26

Antes de salir, llamé a la oficina de Olivia.

– Lo siento, cariñito, el sistema sigue inoperante. Quizás al final del día…

– De acuerdo, gracias. Te llamaré luego.

– Otra cosa: ese hospital que estabas buscando en Glendale… Bueno, hablé con una amiga mía que antes trabajaba en el Adventista de Glendale. Me dijo que había un lugar en Brand llamado Resthaven Terrace, que cerró hace poco. Ella trabajaba allí por horas, llevándoles la administración de sus Medi-Cal.

– ¿Han cerrado del todo?

– Eso es lo que me ha dicho Arlene.

– ¿Y dónde puedo encontrar a Arlene?

– En el St. John, en Santa Mónica. Es la Directora Auxiliar de Servicios Sociales. Arlene Melamed.

Me dio un número de teléfono y añadió:

– Realmente tienes muchas ganas de hallar a esta chica, Shirlee… ¿no?

– Es un asunto muy complicado, Olivia.

– Contigo siempre lo son.

Llamé a la oficina de Arlene Melamed, y usé el nombre de Olivia para que su secretaria me la pasase. Segundos más tarde, una mujer de fuerte voz y un pronunciado acento eslavo, se puso al aparato:

– Señora Melamed, dígame.

Me presenté y le dije que estaba tratando de hallar la pista de una antigua paciente de Resthaven Terrace.

– ¿Cuándo estuvo en tratamiento, doctor?

– Hace seis años.

– Eso fue antes de que yo empezase a trabajar allí. Sólo he estado en ese sitio un año.

– La paciente tenía problemas múltiples, necesitaba cuidados crónicos. Muy probablemente aún siguiera allí hace un año.

– ¿Nombre?

– Shirlee Ransom, con dos es en Shirlee.

– Lo siento, pero no suena la campanita, aunque eso no significa nada. Yo no hacía trabajos con los casos, sólo papeleo. ¿En qué pabellón estaba?

– En una de las habitaciones privadas…, en la parte de atrás del edificio.

– Entonces me temo que no puedo serle de ayuda, doctor. Yo sólo trabajaba con los casos de Med-Cal, tratando de organizarles su sistema de facturas.

Pensé por un instante.

– La atendía un enfermero, un hombre llamado Elmo. Negro y musculoso.

– Elmo Castelmaine.

– ¿Lo conoce?

– Después de que Resthaven cerró, se vino a trabajar para mí en el Adventista. Desgraciadamente, teníamos problemas presupuestarios y tuvimos que despedirlo…, no tenía la suficiente educación formal como para tener contentos a los de personal.

– ¿Tiene usted alguna idea de dónde trabaja ahora?

– Después de que lo despidiéramos logró un empleo en un asilo de ancianos en la zona de Fairfax. No tengo ni idea de si aún sigue allí.

– ¿Se acuerda usted del nombre de ese lugar?

– No, pero espere un momento, que lo tengo en mi archivo. Era un hombre tan bueno, que pensé mantener el contacto con él por si me salía algo para él. Ah, aquí está: Elmo Castelmaine, King Salomon Manor, Edinburgh Street.

Copié la dirección y el número de teléfono y le pregunté:

– ¿Cuándo cerró Resthaven, señora Melamed?

– Hace seis meses.

– ¿Qué clase de sitio era Resthaven?

– No estoy segura de saber lo que me pregunta…

– ¿De quién era?

– De una gran empresa. Una entidad de tipo nacional llamada ChroniCare… poseían toda una cadena de establecimientos similares a lo largo de toda la Costa Oeste. Una empresa con muchas ínfulas, pero que nunca lograron poner a Resthaven a funcionar de un modo correcto.

– ¿Clínicamente?

– Administrativamente. Clínicamente eran adecuados. No eran de lo mejor, pero ni con mucho de lo peor. Pero, en lo que a llevar un negocio se refiere, aquel lugar era un puro desastre. Su sistema de facturación era una maraña indescifrable. Contrataron a oficinistas incompetentes, y jamás lograron ni empezar a cobrar todo el dinero que les debía el estado. A mí me contactaron para que les ayudase en eso, pero era una misión imposible. No había nadie con quien hablar: su oficina central estaba en El Segundo, y nadie contestaba jamás a las llamadas que se les hacían. Era como si realmente no les importase el ganar dinero o no.

– ¿A dónde fueron los pacientes cuando cerró?

– Supongo que a otros hospitales. Yo me había ido antes de eso.

– El Segundo -musité-. ¿Sabe usted si eran propiedad de una empresa más grande?

– No me sorprendería. Hoy en día todo lo es.

Le di las gracias y llamé a mi agente de bolsa, Lou Cesare, a Oregón, quien me confirmó que ChroniCare era una subsidiaria de la Magna Corporation.

– Pero ni sueñes en comprar algo de esa empresa: jamás puso acciones a la venta. La Magna jamás vende.

Charlamos un ratito, luego me despedí de él y llamé al King Solomon Manor. Allí, la recepcionista me confirmó que Elmo Castelmaine aún trabajaba para ellos. Pero estaba atareado con un paciente, así que en este momento no se podía poner al teléfono. Dejé un mensaje para él, pidiéndole que me llamase, para un asunto que tenía que ver con Sharon Ransom, y luego me fui hacia el campus.

Llegué en seguida al despacho de Milton Frazier. La tarjeta que debía indicar el horario de oficina estaba vacía. Una llamada con los nudillos no obtuvo respuesta, pero la puerta no estaba cerrada con llave. La abrí y descubrí al Ratonero, vistiendo un rígido traje de paño inglés y usando medias gafas sin aros, inclinado sobre su escritorio, empleando un rotulador amarillo para subrayar secciones de un manuscrito. Las persianas de las ventanas estaban parcialmente cerradas, dando a la habitación un ambiente de penumbras. La barba de Frazier se veía desarreglada, como si se la hubiese estado mesando.

Mi «¡Hola, profesor!» provocó un gruñido y un gesto de la mano que podría haber significado cualquier cosa desde «Entre» hasta «¡Váyase al Infierno!».

Una silla de respaldo recto estaba colocada frente al escritorio. Me senté y esperé, mientras Frazier continuaba subrayando con nada gráciles movimientos, parecidos a estocadas. En el escritorio había un enorme montón de hojas del manuscrito. Me incliné hacia delante y leí el título de la página de encima del montón. Era un capítulo de libro de texto.

Siguió trabajando, y yo aguardé pacientemente. La oficina tenía paredes color marrón claro, una docena o así de diplomas y certificados enmarcados, estanterías metálicas repletas de libros y suelo de vinilo rajado. Nada de decoración de interiores de lujo para este Jefe de Departamento. Alineada en una de las estanterías había una colección de frascos de cristal, con cerebros de animales flotando en formaldehído. El lugar olía a papeles viejos y orines de roedor.

Esperé durante largo tiempo. Frazier acabó con una parte del manuscrito, alzó otra del montón, y comenzó a trabajar en ella. Hizo más señales amarillas, agitó la cabeza, se retorció los cabellos de la barba, y no mostró intención alguna de parar.

– Soy Alex Delaware -le dije-. De la promoción de 1974.

Se irguió de un salto, me miró, se tiró de las solapas. Su camisa le hacía bolsa: su corbata era un horror pintado a mano, lo bastante vieja como para volver ya a estar de moda.

Me estudió.

– Humm. Delaware. No puedo decir que me acuerde.

Una mentira, pero la dejé pasar.

– Pensé que era usted un estudiante -dijo. Como si eso explicase el que hubiera estado ignorándome. Con los ojos puestos de nuevo en el manuscrito, añadió-: Si lo que desea es algún tipo de asociación, tendrá que esperar. No recibo a nadie sin cita previa. Tengo que cumplir con la fecha de entrega al editor.

– ¿Un libro nuevo?

Negativa con la cabeza.

– Una edición revisada de Paradigmas. -Raya del rotulador.

Paradigmas del Aprendizaje de los Vertebrados. Durante treinta años, su única reivindicación de una posible gloria.

– La décima edición -añadió.

– Felicidades.

– Sí. Bien, supongo que las felicitaciones no están de más. No obstante, uno casi lamenta el obligarse a sí mismo a realizar una nueva edición cuando resulta aparente el costo de tal operación: las estridentes exigencias efectuadas por los editores movidos por sus motivaciones comerciales, para que sean incluidos nuevos capítulos; sin importarles el rigor con el que son obtenidos, o la coherencia con la que son presentados.

Dio una palmada sobre el montón de hojas manuscritas.

– El soportar toda esta basura me ha demostrado lo muy bajos que han caído los estándares. El psicólogo estadounidense que ha estudiado la carrera después de 1960 no tiene ni idea de lo que es un diseño de investigación adecuado, por no decir que siquiera carece de la habilidad de construir una frase gramaticalmente correcta. ¡Es una vergüenza!

– Sí que es una maldita vergüenza, pues cuando se hunden los estándares empiezan a suceder todo tipo de cosas extrañas -confirmé.

Alzó la vista, molesto pero atento.

– Cosas extrañas -proseguí-, como que un tipo sin las cualificaciones adecuadas y sólo preocupado por ser siempre el centro de la atracción, llegue a Jefe del Departamento.

El rotulador se quedó congelado en el aire. Trató de ganarme a mirarnos fijamente, pero su fijación ocular era irregular.

– Dadas las circunstancias, ése es un comentario muy poco afortunado.

– Lo que no cambia los hechos.

– ¿Qué es lo que tiene exactamente en mente, doctor?

– Quiero saber cómo logró Kruse saltarse todas las normas.

– Eso es dar muestras de una falta total de modales. ¿Cuál es el interés que tiene usted por todo esto?

– Digamos que soy un estudioso, preocupado por los acontecimientos.

Se sorbió los dientes.

– Cualquier queja que pudiera haber tenido usted contra el profesor Kruse ya ha dejado de tener importancia, tras su desgraciado óbito. Y sí, tal como parece usted afirmar, realmente está preocupado por lo que afecta a este Departamento, no malgastará mi tiempo, ni el de nadie más, con triviales asuntos personales. Estamos todos abrumadoramente ocupados…, todo este asunto, tan horrible, ha alterado grandemente el esquema de las cosas.

– Seguro que sí. Especialmente para aquellos miembros de la Facultad que contaban con el dinero de Blalock. La muerte de Kruse les ha dejado a ustedes en una mala situación.

Dejó el rotulador y luchó por mantener quieta su mano.

– Ahora que le han cerrado la bolsa -proseguí-, comprendo que tenga que correr para entregar la décima edición.

Moviéndose rígidamente, como un robot, se recostó en su silla, tratando de dar aspecto de tranquilidad, pero viéndosele desinflado, preocupado.

– Cree ser un chico muy listo, ¿no? Siempre lo creyó. Siempre abriéndose paso a través de todo y todos… siempre a por lo suyo.

– Y yo que creía que no se acordaba de mí.

– Su rudeza me ha hecho recordar, jovencito. Ahora lo recuerdo con bastante claridad… el chico precoz, que hizo la carrera en tres años. Por si le interesa saberlo, yo me opuse a que le dejasen acabar anticipadamente, a pesar de que había cumplido usted con todos los requisitos. Me parecía que le hacía falta más experiencia. Madurez. Pero es obvio que el simple paso del tiempo no ha resuelto el problema.

Me coloqué en el borde de la silla, tomé el rotulador amarillo y lo cerré con el tapón, dejándolo de nuevo sobre la mesa.

– El problema, profesor, no es mi madurez, sino el desgraciado estado de su ética. El cómo ha vendido el Departamento al mejor postor. ¿Cuánto le pagó Kruse por apearse y dejarle el sitio a él? ¿Fue en un solo pago, o a plazos mensuales? ¿Con un cheque o con la tarjeta de crédito? ¿O se lo trajo en efectivo dentro de una bolsa de papel marrón, sin marca externa alguna?

Se puso pálido y empezó a levantarse de la silla, se hundió de nuevo en ella y me amenazó con un dedo tembloroso.

– ¡Cuidado con su lengua! ¡No sea tan desvergonzado!

– Lo que es desvergonzado -le dije-, es llevar a cabo un timo por correspondencia, basado en el deseo de dejar de fumar de la gente, y destinado a sacarles, con facilidad, unos dólares a unos pobres crédulos. ¿En qué clase de rigor científico se basó usted para montar todo ese engañabobos?

Abrió la boca y la cerró, agitó la cabeza y hombros de un modo en que pareció que su ropa se lo tragaba.

– No comprende usted nada de la situación, Delaware. Nada en absoluto.

– Entonces, edúqueme. ¿Qué es lo que sacó usted del nombramiento de Kruse?

Giró con su silla, miró al millar de libros, y simuló estudiar el lomo de uno de los volúmenes.

– Si está usted atascado -le dije-, déjeme que le dé un empujoncito: Kruse le dio los fondos para poner en marcha su pequeña incursión al mundo de la libre empresa…, todo el dinero para los anuncios, para la impresión de los folletos, para la fabricación de las cintas. O bien era de su propio dinero, o se lo sacó a la señora Blalock. ¿A cuánto ascendía…, diez mil dólares? ¿Quince mil? Él se gastaba más en su vestuario de verano. Pero para usted debió de ser un gran capital inicial para su negocio.

No me contestó nada.

– Seguro que fue Kruse quien le sugirió el hacer una cosa así -le dije-. Empezando por poner los anuncios en la revista que le publicaba a él su columna.

Más silencio, pero había perdido todo color.

– Añádase a esto la promesa de un flujo ininterrumpido de dinero de los Blalock para sus investigaciones académicas, un trato maravilloso para ambas partes. Para usted, representaba ya no más ir por ahí suplicando donaciones o pretendiendo ser pertinente. Y Kruse lograba prestigio, respetabilidad instantánea. Con el fin de evitar las maledicencias y los celos en el Departamento, probablemente dispuso que se le diesen también fondos a otros miembros de la Facultad. Y todos ustedes, «los investigadores serios» estarían de acuerdo; al fin y al cabo estarían haciendo lo suyo. Aunque supongo que los restantes catedráticos se habrían quedado sorprendidos de haberse enterado de la mucha pasta extra que le pasaba a usted Kruse… ¿no le parece que sería un tema precioso para una reunión de la Facultad, profesor?

– No -dijo débilmente-. No hay nada de lo que avergonzarse. Mi programa para los fumadores está basado en serios principios de conducta. Y el obtener fondos privados para la investigación es una tradición consagrada por el paso del tiempo. Y, desde luego, dado el estado de nuestra economía nacional, en el futuro habrá que ir recurriendo más y más a ello.

– Usted nunca pensó en el futuro, profesor. Kruse le mandó a él de una patada.

– ¿Por qué está haciendo esto, Delaware? ¿Por qué está atacando al Departamento? ¡Nosotros le hicimos a usted!

– Yo no estoy hablando del Departamento. Sólo hablo de usted y de Kruse.

Hizo movimientos parecidos a los masticatorios con los labios, como si estuviese tratando de sacar la palabra adecuada. Cuando finalmente habló, su voz era débil:

– Aquí no hallará escándalo alguno. Todo ha sido hecho a través de los canales adecuados.

– Estoy dispuesto a poner a prueba eso.

– Delaware…

– He pasado la mañana leyendo un documento fascinante Frazier: «El Compañero Silencioso. Crisis de Identidad y Disfunción del Ego en un Caso de Personalidad Múltiple…». Etcétera, etcétera… ¿Le suena a algo?

Puso cara de no entender de lo que le estaba hablando.

– Era la disertación doctoral de Sharon Ransom, presentada al Departamento para lograr su doctorado, y aprobada… por usted. Un simple estudio de un único caso, sin una brizna de investigación empírica… en clara violación de todas las reglas que usted, impuso. Y usted firmó, con su nombre y rúbrica, la maldita cosa. ¿Cómo hizo ella para conseguirlo? ¿Cuánto le pagó Kruse, para que usted se rebajase hasta ese extremo?

– A veces -musitó-, se permiten desviaciones a las normas…

– Esto iba más allá de una simple desviación. Esto era un fraude.

– No logro comprender qué es lo que…

– ¡Ella escribió acerca de sí misma! Acerca de su propia psicopatología. Camuflándola como un historial de caso y pasándola como investigación. ¿Qué cree usted que pensaría de ello el Consejo de Regentes? ¡Por no mencionar al Comité de Ética de la Asociación Americana de Psicología… o las revistas Time y Newsweek!

Lo que quedaba de su compostura se derrumbó de golpe, y su color se tornó feo. Recordé lo que me había dicho Larry acerca de un ataque al corazón, y me pregunté si no lo habría presionado demasiado.

– ¡Buen Dios! -exclamó-. No siga con esto. Yo no sabía…, fue una aberración. Le aseguro que ya no volverá a suceder.

– Cierto. Kruse está muerto.

– ¡Deje que los muertos descansen, Delaware! ¡Por favor!

– Lo único que quiero es información -le dije con voz suave-. Deme la verdad, y dejaré correr el asunto.

– ¿Cómo? ¿Qué es lo que quiere saber? -casi suplicándome.

– La conexión entre Ransom y Kruse.

– No sé mucho acerca de eso. Se lo juro por Dios. Sólo sé que ella era su protegida.

Recordé que poco después que Sharon llegara Kruse la había filmado.

– La trajo con él, ¿no? Él fue quien recomendó su solicitud de ingreso.

– Sí, pero…

– ¿De dónde la trajo?

– Supongo que de donde fuera él.

– ¿Y de dónde era?

– De Florida.

– ¿De Palm Beach?

Asintió con la cabeza.

– ¿Era ella también de Palm Beach?

– No tengo ni idea…

– Podríamos saberlo mirándolo en su solicitud de ingreso.

– ¿Cuándo se graduó?

– En el ochenta y uno…

Tomó el teléfono, llamó al Departamento y dio algunas órdenes. Un momento después estaba frunciendo el ceño y preguntando:

– ¿Está usted segura? ¡Vuélvalo a comprobar! -Silencio-. De acuerdo, de acuerdo…

Colgó y me dijo:

– Su ficha ha desaparecido.

– ¡Qué conveniente…!

– Delaware…

– Llame a la Secretaría General de la Universidad.

– Lo único que tendrán allí es los impresos que ella llenó.

– En esos impresos se indican los centros de enseñanza a los que se ha asistido previamente.

Asintió con la cabeza, marcó un número, hizo valer su cargo con algún oficinista, y esperó. Luego usó el rotulador amarillo para escribir algo en una de las hojas del manuscrito y colgó.

– No venía de Florida. De Long Island, Nueva York. Un lugar llamado Forsythe Teachers College.

Usé su papel y rotulador para copiar aquello.

– Por cierto -añadió-. Sus notas eran excelentes… tanto antes de graduarse como después. Sobresalientes todas ellas. No había indicación de otra cosa que no fuese una escolaridad excepcional. Podría, perfectamente, haber entrado sin la ayuda de él.

– ¿Qué más sabe de ella?

– ¿Para qué necesita saber todo esto?

Le miré y no le dije nada.

– Yo no tuve nada que ver con ella -afirmó-. Kruse era el que tenía un interés personal en la chica.

– ¿Cuán personal?

– Si está usted suponiendo que había algo… corrupto, yo no sé nada al respecto.

– ¿Y por qué debería suponerlo?

Dudó, pareció inquieto.

– No es ningún secreto el que a él se le conocían ciertas… tendencias. Impulsos.

– ¿Le empujaban esos impulsos hacia Sharon Ransom?

– No, yo… Yo no le presto demasiada atención a ese tipo de cosas.

Le creí.

– ¿Cree que esos impulsos de él le ayudaron a ella a lograr esos sobresalientes?

– Rotundamente no. Eso es simplemente una…

– ¿Cómo consiguió meterla en la Facultad?

– Él no la metió, simplemente la recomendó. Las notas de ella eran perfectas. Su recomendación era, únicamente, un dato más a su favor…, nada fuera de lo común. Siempre se ha permitido a los miembros de la Facultad apadrinar estudiantes.

– A los miembros de la Facultad con cátedra -dije yo-. ¿Desde cuándo se han concedido estos privilegios a los asociados clínicos?

Un largo silencio.

– Estoy seguro que usted mismo sabe la respuesta a eso.

– De todas maneras, dígamelo usted.

Se aclaró la garganta, como si estuviese a punto de escupir. Exhaló una sola palabra:

– Dinero.

– ¿El dinero de los Blalock?

– Así como el suyo propio. Kruse descendía de una familia adinerada, se movía en el mismo círculo social que la señora Blalock y los de su clase. Ya sabe lo poco comunes que son este tipo de relaciones entre los académicos, especialmente en una Universidad pública. Se le consideraba como algo más que un simple asociado clínico.

– Un asociado clínico con experiencia en guerra psicológica.

– ¿Cómo dice?

– No importa -repuse-. Así que él hacía de puente entre la clase alta y la clase académica.

– Así es. No hay nada vergonzoso en ello, ¿verdad?

Recordé lo que me había dicho Larry acerca de que Kruse había tratado a uno de los hijos de los Blalock.

– Su conexión con la señora Blalock, ¿era puramente social?

– Por lo que yo sé, sí. Por favor, Delaware, no trate de buscar algo siniestro en todo esto, ni trate de involucrarla a ella. El Departamento estaba en graves problemas económicos; Kruse trajo consigo fondos sustanciales, y prometió usar sus conexiones para obtener una jugosa dotación de fondos de los Blalock. Y cumplió con su promesa. A cambio, le ofrecimos un cargo no retribuido.

– No retribuido en términos monetarios. Pero se le dieron instalaciones de laboratorio. Para su investigación pornográfica. Eso sí que es verdadero rigor académico.

Tuvo un escalofrío.

– No era tan simple. El Departamento no se limitó a venderse como una ramera. Se tardaron meses en confirmar su nombramiento. Los miembros más veteranos de la Facultad tuvimos muchas discusiones al respecto…, había una oposición significativa a nombrarlo, y uno de los que más se oponía era yo. Al hombre le faltaban credenciales académicas. Su columna en una revista vulgar era auténticamente ofensiva. Y, sin embargo…

– Sin embargo, al final se impuso el punto de vista práctico.

Se retorció los pelos de la barba, casi los hizo resonar.

– Cuando me enteré de lo de su… investigación, me di cuenta de que el haberlo dejado entrar había sido un error de juicio… pero un error que ya no era posible corregir sin crear una publicidad adversa.

– Así que, en lugar de echarlo, lo hicieron Jefe del Departamento.

Continuó jugando con su barba. Algunos pelillos blancos cayeron en lluvia sobre el escritorio.

– Volvamos a la disertación de la Ransom -dije-. ¿Cómo logró pasar el escrutinio departamental?

– Kruse vino a pedirme que la norma de la experimentación fuera obviada para una de sus estudiantes. Cuando me explicó que ella pretendía presentar el estudio de un caso, rehusé de inmediato aceptarlo. Él se mostró persistente, señalando el perfecto historial académico de la chica. Dijo que era una psicóloga clínica inusitadamente hábil… ¡Para lo que sirve eso! Que el caso que deseaba presentar era único y que tenía importantes ramificaciones de investigación.

– ¿Cómo de importantes?

– Publicables en una de las revistas especializadas. A pesar de todo no logró convencerme, pero siguió presionándome, acosándome día tras día, viniendo a verme a mi oficina, interrumpiendo mi trabajo con el fin de argumentar en su favor. Al fin, cedí.

Al fin. Seguramente tras haberle llenado la cartera. No dije esto, sino:

– Y, cuando leyó la disertación, ¿no lamentó usted su decisión?

– Pensé que era basura, pero no muy diferente a cualquier otro estudio clínico. La psicología debería haberse quedado en el laboratorio, fiel a sus raíces científicas, y jamás se le debería de haber permitido aventurarse a meterse en toda esa porquería, tan mal definida, del tratamiento. Que sean los psiquiatras los que se hundan en ese tipo de estupideces.

– ¿Tenía usted idea de que era autobiográfica?

– ¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría haberlo sabido? Nunca había visto a esa chica, excepto en una ocasión, para su examen oral.

– Debió de ser un examen muy duro. Con Kruse, usted haciéndole de papel carbón, y una componente exterior: Sandra Romansky. ¿La recuerda?

– En lo más mínimo. ¿Sabe usted en cuántos comités estoy presente? Si hubiera tenido la más mínima sospecha de que había algo impropio, hubiera aplicado el freno…, de eso puede estar seguro.

Reconfortante.

– Yo sólo estuve envuelto tangencialmente en aquello -añadió.

– ¿Cuán a fondo la leyó? -le pregunté.

– Nada a fondo -me dijo, como si aquello fuera una prueba exculpatoria-. ¡Créame, Delaware, apenas si hojeé aquella maldita cosa!

Bajé a la oficina del Departamento, le dije a la secretaria que estaba trabajando con el profesor Frazier, verifiqué que realmente no estaba la ficha, y llamé a información de Long Island para averiguar el número del Forsythe College. La administración del mismo me confirmó que Sharon Jean Ransom había sido alumna de la escuela desde 1972 hasta 1975. Jamás habían oído hablar de Paul Peter Kruse.

Llamé a mi servicio de mensajes. No había nada de Olivia o de Elmo Castelmaine. Pero me habían telefoneado la doctora Small y el detective Sturgis.

– El detective dijo que no le llamase, que él se pondría en contacto con usted -me dijo la operadora.

Lanzó una risita:

– Detective. ¿Está usted metido en algo emocionante, doctor Delaware?

– Nada de eso -le contesté-. Lo de siempre.

– Lo de siempre de usted posiblemente sea un terremoto comparado con lo mío, doctor Delaware. Que tenga un buen día.

La una cuarenta y tres. Esperé siete minutos, y llamé a Ada Small, imaginando que la encontraría entre dos visitas a pacientes. Ella misma respondió al teléfono y me dijo:

– Gracias por llamarme tan pronto, Alex. ¿Te acuerdas de esa joven que me mandaste, Carmen Seeber? Vino para dos sesiones, luego ya no apareció para la tercera. La llamé varias veces y, cuando al fin pude ponerme en contacto con ella en su casa y traté de que me hablara de lo que estaba pasando, se mostró tremendamente defensiva, insistió en que estaba bien, que no necesitaba más terapia.

– Desde luego, está bien… viviendo con un drogadicto y probablemente dándole hasta el último centavo que posee.

– ¿Y cómo sabes eso?

– Por la policía.

– Ya veo. -Una pausa-. Bueno, gracias de todos modos por habérmela enviado. Siento que no funcionase.

– Yo soy el que debería de estarse excusando. Tú fuiste quien me hizo el favor.

– No pasa nada, Alex.

Deseaba preguntarle si Carmen había echado alguna luz sobre la muerte de D. J. Rasmussen, pero sabía perfectamente que no podía pedirle que rompiese el secreto de las confidencias de una paciente.

– Trataré de llamarla la semana que viene -me dijo-, pero no soy optimista. Tanto tú como yo conocemos el poder de la resistencia.

Pensé en Denise Burkhalter.

– Lo único que podemos hacer es intentarlo.

– Cierto. Dime, Alex, ¿qué tal te van las cosas a ti?

Le contesté con demasiada rapidez:

– De coña.

– Sí me meto donde no me llaman, te ruego que me perdones. Pero las dos veces que hemos hablado recientemente, parecías… tirante. Tenso. A todo gas.

La frase que yo había usado, en mi terapia, para describir el estado mental, de aceleración, que me ocurría durante los períodos de estrés. Lo que Robin había llamado siempre hiperespacio de lo que siempre había logrado sacarme, con su cariño…

– Sólo estoy un poco cansado, Ada. Estoy bien. Gracias por preocuparte.

– Me alegra oír eso. -Otra pausa-. Si alguna vez necesitas soltar algunas cosas, ya sabes que aquí estoy yo para escucharlas.

– Lo sé, Ada. Gracias y cuídate.

– Tú también, Alex. Cuídate mucho.

Caminé hacia la parte norte del campus, deteniéndome para tomar una taza de café de una máquina expendedora, antes de entrar en la biblioteca de investigación.

De vuelta al Índice de Periódicos. No hallé nada sobre William Houck Vidal, como no fuesen citas empresariales, antes del juicio por El Multimillonario Ermitaño. Fui retrocediendo y hallé un artículo en el Time referente a las investigaciones del Comité del Senado respecto a los contratos del Departamento de Guerra, titulado «Hollywood se relaciona con la capital entre rumores de escándalo», una referencia que se me había pasado por alto mientras buscaba el material sobre Belding.

Vidal acababa de realizar su primera aparición ante el Comité, y la revista estaba tratando de dar referencias respecto a su persona y ambiente.

Una foto de primer plano lo mostraba con menos arrugas y espeso cabello rubio. Una deslumbrante sonrisa…, los dientes de oro que Crotty había recordado. Y ojos de tipo listo. Vidal era descrito como «un miembro de la alta sociedad, que había combinado su astucia, conexiones y una buena dosis de encanto para hacerse con una lucrativa posición como asesor de la industria cinematográfica». Y fuentes de Hollywood sugerían que era él quien había convencido a Leland Belding para que entrase en el negocio de las películas.

Los dos habían estudiado en Stanford. Y Vidal había sido el presidente de un Club de Alumnos, al que también había pertenecido Belding. Pero se creía que esta asociación no había sido profunda: al futuro multimillonario no le caían bien las organizaciones, y nunca había asistido a un solo acto del club.

Su relación de trabajo se había consolidado en 1941: Vidal había servido como «intermediario» en un trato entre Belding y la Blalock Industries, que en tiempos de guerra le suministró acero a la Magna Corporation a precios de descuento. Vidal le presentó Leland Belding a Henry Abbot Blalock; estaba en una posición perfecta para efectuar esta conexión, puesto que Blalock era su cuñado, al estar casado con la hermana de Vidal, Hope Estes Vidal.

Los Vidal eran descritos como los últimos descendientes de una vieja, venerable familia, de un linaje que se remontaba a los emigrantes del Mayflower, pero con una fortuna muy disminuida. Henry Blalock, nacido en Londres, hijo de un deshollinador de chimeneas, había "sido admitido en los círculos de la buena sociedad tras su casamiento, en 1943, con Hope, pues el apellido de los Vidal aún rezumaba prestigio social. Claro que Time se preguntaba si los actuales problemas con el Senado del hermano Billy no irían a cambiar todo aquello.

Billy y Hope, hermanos. Esto explicaba la presencia de Vidal en la fiesta, pero no su relación con Sharon. Ni tampoco me decía de qué habrían estado hablando…

Seguí buscando más menciones sobre los Blalock, no hallé nada acerca de Hope y sólo algunas referencias a Henry, relacionadas con negocios. Había hecho su fortuna con los ferrocarriles, el acero y los terrenos. Al igual que Leland, era dueño absoluto de sus empresas: jamás había puesto acciones a la venta. A diferencia de Leland, se había mantenido alejado de los titulares de la prensa.

En 1953 había muerto, a la edad de cincuenta y un años, de un ataque al corazón, mientras estaba de safari en Kenya, dejando a una doliente viuda, Hope Estes Vidal. En lugar de flores se rogaban contribuciones a la Asociación del Corazón…

Ninguna mención de descendencia. ¿Y qué había del hijo que había tratado Kruse? ¿Se había vuelto a casar la viuda? Seguí peleándome con el índice y hallé una única entrada, fechada seis meses después de la muerte de Henry Blalock: la venta de las Industrias Blalock a la Magna Corporation por una suma no especificada que se rumoreaba haber sido una ganga. Se hacía notar el declive de las propiedades de Blalock, que era atribuido a la incapacidad a adaptarse a las realidades cambiantes, especialmente a la creciente importancia de los transportes aéreos transcontinentales.

La implicación era clara: los aviones de Belding habían ayudado a dejar antiguos los trenes de Blalock. Y luego la Magna había caído del cielo, y se había apoderado de los restos.

Aunque, por el aspecto que tenía el alojamiento de Hope Blalock, la parte de restos que le había quedado a ella era sustanciosa. Me pregunté si su hermanito Billy no habría vuelto a hacer de «intermediario», ocupándose de que los intereses de ella quedasen protegidos.

Otra hora de ir pasando fichas no me trajo nada nuevo. Pensé en dónde más podía buscar, bajé a la planta baja y le pregunté a la bibliotecaria de referencias si entre los volúmenes almacenados se incluían los registros de la buena sociedad. Alzó la vista, me dijo que en Colecciones Especiales tenía el Libro Azul de Los Ángeles, pero que esa sección ya había cerrado por hoy.

Mis pensamientos descendieron por los peldaños de la escala social hasta otra historia de hermano y hermana. Permanecí en la sección de referencias y traté de hallar las informaciones de la prensa acerca de la incursión contra la droga en la que había muerto Linda Lanier.

Fui al almacén de diarios del segundo piso… Hileras de cajones y filas de máquinas de microfichas. Mostré mi tarjeta de la Facultad, llené unos impresos y recogí carretes de microfichas.

Ellston Crotty había fechado la acción policial en 1953. Suponiendo que Linda Lanier hubiera sido la madre de Sharon habría tenido que estar viva en el momento del nacimiento de ésta, el 15 de mayo, lo cual aún localizaba más la cosa. Así que me abrí camino a partir de la primavera de 1953, empezando con el Times y manteniendo en reserva el Herald, Mirror y Daily News.

Me llevó más de una hora el hallar la historia. El 9 de agosto. El Times, que nunca había destacado por su amor hacia las historias de crímenes, la relegaba a la mitad de la sección primera del periódico, pero los otros diarios le habían dado tratamiento de primera plana, completo con prosa sanguinaria, fotografías de los «camellos» muertos en el tiroteo y de los polis que los habían matado.

Los artículos estaban de acuerdo con la narración de Crotty, sólo faltándoles su cinismo. Linda Lanier/Eulalee Johnson y su hermano, Cable Johnson, importantes «traficantes en heroína» habían disparado contra los agentes de Narcóticos Metropolitanos que intentaban hacer una redada en su casa, y habían resultado muertos al devolver éstos el fuego. En una única «operación relámpago», los detectives Royal Hummel y Victor DeGranzfeld habían puesto fin a una de las bandas de narcotraficantes más depredadoras de la historia de L. A.

Las fotos de los detectives los mostraban sonrientes, arrodillados tras bolsones de polvo blanco. Hummel era ancho y carnoso, vestía un traje claro y un sombrero de paja de ala ancha. Creí detectar un asomo de Cyril Trapp en su cuadrada barbilla aguzada y estrechos labios. DeGranzfeld tenía forma de pera, con bigote y ojos como rendijas y vestía un traje cruzado de rayitas y un sombrero Stetson negro. Parecía estar a disgusto, como si el sonreír fuera algo que le hubiesen impuesto.

No tuve que estudiar la foto de Linda Lanier/Eulalee Johnson para reconocer a la bomba rubia que había visto seducir al doctor Donald Neurath. La foto era de estudio profesional, de gran calidad: el tipo de pose de tres cuartos, medio lado, cabello agitado por el viento, papel brillante, que preferían las aspirantes a actrices para sus poses publicitarias.

El rostro de Sharon, con una peluca platino.

Cable Johnson era inmortalizado con una foto de archivo de la cárcel del condado, que lo mostraba como un perdedor, con cara de malo, mal afeitado, con ojos caídos y un grasiento corte de pelo a lo Elvis. Los ojos eran de vago, pero lograban proyectar esa cierta capacidad, de afilados bordes, de quien lucha por sobrevivir. Astucia más que inteligencia abstracta. Era del tipo de persona que logra apañárselas a corto plazo, pero a la que le pone la zancadilla, una y otra vez, su hinchado ego y su incapacidad para retrasar la autosatisfacción.

Su historial delictivo era calificado como «extenso», e incluía detenciones por extorsión, cuando había tratado de arrancarles pasta a algunos corredores de apuestas de tres al cuarto del este de L. A., por embriaguez pública, por conducta escandalosa, por robo y robo con intimidación. Una letanía triste pero vulgar, nada que apoyase el etiquetado que les habían hecho a su hermana y a él los diarios como: «importantes traficantes de narcóticos, despiadados, sofisticados y que, de no haber muerto en la acción policial, hubieran llegado a inundar la ciudad de drogas».

Una fuente anónima del Departamento era citada afirmando que los Johnson estaban asociados a «elementos de la Mafia mexicana». Habían crecido en la ciudad fronteriza de Port Wallace, al sur de Texas, «un poblado sin ley que, entre los agentes de la justicia, es bien conocido como punto de entrada en el país de heroína marrón»; y luego se habían trasladado a L. A. con la clara intención de enganchar con esta sustancia a los escolares de Brentwood Pasadena y Beverly Hills.

Como parte de su plan, habían logrado puestos de trabajo en un estudio no especificado; Cable Johnson como operario de equipo de rodaje, Linda como actriz contratada, a la que se le encargarían pequeños papeles de figuración. Esto les suministraba una tapadera para «traficar con narcóticos dentro de la comunidad cinematográfica, un segmento de la población del que es bien sabido que está viciado por el consumo de las drogas ilegales y que presenta hábitos personales no conformistas».

La droga y los bolcheviques, los dos cocos de los Estados Unidos de los años cincuenta. Cocos lo bastante temidos como para hacer que la muerte a tiros de una mujer joven y hermosa pareciese aceptable…, incluso deseable.

Pasé unos cuantos carretes más por la máquina. No había nada que estableciese un nexo entre Linda Lanier y Leland, ni una palabra acerca de las orgías en los apartamentos especiales. Y nada tampoco acerca de una descendencia de Linda. Ni en solitario ni por parejas.

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