27

Viejas historias, viejas conexiones, pero aunque iba atando cabos, todavía quedaban muchos sueltos, y no estaba más cerca de comprender a Sharon: ni de cómo había vivido ella, ni de por qué ella, y tantos otros, habían muerto.

A las diez treinta Milo me llamó y añadió algo más a la confusión.

– El bastardo de Trapp no ha perdido tiempo en pasarme por la piedra -me dijo-. Me ha puesto a reorganizar el archivo de casos no resueltos…, puro trabajo inútil. El caso es que, al menos, he podido gastarme el oído de tanto tenerlo pegado al teléfono. Y te diré que tu chica Ransom tenía una grave alergia a la verdad. No hay ningún certificado de nacimiento a su nombre en Nueva York, ni existen unos Ransom en Manhattan… ni en Park Avenue, ni tampoco en cualquiera de los otros barrios caros. Y eso que he retrocedido en el tiempo, hasta llegar a los años cuarenta. Lo mismo digo para Long Island. Southampton es una pequeña comunidad muy unida, y los gendarmes locales dicen que no hay Ransom alguno en el listín telefónico, y que ningún Ransom ha vivido jamás en ninguna de las mansiones grandes.

– Ella estudió allí.

– En Forsythe… que no es allí, sino cerca. ¿Cómo lo averiguaste?

– Por sus impresos de solicitud de entrada en la Universidad. ¿Y tú?

– Por la Seguridad Social. La solicitó en 1971, y dio esa academia como su dirección. Pero ésa es la primera vez en que su nombre aparece en alguna parte. Es como si antes no hubiera existido.

– Si tienes algún contacto en Palm Beach, Florida, prueba allí. Kruse trabajó allí hasta 1975, Milo. Y cuando se vino a L.A. la trajo con él.

– Ya, ya… Voy por delante de ti: sobre él encontré cantidad de papeles. Nacido en Nueva York… de hecho, en Park Avenue. Tenía allí un gran apartamento, que vendió en 1968. El contrato de compraventa de la propiedad da una dirección en Palm Beach, así que llamé allí. No es fácil tratar con los Departamentos de las ciudades ricas: tienden a mostrarse protectores con los nativos. Les dije que la Ransom había sido víctima de un robo, que habíamos recuperado sus cosas y deseábamos devolvérselas. Miraron a ver si la encontraban. Nada. Ni sombra Alex. Así que Kruse la debió de encontrar en algún otro sitio. Y, hablando de Kruse, no era el psicoterapeuta de gran éxito del que me hablaste. Conecté con mi fuente de Hacienda, y me dio acceso a las declaraciones de impuestos del tipo. Su consulta sólo le producía unos ingresos de unos treinta mil al año… y a un centenar de pavos la hora, eso representa sólo cinco o seis horas de trabajo a la semana. Por lo que no se puede decir que fuera un comecocos atareado. El resto, otro medio millar de pavos, eran ingresos por inversiones: acciones y bonos del estado, propiedades y un pequeño negocio denominado Creative Image Associates.

– Películas porno.

– Él la describía como una «productora y realizadora de materiales de educación en temas de salud». Él y su esposa eran los únicos accionistas, declararon pérdidas durante cinco años, y luego cerraron la empresa.

– ¿Qué años?

– A ver, déjame mirar. Lo tengo aquí: de 1974 a 1979.

El último año de Sharon en la Academia, los primeros cuatro en la Universidad.

– Lo que resulta de todo esto, Alex, es que era un tipo rico que vivía de una herencia. Sin matarse a trabajar. Trasteando.

– Trasteando con las vidas de la gente -dije yo-. El Ejército le enseñó Guerra Psicológica.

– ¡Para lo que sirve eso…! Cuando yo era enfermero en Vietnam pude ver lo que era la Guerra Psicológica de nuestro Ejército: en su mayor parte, pura estupidez. Los Viet Cong se reían de ellos… las agencias de publicidad lo hacen mucho mejor. En cualquier caso, el resumen es que la Ransom surge de todo esto como la típica dama misteriosa con un protector rico. Y, por lo que sabemos, podría haber caído del cielo en 1971.

– Martinis en el solárium.

– ¿Cómo dices?

– No te preocupes -le contesté-. Hay otra posibilidad: encontré los informes de la prensa que hablaban del asunto de drogas de la Lanier y su hermano. Linda y Cable eran del sur de Texas… de un lugar llamado Port Wallace. Quizá haya información allá.

– Quizá -aceptó él-. ¿Había algo en los periódicos que no nos hubiese contado Crotty?

– Sólo que, además del tema de las drogas, también agitaron el coco rojo… aparentemente, los Johnson asistían a fiestas de subversivos. Y, dado el estado de ánimo de la nación, eso debió de garantizar el apoyo público al tiroteo. Hummel y De Granzfeld fueron tratados como si fuesen héroes del deporte.

– Tío Hummel -dijo él-. Llamé a Las Vegas. Sigue vivo, continúa trabajando para la Magna: Jefe de Seguridad en la Casbah y otros dos casinos que la empresa posee allí. Vive en una gran mansión, en la mejor parte de la ciudad. Y luego dicen eso de que el crimen no paga.

– Una cosa más que rumiar -dije-: Billy Vidal y Hope Blalock son hermanos. Vidal preparó tratos entre Henry Blalock y Leland Belding. Después de que Henry muriese, Magna compró sus negocios a buen precio, y cuando le llegó la hora a Leland, Vidal acabó de presidente del Consejo de la Magna. La señora Blalock estaba financiando a Kruse…, supuestamente porque habría curado a uno de sus hijos. Pero resulta que no parece tener ningún hijo.

– ¡Jesús! -exclamó Milo-. ¿Nunca has tenido la sensación de que estamos jugando a un juego que no es el nuestro, con las reglas de otro? ¿Y en el campo del jodido contrario?

Milo aceptó tratar de averiguar algo en Texas y, antes de colgar, me dijo que me cuidase las espaldas.

Deseaba volver a llamar a Olivia, pero ya eran cerca de las once, lo cual era mucho más tarde de la hora en que, habitualmente, Albert y ella se iban a la cama, así que aguardé hasta las nueve de la mañana siguiente, llamé a su oficina y me dijeron que la señora Brickerman estaba en Sacramento por asuntos de trabajo, pero que esperaban que regresaría pronto.

Traté de entrar en contacto con Elmo Castelmaine, en el King Solomon Gardens. De nuevo estaba de guardia, atareado con un paciente. Subí al Seville y conduje hasta el distrito de Fairfax, a la Edinburgh Street.

El asilo de ancianos era uno más de las docenas de edificios de dos pisos que se alineaban a ambos lados de la estrecha calle sin árboles.

Los jardines del Rey Salomón no tenían jardines, sino simplemente una palmera datilera, de grueso tronco y altura hasta el techo de la casa, a la izquierda de las puertas dobles de cristal. El edificio era de color blanco, con adornos en azul eléctrico. Una rampa tapizada con césped artificial, de color azul, cumplía las funciones de escalera delantera. En donde debería de haber estado el auténtico césped, habían puesto cemento, que habían pintado color verde hospital y amueblado con sillas plegables. En ellas se sentaban personas mayores, con viseras para el sol, pañoletas para el frío y refajos para los dolores musculares, abanicándose, jugando a las cartas o, simplemente, mirando al infinito.

Encontré un lugar en el que aparcar, a media manzana, y me dirigía de vuelta al asilo, cuando divisé a un hombretón negro al otro lado de la calle, empujando una silla de ruedas. Apreté el paso y pude mirarlo mejor. Una blusa blanca de uniforme sobre unos tejanos. Nada de barba a lo sacacorchos, ni pendiente. La coronilla aclarándose hasta casi la calvicie, el cuerpo robusto ahora más fofo. El rostro más suelto, con doble papada, pero indudablemente el hombre al que yo recordaba de Resthaven.

Crucé la calle, le alcancé:

– ¿Señor Castelmaine?

Se detuvo y miró hacia atrás. En la silla de ruedas transportaba a una anciana, que no me prestó atención alguna. A pesar del calor, ella llevaba puesto un jersey abotonado hasta el cuello y una manta india sobre las rodillas. Su cabello era escaso y quebradizo, teñido de negro. La brisa soplaba a través del mismo, mostrando pedazos claros de cráneo. Parecía estar durmiendo con los ojos abiertos.

– Ése soy -la misma voz de tono agudo-. Y, ¿quién es usted?

– Alex Delaware. Ayer le dejé un recado.

– Eso no me es de mucha ayuda. Aún sigo sin conocerle…, igual que no le conocía hace diez segundos.

– Nos conocimos hace años. Seis años, exactamente. En Resthaven Terrace. Fui allí con Sharon Ransom, a visitar a su hermana Shirlee…

La mujer de la silla comenzó a sorberse la nariz y gimió. Castelmaine se inclinó, le dio unas palmadas cariñosas en la cabeza, sacó un pañuelo de papel de sus tejanos y le sonó la nariz.

– Vamos, vamos, señora Lipschitz, todo va bien. Vendrá a buscarla.

Ella hizo un mohín.

– Vamos, señora Lipschitz -insistió Castelmaine.

Ella se llevó el borde de la manta a la boca y comenzó a morder la burda tela.

Castelmaine se volvió hacia mí y me dijo, en voz baja:

– Cuando llegan a una cierta edad, nunca pueden estar lo bastante calientes, por muy caluroso que sea el tiempo. Nunca pueden tener una satisfacción total, sea de la clase que sea.

La señora Lipschitz se echó a llorar. Sus labios trabajaron un rato con una palabra, hasta que al fin la pronunció:

– ¡Fiesta!

Castelmaine se arrodilló ante ella, le quitó la manta de la boca y la volvió a arrebujar con ella.

– Cariño, va a ir a la fiesta, pero tiene que andarse con cuidado para no echarse a perder el maquillaje con esas lágrimas. ¿Vale?

Colocó dos dedos bajo la barbilla de la anciana y le sonrió:

– ¿Vale?

Ella alzó la vista hacia él y asintió con la cabeza.

– Bieeeen. Y la verdad es que hoy se la ve muy guapa, cariño. Muy arreglada y a punto para lo que sea.

La anciana alzó una mano arrugada. Una gruesa mano negra la rodeó.

– Fiesta -dijo ella.

– ¡Claro que va a haber una fiesta! Y usted está tan guapa, Clara Celia Lipschitz, que va a ser la atracción de la fiesta. Todos los chicos guapos van a hacer cola para bailar con usted.

Un torrente de lágrimas.

– Vamos ya, C. C., basta ya de eso. Él va a venir para llevarla a esa fiesta… tiene que tener el mejor aspecto posible.

Más lucha por pronunciar:

– Tarde.

– Sólo un poco, Clara Celia. Probablemente se habrá encontrado con mucho tráfico… ya sabe, con todos esos coches de los que le he estado hablando. O quizá se haya parado en la floristería para comprarle un hermoso prendedor. Un hermoso prendedor con una orquídea rosa, como él sabe que le gustan.

– Tarde.

– Sólo un poco -repitió, y volvió a empujar la silla. Yo me coloqué a su lado.

Comenzó a cantar. En voz baja, con una dulce voz de tenor tan agudo que bordeaba el falsete:

– Vaya con C. C. Vaya con la guapa C. C. La que ha montado la guapa C. C.

El canturreo y el ruido del roce de las ruedas de goma contra la acera creaban un ritmo de nana. La anciana empezó a dar cabezadas.

– …La que ha montado… C. C. Lipschitz.

Nos detuvimos justo frente a King Solomon, al otro lado de la calle. Castelmaine miró a ambos lados y empujó la silla a la calzada.

– …Ha hecho que todos los chicos guapos se enamoren de ella… y, ahora, su hombre ha llegado.

La señora Lipschitz dormía. La empujó a través del cemento verde, intercambiando saludos con algunas de las otras personas ancianas, llegó hasta la parte baja de la rampa y me dijo:

– Espere aquí. Le atenderé en cuanto haya terminado.

Me quedé en pie, paseé, me vi envuelto en una conversación con un viejo, con sólo un ojo bueno y un gorrito de veterano, que me dijo haber combatido con Teddy Roosevelt en lomas de San Juan, y luego aguardó, beligerantemente, como esperando que dudase de él. Cuando no lo hice, se lanzó a una disertación acerca de la política de los EE.UU. en Latinoamérica, y aún seguía animadamente en ello, diez minutos más tarde, cuando reapareció Castelmaine.

Estreché la mano del anciano, le dije que nuestra charla había sido muy educativa.

– Un chico inteligente -le dijo a Castelmaine.

El enfermero sonrió.

– Eso probablemente significa, señor Cantor, que no ha estado en desacuerdo con usted.

– ¿Y cómo se puede estar en desacuerdo? Es claro como el agua: hay que tener a raya a esos malditos rojos, o se nos comerán el hígado.

– Lo que sí es claro es que nos tenemos que ir, señor Cantor.

– ¿Y quién se lo impide? Váyanse con Dios…

Volvimos a cruzar el cemento verde.

– ¿Qué tal una taza de café? -le pregunté.

– No tomo café. Caminemos. -Giramos en Edinburgh y pasamos junto algunas personas ancianas más. Junto a ventanas enteladas y olores de cocina, céspedes secos y puertas mohosas. Al fin, él dijo-: No le recuerdo, no como a una persona específica. Recuerdo que, una vez, la doctora Ransom vino de visita con un hombre, y lo recuerdo porque sólo sucedió esa vez.

Me miró detenidamente.

– No, no puedo decir que recuerde que fuese usted.

– Yo tenía un aspecto distinto -le dije-. Llevaba barba y el cabello más largo.

Se alzó de hombros.

– Puede ser. De todos modos, ¿qué es lo que puedo hacer por usted?

Despreocupadamente. Me di cuenta de que no debía de haberse enterado de lo de Sharon, así que rechiné los dientes y le dije:

– La doctora Ransom ha muerto.

Se detuvo y se puso una mano a cada lado de la cara.

– ¿Muerto? ¿Cuándo?

– Hace una semana.

– ¿Cómo?

– Suicidio, señor Castelmaine. Salió en los diarios.

– Nunca leo la prensa… la vida misma ya me da bastantes malas noticias. ¡Oh, no… una chica tan buena, tan maravillosa! ¡No puedo creérmelo!

No dije nada.

Él siguió agitando la cabeza.

– ¿Qué es lo que la hundió tanto, como para llegar a hacer una cosa así?

– Eso es lo que estoy tratando de averiguar.

Sus ojos estaban húmedos y enrojecidos.

– ¿Es usted su hombre?

– Lo fui, hace años. No nos veíamos desde hace mucho y nos encontramos en una fiesta. Me dijo que algo la preocupaba. Nunca descubrí qué era… dos días más tarde se había ido.

– ¡Oh, Dios, es terrible!

– Sí que lo es.

– ¿Y cómo lo hizo?

– Con pastillas. Y un tiro en la cabeza.

– ¡Oh, Dios! No tiene sentido que alguien tan guapa y rica haga una cosa así. Yo me paso todo el día llevando en sus sillas a los viejos… estos viejos que se van apagando, que van perdiendo la capacidad de hacer nada por sí mismos; pero, aun así, ves que se aferran a la vida, y eso que sólo les quedan los recuerdos para seguir adelante. Y, entonces, te enteras de que alguien como la doctora Ransom lo manda todo a la mierda.

Volvimos a ponernos a caminar.

– Simplemente, no tiene sentido -repitió.

– Lo sé -acepté-, y pensé que quizá usted pudiera ayudarme a encontrarle sentido.

– ¿Yo? ¿Cómo?

– Diciéndome lo que sepa de ella.

– Lo que yo sé no es mucho -me respondió-. Era una excelente mujer, que siempre me parecía alegre, que siempre me trató bien. Estaba dedicada a esa hermana suya…, y eso es algo no muy corriente. Algunos de los familiares empiezan en plan muy noble, sintiéndose culpables de haberse sacado de encima al pobre querido familiar, jurando ante el cielo que irán a visitarlo muy a menudo, que se cuidarán de todo. Pero, después de un tiempo de no recibir nada a cambio, se cansan y van viniendo menos y menos. Pero no la doctora Ransom, ella siempre estaba allí para la pobre Shirlee. Cada semana, como un clavo, el miércoles por la tarde, de dos a cinco. A veces incluso dos y tres veces por semana. Y no venía, como otros, sólo a estar sentada, sino que la alimentaba, la cuidaba y la amaba, sin obtener nada a cambio.

– ¿Había alguien más que visitase alguna vez a Shirlee?

– Nadie, exceptuando la vez que usted fue con ella. Sólo la doctora Ransom, puntual como un reloj. Era la mejor familiar de una de esas personas que yo jamás haya visto, siempre dando, nunca recibiendo. Y la vi hacer eso, continuamente, hasta el día en que me marché de allí.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace ocho meses.

– ¿Y por qué se fue usted?

– Porque me iban a echar. La doctora Ransom me advirtió de que aquel lugar iba a cerrar. Dijo que apreciaba mucho todo lo que yo había hecho por Shirlee, y que lamentaba no poder llevarme con ella, pero que Shirlee iba a seguir recibiendo buenos cuidados. Me dijo que yo había sido importante en el cuidado de su hermana. Y entonces, me dio mil quinientos dólares en efectivo, para demostrarme que hablaba en serio. Lo que sí demuestra eso es cómo era ella. De modo que no tiene sentido el que cayese tan bajo.

– Así que ella sabía que Resthaven iba a cerrar.

– Y no se equivocaba. Un par de semanas más tarde todos los demás recibieron las notitas de siempre: Querido empleado… Una amiga mía trabajaba en los pabellones; se lo advertí, pero no me quiso hacer caso. Y cuando pasó, ni le dieron aviso previo, ni paga de compensación: simplemente, adiós y ya está. Hemos quebrado, amigo, nos quedamos sin negocio y tú sin trabajo.

– ¿Tiene alguna idea de a dónde se llevó a Shirlee la doctora Ransom?

– No, pero créame, debió de ser algún sitio bueno; amaba a esa chica, y la trataba como a una reina. -Se detuvo, puso cara de consternación-. Con ella muerta, ¿quién se va a ocupar de la pobrecilla?

– No sé. No tengo ni idea de dónde está. Nadie lo sabe.

– ¡Oh, Dios! Esto empieza a sonar horrible.

– Estoy seguro de que está bien -le dije-. La familia tiene dinero… ¿Hablaba mucho de ellos?

– No, conmigo no hablaba.

– Pero usted sabía que ella era rica.

– Pagaba las cuentas en Resthaven, así que tenía que serlo. Además, cualquiera podía saber que tenía dinero sólo con mirarla… el modo en que se vestía, como se comportaba. Y era una doctora.

– ¿La doctora Ransom pagaba las cuentas?

– Eso es lo que decía en la parte de arriba de la ficha de ella: Toda la correspondencia de asuntos financieros debe de ser dirigida a la doctora Ransom.

– ¿Qué más había en la ficha?

– Todos sus historiales de terapia, psiquiátrica y física. Durante un tiempo la doctora Ransom incluso la hizo visitar por un terapeuta del habla, pero era una pérdida de tiempo… Shirlee no iba a hablar, ni con mucho. Lo mismo sucedió con un maestro de Braille. La doctora Ransom lo intentó todo. Amaba a esa chica… ¡Es que no puedo imaginármela destruyéndose a sí misma y abandonando a la pobrecilla!

– ¿Había algún historial médico en la ficha?

– Sólo algunas cosas muy antiguas y un sumario de todos los problemas, escrito por la doctora Ransom.

– ¿Y certificado de nacimiento?

Negó con la cabeza.

– ¿Había algún otro doctor relacionado con el cuidado de Shirlee?

– Sólo la doctora Ransom.

– ¿No había ninguno de medicina general?

– ¿Y qué se cree que era ella?

– Ella era una psicóloga. ¿Le dijo a usted que era doctora en medicina general?

Pensó un instante.

– Ahora que lo pienso, no… no lo hizo. Pero por el modo en que se hizo cargo del caso de Shirlee, escribiendo órdenes para los terapeutas, lo di por supuesto.

– Shirlee debió tener problemas físicos… ¿quién se ocupaba de ellos?

– Sí, uno piensa que debería haberlos tenido, pero lo curioso es que, exceptuando sus otros problemas, ella era muy saludable: tenía un corazón muy fuerte, presión sanguínea correcta, los pulmones bien. Lo único que había que hacer era cambiarla de posición, alimentarla, limpiarla, hacerle su vaciado de vientre… y podría haber seguido así siempre. -Alzó la vista al cielo y agitó la cabeza-. Me pregunto dónde estará, la pobrecilla.

– ¿Le habló alguna vez la doctora Ransom del accidente?

Sus cejas se arquearon.

– ¿Qué accidente es ése?

– Del ahogarse en la piscina que originó los problemas de Shirlee.

– Ahora sí que me he perdido.

– Se ahogó cuando era una niña pequeña. La doctora Ransom me habló de ello, me dijo que era eso lo que había causado la lesión cerebral a Shirlee.

– Bueno, pues yo de eso no sé nada, porque lo que me dijo a mí fue algo totalmente distinto: que la pobre chica había nacido así.

– ¿Nacido ciega, sorda y deforme?

– Eso es, con todo. «Deformidades congénitas múltiples». Dios sabe que leí esa frase cantidad de veces, cuando mi vista caía sobre el resumen de la doctora Ransom.

Agitó la cabeza:

– «Deformidades congénitas múltiples». La pobrecilla empezó así, y jamás tuvo oportunidad alguna.


Era ya casi el mediodía. Conduje hasta una gasolinera cercana y usé su cabina telefónica para llamar a la oficina de Olivia. Me informaron que la señora Brickerman había regresado de Sacramento, pero que hoy no se la esperaba ya en la oficina. Llamé a su casa, dejé que el timbre sonase diez veces y me disponía ya a colgar cuando ella lo cogió, sin aliento.

– ¡Alex! Justo acabo de llegar. Literalmente: del aeropuerto. Me ha pasado la mañana moviéndome entre el poder: he comido con funcionarios del Senado, para tratar de conseguir que nos den más dinero. ¡Vaya una gente. Si alguno de ellos tuvo alguna vez una idea, la vendió ya hace mucho. ¡Y barata!

– Lamento molestarte -le dije-, pero me preguntaba…

– Si el sistema vuelve a funcionar ya… Pues sí, funciona desde esta mañana. Y, justo para demostrarte lo mucho que te quiero, empleé el ordenador grande de la División de Sacramento, para investigar a tu Shirlee Ransom. Lo siento, nada de nada. Encontré a una persona de ese mismo nombre, idéntica forma de escribirlo. Pero en los archivos de Med-Cal daban su fecha de nacimiento como 1922, no 1953.

– ¿Tienes su dirección?

– No. Tú me hablaste de 1953, así que no creí que te interesase una anciana.

– Tiene lógica.

– ¿Te interesa?

– Podría ser… si no es demasiado…

– Vale, vale. Déjame quitarme este traje de mujer de negocios y llamaré a la oficina, para tratar que mi ayudante supere su fobia a los ordenadores. Me llevará un tiempo. ¿Dónde puedo encontrarte?

– Te estoy llamando desde un teléfono público.

– ¿Ahora haces todas esas tonterías de los agentes secretos? ¿En qué estás metido, Alex?

– Desenterrando esqueletos.

– ¡Uff! ¿Cuál es ese número?

Se lo leí.

– Eso es en mi barrio. ¿Desde dónde me llamas?

– Desde una gasolinera en Melrose, cerca de Fairfax.

– ¡Oh, por Dios, si estás a un par de minutos de distancia! Ven aquí y me verás hacer de detective de alta tecnología.

La casa de los Brickerman era pequeña, estaba recién pintada de blanco y tenía un techo de tejas españolas. A lo largo del camino para coches, que ya quedaba lleno con el descomunal Chrysler New Yorker de Olivia, había plantados estrechos parterres de petunias.

Había dejado la puerta sin cerrar. Albert Brickerman estaba en la sala de estar, en bata y zapatillas, mirando a su tablero de ajedrez. Lanzó un gruñido en respuesta a mi saludo. Olivia estaba en la cocina, batiendo huevos, vistiendo una blusa con muchas blondas y una falda color azul marino del tamaño más grande; su cabello era una masa de ricitos pequeños, teñidos con henna, sus mejillas eran regordetas y sonrosadas. Estaba a principios de los sesenta, pero su piel era tan tersa como la de una niña. Me dio un abrazo, aplastándome contra su repleto pecho.

– ¿Qué te parece? -Se pasó las manos por la falda, para alisársela.

– Muy de sala de juntas.

Se echó a reír, bajó el fuego bajo los huevos.

– ¡Si mi papi, el socialista, me viese ahora! ¿Te hubieras creído que, a mi edad, iban a arrastrarme… eso sí, gritando y pataleando, al mundo de los yupies?

– Tú repítete a ti misma que estás trabajando dentro del sistema para cambiarlo.

– ¡Oh sí, seguro! -Me hizo un gesto para que me sentase a la mesa de la cocina. Puso los huevos revueltos en platos, colocó bandejas con pan de centeno y tomates cortados a rodajas, llenó tazones con café-. Me imagino que me queda un año, quizá dos. Y, luego, adiós a toda esta tontería y me dedicaré a viajar en serio… y no es que vaya a poder mover a Príncipe Alberto, pero tengo una amiga que el año pasado perdió a su esposo. Hemos planeado ir a Hawai, a Europa, a Israel. Todo.

– Suena maravilloso.

– Suena maravilloso, pero tú tienes mariposas en la tripa de ganas de contactar con el ordenador.

– Cuando te vaya bien.

– Llamaré ahora. A Mónica le costará un tiempo meterse en el sistema.

Llamó a su asistente, le dio instrucciones, las repitió y colgó:

– Mantén los dedos cruzados. Y, mientras esperamos, comamos.

Ambos teníamos hambre, así que devoramos en silencio. Justo cuando había empezado con mi segundo plato de huevos, sonó el teléfono.

– Vale Mónica, no pasa nada. Sí. Teclea SRCH, todo en mayúsculas. Bien. Ahora teclea M mayúscula, guión, C mayúscula, R mayúscula, luego dale a la tecla RETURN dos veces. CAL. Teclea C-A-L, también todo con mayúsculas, cuatro, tres, cinco, seis, guión, cero, cero, nueve. Bien. Ahora mayúsculas LA, guión, mayúscula W, guión, uno, guión, dos, tres, seis. ¿Vale? Pruébalo de nuevo, esperaré… Bien. Ahora, aprieta el RETURN una vez más, luego el botón… ORIGEN. Está debajo del 7… No, mantén apretado el botón Control mientras lo haces… está ahí, al lado izquierdo del tablero, control. Eso es, bien. Y ahora, ¿qué sale en la pantalla? Bien. Ahora teclea el siguiente apellido: Ransom. Sí, te lo deletreo: R-A-N-S-O-M. Coma. Shirlee. Acabado con dos es. S-H-I-R-L-E-E… Vale, muy bien. ¿Qué aparece? Vale, mantenlo ahí, Mónica. Voy a por un lápiz y me repites la fecha de nacimiento y la dirección.

Comenzó a escribir, y yo leí, por encima de su hombro:


Ransom, Shirlee. FDN: 1/1/1922

Rural Route 4, Willow Glen, Ca. 92399


– Vale, Gracias, Mónica.

– Pregúntale por un tal Jasper Ransom -le dije.

Me miró con cara de incomprensión, y dijo por teléfono:

– Mónica, no limpies aún la pantalla. Teclea ADD SRCH. Espera que salga de nuevo el cursor parpadeante… ¿Ya lo tienes? Vale, ahora teclea Ransom, el mismo apellido que antes, coma, Jasper… No, con J… Sí. J-A-S-P-E-R. Vale… ¿Sí? Dame su fecha de nacimiento.

Escribió:

FDN: 25/12/1920

Misma dirección.


– Muchas gracias, Mónica. ¿Te queda mucho que hacer? Vale, entonces acaba más pronto. Nos vemos mañana. -Colgó-. Bueno, cariño, ahora tienes a dos ancianos Ransom por el precio de uno.

Miró el papel otra vez y señaló las fechas de nacimiento:

– Año Nuevo y Navidad. Qué mono. ¿Cuáles deben de ser las posibilidades de que pase esto? ¿Quiénes son esas personas?

– No lo sé -le contesté-. Willow Glen. ¿Tienes un mapa del estado?

– No hay necesidad -me dijo ella-. He estado allí. Está en pleno campo, en el condado de San Bernardino, cerca de Yucaipa. Cuando los niños eran pequeños, acostumbraba a llevarlos allí, para que cogiesen manzanas.

– ¿Manzanas?

– Manzanas, cariño. ¿Sabes esas cosas redondas, coloradas? ¿Eso que se come? ¿A qué viene la sorpresa?

– No sabía que se cultivasen manzanas allí.

– Antes las había. Pero un año fuimos allí y ya no quedaba nada. Todos los campos de frutales, en los que una cogía lo que quería por sí misma y luego le pagaba al dueño, estaban cerrados; y los árboles cortados o secándose. Estamos hablando de una zona yerma, Alex. Allí no hay nada. Excepto la señora Año Nuevo y el señor Navidad.

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