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Después de eso, Crotty se tornó solicito, ofreciéndonos café y pastel, pero le dimos las gracias y declinamos su oferta, y lo dejamos a la puerta de su casa, bajo la campana de vaca, rodeado por sus animales.

– Un viejo con muchos redaños -dije, cuando estuvimos de vuelta en el coche.

– Bravatas -me contestó Milo-. Está así desde que le salió positivo en la prueba del sida.

– ¡Oh!

– Ajá. Esas píldoras no son vitaminas…, son algún tipo de régimen de reforzamiento de la inmunidad, que ha logrado a través de su red de ayuda. Hace unos años logró curarse de una hepatitis, y cree que, si es lo bastante cabezota, también logrará curarse de esto. -Una pausa-. Por eso le seguí tanto la corriente.

Me llevó un tiempo el girar el Seville en el callejón. Cuando había recorrido un par de kilómetros por Sunset, Milo me dijo:

– Trapp. Pagándole viejas deudas a su tío. -Y un momento después-: Tengo que averiguar qué es lo que está amañando.

– ¿Quizá un asesinato arreglado para que parezca un suicidio?

– Sigues dándole vueltas a eso, y desde luego sería muy bonito. Pero, ¿dónde están las pruebas?

– Belding y la Magna tienen mucha experiencia en disimular los asesinatos.

– Belding está muerto.

– Pero la Magna sigue viva.

– ¿Y? ¿Crees en una especie de conspiración de esa gran empresa? El viejo malvado hombre del saco, disfrazado de cristal y cromados.

– No -le interrumpí-. Siempre es alguien el culpable. Al final, la culpa la tiene alguna persona en concreto.

Varias manzanas después, me dijo:

– En el asesinato de los Kruse no intentaron que pareciese otra cosa que no fuese un crimen.

– Es difícil intentarlo con tres cadáveres. Así que en eso Trapp está usando, en cambio, la teoría del asesinato sexual. Y quizás el matar a Kruse no formase parte del plan… si fue Rasmussen el que lo hizo, tal como teorizamos.

El rostro de Milo se endureció. Cruzamos Vine. Finalmente Hollywood estaba levantándose de la cama. En el Cinerama Dome estaban pasando una de Spielberg, y las colas daban la vuelta a la manzana. Unas cuantas calles más allá, todo eran moteles de a tanto la hora y putas callejeras, de aspecto nervioso, que se aprovechaban de la soledad de la gente y esperaban hallar sangre limpia.

Milo las miró, apartó la vista, se recostó en el asiento y dijo:

– Me iría bien un trago.

– Demasiado pronto para mí.

– No he dicho que quisiese un trago. He dicho que me iría bien un trago. Ha sido una frase descriptiva.

– Oh.

Cuando nos detuvimos en un semáforo en rojo en La Ciénaga, me dijo:

– ¿Qué es lo que crees de la teoría de Crotty? ¿De eso de Lanier y su hermano apretándole las tuercas a Belding y Neurath?

– Desde luego, la película tenía todo el aspecto de ser una trampa que le hubiesen tendido al doctor.

– La película -rumió-. ¿De dónde dijeron esos locos de la porno que la habían sacado?

– No lo dijeron. Se limitaron a comentarme que les había costado muy cara.

– Seguro -aceptó. Y luego-: Vamos a dar un pequeño rodeo, para ver si podemos lograr que se muestren un poco más cooperativos.

Fui hasta Beverly Hills y giré a la izquierda, en Crescent. Las calles estaban vacías: la gente que derriba casas de dos millones de dólares para poder construirse casas de cinco millones acostumbra a quedarse dentro de ellas, para jugar con sus juguetitos.

Paramos frente a la monstruosidad verde de los Fontaine, y bajamos del coche.

Las ventanas estaban cerradas con las persianas. El aparcamiento estaba vacío. No hubo respuesta a la llamada de Milo. Lo intentó de nuevo, y esperó algunos minutos antes de dirigirse de nuevo hacia el coche.

– La última vez había cuatro coches ahí -le dije-. No se han ido simplemente a tomar un brunch.

Antes de que me pudiera contestar, un sonido traqueteante que llegaba de la casa vecina llamó nuestra atención. Un macizo chico de cabello oscuro, que tendría unos once años, estaba corriendo en su plancha de ruedas, arriba y abajo por el camino de coches, maniobrando por entre un trío de Mercedes.

Milo le hizo una seña con la mano, para que se acercase. El chico se detuvo, apagó su Walkman, y se quedó mirándonos.

Milo le mostró su placa dorada y el chico le pegó un empujón a su plancha y patinó hacia nosotros. Giró la manija de la puerta delantera, la atravesó y aceleró.

– Hola -le saludó Milo. El chico estudió la placa.

– ¿Un poli de Beverly Hills? -dijo, con acento-. ¡Hola, macho!

Llevaba el cabello negro en un corte de esos de puntas tiesas y su rostro era mantecoso y redondo. Sus dientes estaban sujetos con una ortodoncia de plástico. Algo de pelusilla negra oscurecía sus mejillas. Vestía una camiseta roja de tirantes con la leyenda SURFEAR O MORIR y unos bermudas floreados, que le llegaban por debajo de las rodillas. Su plancha era negra grafito y estaba repleta de pegatinas. Giró las ruedas y se quedó quieto, sonriéndonos.

Milo se guardó la placa y le dijo:

– ¿Cuál es tu nombre, hijo?

– Parvizkhad, Bijan. De sexto curso.

– Encantado de conocerte, Bijan. Estábamos tratando de encontrar a la gente de la puerta de al lado. ¿Los has visto últimamente?

– Al señor Gordon. Claro.

– Eso es. Y a su esposa.

– Idos.

– ¿Se han ido? ¿A dónde?

– Viaje.

– Un viaje… ¿a dónde?

El chico se encogió de hombros.

– Cogieron maleta… Vuitton.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Sábado.

– ¿Ayer…?

– Seguro. Se largan y se hacen llevar los coches. En gran camión. Dos Rolls-Royce, coche de gángster: Lincoln, y radical Bird.

– ¿Metieron todos los coches en un camión grande?

Afirmación con la cabeza.

– ¿Había algún nombre en el camión?

Mirada de incomprensión.

– Letras -explicó Milo-. En el lado del camión. Con el nombre de una compañía.

– ¡Ah, claro! Letras rojas.

– ¿Recuerdas lo que decían las letras?

Negativa con la cabeza.

– ¿Cuál es su caso? ¿Cocaína? ¿Pistolero a sueldo? Milo contuvo una sonrisa, se inclinó y acercó su cara a la del chico.

– Lo siento, hijo. No puedo decírtelo. Es confidencial.

Más asombro.

– Información confidencial, Bijan. Secreto.

Los ojos del chico se iluminaron.

– ¡Ah, Servicio Secreto! Walther PPK. Bond. Chames Bond.

Milo lo contempló seriamente.

El chico me miró más detenidamente. Yo me mordí el labio para mantener la cara seria.

– Dime, Bijan -le interrogó Milo-. ¿A qué hora del sábado se llevaron los coches?

El chico gesticuló con las manos, pareció estar haciendo esfuerzos por hallar las palabras:

– Cero siete cero cero horas.

– ¿A las siete de la mañana?

– Por la mañana, claro. Padre se iba a la oficina. Yo traje su Mark Cross.

– ¿Mark Cross?

– Su maletín -sugerí yo.

– Claro -dijo el chico-. Piel de napa. Estilo ejecutivo.

– Le trajiste a tu padre su maletín a las siete de la mañana y viste como se llevaban los coches del señor Gordon en un camión. Así que tu padre también lo vio.

– Claro.

– ¿Está ahora tu padre en casa?

– No. Oficina.

– ¿Dónde está su oficina?

– Century City.

– ¿Cuál es el nombre de su negocio?

– Par-Cal Developers -dijo el chico, ofreciendo un número de teléfono que Milo anotó.

– ¿Y qué hay de tu madre?

– No, ella no vio. Aún durmiendo.

– ¿Lo vio alguien más que tu padre y tú?

– No.

– Bijan, cuando se llevaron los coches, ¿estaban aquí el señor Gordon y su señora?

– Sólo señor Gordon. Muy irritado por coches.

– ¿Irritado?

– Siempre por coches. Una vez yo tiro Spalding, doy al Rolls. Él irritado, me grita. Siempre irritado, por coches.

– ¿Dañó alguien sus coches mientras se los estaban llevando?

– No, claro que no. Señor Gordon saltando aquí y allí, gritando a hombres rojos: «¡Cuidado idiotas, cuidado! ¡No rasquéis!». Siempre irritado, por coches.

– Hombres rojos -meditó Milo-. Los hombres que se llevaron los coches, ¿vestían de rojo?

– Seguro, como equipo boxes. Las Quinientas de Indy.

– Monos -murmuró Milo mientras garabateaba.

– Dos hombres. Camión grande.

– Vale, muy bien. Lo estás haciendo muy bien, Bijan. Ahora dime, después de que los hombres se llevaron los coches en el camión, ¿qué sucedió?

– Señor Gordon entró en casa. Salió con señora y Rosie.

– ¿Quién es Rosie?

– La criada -dije yo.

– Claro -dijo el chico-. Rosie lleva Vuittons.

– Las vui… las maletas.

– Claro. Y una bolsa larga para avión. No Vuitton, quizá Gucci.

– Vale. ¿Y entonces qué pasó?

– Llega taxi.

– ¿Recuerdas el color del taxi?

– Claro. Azul.

– Compañía de Taxis de Beverly Hills -comentó Milo, mientras escribía.

– Todos suben taxi -dijo el chico.

– ¿Los tres?

– Claro, y las Vuitton y la quizá Gucci las meten en maletero. Yo voy y despido con mano, pero no me contestan.

Milo autografió una de las Nikes del chico, le dio una de sus tarjetas de visita y una hoja en blanco del bloc de la Policía de Los Ángeles. Le devolvimos su despedida con la mano y lo dejamos patinando con la plancha manzana arriba y abajo.

Volví a meterme en el tráfico por el lado este de Sunset Park. El parque estaba lleno de turistas, que hormigueaban en derredor de las fuentes, poniéndose a la sombra, bajo los árboles.

– Sábado -dije-. Se largaron el día después de que fuera descubierto el asesinato de los Kruse. Sabían lo bastante como para tener miedo, Milo.

Asintió con la cabeza.

– Voy a llamar a la compañía de taxis, trataré de descubrir quién les trasladó los coches…, para ver si así puedo seguirles la pista. Iré a la oficina de Correos, por si diera la poco probable casualidad de que hubieran dejado una dirección para que les remitiesen el correo…, aunque uno nunca sabe. También llamaré al padre del crío, aunque dudo que se fijase en tantas cosas como el bueno de Bijan. El chico es espabilado, ¿no te parece?

– Podrías apostar tus Ralph Lauren a que sí-le dije. Y, por primera vez en mucho tiempo, nos echamos a reír.

Pero la risa pasó pronto y, para cuando llegamos a casa, ambos estábamos hoscos.

– Putada de caso -dijo Milo-. Demasiada gente muerta, hace demasiado tiempo.

– Vidal aún sigue vivo -comenté-. De hecho, tiene un aspecto jodidamente sano.

– Vidal -masculló Milo, con un gruñido-. ¿Cómo lo llamó Crotty… Billy el Celestino? De eso a Presidente del Consejo… Una subida muy empinada.

– Unos buenos clavos en los zapatos le debieron de dar la suficiente tracción -comenté-. Así como el encontrar unas cuantas cabezas que pisar.

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