras Silenciosas. Me dijo que ése era mi catecismo, mi manta sanadora. Y la foto era mi icono, la había conseguido para mí, para que me la quedase. Cuando sintiese dudas, o estuviese perturbada tenía que zambullirme en ella. Luego me dijo que me zambullese allí mismo, y entonces comenzó a hablarme de la otra chica. Me dijo que se llamaba Sherry. Desde hacia años era su paciente, desde mucho antes de que me conociese a mí. La primera vez que me vio, creyó que yo era ella. El habernos conocido a las dos era un milagro… un karma milagroso… y desde ese momento, el objetivo de su vida había sido reunirnos a ambas en una unidad funcional. En una familia.
– ¿Cuánto tiempo te había tenido oculta la existencia de ella?
– Sólo un corto tiempo. No podía hablarme de Sherry hasta que ella estuviera de acuerdo. Ella era su paciente… todo era confidencial.
– Pero, para lograr que ella diera su aprobación, debió tener que hablarle a ella de ti.
Frunció el ceño, como si estuviese tratando de resolver un difícil acertijo.
– Eso era diferente. La nuestra era una terapia de supervisión… él me veía a mí como a una colega profesional, pensaba que yo podría soportarlo. Tenía que empezar en alguna parte, Alex. A romper el círculo vicioso.
– Naturalmente -acepté-. ¿Y cómo reaccionó ella al saber de ti?
– Al principio se negó a creerle, incluso después de que le mostrase una copia de la foto. Afirmó que se trataba de un truco fotográfico, le costó mucho tiempo el aceptar que yo existía. Paul me dijo que ella había sido criada sin amor, y que tenía problemas para establecer relaciones. Mirando hacia atrás, ahora me doy cuenta de que me estaba advirtiendo, justo desde el principio. Pero yo no estaba en condiciones de considerar una información negativa. Lo único que sabía era que mi vida había cambiado, de un modo mágico. Trillizas, el vaso vacío estaba lleno.
– Dos de tres -le indiqué.
– Si, un instante después caí en eso y le pregunté por mi otra compañera. Me dijo que ya habíamos ido lo bastante lejos, y terminó la sesión, aunque se tomó mucho tiempo para hacerlo. Entonces me sirvió un té de hierbas y una cena ligera, hizo que Suzanne me diera un masaje, me llevó en coche a casa y me dijo que probase mi nueva identidad.
– Tu casa -la interrumpí-. ¿Quién te dio la casa?
– Fue Paul. Me dijo que era una propiedad suya, por alquilar, que nadie la estaba usando de momento, y que quería que yo viviese allí… Que necesitaba un sitio nuevo para mi nueva vida. Que aquel lugar era perfecto para mí, armonioso, en sincronía con mis vibraciones.
– ¿Lo mismo que el coche?
– Mi pequeño Alfa… ¿no era un coche monísimo? Al fin dejó de funcionar el año pasado. Paul me dijo que lo había comprado para Suzanne, pero que ella no conseguía aprender a conducir con palanca de cambio. Me dijo que, después de todo por lo que había pasado, me merecía algo de diversión en mi vida, así que me lo regalaba. Naturalmente, no fue sino hasta después cuando me enteré de que él sólo había sido el transmisor… pero Paul lo puso todo en la misma cesta, así que, de un cierto modo, todo me venia de él.
– Puedo comprender eso -dije-. ¿Y qué te pasó cuando llegaste a casa?
– Estaba exhausta. Las sesiones habían exigido mucho de mí. Me metí en la cama y dormí como un bebé. Pero, por la noche, me desperté bañada en un sudor frío, presa del pánico, teniendo otro ataque de ansiedad. Deseaba llamar a Paul, pero estaba demasiado temblorosa, tanto que ni podía marcar su número en el disco del teléfono. Finalmente, logré volver a la calma controlando mi respiración, pero por ese entonces mi estado de ánimo había cambiado: estaba realmente deprimida, no quería hablar con nadie. Era como caer de cabeza a un pozo sin fondo… caer y caer sin fin. Me metí bajo las sábanas, tratando de escapar. Durante tres días ni me vestí, ni comí, no me levanté de la cama. Me limité a estar allí sentada, mirando a esa foto. Al tercer día fue cuando me encontraste tú. Y cuando te vi, enloquecí. Lo siento, Alex, pero perdí el control.
– No te preocupes -la tranquilicé-. Está olvidado, ya hace mucho. ¿Qué pasó después de que yo me marchase?
– Me quedé tal cual durante un tiempo. Algo más tarde, no estoy segura de cuánto tiempo habría pasado, llegó Paul para ver qué tal me estaba yendo. Me lavó, me vistió y me llevó de vuelta a su casa. Durante una semana no hice otra cosa que relajarme, quedarme en mí…, en una habitación de su casa. Luego tuvimos otra sesión, con hipnosis aún más profunda, y él me contó lo de la separación.
– ¿Qué es lo que te dijo?
– Que a nuestro nacimiento habíamos sido ofrecidas para ser adoptadas y separadas a los tres años, porque Sherry no cesaba de intentar hacerme daño. Me dijo que no había sido el modo adecuado de enfrentarse a ello, pero que nuestra madre adoptiva tenía problemas propios y no podía ocuparse de las dos a la vez. Y le gustaba más Sherry, así que yo fui dada a otros.
Se había esforzado mucho en hablar con una voz despreocupada, pero algo crudo y gélido había aparecido en sus ojos.
– ¿Qué es lo que te pasa? -le pregunté.
– Nada. Es sólo la ironía. Ella vivió como una princesa toda su vida, pero su alma estaba empobrecida. Al final, yo resulté ser la afortunada.
– ¿Has llegado a conocer a la señora Blalock?
– No, ni siquiera la vi en la fiesta. ¿Para qué iba a preocuparme en conocerla? Para mí, ella sólo es un nombre, ni siquiera una cara. La madre de otra.
– ¿Cuándo te habló Paul de la compañera número dos?
– En la tercera sesión, pero no había mucho que decirme: lo único que él sabía era que había nacido deforme, y la habían metido en algún centro sanitario.
– Alguien te contó dónde. ¿Tío Billy?
– Sí.
– ¿El guapo abogado de tus padres?
– ¿Aún te acuerdas, después de todos esos años? ¡Asombroso! -tratando de parecer complacida, pero muy nerviosa-. De hecho, tío Billy siempre quiso ser abogado. Incluso se matriculó en la Facultad de Leyes, pero se encontró metido en otras cosas, y nunca asistió a ella.
– ¿Cuándo entró él en escena?
– La segunda vez que Paul me mandó a casa. Quizás una semana después de que nosotros… nos separásemos. Yo estaba mucho mejor, viendo las cosas en su perspectiva. Sonó el timbre. Un hombre mayor con una hermosa sonrisa estaba frente a mi puerta. Con dulces y flores y una botella de vino. Me dijo que era el hermano de la mujer que me había regalado… Se excusó por aquello, dijo que no debía odiarla, aunque comprendería que lo hiciese. Que ella era una persona con muchos problemas, pero que él siempre se había cuidado de mí. Tanto como tío, como en el papel de emisario de mi padre.
Miró a la cama vacía.
– Y entonces me dijo quién era mi padre.
– ¿Cómo te sentiste al saber que quizá fueses la heredera de Leland Belding?
– No me pareció tan extraño como pudieras creer. Naturalmente, yo sabía quién era él, y sabía que era un genio y un hombre muy rico, y me resultaba extraño el saber que éramos familia. Pero él estaba muerto, se había ido, no había oportunidad de tener ninguna relación. Y yo estaba más preocupada por los nexos vivos.
No me había contestado a la pregunta. Lo dejé pasar.
– ¿Cómo fue el que te encontrase tío Billy?
– Paul había buscado mis raíces y le había encontrado a él. Y tío Billy me dijo que durante años había deseado conocerme, pero que estaba inseguro acerca de lo que hacer o decir, así que se había mantenido alejado, por miedo a hacer algo incorrecto. Pero ahora que yo ya estaba enterada, quería que lo supiese todo de la misma fuente de la información.
»Yo le dije que conocía la existencia de Sherry, y hablamos un poco de ella… pude ver que ella no le caía muy bien, pero no prosiguió con el tema, y yo no quise forzarlo. Y seguimos allí sentados, bebiendo vino, y él me lo contó todo: cómo nosotras tres éramos las hijas del amor del señor Belding y una actriz a la que mi padre había amado mucho y con la que no podía casarse por impedimentos sociales. Su nombre era Linda. Ella había muerto de complicaciones en el parto. Me mostró una foto. Era muy hermosa.
– Una actriz -dije; cuando no reaccionó, proseguí-: Te pareces a ella.
– Eso es todo un cumplido -me contestó-. También me dijo que éramos unas niñas-milagro: prematuras, diminutas en el nacimiento, y que no se esperaba que viviésemos. Linda enfermó, con septicemia, pero nunca dejó de pensar en nosotras, de rezar por nosotras. Nos dio nombres, unos minutos antes de morir: Jana, Joan y Jewel Rae… ésa soy yo. Y, aunque las tres logramos sobrevivir, Joan tenía deformidades múltiples. Pero, a pesar de ser rico y famoso, el señor Belding no estaba en posición de criarla… de hacerlo con ninguna de las tres. Era exageradamente tímido, de hecho llegaba a tener una fobia hacia la gente, especialmente hacia los niños. Y, por lo que me describió de él tío Billy, también debió de ser algo agorafóbico. Así que tío Billy hizo que nos adoptara su hermana. Pensó que sería una mejor madre de lo que resultó ser. Y durante todos esos años, el señor Holding y él se habían sentido tremendamente culpables por haber tenido que alejarnos así.
»Le dije que Paul iba a tratar de preparar un encuentro entre Sherry y yo, y me dijo que ya lo sabía. Entonces le pregunté si me podría organizar otro con Joan.
– Así que Paul y él estaban trabajando juntos…
– Cooperaban. Se mostró evasivo acerca de Joan, pero yo seguí acosándole y, finalmente, me dijo que estaba en alguna parte de Connecticut. Le dije que quería verla. Me dijo que no tenía ningún sentido: que ella estaba gravemente afectada, tanto, que prácticamente se podía decir que no tenía mente consciente. Entonces le dije que no sólo quería verla, sino que quería estar con ella, cuidarme de ella. Me contestó que eso era imposible, que Joan necesitaba cuidados a tiempo completo y que yo debería concentrarme en mis estudios. Yo le argumenté que ella era parte de mí, que nunca más podría concentrarme en otra cosa, a menos que pudiera tenerla conmigo. Pensó en ello, me preguntó si podía tomarme algo de tiempo libre en la Facultad, y le contesté que seguro. Fuimos en coche directamente a un aeropuerto particular, y nos subimos a un reactor privado de la empresa, que nos llevó a Nueva York, y luego cogimos una limusina para ir a Connecticut. Sé que él pensaba que, al ver el aspecto que ella tenía, yo cambiaría de opinión, pero eso sólo me hizo estar más decidida. Me eché en la cama al lado de Joan, la abracé, la besé. Noté sus vibraciones. Cuando él vio esto, aceptó trasladarla aquí. La corporación compró Resthaven y dispuso una zona privada para ella. Yo entrevisté a los enfermeros y elegí a Elmo. Joan se convirtió en parte de mi vida. Y llegué a quererla de veras. También quería a los otros pacientes… Siempre me he sentido como en casa entre los que tienen algún defecto. Si tuviera que volver a empezar de nuevo, pasaría mi vida trabajando con ellos.
Como en casa. La única casa de verdad que ella había conocido la había compartido con dos retrasados mentales. Era una situación de libro de texto, pero ella no la estaba captando.
– Y le cambiaste el nombre -comenté.
– Si. Un nuevo nombre simboliza una nueva vida. Tanto a Jana como a mí nos habían dado nuevos nombres comenzados por S; pensé que Joan también debería de tener uno distinto, para acoplarse a nosotras.
Se levantó, se sentó junto a su hermana, y le tocó las hundidas mejillas.
– Siempre está aquí -me dijo-. Ella ha sido una constante en mi vida. Un verdadero alivio.
– No como tu otra compañera.
Esa fría mirada, de nuevo.
– Si, no como ella. -Luego, una sonrisa-. Bueno, Alex, estoy derrengada; hemos cubierto mucho terreno.
– Hay unas otras pocas cosas. ¿No te importa…?
Pausa. Por primera vez desde que la conocía tenía aspecto cansado.
– No, naturalmente que no. ¿Qué otra cosa quieres saber?
Había muchas cosas, pero yo estaba contemplando su sonrisa: la tenía como pegada, como si no formase parte de ella…, como en el maquillaje de un payaso. Era demasiado amplia, demasiado luminosa. Era un pródromo, un aviso anticipado de que algo iba mal. Ordené mis pensamientos, y dije:
– La historia que me contaste acerca de cómo te habías quedado huérfana… el accidente en Mallorca. ¿De dónde salió eso?
– Era una fantasía -afirmó-. Sueños no realizados, supongo.
– ¿Y qué era lo que soñabas?
– Con algo romántico.
– Pero, por lo que me cuentas, la verdadera historia de tus padres ya es bastante romántica. ¿Por qué inventarte otra?
Perdió el color.
– No… no sé qué decirte, Alex. Cuando me preguntaste por la casa, me salió esa historia… brotó de mí, espontáneamente. Pero, ¿acaso importa, después de tantos años?
– ¿Realmente no tienes ni idea de dónde salió esa historia?
– ¿Qué quieres decir?
– Que es idéntica al modo en que murieron los padres de Leland Belding.
Su aspecto se tornó fantasmal.
– No, eso no puede ser… -Luego, de nuevo, la sonrisa congelada-. ¡Qué extraño! Sí, comprendo que te haya intrigado.
Pensó, dándose tirones al lóbulo de la oreja.
– Quizá Jung tenía razón. El inconsciente colectivo…, material genético, transmitiendo imágenes, al tiempo que características físicas. Memorias. Quizá, cuando me lo preguntaste, se puso en marcha mi inconsciente. Y lo estaba recordando a él. Haciéndole un panegírico.
– Quizá -le dije-, pero a mi también se me ocurre otra posibilidad.
– ¿Cuál?
– Que fuera algo que Paul te dijese durante la hipnosis, y luego te sugiriese olvidar. Algo que, de todos modos, hubiera salido al fin a la superficie.
– No, yo… no hubo sugerencias de amnesia.
– ¿Acaso las recordarías si las hubiese habido?
Se puso en pie, apretó los puños, y los mantuvo en tensión a sus costados.
– No, Alex. Él no me hubiera hecho una cosa así. -Pausa-. ¿Y qué, si la hubiera hecho? ¡Sólo lo habría hecho para protegerme!
– Estoy seguro de que tienes razón -la aplaqué-. Perdona el análisis de sofá. Son los gajes del oficio.
Me miró desde lo alto. Tomé su mano, y se relajó.
– Después de todo -proseguí-, él te habló del intento de ahogarte… que es un tema tremendamente emocional.
– Del intento de ahogarme -musitó-. Si, él me habló de eso. Lo recuerdo claramente.
– Y tú me lo contaste a mí. Y a Helen. -Moldeando y transformando la verdad, como quien juega con plastilina.
– Si, claro que lo hice. Vosotros dos erais personas a las que me sentía cercana. Quería que ambos lo supieseis.
Se soltó, fue a sentarse al extremo opuesto de la cama. Asombrada.
– Debió de ser una terrible experiencia, que te fuercen a hundirte bajo el agua, que alguien quiera matarte. Especialmente a esa edad. A esa edad tan temprana, formativa.
Me dio la espalda. Escuché el silencio, al arrítmico siseo y gemido del respirar de Shirlee.
– ¿Alex?
– ¿Si?
– ¿Crees que las mentiras son… una combinación de elementos? -Su voz era vacía, muerta, como la de una víctima de la tortura-. ¿Ficción combinada con verdades reprimidas? ¿Que, cuando mentimos, lo que en realidad estamos haciendo es tomando la verdad y cambiando su contexto temporal… trayéndola desde el pasado hacia el presente?
Le dije:
– Es una teoría interesante. -Y luego-: Si te sientes con ánimos, me gustaría oír cómo os conocisteis, al fin, Sherry y tú.
– Un par de días después de que tío Billy me visitase, vino Paul y me dijo que ella estaba dispuesta.
– De vuelta a su casa…
– Sí. Me llevó a mi habitación y me dijo que meditase, y que me asegurase de dormir bien esa noche. A la mañana siguiente me acompañó abajo, a la sala de estar. Todo estaba preparado, con cojines suaves y la luz tenue. Me dijo que esperase y se marchó. Un momento más tarde volvió a aparecer. Con ella.
»Cuando la vi, una descarga eléctrica me recorrió la espina dorsal. A ella le debía de estar sucediendo lo mismo, porque ambas nos quedamos quietas largo rato, sólo mirándonos. Ella era exactamente igual a mí, a excepción de su cabello, que llevaba teñido rubio platino, y de que vestía ropas sexy. Comenzamos a sonreír… exactamente al mismo instante. Luego empezamos a reír, primero risitas, luego carcajadas, abrimos los brazos de par en par y echamos a correr la una hacia la otra… era como correr hacia un espejo. Unos minutos más tarde ya estábamos hablando como si fuéramos grandes amigas de toda la vida.
»Ella era divertida y dulce…, en nada parecida a lo que me había descrito Paul. Nada de egoísta y malcriada como había implicado tío Billy. Era obvio que no tenía demasiados estudios, lo que me sorprendió, porque sabía que la habían criado en un ambiente de dinero. Pero era brillante. Y era educada en su forma de comportarse: se veía en su postura erguida, en el modo en que cruzaba las piernas. Me dijo que estaba estudiando para ser actriz, que ya había sido la estrella en una película. Le pregunté el título de la misma, pero ella se limitó a echarse a reír y a cambiar de tema. Lo quería saber todo acerca de la escuela de postgraduados, todo acerca de la psico, y me dijo que se sentía orgullosa de que yo fuese a lograr mi doctorado. Realmente nos compenetramos muy bien, descubriendo que nos gustaba el mismo tipo de comidas, que usábamos la misma pasta de dientes, de líquido para enjuagarnos la boca y de desodorante. Fijándonos en pequeños amaneramientos que teníamos en común.
– ¿Como éste? -me tiré del lóbulo.
– No -se echó a reír-. Me temo que eso es sólo mío.
– ¿Te habló de su vida en casa?
– No mucho esa primera vez… realmente, no queríamos hablar de otra cosa más que de nosotras. Y a ella aún no se le había hablado de Joan… Paul había dicho que no estaba preparada para ello. Así que nos concentramos en nosotras dos. Nos quedamos todo el día en aquella habitación. En la primera ocasión en que tuve la impresión de que hubiese en ella algo negativo fue cuando nos adentramos en el tópico de los hombres. Sherry me dijo que se había tirado a montones de hombres, tantos que había perdido la cuenta. Ella me estaba sondeando… deseaba saber si yo lo aprobaba o lo desaprobaba.
»Yo no quería hacer juicios de valor, pero le dije que era una mujer de un solo hombre. Al principio, se negó a creérselo, pero luego me dijo que esperaba que, al menos, fuese un hombre infernalmente bueno. Fue entonces cuando le hablé de ti. Y, por un momento, apareció en sus ojos una mirada que daba miedo: de depredador. Hambrienta. Como si me odiase a mí por amar. Pero luego desapareció, tan rápidamente, que pensé que me la había imaginado. Créeme, Alex, si la hubiera conocido mejor, te hubiese protegido. Protegido a ambos.
– ¿Cuándo empezó a ir mal?
Sus ojos se humedecieron.
– Poco después, aunque en aquel tiempo no me di cuenta. Se suponía que debíamos ir juntas de compras, pero ella no apareció. Cuando regresé a la casa de Paul, éste me dijo que ella había hecho las maletas y se había marchado de la ciudad sin decirle palabra a nadie. Eso era normal en Sherry: no tenía control de sus impulsos. También me dijo que no me preocupase, que yo no tenía la culpa. Finalmente, ella volvió, dos semanas más tarde, en un terrible estado: amoratada, embotada, incapaz de acordarse de nada de lo que le había sucedido, como no fuese que había aparecido en un bar de Reno. Y desde ese momento, eso es lo que siguió sucediendo: entraba y salía. Estados de fuga, abuso de drogas.
– Jana. Tu disertación.
Eso la sobresaltó.
– La leí -le expliqué-. Estaba interesado… en ti. ¿De quién fue la idea?
– Todo empezó casi como una broma. Yo había estado pasando por un mes muy duro con ella… un par de sobredosis, montones de broncas verbales. Y estaba bajo la presión de mis estudios, pues tenía que presentar un tema de discusión, o lograr que el Departamento me concediese un aplazamiento… y ya sería el segundo. Estaba descargándome en Paul, hablándole acerca de lo mucho que ella me frustraba, de lo difícil que me lo estaba poniendo. Y diciéndole que habría sido más fácil para mí el ser su terapeuta que su hermana. Nos reímos de esto, y él me dijo que el ser su terapeuta tampoco era una fiesta. Hablamos acerca de la pérdida de control que surge del tratar con gente como ésta. Y entonces él me dijo que por qué no me colocaba en el rol del terapeuta, como un medio para establecer algún sentido de control en nuestra relación, y que luego lo escribiese todo.
– Trabajar el problema.
– Paul me dijo que era algo que ella me debía.
– Parece como si Paul también hubiese estado irritado por ella.
– Estaba frustrado… Llevaba todos aquellos años trabajando con Sherry, y ella no hacia sino empeorar. Deteriorarse. Hacia el final estaba ya claramente paranoide, cerca ya de convertirse en psicótica.
– Paranoide, ¿acerca de qué?
– De todo. La última vez que regresó… la vez que me destruyó la consulta… estaba convencida de que yo iba a por ella; de que estaba revelando sus secretos personales a mis pacientes, para humillarla. Todo surgía de su propio dolor, pero lo estaba proyectando hacia mí…, culpándome a mí, del mismo modo en que ya lo había hecho años antes.
– Háblame de eso.
– Fue hace mucho tiempo, Alex.
– Aun así, me gustaría oírlo.
Pensó un rato, se encogió de hombros y sonrió.
– Si es importante para ti.
Le devolví la sonrisa.
– Sucedió después de que ella se casase… con un noble italiano, un marqués de nombre Benito di Orano, al que le presentó su madre. Era diez años más joven que ella, suave, guapo, heredero de algún tipo de empresa zapatera… Fue otra de sus acciones impulsivas: sólo se conocían desde hacía una semana, y se fueron en avión a Lichtenstein y se casaron por lo civil. Él le compró un Lamborghini y la instaló en su villa, que daba a las escalinatas de la Plaza de España de Roma. Paul y yo confiábamos en que, finalmente, sentase la cabeza; pero Benito resultó ser un sádico y un drogadicto. Le daba palizas, la drogaba, la llevó al palazzo de la familia en Venecia, la atiborró de drogas y se la entregó a sus amigos… como un favor, en una fiesta. Cuando ella se despertó, él le dijo que iba a hacer anular su matrimonio porque ella era una basura, y luego la sacó de la casa a patadas. Literalmente hablando.
»Volvió a los Estados Unidos arrastrándose como si fuera un gusano; entró violentamente en mi consulta, en medio de una sesión, aullando y llorando y suplicándome que la ayudase. Llamé a Paul. Entre ambos tratamos de calmarla, de persuadirla que se admitiese a sí misma tal cual era. Pero ella no quería cooperar y, como no era un peligro inmediato… no hubo nada que pudiésemos hacer, legalmente hablando. Así que se marchó muy enfadada, maldiciéndonos a ambos. Unos pocos días más tarde era de nuevo la vieja Sherry: insultante, tragando pastillas continuamente, otra vez en la carretera moviéndose sin parar. De vez en cuando teníamos noticias de ella… llamadas telefónicas a mitad de la noche, postales que trataban de ser amistosas. Una o dos veces incluso fui hasta el aeropuerto para verla entre dos vuelos. Charlábamos, tomábamos algún refresco. Fingíamos que todo andaba bien entre nosotras. Pero la ira no se había disipado. La siguiente vez que regresó a L.A., para quedarse, volvió a aproximarse a mí y fue entonces cuando se inventó lo de las visitas de seguimiento gratuitas. ¡Dios, me gustaba mi trabajo, Alex! Y aún lo echo a faltar…
La abracé.
– ¿Qué es lo que llevó las cosas al punto final?
– La fiesta. A ella le gustaban las fiestas tanto como yo las odiaba. Pero Paul quería que yo fuese a ésta… y a ella le ordenó que ni se acercase. Discutió con él y tuvo una de sus rabietas. Él le dijo que las dos no podíamos ir, y que yo iba a ser la que fuese. Que aquel acto era para psicólogos. Únicamente para profesionales. Que era una ocasión muy especial para él, que no quería verla echada a perder por uno de sus numeritos. Esto la hizo estallar… lo atacó, tratando de clavarle unas tijeras. Era la primera vez que intentaba una agresión física contra él. Paul la dominó, le dio una gran dosis de barbitúricos, y la encerró en su habitación. El sábado por la noche, justo después de la fiesta, la soltó. Me dijo que estaba calmada, que incluso parecía agradable… y como sintiendo remordimientos. Olvidar y perdonar.
– ¿Y cómo te fue a ti la fiesta? -le pregunté-… ¿El conocer a los amigos de la señora Blalock?
– Para ellos yo era Sherry…, sonriente y con aspecto sexy. No era tan difícil imitarla: no era una persona demasiado sustancial. Y para toda la gente del Departamento de Psico yo era yo. Los dos grupos no se mezclaron en absoluto, y de todos modos la mayor parte del tiempo me quedé con tío Billy.
Urracas y cisnes…
– Perdonar y olvidar -le dije-. Pero ella no hizo ni una ni otra cosa.
Se me quedó mirando.
– ¿Debemos proseguir, Alex? ¡Es tan espantoso! Y ella se ha ido, ha desaparecido ya de mi vida, desaparecido de nuestras vidas. Ahora tengo la oportunidad de un nuevo principio.
– Es difícil empezar de nuevo sin haber terminado lo de antes -le recordé-. Borrón y cuenta nueva. Para nosotros dos.
– Lo haré por ti, y por lo mucho que representas para mí.
– Gracias. Ya sé que te resulta muy duro, pero realmente creo que esto es lo mejor que podemos hacer.
Me apretó la mano.
– El domingo recibí tu mensaje. Naturalmente me quedé muy cortada, pero por el tono de tu voz podía ver que no era un adiós definitivo. Estabas nervioso, pero habías dejado los canales de comunicación abiertos.
No se lo discutí.
– Así que me quedé pensando en si llamarte yo, o esperar a que me llamases tú para concertar otra cita. Decidí esperar, dejarte mover a tu propio ritmo. Pero habías estado en mi mente todo el día, por lo que, cuando sonó la llamada en mi puerta, pensé que serias tú. Pero era Sherry… toda ella cubierta de sangre. Y riéndose a carcajadas. Le pregunté qué le había pasado… ¿Había sufrido un accidente? ¿Estaba bien? Y entonces me lo contó, sin dejar de reírse. ¡Todo aquel horror y ella riéndose a carcajada limpia!
Sharon estalló en llanto, comenzó a estremecerse violentamente, se dobló en dos y se agarró la cabeza.
– Pero no lo hizo ella sola -comenté-. ¿Quién la ayudó?
Se limitó a seguir estremeciéndose.
– ¿Fue D. J. Rasmussen?
Alzó la cara, bañada por las lágrimas, con la boca muy abierta.
– ¿Conocías a D. J.?
– Me lo encontré.
– ¿Lo encontraste? ¿Dónde?
– En tu casa. Ambos creíamos que estabas muerta. Fuimos allá, a presentarte nuestros últimos respetos.
Se llevó las manos a la cara.
– ¡Oh, Dios! ¡Pobre, pobre D.J.! Hasta que me dijo lo que había… lo que habían hecho, ni sabía que él había sido una de sus… conquistas.
– Él fue el único con el que se quedó -le dije-. El más vulnerable. El más violento.
Gruñó y se irguió, se puso en pie y comenzó a dar vueltas por la habitación; lentamente, como una sonámbula, luego más y más deprisa, tironeándose tan violentamente del lóbulo, que pensé que se lo iba a arrancar.
– Sí, fue D. J. Se reía mientras me contaba esto, se reía mientras me explicaba cómo había logrado que él lo hiciese: usando drogas, alcohol. Y su cuerpo. Sobre todo con su cuerpo Nunca olvidaré la forma en que me explicó: «Me lo tiré, para que él se los cargase». Y riéndose, siempre riéndose, hablando de toda la sangre, de cómo Paul y Suzanne le habían suplicado. Y la pobre Lourdes, tan dulce, que iba a salir, que se marchaba de paseo, cuando la habían atrapado en las escaleras. El domingo era su día libre… y se había quedado hasta más tarde, para ayudar a arreglar la casa. Y seguía riendo mientras me contaba cómo ella los había atado, y luego había mirado mientras D. J. se los cargaba… con un bate de béisbol y una pistola. Y él pensando todo el tiempo que era por mí por quien lo estaba haciendo… que era yo quien lo utilizaba.
Corrió hacia mí y cayó de rodillas.
– ¡Eso era lo que más la divertía, Alex! ¡El que él jamás sabría la verdad… que durante todo el tiempo pensó que lo estaba haciendo por mí!
Me agarró por la camisa con fuerza y tiró de mí acercándome a ella, a sus pechos.
– ¡Me dijo que eso también me convertía a mí en una asesina! ¡Que si se miraban bien las cosas, éramos una sola y la misma!
La ayudé a ponerse en pie, y luego la dejé de nuevo en la cama. Se tumbó, se acurrucó en posición fetal, con los ojos muy abiertos, con los brazos aferrando su tronco, como si fuesen las mangas de una camisa de fuerza.
Le di palmaditas, la acaricié, y le dije:
– Ella no eras tú. Tú no eras ella.
Desenroscó sus brazos y me los echó alrededor. Me atrajo hacia abajo, bañó mi cara con besos.
– Gracias, Alex. Gracias por decir eso.
Lenta, suavemente, me fui soltando, aún dándole palmaditas. Y diciéndole:
– Sigue. Sácatelo de dentro… -el viejo método del terapeuta: el dar ánimos.
– Entonces su risa se hizo demente… extraña, histérica -prosiguió-. Y, de repente, dejó de reír en seco, me miró, se miró a sí misma con toda aquella sangre, y empezó a arrancarse la ropa a tirones. Estaba aterrizando violentamente. Dándose cuenta de lo que había hecho: al destruir a Paul, se había destruido a sí misma. El lo era todo para ella, lo más cercano a un padre que jamás había tenido. Lo necesitaba, dependía de él, y ahora había desaparecido y con él su fortaleza, y la culpa la tenía ella. Se desmoronó, justo ante mi vista. Se hizo pedazos. Sollozando… y ahora no era teatro, sino verdaderas lágrimas… Estaba berreando como un bebé indefenso. Suplicándome que lo volviese a traer, diciendo que yo era lista, que yo era una doctora, que yo lo podía hacer.
»Yo podría haberla calmado; del modo en que lo había hecho tantas otras veces. Pero, en lugar de hacerlo, le dije que Paul nunca iba a volver, y que era por culpa de ella. Que iba a tener que pagarlo, que nadie iba a poder protegerla esta vez, ni siquiera el tío Billy. Me miró con una expresión que nunca antes había visto en ella: estaba muerta de miedo. Como una condenada a muerte. Y empezó de nuevo, suplicándome que volviese a traer a Paul. Yo le repetí que estaba muerto. Le dije esa palabra una y otra vez: muerto, muerto, muerto. Trató de aproximarse a mí buscando consuelo, y yo la aparté de un empujón y la abofeteé con fuerza: una vez, dos veces. Se apartó de mí, tropezó, se cayó, rebuscó en su bolso y sacó su petaca de los daiquiris. Bebió, tragando y llorando, dejando que el contenido gotease por su barbilla. Entonces sacó sus pastillas. Las tomó a puñados, tragándoselas a montones. Deteniéndose cada pocos segundos para mirarme… como esperando que se lo impidiese, del modo en que lo había hecho tantas veces antes. Pero no lo hice. Se tambaleó camino de mi dormitorio, aún llevando su bolso… totalmente desnuda, pero sin soltar el bolso. Se la veía tan… patética.
»La seguí hacia dentro. Sacó algo más de su bolso. Una pistola. Una pequeña pistola dorada que nunca antes le había visto. Mi nuevo juguetito, me dijo. ¿Te gusta? Lo he comprado en la jodida Rodeo Drive. Hoy mismo lo he estrenado. Luego me apuntó y curvó el dedo sobre el gatillo. Yo estaba segura de que iba a morir, pero no le supliqué, y me mantuve en calma. La miré directamente a los ojos y le dije: "Adelante, derrama algo más de sangre inocente. Ensúciate más, montón de basura".
»Y entonces su rostro tomó la más rara de las expresiones. Me dijo: "Lo siento, compañera", se puso la pistola en la sien y apretó el gatillo.
Silencio.
– Me quedé allí sentada, mirándola, un buen rato. Mirándola sangrar, viendo cómo se le escapaba el alma. Preguntándome a dónde se dirigiría. Luego llamé a tío Billy, y él se ocupó de todo.
Me dolía el pecho. Me di cuenta de que había estado aguantando la respiración y exhalé.
Ella siguió allí echada, tranquilizándose gradualmente, poniendo expresión soñadora.
– Y eso es todo lo que hay, cariño. Es un final. Y un principio. Para nosotros.
Se sentó, se arregló el cabello, se soltó el botón de arriba de su vestido y se inclinó hacia delante.
– Ahora estoy limpia. Libre. Dispuesta para ti, Alex. Dispuesta a dártelo todo, a entregarme en un modo en que nunca me he entregado a nadie. ¡He esperado tanto a que llegase este momento, Alex! Nunca pensé que realmente fuera a llegar por fin.
Tendió los brazos hacia mí.
Ahora era mi turno de levantarme y pasear.
– Uff -dije-. Es mucho sobre lo que reflexionar.
– Sé cómo es eso, cariño, pero tenemos tiempo. Todo el tiempo del mundo. Finalmente estoy libre.
– Libre -le dije-. Y rica. Nunca pensé en mí como en un hombre mantenido.
– Oh, pero no lo serías. En realidad, no soy ninguna heredera: el testamento del señor Belding dice que la totalidad del dinero se queda en la empresa.
– A pesar de todo -le dije-, con el tío Billy administrándolo todo… y sintiendo lo que siente por ti, seguro que tu vida será bastante lujosa.
– No tiene que serlo. No necesito eso. El dinero nunca fue importante para mí… no por sí mismo, ni por las cosas que pueden comprarse con él. A ella sí que le importaba. Cuando averiguó quién era, le dio un ataque, empezó a gritarle a tío Billy, le acusó de haberle robado y le amenazó con llevarlo a los tribunales. ¡Tanta avaricia… si ya tenía mucho más de lo que necesitaba! Incluso trató de convencerme a mí para que me uniese a ella, pero me negué. Eso la enfadó no sabes cómo.
– ¿Y cumplió con su amenaza?
– No, tío Billy logró calmarla.
– ¿Cómo?
– No tengo ni idea. Pero no hablemos más de ella. Ni del dinero. De nada negativo. Estoy aquí, contigo. En este lugar maravilloso en el que nadie puede hallarnos, o ensuciarnos. Tú, yo y Shirlee. Seremos una familia, estaremos siempre juntos.
Vino hacia mí, con los labios abiertos para un beso.
La retuve con los brazos extendidos.
– No es tan simple, Sharon.
Sus ojos se agrandaron.
– No… no lo entiendo.
– Hay problemas. Cosas que no tienen sentido.
– Alex -lágrimas-. Por favor, no juegues conmigo, no después de lo que he tenido que soportar.
Trató de apretarse contra mí. La retuve.
– ¡Oh, Alex, por favor no me hagas esto! ¡Quiero tocarte, quiero que me estreches entre tus brazos!
– El que Sherry matase a Kruse… -le dije-. No debió ser por la fiesta, aunque ésta pudo ser la gota que colma el vaso; pero debía de haberlo estado planeando, pagándole a D. J. Rasmussen desde al menos dos semanas antes del asesinato. Miles de dólares. Poniéndolo a punto para el gran trabajo.
Jadeó, hizo marcha atrás en sus movimientos, tratando de liberarse de mis manos. Seguí aferrándola.
– ¡No! -dijo-. ¡No, no lo creo! ¡Por muy mala que ella fuese, eso no es cierto!
– Es cierto ya lo creo. Y tú lo sabes mejor que nadie.
– ¿Qué es lo que quieres decir? -Y, de repente su rostro, aquel rostro perfecto, fue realmente feo.
Feo por la ira. Fracaso enfático…
– Lo que quiero decir es que tú lo montaste todo. Plantaste las semillas. Le mandaste a ella una disertación que habías hecho hacía seis años, y le confirmaste sus peores ansiedades.
Sus ojos se desorbitaron.
– ¡Vete al infierno!
Se debatió, tratando de liberarse.
– Sabes que es cierto, Sharon.
– ¡Claro que no es cierto! Ella no leía nada. Era estúpida… ¡a la muy estúpida no le gustaban los libros! ¡Y tú también eres un estúpido, sólo por decir una cosa así!
– Ése es un libro con el que hubiera peleado, hasta leerlo entero. Porque tú la habías estado preparando para esa lectura…, usando las mismas técnicas que Kruse empleaba contigo. Manipulaciones verbales, sugestiones hipnóticas. Cosas que le sugerías mientras estaba hipnotizada y que luego le ordenabas olvidar… cosas acerca de Kruse y de ti, y de cómo él te quería más que a ella. Sherry era un caso límite desde el principio, pero tú la empujaste más allá del límite. Y lo triste es que tú ya lo habías pasado, antes que ella.
Dio un resoplido, convirtió sus manos en garras y trató de clavarme las uñas en las manos. Luchamos, jadeando. Logré atraparle ambas manos con una de las mías y usé la otra para aferraría.
– ¡Suéltame, bastardo! ¡Uy, me estás haciendo daño! ¡Joder, suéltame!
– ¿Cuánto tiempo tardaste, Sharon? ¿Cuánto te costó derrumbar sus defensas, ponerla en contra de Paul?
– ¡No lo hice! ¡Estás loco! ¿Para qué iba a hacerlo?
– Para solucionar la situación. Para liberarte. Para librarte de alguien de quien, finalmente, te diste cuenta de que te había estado manipulando, en lugar de ayudarte. ¿Qué fue lo que te derrumbó a ti? ¿El hallarlos a los dos juntos? ¿Allá arriba en la habitación de ella, haciendo lo que probablemente llevaban años haciendo? ¿O te lo dijo él cuando te tenía hipnotizada? Incesto. De la peor especie. Su papaíto jodiéndola a ella. Y también era tu papaíto. Y, al hacerlo, también te estaba jodiendo a ti.
– ¡No! ¡No, no, no, no! ¡Bastardo repugnante, jodido bastardo mentiroso! ¡No! ¡Cállate de una vez! ¡Lárgate, jodido, no eres más que una mierda!
La suciedad brotaba de ella, del modo en que la había oído brotar de su hermana. La expresión de su rostro era la de la chica del vestido llameante; odiándome. Asesina.
– Dos pájaros de un tiro, Sharon -le dije-. Lanzándola contra él, y luego esperando que ella acudiese a ti. Llevabas meses planeándolo… al menos medio año. Fue entonces cuando le dijiste a Elmo que se buscase otro trabajo. Sabías que Resthaven iba a cerrarse, porque Resthaven era algo que tío Billy había montado para Shirlee y tú te ibas a llevar a Shirlee de allí. A tu nueva casa. Tú, yo y Shirlee somos tres. Un nuevo grupo de compañeros.
– ¡No! ¡No! ¡Eso es una jodida locura…, estás loco! ¡Ella tenía a D. J., que era un tipo peligroso y violento, tú mismo lo has dicho…! ¡Dos contra una! ¡Hubiera sido estúpida, si me hubiera expuesto a ese tipo de peligro!
Logró soltarse una mano, finalmente consiguió clavarme una uña y rasgar hacia arriba. Noté dolor y humedad, y la empujé con fuerza, para apartarla de mí. Voló hacia atrás, golpeando la cama con el envés de sus piernas, y cayéndose de espaldas sobre la misma. Jadeando. Sollozando. Moviendo los labios en silenciosas obscenidades.
– D. J. no era ninguna amenaza para ti -le dije-, porque durante todo el tiempo, él creyó que había estado liado contigo, que eras tú la que le habías estado pagando para matar a Kruse. Y Sherry no podía desengañarlo, diciéndole que le había mentido y haciendo así que se pusiese en contra de ella. Tenía que ocuparse de ti ella sola. Eso os igualaba en número. Y tú tenías ventaja… tú sabías que ella iba a venir. Ella pensaba que iba a poder cogerte por sorpresa. Se metió de cabeza en tu trampa, y tú la estabas esperando. Con tu pistola calibre veintidós dorada.
Agitó las piernas en el aire, movió los brazos. En una rabieta. Un trauma de primera infancia. Malos genes…
– ¡Jodido… bastardo… jodidodemierda bastardocagarro!
– Primero le disparaste -le dije-. Luego le echaste drogas y alcohol por la boca. Un buen análisis forense sería capaz de demostrar que lo había tragado todo después de morir, pero nunca habrá un tal análisis, porque el tío Billy se ocupó de que no lo hubiese. Como se ocupó de todo lo demás.
– ¡Mentiras todo mentiras, so jodido!
– No lo creo, Sharon. Y ahora lo tienes todo… que lo disfrutes.
Me alejé de ella, sin darle la espalda.
– No puedes probar ni una jodida cosa -me gritó.
– Lo sé -acepté. Y llegué a la puerta.
Un sonido gorgoteante, rugiente… la única cosa que se me ocurría con que compararlo era con un retrete saliéndose… surgió de lo más profundo de ella. Tomó el vaso de agua que me había servido, echó el brazo atrás, y me lo lanzó.
De atinarme, me hubiese hecho daño. Finté. Golpeó contra la pared de plástico y cayó sobre la moqueta con un sonido hueco, de impotencia.
– Has usado tu mano derecha -dije-. Al menos, al fin estoy seguro de a qué lado del espejo he estado mirando.
Bajó la vista hacia su mano y se la quedó mirando, como si la hubiese traicionado.
Salí. Tuve que caminar largo rato en la oscuridad, antes de dejar de oír sus alaridos.