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Conseguí alcanzarle, le hice señales con las luces largas y le toqué la bocina. Me ignoró, y ocupó toda la ruta, serpenteando y acelerando. Luego hubo más rascadas de embrague, cuando trató de cambiar de marcha. La camioneta quedó en punto muerto, se fue frenando mientras el motor se aceleraba al darle gas sin desembragar. De repente, pisó el freno y se detuvo del todo. Yo me quedé atrás y lo pude ver a través del cristal trasero de la cabina, luchando, trasteando, frenético.

La camioneta se caló. La puso en marcha y se caló de nuevo. Comenzó a caminar en punto muerto, adquiriendo algo de velocidad al ir cuesta abajo, luego frenando, patinando, reduciendo la marcha al mínimo.

En el terreno baldío cerrado por una cadena soltó el volante y alzó las manos. La camioneta patinó, giró sobre sí misma, se dirigió directamente hacia la cadena que hacía de verja.

La golpeó, pero sin fuerza…, ni siquiera se abolló el parachoques. Me coloqué detrás suyo. Los neumáticos giraron locos por un momento, luego el motor murió.

Antes de que yo tuviera oportunidad de salir del coche, él ya estaba fuera de su camioneta, tambaleándose, con los brazos colgando como los de un gorila, una botella en una mano. Cerré el coche. Él estaba justo a mi lado, dando patadas a los neumáticos del Seville, apretando la puerta con ambas manos. La botella estaba vacía. Vinacho. La alzó, como para estrellarla contra mi ventana, se le escapó de las manos y le cayó al suelo; intentó seguirla en su descenso, lo dejó correr y me miró. Sus ojos estaban hinchados, acuosos, circundados de escarlata.

– Voy… a matarte… jodío tío -hablar pastoso. Gestos teatrales-… ¿coño… me sigues…?

Cerró los ojos, se tambaleó, cayó hacia adelante y se golpeó la frente con el techo del coche.

El comportamiento de quien tiene el cerebro dañado por ser un borrachín de toda la vida. Pero su vida no había sido tan larga… ¿qué debía de tener, veintidós o veintitrés?

Le dio una patada al coche, agarró la manija de la puerta, se le escapó y trastabilló. Era poco más que un crío. Con una cara de bebé bulldog. Bajo: metro sesenta, metro sesenta y cinco, pero de aspecto fortachón, con hombros caídos y brazos robustos, bronceados por el sol. Cabello rojo, hasta los hombros, descuidado, sin peinar. Un bigotillo fino y una barba del color de la pelusa. Pecas en la frente y mejillas. Vestía una camiseta de manga corta manchada de sudor y pantalones con las perneras acortadas, calzaba zapatillas de tenis sin calcetines.

– Joder, tío -dijo, y se rascó un sobaco. Sus manos eran regordetas, llenas de callos y costras, cubiertas de suciedad.

Siguió tambaleándose, finalmente perdió todo equilibrio y cayó sobre su trasero.

Se quedó así un buen rato. Yo me deslicé por los asientos y salí por el lado del pasajero del Seville. Me miró, sin moverse, y dejó que sus ojos se le cerrasen, como si no tuviese fuerzas para mantenerlos abiertos.

Caminé hacia su camioneta. Una Ford de treinta años de edad, mal conservada. Unas letras blancas desalineadas proclamaban en la puerta del vehículo: D. J. RASMUSSEN, CARPINTERÍA Y ANDAMIAJES. Bajo esto, un apartado de correos en Newhall. En la plataforma de la camioneta había dos escaleras, una caja de herramientas y un par de mantas pisadas por unas piezas de metal para que no se las llevase el aire.

El interior estaba lleno de botellas vacías…, más vinacho, licor Southern Confort, varias marcas de refresco con vino.

Me metí la llave de encendido en el bolsillo, le quité la tapa del distribuidor y regresé a donde estaba sentado.

– ¿Es usted D. J.?

Mirada vidriosa. De cerca hedía a fermento y vómito.

– ¿Qué estaba haciendo allá arriba?

No hubo respuesta.

– ¿Fue a presentar sus últimos respetos? ¿A la doctora Ransom?

El vidriado se disipaba rápidamente. Estaba en el buen camino.

– Yo también -le dije.

– Te jooodan -seguido de un eructo pútrido, que me hizo echarme atrás. Murmuró, trató de mover una mano pero no pudo. Cerró los ojos, y pareció dolerle algo.

– Yo era amigo de ella -le dije.

Eructo y gorgoteo. Parecía a punto de vomitar. Di otro par de pasos atrás, y aguardé.

Una arcada en seco, que no dio paso a nada. Se abrieron sus ojos, que no miraron a nada.

– Yo era amigo de ella -repetí-. ¿Y usted?

Gimió. Otra arcada en seco.

– ¿D.J.?

– ¡Oh, tío… me estás…! -se perdió su voz.

– ¿Qué?

– Comiendo… el jodido… coco…

– No quiero hacer eso -le dije-. Sólo pretendo comprender por qué ha muerto ella.

Más gemidos.

Se pasó la lengua por los labios, trató de escupir y acabó babeando.

– Si ella era para usted algo más que una amiga, puede resultarle duro -le dije-. El perder una terapeuta puede ser como perder a una madre.

– Te jodan.

– ¿Era ella su doctora, D. J.?

– ¡Te jodan! -Tras varios esfuerzos consiguió ponerse en pie, venir hacia mí, caer sobre mí…

Tan desmadejado como un montón de harapos, sus brazos fuertes pero pesados por el alcohol, sin poder hacer nada con ellos. Lo detuve con facilidad, con una sola mano en su pecho. Luego lo tomé de un brazo y lo volví a sentar.

Le mostré la tapa y las llaves.

– ¡Hey, tío…! ¿Qué…?

– No está en condiciones de conducir. Voy a quedarme con esto, hasta que me demuestre que ya puede volver a hacerlo.

– Te jodan -con menos convicción.

– Hable conmigo, D. J. Luego lo dejaré en paz.

– ¿De… qué?

– De si era paciente de la doctora Ransom.

Una exagerada negativa con la cabeza:

– No, no… no estoy… loco.

– ¿Y cuál era su relación con ella?

– Puta espalda.

– ¿Tiene dolores de espalda?

– Me hice daño… en el jodido trabajo. -Recordándolo, se mordió el labio.

– ¿Y la doctora Ransom le estaba ayudando a superar el dolor?

Asentimiento con la cabeza.

– Y… después… -hizo un débil intento por quitarme las llaves-. ¡Dame esa mierda!

– Después, ¿qué…?

– ¡Dame mi mierda, tío!

– Después que ella le ayudó con lo de su dolor, ¿qué pasó?

– ¡Te jodan! -aulló. Los nervios de su cuello se hincharon; lanzó puñetazos alocadamente, falló, trató de levantarse, pero no pudo alzar el culo del suelo.

Tras el tratamiento… Yo había pulsado un botón. Y eso me hizo ponerme a pensar.

– ¡Joder, después nada! ¡Joder, nada! -Aleteó con los brazos, maldijo, trató de levantarse y no pudo.

– ¿Quién le mandó a ver a la doctora Ransom, D. J.? Silencio.

Repetí la pregunta.

– Te-jo-dan.

– Puede haber otros pacientes que se sientan tan mal como usted, D.J.

Mostró una sonrisa enfermiza, luego un débil negar con la cabeza.

– No… no.

– Si podemos saber quién se los mandaba a ella, podemos tratar de encontrarlos. Ayudarlos.

– No hay… jodida manera.

– Alguien debería ponerse en contacto con ellos, D. J.

– Yo… ¿Eres un… jodido Robin Hood?

– Soy un amigo. ¿Quién le mandó a verla, D. J.?

– Doctora.

– ¿Qué doctora?

– Carmen.

– ¿La doctora Carmen? Lanzó una risita.

– Carmen… Doctora.

– ¿Carmen Doctora?

Asentimiento de cabeza.

– ¿Quién es Carmen?

– Te jodan.

– ¿Cuál es el apellido de esa Carmen Doctora?

Unos pocos rodeos más, antes de que me dijese:

– Judía de Bev… Hills… Wein…

No sabía si me estaba dando un apellido o pidiéndome vino en alemán.

– ¿Vino?

– Doctora Wein-joder.

– ¿Wein-algo? ¿Weinstein? ¿Weinberg?

– Garden… un jardín, crece, crece, crece…

– ¿Weingarden? ¿La doctora Weingarden?

– Judía… bocazas…

Se derrumbó y desplomó sobre un costado, quedándose echado.

Le di unos golpecitos. Estaba fuera de este mundo. Tras copiar el número del apartado de correos de la puerta de la camioneta, rebusqué entre las botellas de la cabina, hallé una que estaba medio llena y la vacié. Luego vacié el aire de dos neumáticos, tomé una de las mantas de la plataforma de la camioneta, oculté las llaves bajo las otras dos, guardé la tapa del distribuidor en el compartimento inferior de su caja de herramientas y me dije que, si podía superar todo aquello, es que ya estaría lo bastante sobrio como para poder conducir. Luego, lo tapé con la otra manta y lo dejé dormir la mona.

Me marché en mi coche, diciéndome que usaría el apartado de correos para ponerme en contacto con él, dentro de unos días. Le animaría a que se buscase un nuevo terapeuta.

Dios sabía que necesitaba de esa ayuda. A través de la neblina del alcohol se adivinaba un potencial para la violencia… uno de esos toritos jóvenes, muy liados, metidos en una olla a presión, que dejaban que las cosas se fueran poniendo más y más difíciles, hasta que resultaban insoportables; luego, un día, sin previo aviso, estallaban con puños, nudilleras, navajas, cadenas y armas de fuego.

No era, exactamente, lo que se dice un cliente habitual de una consulta particular. ¿De dónde lo habría sacado Sharon? ¿Cuántos más como él habría tratado? ¿Y cuántas personalidades frágiles más estarían a punto de saltar en pedazos, porque ya no había nadie para mantenerlas de una sola pieza?

Recordé la repentina ira de Rasmussen, cuando le pregunté qué había pasado cuando se había terminado el tratamiento para el dolor.

Una fea suposición que no me era posible justificar, pero que de todos modos no quería abandonarme, era que su relación con Sharon había ido más allá del tratamiento. Y se había convertido en algo lo bastante fuerte, como para hacerlo volver a la casa. ¿En busca de algo? ¿Qué?

Pisándole los pasos a Trapp…

¿Acaso Sharon habría estado acostándose con ambos? Me di cuenta de que me había preguntado lo mismo del vejete rico de la fiesta. Y sobre Kruse, hacía años.

Tal vez me estaba dejando llevar…, proyectando. Suponiendo relaciones sexuales, que quizá no existiesen, porque mi propia unión con ella había sido carnal.

Tal cual hubiera dicho Milo: Estrechez de miras, amigo.

Pero, estrechas o no, no podía quitarme esas ideas de la cabeza.

Llegué a casa a la una treinta, y hallé mensajes de Maura Bannon, la estudiante de periodismo, y del detective Delano Hardy. Cuando le llamé a mi vez, Del estaba hablando por otra línea, así que tomé el listín y busqué a una doctora Weingarden en Beverly Hills.

Había dos doctores con ese apellido, un tal Isaac en Bedford Drive y una tal Leslie en Roxbury.

Isaac Weingarden contestó él mismo al teléfono. Sonaba a viejo, con una suave y amable voz y acento de Viena. Cuando me enteré de que era psiquiatra, estuve seguro de que él era el Carmen de la liada palabrería de D. J.; pero negó saber nada de Sharon o de Rasmussen.

– Suena usted agitado, joven. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

– No, gracias.

Telefoneé al consultorio de Leslie Weingarden. Su recepcionista me dijo:

– Ahora está con un paciente.

– ¿Le podría decir que es un asunto relacionado con Sharon Ransom?

– Un momento.

Escuché unos minutos de música de Mantovani. Luego:

– La doctora no puede ser molestada. Me ha dicho que me dé su número y que ella le llamará.

– ¿Podría decirme usted si la doctora Weingarden le mandaba pacientes a la doctora Ransom?

Duda.

– No tengo ni idea, señor. Sólo le repito lo que la doctora me ha dicho que le contestase.

A las dos y cuarto me llamó Del Hardy.

– Hola, Del. ¿Qué tal te va?

– Ocupado. Pero con este calor que viene, aun vamos a tener más trabajo. ¿Qué puedo hacer por ti?

Le conté lo de Sharon, que había visto a Cyril Trapp, y la apresurada venta de la casa.

– Trapp, ¿eh? Interesante. -Pero no sonaba interesado. A pesar de ser uno de los pocos detectives que se mostraba cordial con Milo, esa cordialidad no llegaba a amistad. Trapp era una carga que no deseaba compartir.

– Nichols Canyon pertenece a la División de Hollywood -me dijo-. Así que ni siquiera sé quién lleva el caso. Con la sobrecarga de trabajo que tenemos, todas las comisarías están tratando de sacarse de encima, a toda prisa, lo rutinario; y muchas cosas se resuelven por teléfono.

– ¿Así de deprisa?

– No es usual -me contestó-, pero nunca se sabe.

No le dije nada.

– ¿Y dices que era amiga tuya? -me preguntó.

– Sí.

– Supongo que podría hacer algunas preguntas.

– Realmente te lo agradecería, Del. El diario decía que no habían sido hallados familiares; pero yo sé que tenía una hermana… gemela. La conocí hace seis años.

Yo era su única hijita. Otra sorpresa.

– ¿Nombre?

– Shirlee, con dos es. Estaba impedida y vivía en una casa de tratamiento en Glendale, South Brand, un par de kilómetros después de la Galleria.

– ¿El nombre de ese sitio?

– Sólo estuve una vez allí, y no me fijé.

– Lo comprobaré. -Bajó la voz-. Escucha, acerca de lo de Trapp. El Capitán no estaría trabajando en un suicidio, que no puede darle ninguna gloria. Así que el que estuviese allí se debería probablemente a algo personal…, quizá un negocio de la propiedad. Algunos tipos buscan las propiedades de los recién fallecidos, tratan de conseguirlas baratas. No es de muy buen gusto, pero ya sabes cómo son las cosas…

– Los buitres en la escena del crimen -dije.

Él se echó a reír.

– Lo has captado. Hay otra posibilidad… ¿era rica la víctima?

– Provenía de una familia de pasta.

– Entonces, eso podría ser -dijo, sonando más descansado-. Alguien apretó unos botones y de lo alto llegó la orden de mantenerlo todo en silencio, archivarlo rápidamente. Trapp estaba antes en la División de Hollywood…, quizás alguien se acordó de esto, y le pidió la devolución de un favor.

– ¿Un servicio personal?

– Es algo que está pasando continuamente. Lo importante de ser rico es poder tener cosas que nadie más puede tener ¿no? Hoy en día, cualquiera se puede comprar un Mercedes a plazos. La droga, las ropas, tres cuartos de lo mismo. Pero la intimidad… ése es el lujo más caro de esta ciudad.

– De acuerdo -le dije. Pero me estaba preguntando quién apretaría los botones. De inmediato pensé en el viejo ricacho de la fiesta. No había modo de seguir aquello con Del, así que le volví a dar las gracias.

– No tienes que dármelas -me dijo-. ¿Has sabido algo de Milo?

– No. ¿Y tú? Creo que vuelve el lunes.

– Ni palabra. La lista de servicios dice que ha de estar de vuelta en la oficina el lunes. Conociendo a Milo, eso significa que estará en la ciudad el sábado o el domingo, paseando arriba y abajo y maldiciendo. Y, por lo que a mí respecta bienvenido sea de vuelta: las alimañas andan por ahí a manadas.

Cuando hubo colgado, busqué en las páginas amarillas por si veía una casa de reposo en South Brand, y no hallé nada. Unos minutos más tarde me llamó Mal Worthy para recordarme la declaración del día siguiente. Parecía preocupado acerca de mi estado mental, y no dejaba de preguntarme si me encontraba bien.

– Estoy bien -le dije-. Ni Perry Mason podría ganarme en esto.

– Mason era un gatito inofensivo. Vete con cuidado con esos tipos de los seguros. Por cierto, Denise dice que se acabaron las sesiones para Darren. Quiere hacer las cosas ella, a su manera. Pero eso es privado: en lo que se refiere al otro bando el crío seguirá en tratamiento el resto de su vida. Y aun después.

– ¿Qué tal le va a Darren?

– Por el estilo.

– Convéncela para que siga con el tratamiento, Mal. Si quiere a otro, ya le recomendaré alguien.

– Está muy decidida, Alex, pero yo sigo intentándolo. Mientras tanto, me preocupa más el ponerle comida en la mesa. Ciao.

Pasé el par de horas siguientes preparándome para la declaración, hasta que fui interrumpido por el teléfono.

– ¿Doctor Delaware? Soy Maura Bannon, del L. A. Times.

Sonaba como si tuviera trece años, tenía una voz aguda con un poco de ceceo y un acento de Nueva Inglaterra y la costumbre de convertir sus afirmaciones en preguntas.

– Hola, señorita Bannon.

– ¿Ned Biondi me dio su número? Me alegra haberle encontrado… ¿me pregunto si nos podríamos ver?

– ¿Con qué motivo?

– ¿Usted conocía a la doctora Ransom? ¿Creo que me podría dar algunos datos acerca de ella?

– No creo que pueda ayudarla en eso.

– ¿Oh? -sonaba desencantada.

– Hace años que no veía a la doctora Ransom.

– ¡Oh! ¿Pensaba… bueno, ya sabe, estoy tratando de dar una imagen equilibrada, de establecer algún contexto? ¿Para el perfil? ¿Es una cosa tan rara, una psicóloga matándose ella misma de ese modo… lo de hombre muerde perro, ya sabe? Y a la gente le gustaría saber el porqué.

– ¿Ha logrado enterarse de algo más de lo que puso en el artículo?

– No, no lo he logrado, doctor Delaware. ¿Hay algo más de qué enterarse? Porque, si lo hay, desde luego me gustaría averiguarlo. Creo que la policía me ha estado ocultando cosas: les he dejado varios avisos de llamadas, pero nadie me ha vuelto a llamar. -Una pausa-. No creo que me estén tomando en serio.

La intimidad, el lujo más caro.

– Me gustaría ayudarla -le dije-, pero en realidad no tengo nada que añadir.

– El señor Biondi me dijo…

– Si he llevado al señor Biondi a pensar otra cosa, lo siento, señorita Bannon.

– De acuerdo -aceptó ella-. ¿Pero si descubre algo hágamelo saber, por favor?

– Haré lo que pueda.

– Gracias, doctor Delaware.

Me repantigué en la silla, miré afuera por la ventana, y noté cómo me llegaba la soledad.

La desgracia ama la compañía… Cuanto mayor es la del otro, mejor resulta la compañía. Llamé a información de Newhall y pedí el teléfono de D. J. Rasmussen. No estaba en el listín. Pensando en mi otra conexión con el joven borracho, llamé a la consulta de la doctora Leslie Weingarden.

– Estaba a punto de llamarle a usted -me dijo la recepcionista-. La doctora podrá verle tras visitar a su último paciente, sobre las seis.

– Realmente no necesito una cita. Sólo quería hablar con ella por teléfono.

– Le digo lo que ella me ha dicho, señor Delaware.

– Las seis está bien.

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