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Vidal comía con ferocidad, de un modo obsesivo, cual si fuera una cobra de impecables modales. Atacando a su comida, cortándola en pedacitos y triturándola, machacándola, hasta convertirla en una masa blanda, antes de ingerirla. Nos sirvieron, guacamole, ostentosamente mezclado junto a la mesa por el camarero, usando un burdo almirez y su maja, ambos de piedra. Una ensalada de plantas silvestres y cebollas escabechadas. Tortillas de maíz caseras, mantequilla recién hecha, filetes de pez espada a la barbacoa, con seis clases de salsa, lomo de cerdo rustido con algún tipo de salsa dulce y picante a la vez. Un Chardonnay y un Pinot Noir, que él se preocupó de informarme que estaban criados en una bodega de Sonoma propiedad de la Magna y que se trataba de una reserva especial, exclusivamente dedicada a su propio consumo.

Un par de veces le vi hacer una mueca tras tragar, y me pregunté cuánto de su placer era gustatorio y cuánto agradecimiento de que su boca aún siguiese funcionando.

Había aceptado una segunda porción de cerdo, antes de darse cuenta de que mi comida permanecía sin tocar.

– ¿No es de su gusto, doctor?

– Preferiría ser informado en vez de comer.

Sonrisa. Corta. Machaca. Una picadora humana.

– ¿Dónde estamos? -pregunté-. ¿En México?

– México es sólo un estado de la mente -me dijo-. Alguien ingenioso se inventó esa frase; aunque que me ahorquen si recuerdo quién fue…, probablemente sería Dorothy Parker. Era ella quien decía todas las cosas ingeniosas, ¿no?

Corta, mastica. Traga.

– ¿Por qué se mató Sharon? -le pregunté.

Bajó su tenedor.

– Eso es un punto final, doctor. Procedamos cronológicamente.

– Proceda.

Bebió vino, hizo una mueca, tosió, siguió comiendo, bebió un poquito más. Yo miré hacia fuera, al desierto, mientras éste se iba oscureciendo hasta un fango marrón. No se oía un solo sonido, ni siquiera se veía un pájaro en el cielo. Quizá los animales supiesen algo.

Finalmente, apartó el plato y golpeó la mesa con el tenedor. Apareció el camarero mexicano, junto con dos obesas mujeres de cabello negro recogido en gruesas trenzas. Vidal les dijo algo en rápido español. La mesa fue limpiada y a cada uno de nosotros se nos sirvió un bol de estaño con un helado verde.

Lo probé. Era empalagosamente dulce.

– De cactus -me informó Vidal-. Es muy tranquilizante.

Se tomó largo rato con el postre. El camarero nos trajo un carajillo de anís. Vidal le dio las gracias, lo despidió, y se limpió los labios con la servilleta.

– Por orden cronológico -le recordé-. ¿Por qué no empezamos con Eulalee y Cable Johnson?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué es lo que sabe de ellos?

– Ella era una de las chicas de las fiestas de Belding; el hermano era un criminal de los del montón. Un par de listillos de pueblo que trataban de dar el gran golpe en Hollywood. Desde luego lo que no eran es unos grandes traficantes de droga.

– Linda… yo siempre la conocí por Linda -me dijo-, era una criatura exquisita. Un diamante en bruto, pero físicamente magnética…, con ese algo intangible que no se puede comprar a ningún precio. En aquellos tiempos, estábamos rodeados por bellezas, pero ella se destacaba entre todas, porque era diferente a las demás…, menos cínica, con una cierta ductilidad.

– ¿Y pasividad?

– Supongo que eso es algo que puede ser contemplado como una tara, por alguien en la línea de trabajo de usted. Yo lo tomaba como prueba de su naturaleza tranquila, y creí que era la mujer adecuada para ayudar a Leland.

– ¿Para ayudarlo a qué?

– A convertirse en un hombre. Leland no comprendía a las mujeres. Cuando estaba entre ellas se quedaba helado, y no podía… hacer lo que hay que hacer. Y era demasiado inteligente como para no darse cuenta de lo irónico que era aquello: tanto dinero y poder, el soltero más apetecible del país, y aún seguía siendo virgen a los cuarenta. No era una persona muy preocupada por lo físico, pero toda olla tiene su punto de ebullición, y la frustración estaba interponiéndose en su trabajo. Yo sabía que él nunca iba a resolver aquello por sí solo. Así que cayó sobre mis hombros el hallarle… una instructora. Le expliqué la situación a Linda. Ella estaba dispuesta a interpretar aquel papel, así que arreglé las cosas para que ambos estuvieran juntos. Doctor Delaware, ella era algo más que una chica de fiestas.

– Favores sexuales a cambio de una remuneración -comenté-. Desde luego, suena a otra cosa.

Se negó a sentirse ofendido.

– Todo el mundo tiene su precio, doctor. Simplemente, estaba haciendo, con treinta años de adelanto, lo que ahora harían algunas consultoras sexuales.

– Pero usted no la eligió por su personalidad -insistí.

– Era hermosa -dijo-. Había más posibilidades de que le estimulase.

– No me refería a eso.

– ¿Oh, no? -Dio un sorbo a su café y dijo-: Está tibio.

Y golpeó la mesa tres veces con la cucharilla. El camarero apareció, saliendo de la oscuridad, con una cafetera recién hecha. Me pregunté qué más habría oculto allá.

Bebió el humeante líquido y puso una cara como si alguien le hubiera vertido ácido garganta abajo. Pasaron varios segundos antes de que pudiera hablar, y cuando lo hizo tuve que inclinarme hacia él para poderlo escuchar.

– ¿Por qué no me dice a dónde quiere llegar?

– A su esterilidad -le contesté-. Usted la eligió porque creyó que era incapaz de tener hijos.

– Es usted un joven muy brillante -me dijo, y luego alzó de nuevo su taza a los labios, y quedó oculto tras una nube de humo-. Leland era un hombre muy remilgado…, eso formaba parte del problema. El que no tuviera que preocuparse acerca de tomar precauciones era un punto a favor de ella. Pero sólo un factor menor, un poco más de lío, algo de lo que nos podríamos haber ocupado de no haber sido así.

– Yo estaba pensando en algo mucho más liado -le dije-. En un heredero nacido sin que existiese una relación legalizada con la madre.

Bebió más café.

– ¿Por qué pensó usted que ella no podía quedar en cinta? -le pregunté.

– Hicimos comprobaciones de los historiales de todas las chicas, y las hicimos someterse a unos exámenes físicos muy completos. Nuestra investigación reveló que Linda se había quedado embarazada varias veces durante su juventud, pero que siempre había tenido un aborto, poco después de la concepción. Nuestros doctores dijeron que era algún tipo de desequilibrio hormonal. Y decidieron que era incapaz de tener hijos.

Cría de animales al revés.

– ¿Y qué tal lo hizo con el viejo Leland? -pregunté.

– Fue maravillosa. Tras unas pocas sesiones, él era un hombre nuevo.

– ¿Y cuáles eran los sentimientos que él tenía hacia ella?

Dejó la taza.

– Leland Belding no sentía, doctor. Era lo más parecido a algo mecánico que pueda llegar a ser un humano.

Me volvieron a la mente las palabras de Eilston Crotty: Como una jodida cámara con patas. Recuerdo haber pensado que era un jodido bastardo helado.

– Aun así -le dije-. Los pacientes y los consejeros sexuales acostumbran a desarrollar algún tipo de nexo emocional. ¿Me está diciendo que entre ellos no se desarrolló ninguno?

– Eso es exactamente lo que le estoy diciendo. Era como acudir a una clase, como si aprendiese francés. Leland la recibía en su oficina, cuando habían acabado; se duchaba, se vestía y reanudaba su trabajo, mientras que ella volvía a sus cosas. Yo lo conocía mejor que nadie, lo cual no era mucho… jamás sentí tener acceso a sus pensamientos. Pero yo supongo que él la veía como una más de sus máquinas… una de las más eficientes de todas. Lo cual no quiere decir que tuviese un mal concepto de ella: las máquinas eran lo que él más admiraba.

– ¿Y cuáles eran los sentimientos de ella hacia él?

Un momento de pausa. Una huidiza expresión de dolor.

– No hay duda de que estaba impresionada por su dinero y poderío. A las mujeres les atrae el poder…, pueden perdonarle cualquier cosa a un hombre, menos el que sea impotente. Y también veía su lado impotente. Así que me imagino que lo contemplaba con una mezcla de deslumbramiento y piedad, en el modo en que podría contemplar un médico a un paciente con una enfermedad extraña.

Había construido con sus palabras una frase teórica. Pero la expresión de dolor no dejaba de abrirse camino a través de la fachada de encanto.

Y entonces supe que Linda Lanier se había convertido para él en algo más que una chica de harén a la que se le había asignado una misión. Y supe que aquello no podía ni tocarlo.

– El suyo era, puramente, un acuerdo de negocios -afirmó.

– Lo cual estuvo muy bien, hasta que Cable entró en escena.

La fachada se desmoronó un poco más.

– Cable Johnson era despreciable. Cuando Linda y él eran unos adolescentes, se la vendía a los chicos de su pueblo, para sacarse un dinero… ella tenía por ese entonces catorce o quince años. Así es como se quedó preñada en esas ocasiones de las que le he hablado. Él era pura basura.

Un explotador de mujeres condenando a otro.

– ¿Y cómo es que no lo consideró a él como un factor de riesgo cuando pensó en Linda como instructora?

– ¡Oh, lo hice! Pero pensé que ya no había que preocuparse de ese riesgo: para cuando contraté a Linda, Johnson estaba encerrado en la prisión del condado, por robo… y se enfrentaba con una estancia en la penitenciaría, como reincidente. Estaba en la pura ruina, no era capaz ni de llegar a diez dólares en una fianza de cien. Yo obtuve su libertad, le di trabajo en la Magnafilm con un salario hinchado. El muy idiota ni siquiera tenía que aparecer en el trabajo: le mandaban el cheque a su pensión. Lo único que se le pedía a él era que permaneciese apartado de ella. ¿No le parece que era un acuerdo muy generoso por nuestra parte?

– No, si se compara a un pedazo de la fortuna de Belding.

– El muy estúpido -dijo-. No había la más mínima posibilidad de que obtuviesen ni una moneda de la misma, pero él era un criminal compulsivo, no podía dejar de planear raterías.

– Y entra en escena el doctor Donald Neurath, experto en fertilidad y amigo del alma.

– Vaya, vaya… -exclamó Vidal-. Es usted un investigador muy concienzudo.

– ¿Estaba Neurath en el plan de extorsión?

– Él decía que no, aseguró que se le presentaron como una pareja casada, pobres y sin hijos: el señor y la señora Johnson. Insistió en que no lo habían engañado, que había notado que había algo raro en ellos, y que por tanto se había negado a tomarla como paciente. Pero, de algún modo, lograron convencerle.

– Ya sabe usted cómo -le dije-. Fue un trueque: la película porno a cambio de un tratamiento hormonal para Linda.

– Más suciedad -dijo.

– Y, no obstante, Neurath sabía demasiado. Usted tuvo que acabar con él en algún punto de México. Apuesto que no muy lejos de aquí.

– Doctor, doctor… me concede usted demasiado protagonismo. Yo nunca he acabado con nadie. Donald Neurath vino aquí voluntariamente, a ofrecernos información. Debía dinero a uno de esos prestamistas ilegales y esperaba que yo lo pagase. Me negué. Camino de regreso, su coche se averió… o, al menos, eso es lo que me han dicho. Murió por la exposición a los elementos: el desierto no perdona, y causa su daño rápidamente. Como médico, debería haber estado más preparado para esto.

– ¿Es así como lo conectó usted al esquema de Cable? -le pregunté.

– No. Linda vino a verme diciéndome que ya no podía trabajar con Leland. Y llevando una nota, con papel de Neurath, en la que se decía que había contraído algún tipo de infección vaginal. Al principio, no sospeché nada. Todo parecía correcto. Le di una paga de diez mil dólares como finiquito, y le deseé buena suerte. Naturalmente, luego uní todas las piezas del rompecabezas.

– ¿Cómo reaccionó Belding a la partida de ella?

– No reaccionó. En ese momento estaba experimentando, probando su recién hallada confianza con otras mujeres. Tantas como le era posible. Incluso comenzó a pavonearse de ello.

La transformación de Belding de ermitaño a playboy. Las fechas concordaban.

– ¿Y qué pasó luego?

– Casi un año después, Cable Johnson me llamó y me informó de que, si realmente me preocupaba el bienestar de Leland sería mejor que tuviese una charla con él. Nos citamos en un repugnante hotelucho de la parte baja de la ciudad; Johnson estaba borracho y contento como un chucho con un gran hueso: paseándose arriba y abajo como un pavo real, muy orgulloso de sí mismo. Me explicó que Linda había dado a luz unas hijas de Leland. Que se la había llevado a Texas para que lo hiciese… pero que ahora ya habían regresado y que «nos iban a atornillar».

Vidal alzó su taza de café, lo pensó mejor y la volvió a dejar.

– ¡Oh, se creía muy listo! Lo tenía todo pensado: poniéndome el brazo sobre los hombros, como si fuéramos viejos amigos, ofreciéndome ginebra barata de una botella sucia. Cantando canciones obscenas y diciéndome que ahora, los Johnson y los Belding iban a ser parientes. Luego me dijo que esperase, salió de la habitación y regresó al cabo de unos minutos con Linda y sus pequeños obsequios.

– Tres obsequios -intervine.

Asintió con la cabeza.

Trillizas. Todo aquel trastear con hormonas haciéndoles cosas extrañas a los óvulos, incrementando las posibilidades de un nacimiento múltiple. Hoy esto es de conocimiento médico general, pero Neurath se había adelantado a su tiempo.

– Lo único importante que haya pasado en Port Wallace -comenté-: Jewel Rae, Jana Sue. Y la pobre Joan Dixie, nacida ciega, sorda y paralítica.

– La pobre cosita, tan patética -afirmó él-. Fue algún tipo de daño al cerebro… El lugar al que se llevó a Linda era primitivo. Casi se muere en el parto.

Cerró los ojos y agitó la cabeza.

– ¡Era tan pequeña… no mayor que un puño! Fue un milagro el que sobreviviese. Linda la llevaba en un cesto a todas partes, y no dejaba de hacerle mimos y darle masajes en los miembros. Quería creer que sus espasmos eran movimientos voluntarios. Fingía que todo era normal.

– Algo así debió de ser difícil de aceptar para un hombre remilgado.

– Las tres le disgustaban. Siempre le habían molestado los niños, y el que fuesen trillizas lo ponía malo. Él era el ingeniero puro, acostumbrado a las especificaciones de las máquinas, a la precisión. No tenía la menor tolerancia para nada que se apartase de lo que él esperaba. Naturalmente, las deformidades de Joan eran un insulto añadido… la implicación de que él había tenido participación en la creación de algo defectuoso. Yo lo conocía, y sabía cómo iba a reaccionar. Deseaba mantenerlo apartado de todo aquello, solucionar las cosas a mi manera. Pero Cable lo quería todo, y de inmediato. Eran parientes. Linda tenía una llave del despacho de Leland, que no había devuelto. Y se fue a verle una noche que él se había quedado hasta tarde trabajando, llevándole las niñas.

Agitó la cabeza.

– La pobre chica estúpida, creía que, al verlas, a él se le encendería el amor paterno. Él la escuchó, y le dijo lo que ella quería escuchar. En el mismo momento en que ella se hubo ido, Belding me llamó y me ordenó ir a verle para una «sesión de resolución de problemas». Y no es que quisiera conocer mi opinión… ya había llegado a una decisión: todos ellos tenían que ser eliminados. Definitivamente. Y yo iba a ser el ángel de la muerte.

– ¿También había que matar a las niñas?

Asintió con la cabeza.

– Toda la maldad es siempre cargada a las espaldas del muerto -comenté-. Pero algún buen SS cumplió la orden.

Bebió, tosió, sacó del bolsillo la botella nebulizadora y se lanzó una rociada garganta abajo.

– Yo salvé a esas niñas -dijo-. Sólo yo podía haberlo logrado; sólo yo tenía la bastante confianza de Leland como para mostrarme en desacuerdo con él sin que pasase nada. Le dije que el infanticidio estaba absolutamente fuera de cuestión. Que si alguna vez llegaba a saberse, sería su ruina… y la ruina de la Magna.

– Un modo pragmático de presentárselo.

– El único modo que él comprendía. Le expliqué que las niñas serían dadas a adopción, de un modo que quedaría permanentemente oscurecida cualquier conexión con él. Que podía redactar un nuevo testamento en el que quedasen específicamente excluidos todos los parientes de sangre, conocidos o desconocidos, para que así no pudiesen heredar ni un centavo. Al principio no quería ni oír hablar de eso, seguía insistiendo en que la única solución estaba en la «opción sin ambigüedades».

»Yo le contesté que siempre había llevado a cabo todo lo que me había ordenado, sin rechistar, pero que antes que hacer esto, dimitiría. Y si las niñas morían, no podía garantizarle el guardar silencio. Así que, ¿estaba también dispuesto a eliminarme a mí?

»Eso le irritó… y le dejó muy preocupado. Desde la infancia, nadie le había dicho jamás que no. Pero me respetó por no doblegarme ante él, y al cabo estuvo de acuerdo con mi plan.

– Un plan muy hábil -acepté-. Que incluía un premio de consolación para su hermana…

– Fue justo después de la muerte de Henry. Ella se había hundido en una profunda depresión: viuda y sin hijos. Había estado recluida en casa desde el funeral. Pensé que el tener a las niñas le iba a ir de maravilla. Y no es una mujer imaginativa: jamás me preguntó de dónde habían salido, y nunca lo quiso saber.

– ¿Estaba Joan incluida en el trato?

– No. Eso era algo que Hope no hubiera podido manejar. La empresa compró un sanatorio en Connecticut, y Joan fue ingresada allí. Se le dio un cuidado excelente. En el proceso, aprendimos lo necesario acerca de la gerencia de establecimientos de salud, y acabamos por comprar varios hospitales.

– Nuevos nombres, nuevas vidas -dije-. Excepto para los Johnson. ¿Fue a usted o a Belding a quien se le ocurrió lo de las drogas?

– Eso… no se suponía que pasase del modo en que pasó.

– Estoy seguro de que a Linda y Cable les reconfortaría el oír eso.

Trató de hablar. No salió nada de su boca. Se roció la garganta, aguardó y produjo un sonido débil, tan seco como un alarido agónico.

– No estaba previsto el que Linda… participase en aquello. Se suponía que ella no estaría allí, que habría salido de compras. Ella no era ninguna amenaza. Una vez hubiésemos sacado de en medio a su hermano, nos hubiéramos podido ocupar de ella… Yo me hubiese ocupado de ella. Pero su coche no funcionaba, y estaba llamando a un taxi cuando empezaron a pasar las cosas. Cable la agarró, el muy mierda, y la usó como escudo. El que la matasen fue un accidente.

– De eso nada -le contradije-. Ella no hubiera dejado que le quitasen a sus niñas sin rechistar. Tenía que morir. Y usted, o sabía esto desde el principio, o bien decidió no verlo cuando montó lo de la redada. Ese apartamento de lujo en el Fountain, todas las joyas, las pieles, los coches… todo eso era para hacerles creer, a ella y a Cable, que Belding estaba cediendo a sus condiciones. Pero ambos estaban muertos, desde el mismo momento en que ella entró en aquella oficina con las niñas.

– Se equivoca usted, doctor Delaware. Yo lo tenía todo arreglado.

– Bueno, concedámosle a usted el beneficio de la duda, y digamos que alguien rearregló el arreglo de usted.

Se aferró al borde de la mesa. La expresión que había en sus ojos fue más fuerte que el bronceado, las ropas, todo aquel encanto tan cuidado.

– No -graznó-, fue un error. Ese idiota de sucio hermano suyo la mató… utilizándola, del mismo modo en que siempre la había utilizado.

– Quizá lo hiciese. Pero, de todos modos, Hummel y DeGranzfeld la hubieran matado, siguiendo las órdenes de Belding. Él estuvo complacido con el trabajo que habían hecho, y los recompensó con empleos en Las Vegas.

No dijo nada durante largo rato. Algo… ¿podría ser real?, parecía estar comiéndoselo por dentro, devorándolo desde su interior. Miraba a través de mí, hacia otro tiempo.

– Tonterías -dijo al fin.

– ¿Es usted el padre de las niñas? -le pregunté.

Otro largo silencio.

– No lo sé. -Y luego-: Leland y yo teníamos el mismo tipo de sangre: O positivo. Lo mismo que el cuarenta y tres por ciento de la población.

– Hoy en día hay unos tests de una gran precisión.

– ¿Y de qué iba a servir eso? -su voz se alzó, se hizo pedazos y murió-. Yo las salvé. Y las coloqué en una buena casa. Ya era suficiente.

– No para Sharon: acabó desnuda, comiendo mayonesa directamente del bote. ¿Otro plan que salió mal?

Cerró los ojos e hizo una mueca, envejeciendo a ojos vista.

– Fue por el bien de ambas.

– Eso es lo que me han dicho.

– Sherry era una niña que daba miedo. Vi signos de violencia en ella, desde el momento en que aprendió a caminar. Me preocupaba. Me pregunté si no sería culpa de la mala simiente… los Johnson venían de una larga tradición de malhechores. Al final, quedó claro que Hope no podía ocuparse de ambas. Sharon estaba sufriendo una auténtica persecución… y paliza tras paliza. Las cosas iban subiendo de tono de un modo imparable. Había que hacer algo. Cuando Sherry trató de ahogarla supe que había llegado el momento. Pero Leland no tenía qué enterarse. Se había olvidado totalmente de ellas, no había vuelto a mencionarlas ni una sola vez, desde que se las había transferido a mi hermana. Pero sabía que consideraría cualquier cambio de planes como una prueba de que mi modo de enfrentarme con la situación no estaba funcionando. E insistiría en hacerlo a su modo.

– ¿Y qué es lo que le dijo?

– Que Sharon se había ahogado por accidente. Eso sí que lo aceptó sin cuestionarlo.

Sus labios empezaron a temblar. Se colocó una mano, de cuidada manicura, sobre la boca, para ocultar esta pérdida de control.

– ¿Y por qué desterrar a Sharon? -pregunté-. ¿Por qué no a Sherry?

– Porque Sherry era la que necesitaba que la vigilasen… era inestable, un arma cargada. El dejarla por algún lugar sin supervisión era demasiado peligroso… para ambas.

– Ésa no es la única razón -le dije.

– No. Hope lo quería así. Se sentía más cercana a Sherry, creía que Sherry la necesitaba más.

– Castigar a la víctima -dije-. De una mansión a una chabola en un terreno árido. Y dos personas, retrasados mentales, como cuidadores.

– Eran buena gente -afirmó.

Comenzó a toser e, incapaz de acabar de hacerlo, agitó la cabeza de un lado a otro, jadeando por aire. Sus ojos se llenaron de agua y tuvo que agarrarse a la mesa como apoyo.

Al fin, fue capaz de hablar, pero tan débilmente, que debí inclinarme hacia él para poder oírle.

– Eran buena gente. Trabajaban para mí. Sabía que se podía confiar en ellos. Se suponía que esa situación sólo iba a ser temporal…, era un modo de ganar tiempo para Sharon, hasta que se me ocurriese otra cosa mejor.

– Un modo de borrar su identidad -sugerí.

– ¡Por su bien! -su susurro era rasposo, insistente-. Nunca hubiera hecho nada que le pudiese hacer daño.

La mano a la boca, de nuevo. Una tos incontrolable. Se llevó un pañuelo de seda hasta los labios y escupió algo en él.

– Excúseme -dijo. Y luego-: Tenía el rostro de su madre.

– También lo tenía Sherry.

– No, no. Sherry tenía las facciones, pero no el rostro.

No dijimos nada durante largo rato. Luego, repentinamente, como si se obligase a salir de un estupor sentimental, se irguió en su asiento y chasqueó los dedos. El camarero le trajo un vaso de agua helada y, al instante, volvió a desaparecer. Bebió, se aclaró la garganta y se tocó la nuez, tragando con fuerza. Obligándose a sonreír, pero pareciendo exprimido, derrotado. Un hombre que había viajado toda su vida en un camarote de primera clase, sólo para descubrir que el barco no había ido a parte alguna.

Yo había llegado a este lugar odiándole, preparado para avivar el fuego de mi odio. Pero ahora sentía deseos de echarle un brazo por los hombros.

Luego pensé en los cadáveres, en el montón de ellos, y le dije:

– El plan temporal se fue alargando hasta llegar a ser permanente.

Asintió con la cabeza.

– Yo no dejaba de buscar otro modo de resolverlo, alguna otra forma de disponer las cosas. Mientras, Shirlee y Jasper estaban haciendo su trabajo… increíblemente. Luego, Helen descubrió a Sharon, la hizo su protegida, y comenzó a moldearla de un modo excelente. Decidí que nada podía ser mejor que eso. Entré en contacto con Helen, y llegamos a un acuerdo.

– ¿Se le pagó a Helen?

– No con dinero. Su esposo y ella eran demasiado orgullosos para haberlo aceptado. Pero había otras cosas que yo podía hacer por ellos: becas para sus hijos, abortar un plan que pretendía vender las tierras de la empresa en Willow Glen para hacer urbanizaciones. Y la Magna garantizó, durante treinta años, comprarles cualquier excedente agrícola y compensarles por cualquier pérdida que se produjese, por debajo de un nivel especificado. Y no sólo a Helen, sino a todo el pueblo.

– Pagarles para que no produjesen manzanas -dije.

– Una tradición americana -afirmó-. Debería usted de probar la miel y la sidra de Wendy. A nuestros empleados les encantan.

Me acordé de la queja de Helen:

Pero «ellos» no venden… Y es precisamente esto lo que mantiene a Willow Glen convertido en un pueblucho sin futuro.

Y también mantenía a Shirlee y Jasper, y a la niña a su cuidado, alejados de las miradas curiosas.

– ¿Qué es lo que sabe Helen? -pregunté.

– Su conocimiento es muy limitado. Por su propio bien.

– ¿Qué es lo que sucederá con los Ransom?

– No cambiará nada -me dijo-. Seguirán viviendo unas vidas maravillosamente simples. ¿Vio en sus rostros algún signo de sufrimiento, doctor? No necesitan nada que no tengan, y comparándolos con el modo en que vive mucha gente, se les podría considerar como bien situados. Helen se cuida de ellos. Y, antes de que apareciese ella, lo hacía yo.

Se permitió una sonrisa. Autocomplacida.

– Muy bien -le dije-, usted es la Madre Teresa. ¿Cómo es que la gente sigue muriendo?

– Alguna gente merece morir.

– Eso suena a una cita del libro rojo del presidente Belding.

No hubo respuesta.

– ¿Y qué hay de Sharon? -inquirí-. ¿También ella merecía morir, por tratar de averiguar quién era?

Se puso en pie, me miró desde lo alto. Todas las dudas habían desaparecido en él, de nuevo era el Hombre al Mando.

– Las palabras sólo pueden comunicar hasta un punto, no más -me dijo-. Venga conmigo.

Nos dirigimos hacia fuera, hacia el desierto. Apuntó una linterna de bolsillo al suelo, iluminando un terreno agujereado, matas de hierbas, y cactus saguaro, que se alzaban hacia el cielo.

Aproximadamente unos ochocientos metros más allá, la luz se posó en un pequeño vehículo carenado, construido en fibra de vidrio, el cochecito de golf que yo había visualizado durante mi viaje con Hummel. Pintura oscura. Una barra protectora para caso de vuelco, ruedas con protuberancias, de todo terreno. En la puerta, una M inclinada hacia delante.

Se colocó tras el volante y me hizo un gesto de que subiese. Para este viaje no había venda en los ojos. O bien se confiaba en mí, o estaba condenado. Movió varios conmutadores. Los faros. El zumbido de un motor eléctrico. Nos movimos hacia adelante con sorprendente velocidad, el doble de la velocidad de auto-choque que había llevado Hummel… el muy sádico. Más deprisa de lo que yo creía posible para una máquina eléctrica. Pero, al fin y al cabo, esto era territorio de la alta tecnología. El Rancho Patente.

Rodamos durante más de una hora sin cambiar palabra, recorriendo extensiones de yeso yermo. El aire aunque estaba caliente, se fue haciendo fragante, con un débil aroma a hierbas.

Vidal tosió mucho, mientras el vehículo levantaba nubes de fino polvillo de yeso, pero continuó maniobrando sin problemas. Las montañas de granito eran débiles marcas de lápiz en papel negro de constructor.

Le dio a otro interruptor e hizo que apareciese la luna gigantesca, blanca como la leche, y pegada a la Tierra.

No era la luna, claro, sino una gigantesca bola de golf, iluminada desde dentro.

Un domo geodésico, de quizá unos diez metros de diámetro.

Vidal se acercó y aparcó al lado. La superficie del domo era de paneles hexagonales en plástico blanco enmarcados en tubos de metal blanco. Busqué el cubículo del que hablaba Seaman Cross, la cabina en que había permanecido mientras se comunicaba con Belding. Pero el único acceso al edificio era una puerta blanca.

– El Multimillonario Ermitaño -dije.

– Un librillo estúpido -afirmó Vidal-. A Leland se le metió en la cabeza que debía ser inmortalizado en una crónica.

– ¿Y por qué eligió a Cross?

Bajamos del cochecito.

– No tengo la menor idea… ya le he dicho que nunca me dejaba saber lo que tenía en mente. Yo estaba fuera del país cuando él llegó a ese trato. Luego cambió de idea y le exigió a Cross que lo olvidase todo, a cambio de una cantidad de dinero. Cross tomó el dinero, pero siguió adelante con el libro. Eso molestó mucho a Leland.

– Otra misión de búsqueda y destrucción.

– Todo fue llevado a cabo de un modo absolutamente legal…, en los tribunales.

– El saquear su archivo en aquella bóveda blindada no fue exactamente trabajar según las normas. ¿Usó para ello a la misma gente que para el asalto a la casa de los Fontaine?

Su expresión decía que aquello era algo a lo que no valía la pena responder. Comenzamos a caminar.

– ¿Qué hay del suicidio de Cross? -le pregunté.

– Cross era un hombre con poca fuerza de voluntad, y no pudo enfrentarse a aquella situación.

– ¿Me está diciendo que fue un auténtico suicidio?

– Ciertamente.

– ¿Y, si no se hubiera eliminado él mismo, le hubiera dejado usted vivir?

Sonrió y agitó la cabeza.

– Como ya le he dicho antes, doctor, yo no aplasto a la gente. Además, Cross no era ninguna amenaza. Nadie le creía.

La puerta era blanca y de una sola pieza. Colocó la mano en el tirador, me miró, y dejó que me empapase del mensaje.

En lo que se refería a las historias sobre Belding, Cross había envenenado la fuente.

Este día no había sucedido nunca.

Miré hacia arriba del domo. La luz de las estrellas le hacía centellar, como si fuera una medusa gigante. Los paneles de plástico emitían un olor de coche nuevo. Vidal giró el tirador.

Entré. Una puerta se cerró tras de mí. Un momento más tarde, oí partir al cochecito.

Miré en derredor, esperando pantallas, consolas, tableros de mando, una maraña, a lo Flash Gordon, de ensalada electrónica.

Pero tan sólo era una gran sala, con sus paredes interiores tapizadas de plástico blanco. El resto podría haber salido de cualquier mansión de un barrio de clase media-alta. Alfombra azul hielo. Mobiliario en roble. Un televisor de pantalla supergrande. Una columna de componentes de estéreo. Una biblioteca prefabricada y cesta de revistas a juego. Un mueble-cocina de esos de apartamento pequeño a un lado. Plantas en macetas. Carteles enmarcados.

Dibujos de manzanas.

Y tres camas dispuestas en paralelo unas con otras, como en un cuartel. O un hospital: las dos primeras eran conjuntos hospitalarios, con controles electrónicos de posición y mesas cromadas giratorias.

La más cercana estaba vacía, a excepción de algo en la almohada. Le eché una mirada más de cerca. Era un aeroplano de juguete… un bombardero, pintado de oscuro, con una M inclinada hacia delante en la puerta.

En la segunda yacía una joven impedida, bajo un cobertor muy alegre. Inmóvil, boquiabierta, con algo de gris haciendo mechas en su cabello negro, pero por lo demás sin cambios en los seis años transcurridos desde que la había conocido. Como si su paraplejia dominase de tal modo su cuerpo, que la hubiera dejado fuera del tiempo, sin edad. Inspiró profundamente, con respiración sorbente y el aire salió de ella con un gemido.

Una bocanada de perfume se filtró por entre el ambiente de coche nuevo: jabón y agua, hierba fresca.

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