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Con Milo fuera de la ciudad, mi único otro contacto policial era con Delano Hardy, un atildado detective negro, que a veces trabajaba con Milo. Hacía algunos años, Delano me había salvado la vida. Yo le había comprado una guitarra: una Fender Stratocaster clásica, que Robin había restaurado. Estaba claro quién estaba en deuda con quién, pero de todos modos le llamé.

El recepcionista de la Comisaría del Oeste de L.A. me dijo que el detective Hardy no volvería hasta la mañana siguiente. Me pregunté si llamarlo a casa, pero sabía que era un hombre muy de familia, siempre tratando de arañar un poco de tiempo que dedicar a sus hijos, así que le dejé un mensaje para que me llamase.

Entonces pensé en alguien al que no le molestaría que lo llamase a casa. Ned Biondi era uno de esos periodistas que vivía para las historias que publicaba. Cuando yo lo había conocido, era un reportero de local, pero había ido progresando hasta llegar al cargo ejecutivo de subdirector, aunque aún conseguía meter un artículo en el periódico, de vez en cuando.

Ned estaba en deuda conmigo. Yo había ayudado a revertir el descenso de su hija hasta casi la muerte por anorexia. Le había costado un año y medio el pagarme, luego había añadido a su deuda personal el haberse aprovechado de un par de noticiones que yo había dejado caer en su regazo.

Justo después de las nueve de la noche lo encontré en su casa de Woodland Hills.

– Iba a llamarte, Doc.

– ¿Sí?

– Sí, acabo de regresar de Boston. Anne-Marie te envía su cariño.

– ¿Qué tal le va?

– Aún sigue más delgada de lo que nos gustaría, pero por lo demás está de maravilla. Este otoño ha empezado sus estudios de asistenta social, tiene un trabajo a tiempo parcial, y se ha encontrado un nuevo noviete para sustituir al bastardo que la dejó tirada.

– Dale recuerdos míos.

– Lo haré. ¿Qué pasa?

– Quería preguntarte algo sobre un artículo que hay en la última edición de hoy. El suicidio de una psicóloga, en la página…

– Veinte. ¿Qué pasa con eso?

– Yo conocía a esa mujer, Ned.

– ¡Oh, vaya! Mala suerte.

– ¿Hay algo más que lo que habéis publicado?

– No hay razón para que lo haya. No era exactamente lo que se dice un notición. De hecho, creo que nos llegó por teléfono, de Relaciones Públicas de la policía; nadie fue al lugar de los hechos. ¿Hay algo que sepas y yo debiese saber?

– Nada en absoluto. ¿Quién es Maura Bannon?

– Es una cría…, una estudiante en prácticas. De hecho, es amiga de Anne-Marie. Está haciendo un semestre de trabajo de prácticas de sus estudios: un poco aquí, un poco allí. Ella fue la que se empeñó en que se publicase esa nota. Es aún una nena inocente, y pensó que eso de que una comeco… psicóloga se suicidase era una noticia interesante. Aquellos de nosotros que estamos más familiarizados con el mundo real nos sentimos menos emocionados, pero le dejamos meterlo en el ordenador, para que se callase… y al final resulta que lo usan en la Sección Primera como relleno. La chavala está que no cabe en sus zapatos. ¿Quieres que te llame?

– Si tiene algo que contarme…

– Dudo que lo tenga. -Una pausa-. Doc, la dama en cuestión… ¿la conocías bien?

Mi mentira fue un puro reflejo:

– Realmente no. Pero fue un shock, eso de ver el nombre de alguien que conocía.

– Debe de haberlo sido -dijo Ned, pero su tono se había tornado cauteloso-. Supongo que primero llamaste a Sturgis.

– Está fuera de la ciudad.

– Ajá. Escucha, Doc, no quiero parecer insensible, pero si hay algo acerca de esa dama que pudiera darle garra a esa historia, no me molestaría escucharlo.

– No hay nada, Ned.

– Vale. Perdona que fisgonee… es la fuerza de la costumbre.

– Tranquilo, lo entiendo. A ver si nos vemos pronto, Ned.


A las once treinta di un paseo por la oscuridad, en dirección a Mulholland, escuchando a las cigarras y los pájaros nocturnos. Cuando regresé a casa una hora más tarde, el teléfono estaba sonando.

– Dígame.

– Doctor Delaware, soy Yvette, a su servicio. Me alegra haber podido ponerme en contacto con usted. Hace veinte minutos llegó una llamada para usted de su esposa, desde el norte, en San Luis Obispo. Me dejó un mensaje, y deseaba asegurarse de que usted lo recibía.

Su esposa. Era como si te abofeteasen en una quemadura del sol. Llevaban años cometiendo el mismo error. Sólo que en otro tiempo había resultado divertido.

– ¿Cuál es el mensaje?

– Que está de viaje y va a ser difícil ponerse en contacto con ella. Que se pondrá en contacto con usted cuando le sea posible.

– ¿Ha dejado algún número?

– No, no lo ha hecho. Doctor Delaware, suena usted cansado. ¿Ha estado trabajando demasiado?

– Algo así.

– Cuídese, doctor Delaware.

– Lo mismo le digo.

De viaje. Difícil ponerse en contacto. Debería haberme sentido dolido, pero no lo estaba: me sentía descansado, liberado de un peso.

Desde el sábado, apenas si había pensado en Robin. Había llenado mi mente con Sharon.

Me sentía como un adúltero, avergonzado pero encantado.

Me arrastré a la cama y me quedé dormido, abrazado a mí mismo. A las dos cuarenta y cinco de la madrugada me desperté, nervioso y picajoso. Tras ponerme algo de ropa bajé al aparcamiento y puse en marcha el Seville. Conduje hacia el sur, en dirección a Sunset, luego al este por Beverly Hills y Boystown, hacia el extremo oeste de Hollywood y Nichols Canyon.

En esta hora, incluso el Strip estaba muerto. Tenía las ventanillas abiertas, dejando que el hiriente fresco me mordisquease el rostro. En Fairfax giré hacia la izquierda y viajé hacia el norte, doblando en dirección a Hollywood Boulevard.

Si mencionas el Boulevard, a la mayoría de gente le viene, inevitablemente, una de dos imágenes: o los buenos viejos tiempos del Teatro Chino de Grauman y el Paseo de las Estrellas, con sus estrenos mundiales de etiqueta, las noches iluminadas por los neones. O la calle tal cual es ahora: sucia y violenta, prometiendo violencia sin motivo.

Pero al oeste de este escenario, justo después de pasar La Brea, Hollywood Boulevard muestra otra cara: un par de kilómetros de barrio residencial, en una calle arbolada, con edificios de pisos decentemente conservados, viejas y señoriales iglesias, y casas de dos plantas apenas si maltratadas por el tiempo, que se alzan sobre bien cuidados céspedes. Mirando desde lo alto esta mancha de barrio de clase media se halla una sección de la Cordillera de Santa Mónica que atraviesa ondulante Los Ángeles, como si fuese una espina dorsal deforme. En esta parte de Hollywood las montañas parecen adelantarse amenazadoras, presionando contra la frágil dermis de la civilización.

Nichols Canyon empieza a un par de manzanas al este de Fairfax, un carril y medio de serpenteante asfalto, que surge del lado norte del Boulevard y corre paralelo a un torrente, seco en verano. Pequeñas casas rústicas se alzan detrás del torrente, ocultas por masas de matorrales, accesibles únicamente gracias a pequeños puentes artesanos. Pasé junto a una estación terminal del Departamento de Agua y Energía, iluminada por altas lámparas de arco que lanzaban una cegadora luz brillante. Justo detrás de esa central se hallaba un terreno baldío de control de inundaciones, limitado por una cadena, y luego casas más grandes, distribuidas separadamente en un terreno más llano.

Algo salvaje y rápido cruzó corriendo el camino y se zambulló en los matorrales. ¿Un coyote? En los viejos tiempos, Sharon me había dicho que los había visto, aunque yo nunca me había encontrado con ninguno.

Los viejos tiempos.

¿Qué infiernos esperaba yo ganar al inhumarlos? ¿Al pasar en coche frente a su casa, como un quinceañero enamorado, que confía en poder divisar a su amada?

Estúpido. Neurótico.

Pero yo ansiaba hallar algo tangible, algo que me confirmase el que alguna vez ella había sido real. Que yo era real. Seguí adelante.

Nichols giraba hacia la derecha. La ruta se convertía en Jalmia Drive y era comprimida a un solo carril, aún más oscura bajo la bóveda de árboles. El camino se inclinaba, luego se hundía y, finalmente, acababa sin previo aviso en una pared sin salida, tapizada de bambú y en la que se abrían varios senderos para coche muy inclinados. El que yo andaba buscando estaba señalado por un buzón blanco sobre una estaca y una puerta de tela metálica, también blanca, que colgaba un poco de sus postes.

Me puse a un lado, aparqué, paré el motor y salí. Aire frío. Sonidos nocturnos. La puerta era poco resistente y estaba abierta, seguía siendo tan poca cosa como barrera como lo había sido hacia unos años. Alzándola, para evitar que rozase contra el cemento, miré en derredor y no vi a nadie. Abrí la puerta y pasé dentro. Cerrándola tras de mí, empecé a subir.

A ambos lados del sendero había plantadas palmeras, yucas, aves del Paraíso, y un platanero gigante. Las clásicas plantas de jardinería decorativa de los años cincuenta en California. Nada había cambiado.

Subí, sin que nadie me molestase, sorprendido por la ausencia de toda presencia policial. Oficialmente, el Departamento de Policía de Los Ángeles trataba los suicidios como si fuesen homicidios, y la burocracia departamental se movía a paso de tortuga. Tan pronto después de la muerte, el dossier debía de seguir abierto, y el papeleo apenas si comenzado.

Debería de haber carteles de advertencia, una cuerda limitando la escena del crimen, algún tipo de señal.

Nada.

Entonces escuché un sonido de encendido y el rugido de un motor de coche de gran potencia. Que se hacía más fuerte. Me colé por debajo de una de las palmeras y me oculté entre la vegetación.

Un Porsche Carrera blanco apareció dando la vuelta a la parte superior del sendero y rodó silenciosamente, bajando en punto muerto, con los faros apagados. El coche pasó a pocos centímetros de mí y pude ver la cara del conductor: cincelada a golpes de hacha, cuarentona, con ojos que eran rendijas y una piel extrañamente moteada. Un ancho bigote negro extendiéndose por sobre labios delgados, formando un fuerte contraste con un cabello blanco como la nieve y espesas cejas igualmente blancas.

Un rostro que no era fácil de olvidar.

Cyril Trapp. El Capitán Cyril Trapp. De Homicidios, Comisaría del Oeste de Los Ángeles. El jefe de Milo, en otro tiempo un vividor y borrachín, con una ética muy flexible; pero ahora uno de esos cristianos renacidos, todo él santurronería religiosa y odio feroz a lo que le pareciese irregular.

Durante el pasado año, Trapp había hecho todo lo posible para quemar a Milo…, porque un polizonte gay era de lo más irregular que pudiera hallarse. De mente cerril, pero no estúpido, Trapp había llevado a cabo su persecución de manera sutil evitando algo que pudiera ser tomado como un claro hostigamiento al homosexual. Así, había decidido nombrar a Milo «especialista en crímenes sexuales» y asignarle todo asesinato de homosexuales que se daba en la jurisdicción Oeste de Los Ángeles. Y eso era todo lo que le encomendaba, exclusivamente.

Aquello había aislado a mi amigo, le había estrechado los confines de su vida, y lo había hundido en un baño de sangre y entrañas: niños prostituidos, destruidos y destructores. Cadáveres que se descomponían porque los conductores de la funeraria no aparecían a recogerlos, por miedo a coger el sida.

Cuando Milo se había quejado, Trapp había insistido en que, simplemente, estaba utilizando el conocimiento especializado de Milo en «la cultura de los desviados». La segunda queja originó una mala notación, por insubordinación, en su expediente.

El seguir con la queja hubiera representado presentarse ante consejos de revisión y contratar a un abogado… y la Asociación Benéfica de la Policía no era muy probable que le ayudase en un caso como el suyo. Y también hubiese causado una incesante atención de la prensa, que habría convertido a Milo en el Policía Paladín de los Gays. Y eso era algo para lo que él no estaba preparado… probablemente nunca lo estaría. Así que seguía remando en la mierda, trabajando de modo compulsivo y volviendo a caer en la bebida.

El Porsche desapareció sendero abajo, pero aún podía escuchar su motor pulsando en punto muerto. Luego el chirrido de una puerta de coche, pisadas de suela blanda, el chirrido de la puerta de la propiedad. Finalmente, Trapp se marchó… tan silenciosamente que supe que seguía conduciendo en punto muerto.

Esperé unos, minutos y salí de entre el follaje, pensando en lo que había visto.

¿Un capitán comprobando un suicidio rutinario? ¿Un capitán del Oeste de Los Ángeles metiéndose en un suicidio de la División de Hollywood? Aquello no tenía ningún sentido.

¿O era la visita algo personal? El uso del Porsche en lugar de un coche de la Policía sin distintivos parecía indicarlo.

¿Trapp y Sharon relacionados? Era demasiado ridículo, si quiera para pensarlo.

Demasiado lógico para descartarlo.

Reanudé mi caminata, subí hasta la casa, y traté de no pensar en ello.

Nada había cambiado: las mismas altas extensiones de hiedra. Tan altas que englobaban el edificio. La misma superficie circular de cemento, en lugar de césped. En el centro de la superficie, un parterre circular alzado, limitado por rocas de lava y albergando un par de enormes palmeras cocoteras.

Más allá de las palmeras una casa baja, de una sola planta: estucada en gris, la parte delantera sin ventanas y plana, escudada por una fachada de tiras verticales de madera, y marcada con el número de la calle, de gran tamaño. El techo casi era plano y estaba cubierto de piedrecitas blancas. A un lado había un garaje, separado. No había coche ni signos de que hubiera nadie en la casa.

A primera vista, era una casa fea. Una de esas edificaciones «modernas», que se habían extendido por Los Ángeles de postguerra, y que han soportado mal el paso del tiempo. Pero yo sabía que, dentro, había belleza. Una piscina de formas irregulares, acabada en un abismo, que se pegaba al lado norte de la casa y daba la ilusión de fundirse con el espacio. Paredes de cristal que permitían una ininterrumpida visión del cañón que quitaba el aliento.

La casa me había causado una gran impresión, aunque no me había dado cuenta de ello hasta años más tarde, cuando llegó el momento de comprarme una casa propia y me encontré decantándome por una ecología similar: remota en lo alto de una colina, cristal y madera, la fusión de lo interior y lo exterior y la impermanencia geológica que caracterizan el vivir en los cañones de Los Ángeles.

La puerta delantera no era muy visible: simplemente otra sección en la fachada de tiras. Probé de abrirla. Estaba cerrada. Miré de nuevo en derredor y me fijé en algo que era diferente: un cartel atado al tronco de una de las palmeras.

Me acerqué a contemplarlo mejor y forcé la vista: había justo la suficiente luz de las estrellas como para poder diferenciar las letras:


EN VENTA


Lo había puesto una compañía inmobiliaria con una oficina en North Vermont, en el distrito de Los Feliz. Debajo había otro cartel, más pequeño. El nombre y el número de teléfono de la persona encargada de la venta: Mickey Mehrabian.

La habían sacado al mercado sin esperar ni a que se enfriase el cadáver.

Aunque se tratase de una investigación rutinaria de caso de suicidio, aquello tenía que ser la legalización de un testamento más rápida de toda la historia de California.

A menos que la casa no le hubiese pertenecido. Pero ella me había dicho que sí era suya.

Me había dicho muchas cosas.

Memoricé el número de Mickey Mehrabian. Y, cuando estuve de vuelta en el Seville, lo anoté.

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