Holmby Hills es la zona de viviendas más cara de Los Ángeles, una pequeña bolsa de megarriqueza rodeada por Beverly Hills y Bel Air. Financieramente, se hallaba a años luz de mi vecindario, pero geográficamente sólo se encontraba a un kilómetro y medio, más o menos, hacia el sur.
Mi mapa situaba a La Mar Road justo en el corazón del distrito, un filamento serpenteante y sin salida, que acababa en las redondeadas colinas que dominan el Club de Campo de Los Ángeles. No estaba muy lejos de la Mansión Playboy, pero no me imaginaba que hubieran invitado a Hefner a la fiesta.
A las cuatro y cuarto me vestí con un traje de verano y me puse en camino, a pie. Había mucho tráfico en Sunset… Practicantes del surf y adoradores del sol que volvían de la playa, mirones en dirección este, agarrados a mapas de las mansiones de las estrellas de cine. Pero, nada más haberme adentrado unos cincuenta metros en Holmby Hills, todo se tornó silencioso y bucólico.
Las propiedades eran de una tremenda extensión, las casas estaban ocultas tras altos muros y puertas de seguridad y rodeadas por pequeños bosques. Sólo la entrevista silueta de un tejado de pizarra o de rojas tejas de estilo español flotando sobre el verde sugería que allí hubiese lugares habitados. Esto y el gruñido profundo de invisibles perros de defensa.
La Mar apareció tras una curva: una tira de asfalto de un solo carril, cuesta arriba, que hendía una pared de eucaliptos de quince metros de altura. En lugar de una placa municipal con el nombre de la calle, habían clavado en uno de los pinos una plancha barnizada, en madera, en la que, con letra rústica quemada en la madera, se indicaba: LA MAR. CALLE PRIVADA. SIN SALIDA. Debajo se veían las placas de tres compañías privadas de seguridad y la blanquirroja de la Bel Air Patrol. Era fácil saltarse la entrada yendo a setenta por hora, pero a pesar de eso, un Rolls Royce pasó a mi lado a toda velocidad, y la tomó sin dudarlo un instante.
Seguí el rastro que dejaba el tubo de escape del Rolls. A unos seis metros hacia dentro, unos dobles postes en piedra, marcados de nuevo con un signo de CALLE PRIVADA, se incrustaban en muros de piedra de dos metros y medio de alto, que culminaban en una verja de un metro más, de hierro forjado pintada de dorado. El hierro estaba decorado con enredaderas, en secciones de siete metros: hiedra, fruto de la pasión, madreselva y glicina. Una profusión controlada, tratando de aparentar como si fuese algo natural. Más allá de los muros había un telón grisverdoso: más eucaliptus del tamaño de un edificio de cinco pisos. Medio kilómetro más allá, el follaje aún se hacía más espeso, la ruta más oscura y fresca. Masas de musgo y líquenes recubrían las piedras de los muros, que seguían limitando la ruta. El aire olía húmedo y limpio, como con mentol. Un pájaro pió tímidamente, luego abandonó su canción.
El camino se curvaba, se enderezaba, y mostraba su punto final: una gigantesca arcada de piedra, cerrada por portones de hierro forjado. Docenas de coches estaban alineados en una doble hilera de cromados y pintura lacada.
A medida que me iba acercando pude ver que la división era deliberada: los relucientes coches de lujo en una cola, los utilitarios, todo terrenos y similares medios de transporte plebeyos en la otra. Encabezando los coches de ensueño se hallaba un impoluto cupé Mercedes blanco, uno de esos hechos por encargo, con un motor amañado, parachoques y embellecedores dorados… y una matrícula de las que le dan a uno pagando, y que proclamaba: PPK PHD. El coche de Kruse.
Unos guardacoches de chaquetas rojas mariposeaban en derredor de los vehículos recién llegados, como pulgas en el pelo de un perro en verano, abriendo puertas de coches y metiéndose en el bolsillo llaves de contacto. Hice el camino hasta los portalones y los hallé cerrados. A uno de los lados había un interfono, colocado en un poste. Junto al altavoz había un teclado, orificio de llave y telefonito.
Uno de los chaquetas rojas me vio, tendió la mano con la palma arriba y me dijo:
– Llaves.
– No hay llaves. He venido andando.
Sus ojos se entrecerraron. En su mano sostenía una llave de hierro de tamaño monumental, encadenada a un rectángulo de madera barnizada. En la madera estaba escrito al fuego: PUERTA DRA.
– Nosotros se lo aparcamos -insistió. Era moreno, robusto, de cara redonda, con una barbita de pelusilla y hablaba con acento mediterráneo. Su palma tembló.
– No traigo coche -le repetí-. He venido andando.
Cuando su rostro siguió sin mostrar comprensión, hice la pantomima de caminar con mis dedos.
Se volvió hacia otro aparcador, un chico negro bajo y delgado, y le susurró algo. Ambos me miraron fijamente.
Miré a la parte superior de la verja, y vi unas letras doradas: SKYLARK.
– Ésta es la casa de la señora Blalock, ¿no?
No hubo respuesta.
– ¿La fiesta de la universidad? ¿El doctor Kruse?
El barbudo se alzó de hombros y trotó hacia un Cadillac gris perla. El chico negro se adelantó.
– ¿Tiene una invitación, caballero?
– No. ¿Es necesaria?
– Bueeeno -sonrió, y pareció estar esforzándose en pensar-. No tiene usted coche, no tiene invitación…
– No sabía que fuese necesario traer ninguna de ambas cosas.
Chasqueó la lengua.
– ¿Acaso el coche sirve como garantía? -le pregunté.
La sonrisa desapareció.
– ¿Así que ha venido caminando?
– Eso es.
– ¿Y dónde vive usted?
– No muy lejos de aquí.
– ¿Vecino?
– Invitado. Me llamo Alex Delaware. Doctor Delaware.
– Un minuto -caminó hasta la caja, tomó el telefonito y habló. Colgándolo, me dijo de nuevo-: Un minuto.
Y corrió a abrirle las puertas a un Lincoln blanco alargado.
Esperé, mirando en derredor. Algo marrón y conocido me llamó la atención: un vehículo realmente patético, echado a un lado del camino, dejado aparte de los otros. En cuarentena.
Era fácil comprender el motivo: se trataba de un trasteado Chevrolet familiar, una ranchera de edad casi senil, comida por la herrumbre y manchada por pegotes de pintura mal aplicada. Le faltaba aire en los neumáticos, su parte de atrás estaba repleta de ropa arrugada, zapatos, cajas de cartón, contenedores vacíos de comida rápida y vasos de papel aplastados. En la ventana de atrás estaba pegada una pegatina amarilla, de forma romboide, que indicaba: MUTANTES A BORDO.
Sonreí, y me fijé en que el trasto había sido colocado de modo en que quedaba impedida su salida. Habría que mover a un montón de coches para que pudiese quedar libre.
Una pareja delgada, a la moda, bajó del Lincoln blanco y fue escoltada hasta el portalón por el aparcacoches barbudo. Éste colocó la gran llave en la cerradura, y marcó un código en el tablero, tras lo que se abrió una de las hojas de la puerta de hierro. Deslizándome hacia el interior, seguí a la pareja por un sendero inclinado, pavimentado con ladrillos negros con forma de escamas de pescado. Cuando pasé a su lado, el aparcador dijo: «¡Hey!», pero sin entusiasmo, y no hizo esfuerzo alguno por detenerme.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, señalé al Chevy y le dije:
– Ese coche de color marrón… ¿quiere que le diga algo respecto al mismo?
Se acercó a mí, al otro lado de la verja forjada.
– ¿Sí? ¿Qué?
– Ese coche es propiedad del tipo más rico que hay en esta fiesta. Trátelo bien… es muy conocido por las grandes propinas que da.
Giró la cabeza de golpe y miró al viejo coche. Comencé a caminar. Cuando volví la vista, estaba jugando a hacer sonar los parachoques, creando un claro en derredor del Chevy.
A un centenar de metros más allá de la puerta, los eucaliptos dejaban paso a cielos libres, por encima de un césped que podría haber sido el de un campo de golf por su calidad, y que estaba perfectamente cortado. El césped estaba flanqueado por impecables columnas de cipreses italianos y plantas perennes, todo ello cuidadosamente podado. Las zonas más lejanas de la propiedad habían sido remodeladas con terraplenadoras, para formar colinas y valles. Los más altos de esos promontorios estaban en los límites de la propiedad, coronados por solitarios pinos negros y enebros californianos, podados para parecer que habían sido moldeados por el viento.
El sendero de escamas de pescado ascendía hacia un otero. Desde la cima del mismo llegaba un sonido de música: una sección de cuerda interpretando algo barroco. Mientras alcanzaba la parte alta, vi a un hombre de edad y de estatura elevada, vestido como un mayordomo tradicional, que caminaba hacia mí.
– ¿Es usted el señor Delaware? -Su acento se situaba en algún punto entre Londres y Boston; sus facciones eran suaves, generosas y regordetas. Su piel, colgante, era del color del salmón enlatado. Mechones de pelo color maíz rodeaban un cráneo pelado y bronceado por el sol. Un clavel blanco decoraba su solapa.
El prototipo del mayordomo de una obra de teatro.
– ¿Sí?
– Doctor Delaware, soy Ramey, y he venido a buscarle para acompañarle a la fiesta. Le ruego disculpe los inconvenientes, señor.
– No hay de qué. Supongo que los aparcacoches no están preparados para enfrentarse con peatones.
Coronamos la cima. Mi ojo fue atraído por el horizonte: hacia una docena de crestas de tejado de tejas color verde cobre, tres pisos de pared estucada en blanco y persianas verdes, pórticos con columnatas, balcones con balaustradas y galerías, puertas en arco y ventanas con montantes de abanico. Era como un monumental pastel de bodas, rodeado por hectáreas de natillas de color verde.
Unos jardines, de diseño formal, limitaban por delante la mansión: caminos de grava, más cipreses, un laberinto de setos podados, fuentes en piedra, estanques como espejos, cientos de parterres de rosas tan deslumbrantes, que parecían fluorescentes. Los invitados, agarrando copas de alto tallo, paseaban por los senderos, y admiraban las flores. Y también se admiraban a sí mismos en los estanques.
El mayordomo y yo caminamos en silencio, pateando la grava. El sol nos golpeaba desde arriba, espeso y cálido como mantequilla fundida. A la sombra de la más alta de las fuentes se encontraba un grupo, del tamaño de una filarmónica, de hoscos músicos, vestidos de etiqueta. Su director, un asiático joven de cabellos largos, alzó su batuta, y los músicos iniciaron un voluntarioso Bach.
Las cuerdas eran complementadas por el tintineo de las copas y el sonido apagado de las conversaciones. A la izquierda de los jardines, un enorme patio de losas de piedra estaba repleto de mesas blancas redondas, sombreadas por sombrillas de lona amarilla. En cada mesa había un centro de lilas, lirios púrpura y claveles blancos. Una carpa a rayas blancas y amarillas, lo bastante grande como para contener un circo, cobijaba a una barra de bar lacada en blanco y atendida por una docena de diligentes barmans. Unas trescientas personas estaban sentadas en las mesas, tomando copas. La mitad de esa cantidad estaba a la barra. Por entre todos ellos circulaban camareros con bandejas de bebidas y canapés.
– Ya estamos, señor. ¿Puedo servirle algo de beber, señor?
– Me iría bien una soda.
– Perdóneme, señor. -Ramey alargó su paso, adelantándose a mí, desapareciendo entre la multitud que rodeaba la barra, y emergiendo momentos después con un vaso helado y una servilleta de lino amarillo. Me entregó ambas cosas, justo en el momento en que yo llegaba al patio.
– Aquí tiene, señor. Le vuelvo a pedir excusas por las molestias.
– Ya le he dicho que no hay de qué. Gracias.
– ¿Desea usted algo que comer, señor?
– No, gracias. Ahora no.
Me hizo una pequeña reverencia y se marchó. Me quedé solo, dando sorbitos a mi soda, atisbando la multitud, en busca de un rostro amigo.
Pronto me resultó obvio que la multitud estaba dividida en dos grupos diferenciados, con un abismo sociológico entre ellos, que ya había quedado reflejado en la doble hilera de coches.
El centro de la escena estaba dominado por los muy ricos, cual si fueran una bandada de cisnes. Muy bronceados y totalmente desinhibidos en sus conservadores atavíos de haute couture, se saludaban unos a otros con besitos en las mejillas, reían suavemente, bebían sin parar y sin excesiva discreción, y no prestaban la menor atención al otro grupo, étnicamente diverso, que se hallaba sentado al lado.
La gente de la Universidad eran las urracas, vigilantes, sin perder detalle, repletas de charla nerviosa. En un movimiento reflejo, se habían congregado en pequeños grupitos apretados, y hablaban tras las manos, sin dejar de mover los ojos de aquí para allí. Algunos de ellos estaban conspicuamente atildados con sus trajes de grandes almacenes y vestidos largos, recién comprados para ese día tan especial; otros, deliberadamente, se habían vestido de un modo muy informal. Unos pocos seguían contemplando boquiabiertos lo que les rodeaba, pero la mayor parte se contentaba con observar los rituales de los cisnes, con una mezcla de pura envidia y analítico desprecio.
Había terminado la mitad de mi soda, cuando se produjo en la gente como una oleada que recorrió el patio, atravesando ambos campos. Paul Kruse apareció en el origen de la misma abriéndose diestramente camino por entre la multitud de ricos y sabios. De su brazo colgaba una pequeña mujer, rubia platino, de aspecto encantador, y que llevaba un vestido negro sin hombros y zapatos con tacones de ocho centímetros de alto. Estaría al inicio de la treintena, pero llevaba el cabello como una colegiala a punto de graduarse: largo y lacio hasta su cintura, con las puntas rizadas y en extravagantes ondulaciones. El vestido se le pegaba a la piel, como una capa de asfalto. Alrededor del cuello llevaba una gargantilla de diamantes. Mantenía los ojos clavados en Kruse, mientras éste sonreía y se trabajaba a su público.
Le di una buena mirada al nuevo Presidente del Departamento. Ya debía estar cercano a los sesenta años, y luchaba contra la entropía con la química y la buena compostura. Su cabello aún era largo, de un dudoso tono amarillo maíz, y lo llevaba cortado al estilo de moda, a lo surfista, con una onda que le caía sobre un ojo. Hubo un tiempo en que parecía un modelo masculino, con ese tipo de ruda guapura que es muy fotogénica, pero que de algún modo pierde bastante al ser traducida a la realidad. Aún resultaba evidente su apostura, pero ya tenía los rasgos caídos: su mandíbula parecía más débil, y su burda apostura se había descompuesto en algo que era fungoso y vagamente disoluto. El bronceado de su piel era tan profundo, que parecía algo que hubiesen dejado demasiado tiempo al horno. Esto lo colocaba en sincronía con la banda de los muy ricos, tal como lo hacia su traje hecho a medida. Pero el traje, que parecía ser muy ligero, tenía un conspicuo aspecto de paño inglés y llevaba refuerzos de cuero en los codos… en una concesión casi insultante a lo académico. Lo contemplé mostrar sus hileras de dientes, embellecidos con fundas, estrechar la mano de los hombres, besar a las señoras, y pasar al siguiente grupo de los que deseaban felicitarle.
– ¿A que lo hace bien? -dijo una voz a mis espaldas.
Me volví y contemplé ochenta kilos de carne picada, con nariz rota y bigote poblado, envasada en una lata redonda de uno sesenta y tres metros de altura, envuelta en un traje marrón a cuadros, camisa rosa, corbata negra de punto, y unos mocasines marrones muy deformados por el uso.
– Hola, Larry -comencé a tender mi mano, entonces vi que las dos suyas estaban ocupadas: un vaso de cerveza en la izquierda, un plato con alas de pollo, empanadillas de huevo y costillas parcialmente devoradas en la derecha.
– He estado allá donde las rosas -me dijo Daschoff-, tratando de imaginar cómo consiguen hacerlas florecer así… Probablemente las abonan con billetes de dólar viejos.
Alzó las cejas e inclinó la cabeza hacia la mansión.
– No está mal la choza -dijo.
– Cómoda.
Miró al director de la orquesta.
– Ése es Narahara, el niño prodigio. Dios sabe lo que cobrará.
Alzó el vaso hasta sus labios y bebió. La espuma dejó un reborde en la parte inferior de su bigote.
– Budweiser -dijo-. Esperaba algo más exótico. Pero, al menos, no está aguada.
Nos sentamos a una mesa vacía. Larry cruzó sus piernas con un esfuerzo y dio otro trago, más largo, a la cerveza. El movimiento hinchó su pecho y puso en tensión los botones de su chaqueta. Se la desabrochó y se repantigó en la silla. Llevaba un avisador cogido al cinturón.
Larry es casi tan ancho como alto, y anda como un pato, así que lo razonable es suponerle obeso. Pero en traje de baño se le ve tan firme como una pieza de carne de vaca congelada…, una curiosa mezcla de músculo hipertrofiado, apenas si recubierto de grasilla, el único tipo de menos de metro ochenta que jamás haya jugado de defensa para la universidad de Arizona. En otro tiempo, allá en la universidad, lo había visto levantar el doble de su peso en el gimnasio, sin jadear… y luego acabar con una serie de flexiones desde el suelo, con una sola mano.
Se pasó unos gordos dedos por su cabello, que parecía un estropajo de aluminio, se limpió el bigote, y contempló cómo Kruse hacia su numerito del anfitrión encantador, mientras atravesaba la muchedumbre. La ruta del nuevo Jefe del Departamento le llevaba a acercarse a nuestra mesa… lo bastante como para que pudiéramos observar la mecánica de su charla insulsa, pero no lo suficiente como para poder oír lo que decía. Era como ver un espectáculo de mimo, algo con un título como La Fiesta.
– Tu jefe está en una forma excelente -comenté.
Larry tragó más cerveza y alzó las manos.
– Ya te he dicho que estaba absolutamente pelado, D. Habría trabajado para el mismo diablo… me habría convertido en un Fausto de baratillo.
– No tienes que darme explicaciones, doctor.
– ¿Por qué no? ¡Aún sigue molestándome eso de haber participado en aquella cagada! -Más cerveza-. Todo un semestre echado a perder. Prácticamente, Kruse y yo no teníamos nada que ver el uno con el otro… Dudo que hablásemos más de diez frases en todo ese tiempo. A mí él no me gustaba, porque no tenía profundidad alguna y era un auténtico fantasma. Y yo no le caía bien a él porque era un hombre… y todos sus otros ayudantes eran mujeres.
– Entonces, ¿cómo fue que te contrató a ti?
– Porque los sujetos de su investigación eran hombres y no era muy probable que se relajasen mientras veían películas porno, si tenían delante chicas tomando notas. Ni tampoco era demasiado probable que les contestasen a las chicas las preguntas que él estaba haciendo: ¿Cuán a menudo se la meneaban? ¿Cuáles eran sus fantasías masturbatorias más habituales? ¿Lo hacían en los retretes públicos? ¿Cuán a menudo jodían y con quién? ¿Cuánto tiempo tardaban en correrse? ¿Cuál era su actitud más primaria, más profunda, hacia el sexo en general?
– Las fronteras de la sexualidad humana -dije.
Agitó la cabeza.
– Lo más triste de todo es que podría haber sido algo de valor. Mira la cantidad de datos clínicos que obtuvieron Masters y Johnson. Pero Kruse no era serio en lo de recolectar datos. Era como si solamente hiciese ver que los estaba recogiendo.
– ¿Y no se preocupaban los de la fundación que dieron el dinero para la investigación?
– No eran de ninguna fundación. La pasta era de mamones particulares…, ricachones locos por la porno. Él les prometió hacerlos personas respetables, darles el sello de aprobación académico a su afición.
Se volvió y miró a Kruse. La rubia del vestido negro se tambaleaba en sus zapatos de tacón alto.
– ¿Quién es la mujer que va con él?
– La Señora K. ¿No la recuerdas? ¡Es Suzanne!
Agité la cabeza.
– ¿No te acuerdas de Suzy Espatarrada? ¡Si era la comidilla del Departamento!
– Debí pasarme todo ese tiempo durmiendo.
– Debiste de estar muerto, D. Era famosa en todo el campus, una antigua actriz de porno, que adquirió su seudónimo por ser… muy flexible. Kruse se la encontró en alguna de esas fiestas de Hollywood, mientras estaba llevando a cabo sus «investigaciones». Entonces no debía de tener más de dieciocho o diecinueve años. Él abandonó a su segunda mujer por ella… ¿o fue a la tercera? ¿Quién se acuerda de estas cosas? El caso es que la matriculó en la universidad como estudiante de Literatura Inglesa. Creo que duró tres semanas… ¿aún no te suena?
Negué con la cabeza.
– ¿Cuándo fue eso?
– En el setenta y cuatro.
– En el setenta y cuatro yo estaba al norte, en San Francisco…, en el Langley Porter.
– ¡Oh, sí! Fue cuando hacías dos cosas a la vez: trabajabas como interno y dabas clases al mismo tiempo. Bueno, D: quizás el ser tan precoz te puso en el mercado del trabajo un año antes que a los demás, pero en cambio te perdiste el conocer a Suzy. Se suponía que ella tenía algo que ver en la investigación, y yo incluso trabajé con ella… toda una semana. Kruse la metió en el programa de estudio, para que trabajase como secretaria. No sabía escribir a máquina y liaba los archivos. Pero la verdad es que era una chica muy dulce, aunque bastante primaria.
El homenajeado y su esposa se habían ido acercando. Suzanne Kruse correteaba tras su marido como si la hubiesen atornillado a sus talones. Tenía un aspecto frágil, con hombros prominentes, un cuello muy lleno de nervios, partido en dos por la gargantilla de diamantes, un pecho casi plano, mejillas hundidas y una barbilla muy aguzada. Sus brazos estaban bien torneados pero eran nervudos y tenía las manos huesudas, acabadas en largos dedos delgados. Sus uñas eran largas y las llevaba lacadas de rojo. Se agarraban de la manga de su esposo, clavándose en el paño.
– Debe de ser auténtico amor -dije-. Ha seguido con él durante todos estos años.
– No apuestes ni un céntimo a que lo suyo sea una monogamia a la antigua. Kruse tiene reputación de ser un cazacoños de primera y se sabe que Suzy es muy tolerante con él. -Se aclaró la garganta-. Mejor dicho, es sumisa.
– ¿Literalmente hablando?
Asintió con la cabeza.
– ¿Te acuerdas de aquellas fiestas que Kruse acostumbraba a dar en su casa de Mandeville Canyon, el año en que entró en la Facultad? ¡Oh, claro… tú estabas en Frisco! -Se interrumpió, comió una empanadilla y rumió-. Espera, creo que aún seguían en el 75. Tú volviste en el 75, ¿no es cierto?
– Me gradué -le dije-. Trabajaba en el hospital. Me topé con él en una ocasión, no nos gustamos el uno al otro. No me hubiera invitado a sus fiestas.
– No se invitaba a nadie, D: era la política de las casas abiertas… en todos los sentidos del término.
Me dio un golpecito con el puño, bajo la barbilla.
– De todos modos tú seguramente no hubieras ido, porque siempre fuiste un buen chico, tan serio. Lo cierto es que yo tampoco pasé de la puerta: Brenda los vio untando el suelo con aceite Wesson, y me sacó a rastras antes de que ni pudiera saludar. Pero la gente que iba allí decía que aquello eran orgías de cinco estrellas… si es que a uno le gustaba joder con otros comecocos. Por así decirlo era una mezcla de Oh Calcuta! y de B.F. Skinner, lo que resulta un tanto aterrador, ¿no crees? Y Suzy Espatarrada era una de las principales atracciones: atada, sujeta con un arnés, amordazada y azotada.
– ¿Y cómo sabes tú todo eso?
– Los chismes del campus. Todo el mundo lo sabía…, no era ningún secreto. En aquel entonces, nadie consideraba que estas cosas fuesen pervertidas. Eran los tiempos anteriores al microbio: tiempos de libertad sexual, de liberarse el id, de ampliar los limites de la consciencia, etcétera. Incluso las más radicales de la liberación femenina de nuestra clase creían que Kruse estaba en la punta de lanza de algo que tenía un significado. O quizá fuese que se la ponía tiesa el ser dominador. En cualquier caso, era filosóficamente aceptable el fustigar a Suzy, porque con eso ella estaba satisfaciendo alguna necesidad suya propia.
– ¿Kruse era el que le daba los latigazos?
– Todo el mundo lo hacía. Era una verdadera actuación de grupo… Ella aceptaba la fustigación de cualquiera, sin distinción de credo, raza o sexo. Mira, fíjate en ella, observa cómo se agarra a él, como si en eso le fuera la vida. ¿No te parece una auténtica sumisa? Probablemente tenga una personalidad pasiva-dependiente, la pareja simbiótica perfecta para un adicto del poder como es Kruse.
A mi me parecía asustada. Pegada a su esposo, pero quedándose en un segundo plano. La contemplé adelantarse y sonreír cuando le hablaban, luego retirarse. Echándose hacia atrás su largo cabello, comprobando el esmalte de sus uñas. Su sonrisa era tan plana como una pegatina, sus oscuros ojos brillaban de un modo poco natural.
Se movió de un modo que hizo que el sol diese en su gargantilla de diamantes y lanzase chispas. Me hizo pensar en el collar de un perro.
Kruse se giró bruscamente para darle la mano a alguien, y cogió por sorpresa a su esposa. Estirando el brazo en busca de equilibrio, ella se agarró de la manga de él y, aferrándole con más fuerza casi se le pegó. Él continuó acariciando el hombro desnudo de ella, pero, por la atención que le prestaba, era como si acariciase una estatua.
Amor. Signifique lo que signifique eso.
– Poca autoestimación -dijo Larry-. Tienes que considerarte bien poco a ti mismo, para joder en la pantalla.
– Supongo que sí.
Acabó su cerveza.
– Voy a repostar, ¿quieres que te traiga algo?
Alcé mi vaso, medio lleno de soda.
– Aún estoy con esto.
Se encogió de hombros, y fue hacia el bar.
Los Kruse habían trazado un círculo en derredor a nuestra mesa, yéndose hacia una, repleta de urracas. Un siseo de charla sobre naderías; luego él se había echado a reír, con un sonido profundo y autosatisfecho. Le dijo algo a un estudiante graduado y le dio la mano al joven mientras repasaba con la vista a la hermosa esposa del estudiante. Suzanne Kruse no dejaba de sonreír.
Larry regresó.
– Pero dime -comentó-, ¿qué tal te van las cosas?
– De coña.
– Vale, a mí también. Y es por eso por lo que estamos aquí sin nuestras mujeres, ¿no?
Di un sorbito a la soda y lo miré. Mantuvo contacto ocular, pero se atareó con un ala de pollo.
La mirada del terapeuta. Preñada de preocupación.
Amistosa preocupación, pero yo no la quería. De repente, me entraron ganas de salir corriendo. Una rápida carrera de vuelta al arco de piedra, y adiós para siempre a la tierra del Gran Gatsby.
Pero, en lugar de hacerlo, empleé uno de mis propios trucos de comecocos. Le bloqueé la pregunta con otra pregunta:
– ¿Cómo le va a Brenda en la Facultad de Leyes?
Sabía perfectamente lo que yo estaba haciendo, pero de todos modos me contestó:
– Está entre el diez por ciento de alumnos con mejores notas, por segundo año consecutivo.
– Debes estar muy orgulloso de ella.
– Seguro. Si no fuera porque aún le queda otro año entero. Vuélveme a preguntar cómo me siento, dentro de un año, y ya veremos, si aún sigo funcionando.
Asentí con la cabeza.
– He oído decir que es un proceso realmente podrido.
Su sonrisa perdió calidez.
– Cualquier cosa que dé como resultado la producción de abogados debe de serlo, ¿no? Es como convertir solomillo en mierda. Mi parte preferida es cuando regresa al hogar y me hace el tercer grado con preguntas sobre la casa y los niños.
Se limpió la boca y se me acercó.
– Una parte de mí mismo lo entiende perfectamente: al fin y al cabo, ella es inteligente, más inteligente que yo, así que siempre supuse que acabaría dedicándose a otra cosa que no a las labores propias del hogar. Pero fue ella la que dijo que no, que su madre trabajaba todo el día y la había dejado siempre en manos de guarderías, canguros… y que siempre lo había resentido. Se quedó preñada en nuestra luna de miel, y nueve meses después tuvimos a Steven, y más tarde a los otros, como si fueran los terremotos secundarios que hay tras uno grande. Y, ahora, de repente, necesita hallarse a sí misma. Realizarse.
Agitó la cabeza.
– El problema es el momento que ha elegido. Aquí estoy yo, llegando, finalmente, a un punto en que no tengo que ir a la caza del cliente que me envía alguien. Mis socios son fiables, nuestro consultorio prácticamente marcha por sí solo. El chico pequeño empieza a ir a la escuela el año que viene, así que ahora podríamos habernos tomado algún tiempo para nosotros, viajar. Y, en lugar de esto, se larga a estudiar veinte horas al día, mientras yo hago del Señor Mamá.
Hizo una mueca.
– Ten cuidado, amigo mío. Aunque con Robin posiblemente sea distinto: ella ya ha tenido su carrera, puede que ya esté a punto para tener una vida tranquila.
– Robin y yo nos hemos separado -le dije.
Me miró, y volvió a agitar la cabeza.
– Mierda, lo siento. ¿Cuánto tiempo hace?
– Cinco semanas. Una vacación temporal que, de algún modo, se fue alargando.
Se acabó su cerveza.
– De veras que lo siento. Siempre pensé que vosotros dos erais la pareja perfecta.
– Yo también lo pensaba. -Mi garganta estaba seca y me ardía el pecho. Estaba seguro de que todo el mundo me estaba mirando, aunque, cuando giré los ojos en derredor, nadie lo estaba haciendo. Sólo Larry, con unos ojos tan amistosos como los de un perro.
– Espero que lo resolváis -me dijo.
Miré a mi vaso. El hielo se había derretido en un agüilla.
– Creo que me voy a tomar algo más fuerte.
Me abrí paso a codazos entre la multitud que atestaba el bar y pedí un gin tonic doble de ginebra que apenas si resultó tener el alcohol de uno normal. De regreso a nuestra mesa me topé de cara con Kruse. Me miró. Sus ojos eran de un color marrón claro con chispitas verdes, con unos iris inusualmente grandes. Éstos se agrandaron, al reconocerme… estoy seguro, y luego se apartaron y apuntaron a algún lugar por encima de mi hombro. Simultáneamente, adelantó su mano, que agarró firmemente a la mía, la cubrió con la otra y movió nuestros brazos arriba y abajo, mientras decía:
– ¡Qué alegría que haya podido venir!
Antes de que tuviera posibilidad de contestarle, había usado el apretón de manos como punto de apoyo para propulsarse más allá de mí, medio haciéndome girar sobre mí mismo, antes de soltarme y seguir.
Tácticas de político en período de elecciones. Me había manipulado con gran experiencia.
Otra vez.
Me giré, vi retirarse a su trasero embutido en el traje a medida, seguido por la centelleante cortina de los cabellos de su esposa, que se movían de un lado a otro, en contrapunto a los movimientos de su estrecho y apretado culo.
Ambos caminaron unos pasos, antes de ser atrapados por una alta y hermosa mujer de edad mediana.
Delgada e impecablemente ataviada con un vestido de cóctel en seda amarilla dorada, un prendido de rosas blancas y diamantes estratégicamente colocados, podría haber sido la Primera Dama de cualquier Presidente. Su cabello era de color castaño acentuado con bronce, y lo llevaba peinado hacia atrás, y recogido en un moño que coronaba un rostro largo, de fuerte mandíbula. Sus labios eran delgados y estaban moldeados en una media sonrisa.
Sonrisa de escuela privada para señoritas. Un saber estar, heredado en los genes.
Oí a Kruse decir:
– ¡Hola, Hope! ¡Todo es realmente hermoso!
– Gracias, Paul. Si tienes un momento, hay alguna gente que me gustaría presentarte.
– Naturalmente, querida.
El intercambio de palabras sonaba a ensayado, le faltaba calor, y había excluido a Suzanne Kruse. Los tres abandonaron el patio, Kruse y la Primera Dama lado a lado, la antes llamada Suzy Espatarrada siguiéndoles, como una sirvienta. Se dirigieron a un grupo de cisnes iluminados por la luz reflejada de uno de los estanques. Su llegada fue precedida por el cese de las conversaciones y la bajada de vasos. Se apretó mucha carne contra otra y, al cabo de un instante, los cisnes estuvieron escuchando arrobados a Kruse. Pero la dama de amarillo parecía aburrida. Incluso casi resentida.
Regresé a la mesa, di un largo trago al gin tonic. Larry alzó su vaso y lo chocó con el mío.
– Brindo por las chicas a la antigua, D. ¡Por que las muy jodidas vivan muchos años!
Yo me tragué lo que me quedaba de mi bebida y sorbí el hielo. No había comido en todo el día, y noté un zumbido que me subía por dentro, por lo que agité la cabeza para aclarármela. El movimiento hizo entrar algo amarillo dorado en mi campo de visión.
La Primera Dama había abandonado a Kruse. Escrutó el lugar, dio unos pasos, se detuvo e hizo un gesto con la cabeza hacia un punto amarillo en el césped: una servilleta tirada al suelo. Un camarero corrió a recogerla. Como un capitán en la proa de una fragata, la mujer de amarillo se hizo sombra sobre los ojos con una mano y siguió observando los alrededores. Se acercó a uno de los parterres de rosas alzó una flor y la estudió. Otro camarero apareció al instante a su lado con tijeras de jardinería. Un momento más tarde la flor estaba en su cabello y ella se apartaba de allí.
– La mujer del vestido amarillo -pregunté-, ¿es nuestra anfitriona?
– Ni idea, D. Éste no es exactamente mi círculo social.
– Kruse la llamó Hope.
– Entonces es ella: Hope Blalock. Descendiente de la nobleza.
Y, un momento más tarde, añadió:
– ¡Vaya anfitriona! ¿Te has fijado cómo nos tienen a todos fuera, que nadie entra en la casa?
– Como perros que aún no han aprendido a aguantarse el pis.
Rió. Levanto una pierna de la silla e hizo un sonido grosero con los labios. Luego, apuntó con su cabeza a una mesa cercana.
– Hablando de animales entrenados, observa a la gente de los laberintos y los electrodos.
Ocho o nueve estudiantes graduados estaban sentados, rodeando a un hombre que estaría a finales de los cincuenta. Los estudiantes se mostraban partidarios de la pana, los tejanos y las camisas de algodón puro, el cabello lacio y las gafas de aro metálico. Su mentor era un hombre cargado de espaldas, calvo y con una barbita blanca recortada. Su traje era de color barro, mala tela y un par de tallas demasiado grande. Lo cubría como el hábito de un monje. Hablaba sin parar y gesticulaba mucho con un dedo. Los estudiantes tenían los ojos vidriosos.
– El mismísimo Ratonero -dijo Larry-, y su alegre banda de Ratonosos. Probablemente estén hablando de algo muy erótico, como la correlación entre la defecación inducida por electroshock y el voltaje de estimulación, tras la frustración, experimentalmente inducida, de una respuesta de escape parcialmente reforzada, adquirida bajo pruebas ampliamente espaciadas. Eso en las jodidas ardillas.
Me eché a reír.
– Parece que ha perdido peso. Quizás esté usando sus propias cintas.
– De eso nada. Tuvo un ataque al corazón el año pasado…, es por eso por lo que abandonó el puesto de Jefe del Departamento y se lo pasó a Kruse. Lo de las cintas lo empezó justo después. ¡Jodido hipócrita! ¿Te acuerdas cómo acostumbraba a humillar a los estudiantes clínicos, cómo decía que no debíamos considerar nuestros doctorados como una tarjeta sindical que nos autorizase a dedicarnos a la consulta privada? ¡Vaya un mamón! Deberías ver los anuncios que usa para promocionar su timo sobre cómo dejar de fumar.
– ¿Dónde pone esos anuncios?
– En las revistas de tetas y culos. Un cuadradito en blanco y negro, en las páginas de atrás, entre los otros anuncios sobre escuelas militares, planes acerca de cómo hacerse rico y contactos con chicas orientales que quieren casarse. La verdad es que yo me enteré de eso porque uno de mis pacientes escribió pidiendo el método, y luego me trajo a mí la casete, para que la viera. «Use el sistema comportamentista para dejar de fumar», dice, y pone el nombre del Ratonero allí en el plástico, junto con su porquería de folleto multicopiado con una lista de sus acreditaciones académicas. Incluso es él quien narra toda esa maldita cosa, con su pomposo tono monótono, D. Tratando de parecer interesado en la gente, como si durante todos estos años hubiera estado trabajando con personas, en lugar de con roedores.
Le lanzó una mirada de asco:
– ¡Tarjeta sindical!
– ¿Está ganando dinero con eso?
– Si lo está ganando, no se lo está gastando en ropa.
El buscapersonas de Larry sonó. Lo tomó de su cinturón y se lo llevó al oído por un instante.
– El servicio de mensajes. Perdóname, D.
Detuvo a un camarero, le preguntó dónde estaba el teléfono más cercano, y fue mandado a la gran casa blanca. Lo contemplé caminar como un pato a través de los jardines, luego me levanté, pedí otro gin tonic y me quedé allí en la barra bebiéndomelo, disfrutando de mi anonimato. Estaba empezando a sentirme confortablemente atontado, cuando escuché algo que hizo sonar una alarma interior.
Tonos familiares, inflexiones.
Una voz del pasado.
Me dije a mí mismo que era mi imaginación. Luego escuché de nuevo la voz, y busqué entre la multitud.
La vi, por encima de varias espaldas.
Un estremecimiento, como de máquina del tiempo. Traté de mirar a otra parte, no pude.
Era Sharon, tan exquisita como siempre.
Supe su edad, sin calcularla. Treinta y cuatro. Su cumpleaños era en mayo, el quince de mayo… ¡Qué raro que aún me acordase…!
Me acerqué más y le di una buena ojeada: madurez, pero sin pérdida de belleza.
Un rostro que parecía surgido de un camafeo.
Ovalado, de huesos finos, mandíbula limpia. El cabello espeso, ondulado, negro y brillante como el caviar, peinado hacia atrás desde una frente alta y sin mácula, desparramándose sobre unos hombros cuadrados. Una piel blanca como la leche de persona que, en contra de la moda, rehuía al sol. Unas mejillas altas, claramente definidas, naturalmente enrojecidas con puntos rosa del tamaño de monedas. Orejas pequeñas y muy pegadas a la cabeza, con una única perla en cada una de ellas. Cejas negras, trazando un arco sobre ojos azul profundo muy separados. Una nariz fina y recta, con ventanas suavemente acampanadas.
Recordé el tacto de su piel… pálida como la porcelana, pero cálida, siempre cálida. Estiré el cuello para verla mejor.
Llevaba puesto un vestido de lino de color azul marino, que le llegaba hasta la rodilla, de manga corta y amplio. Era un camuflaje que no lograba su objetivo: los contornos de su cuerpo se enfrentaban al confinamiento de la ropa, y vencían. Pechos grandes y suaves, cintura de avispa, un amplio contorno de caderas que continuaban en largas piernas y tobillos esculturales. Sus brazos eran suaves tallos blancos. No usaba ni anillos ni brazaletes, sólo los pendientes de perlas y un collar a juego, cuyas perlas bailaban sobre su pecho. Zapatos azules con tacón de mediana altura añadían un par de centímetros a su metro sesenta y cinco. En una mano llevaba un monedero azul a juego. La otra mano lo estaba acariciando.
No llevaba anillo de casada. ¿Y qué?
Con Robin a mi lado, apenas si me hubiera fijado en ella.
O, al menos, de eso traté de convencerme a mí mismo.
Ella tenía puesta su mirada en un hombre. Uno de los cisnes, lo bastante viejo como para ser su padre. Con un rostro grande y cuadrado, bronceado y marcado por profundas arrugas. Ojos estrechos, azules, cabello cortado a cepillo del color del acero. Con buen tipo, a pesar de su edad, y perfectamente ataviado con un blazer azul cruzado y pantalones de franela gris.
Extrañamente infantil. Uno de esos viejos juveniles que pueblan los mejores clubs y casinos, y son capaces de llevarse a la cama a mujeres más jóvenes, sin que se rían de ellos.
¿El amante de Sharon?
Y todo eso, ¿qué me importaba a mí?
Seguí mirándola. Lo que estaba provocando la atención de ella no parecía ser nada amoroso. Ambos se encontraban en un rincón, y ella estaba discutiéndole algo, tratando de convencerle de algo. Sin apenas mover los labios, y tratando de parecer despreocupada. Él se limitaba a estar allí, escuchándola.
Sharon en una fiesta. No me cuadraba. Las odiaba tanto como yo.
Pero eso había sido hacía mucho, y la gente cambia. Y estaba claro que el dicho era aplicable a ella.
Alcé el vaso a mis labios y la contemplé tirarse del lóbulo de una oreja. Algunas cosas seguían igual.
Me fui aproximando, choqué contra la bien acolchada anca de una matrona y recibí una mirada asesina. Murmurando excusas, seguí adelante. La masa de bebedores no cedía el paso. Me abrí camino con todo mi peso, buscando el punto de vista ideal del mirón: deliciosamente cercano, pero a salvo, sin ser visto. Y diciéndome a mí mismo que todo era pura curiosidad.
De repente, ella se dio la vuelta y me vio. Se le tiñó el rostro de rosa al reconocerme y sus labios se entreabrieron. Clavamos la vista el uno en el otro. Como si estuviéramos bailando.
Bailando en una terraza. Un mosaico de luces en la distancia. Sin peso, sin forma…
Me sentí mareado, choqué con alguien. Más excusas.
Sharon seguía mirándome fijamente. El hombre del cabello a cepillo estaba de cara al otro lado, como pensativo.
Me retiré más lejos, fui tragado por la multitud y regresé a la mesa sin aliento, aferrando el vaso con tanta fuerza que me dolían los dedos. Conté hojas de la hierba hasta que regresó Larry.
– La llamada era a causa de la bebé -dijo-. Ella y su amiguita se enzarzaron en una pelea. Así que ahora tiene una rabieta y pide que la lleven a casa. La madre de la otra niña dice que las dos están histéricas…, demasiado cansadas. Lo siento, D, pero tengo que ir a recogerla.
– No te preocupes, yo también tengo ganas de marcharme.
– Ajá. Ha resultado ser todo un bodrio, ¿no? Pero, al menos, yo he podido echarle una ojeada al vestíbulo de la Gran Mansión: es lo bastante grande como para patinar allí dentro. Nos hemos equivocado de negocio, D.
– ¿Y cuál es el negocio justo?
– Casarte cuando joven con alguien de dinero, y pasarte el resto de tu vida gastándolo por un tubo.
Miró de nuevo hacia la mansión, luego paseó la vista por la propiedad.
– Escucha, Alex, ha sido bueno el volver a verte. Un poco de cotilleo entre machos, liberando nuestra hostilidad. ¿Qué te parece si nos vemos dentro de un par de semanas, jugamos un poco al billar en la universidad, e ingerimos algo de colesterol?
– Suena bien.
– De coña. Yo te llamo.
– Espero que lo hagas, Larry.
Tranquilizados por nuestras mentiras mutuas, dejamos la fiesta.
Él tenía prisa por irse, pero se ofreció a dejarme en casa. Yo le dije que prefería caminar, pero aguardé con él mientras el aparcacoches barbudo iba a por sus llaves. El maltrecho Chevy había sido recolocado, para permitirle una salida rápida. Y lavado. El aparcador tenía la puerta abierta y murmuró entre dientes un montón de «Señor», mientras esperaba que Larry se pusiera cómodo. Cuando Larry metió la llave en el encendido, el aparcador cerró la puerta suavemente y tendió la palma de la mano, sonriente.
Larry me miró, yo le guiñé un ojo. Larry hizo una mueca burlona, subió el cristal de la ventanilla y puso el motor en marcha. Caminé a lo largo de los coches y escuché el gemido del Chevrolet, seguido por una retahíla de maldiciones en algún idioma extranjero. Luego, un sonido de latas y un chirrido mientras el coche aceleraba. Larry pasó a toda velocidad, sacando la mano izquierda y saludándome.
Yo caminé algunos metros más, y oí a alguien llamarme. No estando interesado en quienquiera que fuese, no perdí el paso.
Entonces, la llamada se hizo más fuerte y clara:
– ¡Alex!
Miré por encima de mi hombro. Un vestido azul marino. Un cabello negro al viento. Largas piernas blancas corriendo.
Me alcanzó, con sus pechos sobresaltados, el labio superior perlado por el sudor.
– ¡Alex! ¡No me lo puedo creer: realmente eres tú!
– Hola, Sharon. ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal te va? -El doctor Ocurrente, ése era yo.
– Muy bien. -Se tocó un labio, agitó la cabeza-: No, tú eres la única persona del mundo con la que no he de fingir lo que no es… No, las cosas no me han ido bien. Nada bien.
La facilidad con la que había pasado, de nuevo, a tener una familiaridad conmigo, ese borrar, sin esfuerzo alguno, todo lo que había pasado entre nosotros, me hizo levantar las defensas.
Se me acercó y olí su perfume: jabón y agua, con un toque de hierba fresca y flores de primavera.
– Siento oír eso -le dije.
– ¡Oh, Alex! -Colocó dos dedos en mi muñeca. Que se quedasen allí.
Noté su calor, me estremeció una sacudida de energía que surgía bajo mi cintura. De repente se me puso dura como una piedra. Y me sentí furioso por ello. Pero, por primera vez en mucho tiempo, estaba vivo.
– ¡Me alegra tanto verte, Alex! -Su voz, dulce y cremosa. Sus ojos color medianoche chisporroteaban.
– A mí también me alegra -aquello surgió espeso e intenso, en nada parecido al tono indiferente que yo había querido emplear. Sus dedos estaban quemando un agujero en mi muñeca. Me solté y metí mis manos en los bolsillos.
Si notó rechazo en mí, no lo mostró: simplemente dejó caer el brazo a su costado y siguió sonriendo.
– ¡Es tan curioso que nos hayamos topado así, Alex! ¡Es pura telepatía! Tenía muchas ganas de llamarte.
– ¿Por qué?
Un triángulo de lengua se movió entre sus labios y sorbió el sudor que yo había estado ansiando beber.
– Quería hablarte de… algunas cosas que han surgido. Ahora no es el mejor momento, pero si pudieses encontrar un rato para que charlásemos, te lo agradecería.
– ¿Y de qué cosas vamos a poder hablar después de todos estos años?
Su sonrisa era un cuarto de luna de luz blanca. Demasiado cercana. Demasiado blanca.
– Confiaba en que, después de tantos años, ya no estuvieras enfadado.
– No estoy enfadado, Sharon. Simplemente, desconcertado.
Ella se maltrató el lóbulo de la oreja. Sus dedos volaron hacia delante y rozaron mi mejilla, antes de apartarlos.
– Eres un buen tipo, Delaware. Siempre lo serás. Que todo te vaya muy bien.
Se volvió para irse. Le tomé la mano y se detuvo.
– Sharon, lamento que las cosas no te vayan bien.
Ella rió, luego se mordió el labio.
– No, realmente no me van bien. Pero no es cosa tuya.
Y, mientras estaba diciendo esto, se me acercaba, seguía acercándoseme. Me di cuenta de que estaba tirando de ella hacia mí, pero sólo con una infinitesimal presión: ella estaba dejando que la llevase.
Supe, en ese momento, que ella haría cualquier cosa que yo desease, y su pasividad provocó dentro de mí una extraña mezcla de sentimientos: piedad, gratitud… la alegría de ser, por fin, necesitado.
El peso entre mis piernas se hizo insoportable. Solté su mano.
Nuestros rostros estaban a unos centímetros el uno del otro. Mi lengua se esforzaba por pasar entre mis dientes, como una serpiente que quisiese salir de su vasija.
Un desconocido que usaba mi voz dijo:
– Si representa tanto para ti, podemos vernos y charlar.
– Representa mucho para mí -me contestó ella.
Quedamos para comer el lunes.