Dormí mal y me desperté, el viernes, con el sol. Sin ningún paciente en agenda, me hundí en trabajos rutinarios: mandar por mensajero el vídeo de Darren a Mal, acabar otros informes, hacer cheques para pagar facturas y mandarlos por correo, alimentar a los koi y retirar con la redecilla las porquerías que había en su estanque, limpiar la casa hasta que reluciera. Todo eso me llevó hasta el mediodía y me dejó el resto del día libre para chapotear en mi desgracia.
No tenía hambre, así que probé a correr, pero no podía quitarme la constricción que sentía en el pecho, así que lo dejé antes de hacer un par de kilómetros. De vuelta en casa, me tragué una cerveza con tanta rapidez, que me provocó dolor en el diafragma, continué con otra y luego me llevé un paquete de seis a la alcoba. Me senté, en ropa interior, y contemplé pasar las imágenes por el televisor. Seriales: gente de aspecto perfecto sufriendo. Concursos: gente con aspecto perfecto, portándose como subnormales.
Mi mente comenzó a vagar. Contemplé el teléfono, tendí la mano hacia el receptor. La retiré.
Los hijos del zapatero…
Al principio pensé que el problema tenía algo que ver con los negocios…, con el abandonar la dura y mal compensada vida del artesano por el mundo de la alta tecnología.
Una multinacional musical de Tokio le había propuesto a Robin el adaptar varios de sus diseños de guitarra como prototipos para la producción en masa. Ella tenía que establecer las especificaciones y un ejército de robots cibernéticos haría el resto.
La llevaron en la primera clase de un vuelo a Tokio, le dieron una suite en el Hotel Okura, la atiborraron de sushi y de sake, la mandaron de vuelta a casa cargada de exquisitos regalos, resmas de contratos impresos en papel de arroz, y promesas de un lucrativo trabajo como consultora.
A pesar de esta maravillosa forma de tratar de convencerla, ella les dio calabazas, sin explicar nunca el porqué, aunque yo sospechaba que tenía algo que ver con sus raíces. Ella había sido criada como la hija única de un ebanista implacablemente perfeccionista, que adoraba el trabajo manual bien hecho, y de una ex cabaretera, que se había amargado la vida al tener que ganársela imitando a Betty Crocker, y que no adoraba nada. La hijita de su papá, había empleado las manos para hallarle un sentido al mundo. Había soportado los estudios hasta que su padre hubo muerto, y luego le había dado el mejor epitafio abandonándolos y dedicándose a crear muebles de artesanía. Finalmente, había hallado su rinconcito ideal en el mundo, como fabricante de guitarras: tallando, diseñando y realizando guitarras y mandolinas hechas por encargo.
Fuimos amantes durante dos años, antes de que ella aceptase venirse a vivir conmigo. E incluso entonces mantuvo su estudio en Venice. Tras regresar del Japón comenzó a escaparse allí, más y más. Cuando le pregunté el motivo, me contestó que tenía trabajo atrasado que recuperar.
Acepté su explicación: nunca habíamos pasado tanto tiempo juntos. Los dos éramos muy cabezotas, y habíamos luchado muy duro por conseguir nuestra independencia, moviéndonos en distintos mundos, entrando ocasionalmente en el del otro…, a veces parecía que al azar…, en apasionada colisión.
Pero las colisiones se fueron haciendo menos y menos frecuentes. Ella empezó a pasar noches en su estudio, justificándolo por la fatiga, rechazando mis ofertas de ir a recogerla para llevarla en coche a casa. Y yo estaba entonces lo suficientemente ocupado como para poder evitar pensar en ello.
Me había retirado de la práctica de la Psicología Infantil a la edad de treinta y tres años, después de recibir una sobredosis de miserias humanas, y había vivido confortablemente de las inversiones que había hecho en propiedades en el Sur de California. Al cabo, comencé a notar en falta mi trabajo clínico, pero continué negándome a aceptar el enredo de la psicoterapia a largo plazo. Me enfrenté al dilema a base de limitarme a las consultas forenses que me remitían abogados y jueces: evaluaciones para propuestas de libertad provisional, casos de trauma en los que intervenían niños, un caso criminal reciente que me había enseñado mucho acerca de la génesis de la locura…
Trabajo a corto plazo, con ninguna o muy poca continuidad. El lado quirúrgico de la psico. Pero ya era suficiente como para hacerme sentir de vuelta en la profesión.
Un bajón de trabajo, tras la Pascua, me dejó con mucho tiempo libre… tiempo que pasar solo. Y comencé a darme cuenta de lo muy lejos que habíamos derivado el uno del otro Robin y yo; y me pregunté si habría pasado algo por alto. Esperando que la cura fuese espontánea, aguardé a que ella regresase. Y, cuando no lo hizo, decidí acorralarla.
A ella le resbalaron mis preocupaciones, recordó súbitamente algo que se había olvidado en el estudio y, antes de que pudiera darme cuenta, había desaparecido. Tras esto, aún la vi menos. Las llamadas a Venice sólo servían para poner en marcha su contestador. Las visitas sin previo aviso eran enloquecedoramente insatisfactorias: habitualmente estaba rodeada por músicos de ojos tristones, abrazados a maltrechos instrumentos y cantando un tipo de blues u otro. Cuando la atrapaba a solas, usaba el rugido de las sierras eléctricas y los tornos, o el siseo de su pistola de pintar, para ahogar toda discusión.
Yo rechinaba de dientes, me echaba atrás, me decía a mí mismo que fuese paciente. Y me adapté creándome yo mismo una pesada carga de trabajo. Durante toda la primavera me dediqué a las evaluaciones, a escribir informes y a testificar, como un poseso. Comía con abogados, me quedaba atrapado en embotellamientos del tráfico. Ganaba montones de dinero y no tenía a nadie en quien gastarlo.
A medida que se fue acercando el verano, Robin y yo nos habíamos convertido en educados desconocidos. Aquello tenía que estallar por alguna parte. Y, a principios de mayo, sucedió.
Fue en una mañana de domingo, rica en esperanzas. Ella había venido a casa, a última hora de la tarde del sábado, para recoger algunos bocetos, y había acabado pasando la noche conmigo, haciéndome el amor con una determinación de llevar a cabo un trabajo bien hecho que me aterraba, pero que me parecía mejor que nada.
Cuando me desperté, tendí el brazo al otro lado de la cama, para tocarla, y palpé únicamente el percal. Se filtraban sonidos desde la sala de estar. Salté de la cama y la encontré vestida, con el bolso colgando del hombro, dirigiéndose a la puerta de la calle.
– Buenos días, nena.
– Buenos días, Alex.
– ¿Te marchas?
Asintió con la cabeza.
– ¿Qué prisa tienes?
– Muchas cosas que hacer.
– ¿En domingo?
– Domingo, lunes, poco importa. -Colocó la mano en el tirador de la puerta-. He hecho zumo… hay una jarra en la nevera.
Fui hasta ella, puse mi mano en su muñeca.
– Quédate un poco más.
Ella se soltó.
– De veras que tengo que irme.
– Vamos, date un respiro.
– No necesito un respiro, Alex.
– Al menos quédate un rato y hablemos.
– ¿De qué?
– De nosotros.
– No hay nada de que hablar.
Su apatía era forzada, pero de todos modos aquello colmó el vaso. Y muchos meses de frustración fueron comprimidos en unos pocos momentos de incendiario soliloquio:
Ella era una egoísta. Estaba obsesionada en sí misma. ¿Cómo se creía que se sentía uno, al tener que vivir como un ermitaño? ¿Qué había hecho yo para merecer un tal trato?
Luego siguió una lista muy completa de todas mis virtudes, de cada servicio que, desprendidamente, yo había llevado a cabo por ella, desde el día en que nos habíamos conocido.
Cuando hube terminado, ella dejó el bolso y se sentó en el sofá.
– Tienes razón. Necesitamos hablar.
Se puso a mirar por la ventana.
Le dije:
– Te estoy escuchando.
– Estoy tratando de ordenar mis pensamientos. Tu trabajo son las palabras, Alex. No puedo competir contigo en ese campo.
– Nadie necesita competir con nadie. Simplemente, háblame: dime lo que tienes en mente.
Ella agitó la cabeza.
– No sé cómo decir esto sin resultar dañina.
– No te preocupes por eso. Limítate a soltar lo que llevas dentro.
– Lo que usted diga, Señor Doctor. -Y luego-: Lo siento, es que me resulta muy difícil.
Esperé.
Apretó los puños, los abrió y extendió los dedos.
– Dale una ojeada a esta habitación… al mobiliario, a las obras de arte… Todo está exactamente del mismo modo en que estaba el primer día que la vi. Perfecta, como para una foto de revista de decoración… tu gusto perfecto. Durante cinco años, yo sólo he sido una invitada.
– ¿Cómo puedes decir eso? Ésta es tu casa.
Ella iba a replicarme, pero agitó la cabeza y apartó la mirada.
Me coloqué en su línea visual, señalé hacia la mesa de caballetes en madera de fresno, que había en el comedor.
– El único mueble que me importa es ése. Y es porque tú lo construiste.
Silencio.
– Sólo tienes que decirlo, y cogeré un hacha y lo haré todo astillas, Robin. Empezaremos a partir de cero. Juntos.
Ella ocultó su cara en las manos, la mantuvo así un tiempo y luego la alzó, con los ojos llorosos.
– No es un problema de decoración de interiores, Alex.
– ¿Cuál es el problema?
– Tú eres el problema. El tipo de persona que eres. Avasallador. Agobiante. El problema es que nunca me has preguntado si quería algo diferente… si tenía ideas propias.
– Nunca pensé que este tipo de cosas te importara.
– Nunca te hice saber que me importasen…, también yo soy el problema, Alex. Aceptando, siguiéndote, adaptándome a tus nociones preconcebidas. Y, entre tanto, he estado viviendo una mentira…, viéndome a mí misma como fuerte y autosuficiente.
– Eres fuerte.
– Ésa era la argumentación habitual de Papi: eres una chica fuerte, una hermosa chica fuerte. Acostumbraba a enfadarse mucho conmigo cuando me fallaba la confianza en mí misma, me gritaba y me decía, una y otra vez, que yo era diferente de las otras chicas. Más fuerte que ellas. Para él, el ser fuerte equivalía a usar tus manos, a crear. Cuando las otras chicas estaban jugando con sus muñecas Barbie, yo estaba aprendiendo a cómo cambiarle la hoja a una sierra de tira y rascándome los dedos hasta los huesos con el cepillo. Construyendo perfectas uniones de madera. Siendo fuerte. Durante años me tragué ese cuento. Y aquí estoy ahora, dándome por fin una buena mirada en el espejo, y lo único que veo en él es a otra débil mujer, viviendo de un hombre.
– ¿Lo de Tokio ha tenido algo que ver con todo esto?
– La oferta de Tokio me hizo ponerme a pensar acerca de lo que yo quería de la vida, y me hizo darme cuenta de lo muy lejos que estaba de ello… de lo dependiente que siempre he sido de alguien.
– Nena, yo nunca quise meterte bajo mi ala…
– ¡Ése es el problema! ¡Soy una nena… un maldito bebé! ¡Inerme y preparada para ser ajustada por el buen doctor Alex!
– Nunca te he visto como a una paciente -le dije-. ¡Por Dios, te amo!
– Amor -dijo ella-. Sea lo que sea lo que eso signifique.
– Yo sé lo que significa para mí.
– Entonces, eres mejor persona que yo, ¿vale? ¡Lo cual es la parte central del problema, ¿no?! El doctor Perfecto, Comecocos, Desfacedor de Entuertos. Bien parecido, inteligente, encantador, con dinero… y con todos esos pacientes que piensan que eres Dios.
Se alzó, caminó arriba y abajo.
– Maldita sea, Alex, cuando te conocí, tenías problemas…, estabas quemado, tenías todas aquellas dudas sobre ti mismo. Eras un ser humano, y yo podía ocuparme de ti. Yo te ayudé a superar aquello, Alex. Yo fui una de las principales razones para que lograses salir de aquel pozo. Alex. Lo sé.
– Lo fuiste. Y aún te necesito.
Ella sonrió.
– No. Ahora estás reparado, cariño. Perfectamente sintonizado.
Y ya no me queda nada que hacer a mí.
– Eso es una tontería. Me he sentido absolutamente hundido este tiempo que he estado sin verte.
– Es una reacción pasajera -afirmó ella-. Ya pasará.
– Debes de creer que soy absolutamente superficial.
Paseó un poco más, agitó la cabeza:
– Dios, me escucho a mí misma y me doy cuenta de que, finalmente, todo son celos; ¿no? Estúpidos celos infantiles. Es lo mismo que sentía por las chicas que estaban muy solicitadas por los chicos. Pero no puedo evitarlo… Y es que tú lo tienes todo organizado: corres tus cinco kilómetros, te das una ducha, trabajas un poco, ingresas tus cheques, tocas tu guitarra, lees tus revistas profesionales. Me jodes hasta que los dos nos corremos, luego te quedas dormido sonriendo. Compras pasajes para Hawai, y tenemos unas vacaciones. Apareces con una cesta de picnic, y comemos. Es una cadena de montaje, Alex, en la que tú eres el que aprieta los botones… y si algo me enseñó el viaje a Tokio, es que no quiero una cadena de montaje. Y lo más jodido del asunto es que, realmente, es una vida de coña. Si te dejase, te cuidarías por siempre de mí, harías de mi vida un perfecto sueño, cubierto de azúcar. Sé de montones de mujeres que matarían por tener algo así, pero no es lo que yo necesito.
Nuestras miradas se cruzaron. Yo me sentí aguijoneado, y aparté la vista.
– ¡Oh, Dios! -exclamó-. Te estoy haciendo daño. ¡No puedo soportarlo!
– Estoy bien. Continúa.
– Eso es todo, Alex. Eres un hombre maravilloso, pero el vivir contigo ha empezado a darme miedo. Corro el peligro de desaparecer.
Y ya has empezado a hablar de matrimonio. Si nos casásemos, aún perdería más de mi propia personalidad. Nuestros hijos acabarían viéndome como alguien aburrido, nada estimulante y muy amargado. Y, entre tanto, Papi estaría marchando por el ancho mundo, realizando sus actos heroicos. Necesito tiempo, Alex… y espacio para respirar. Para poder aclararme.
Se fue hacia la puerta.
– Ahora tengo que irme. Por favor.
– Tómate todo el tiempo que quieras -le dije-. Y todo el espacio. Sólo te pido que no cortes conmigo.
Se quedó, temblando, en el hueco de la puerta. Vino corriendo hacia mí, me besó en la frente, y se marchó.
Dos días más tarde volví a casa y encontré una nota en la mesa de fresno:
Querido Alex,
Me voy a San Luis. La prima Terry ha tenido un hijo. Voy a ayudarla, regresaré aproximadamente dentro de una semana.
No me odies.
Con amor,
R