El miércoles por la mañana estaba de regreso en Beverly Hills, en el ático en el que estaban las oficinas de Trenton, Worthy y La Rosa. Esperando para hacer mi declaración en una sala de conferencias forrada de madera de palisandro, decorada con arte abstracto y amueblada con sillones de cuero color mantequilla y una mesa de cristal ahumado del tamaño de un campo de fútbol.
Mal estaba sentado junto a mí, desmañadamente a la moda con un traje de seda natural color plateado, barba de cinco días y cabello por la espalda. Detrás nuestro había una pizarra sobre un atril de palisandro, y un colgador de ropa del que colgaba una maleta de piel de becerro…, la pasada de Mal para superar a los portadores crónicos de maletín. Al otro lado de la mesa había una informadora legal, con su estenógrafo. Y, rodeándola, estaban ocho… no siete, abogados.
– La compañía de seguros ha mandado a tres -me susurró Mal-. Esos tres primeros.
Miré al trío: jóvenes, con trajes de rayitas, fúnebres.
Su portavoz era un tipo alto, prematuramente calvo, llamado Moretti, que debía andar a principios de la treintena. Tenía una mandíbula carnosa y hendida, hombros anchos y todo el encanto de un sargento instructor. Una de las secretarias de Mal sirvió café y pastas y, mientras comíamos, Moretti se preocupó mucho de hacerme saber que había obtenido un Master de Psiquiatría en Stanford. Mencionó los nombres de catedráticos famosos, trató, sin lograrlo, de hacerme hablar de temas profesionales, y me contempló sobre el borde de su taza de café, con agudos ojos marrones.
Cuando presenté mi informe se colocó en el borde del sillón. Cuando acabé, él fue el primero en hablar. Los otros abogados le cedieron la palabra. Como cualquier manada de lobos, habían elegido a su asesino de cabeza, y estaban muy satisfechos de quedarse sentados, viendo como él abría las primeras heridas.
Me recordó que la ley me obligaba a decir la verdad, tal como si estuviera ante el tribunal, y que cometería perjurio si testificaba en falso. Luego extrajo de su maletín un montón de artículos fotocopiados, del grosor de un listín telefónico, e hizo todo un espectáculo de apilarlos encima de la mesa, rebuscando entre ellos, ordenándolos e igualando los bordes. Alzando el artículo de arriba, dijo:
– Me gustaría leerle algo, doctor.
– Seguro.
Sonrió.
– En realidad no le estaba pidiendo permiso, doctor.
– En realidad no se lo estaba dando.
La sonrisa desapareció. Mal me dio un codazo por debajo de la mesa. Alguien tosió. Moretti trató de ganarme a mirarnos a los ojos, finalmente se puso un par de gafas octogonales, sin aro, se aclaró la garganta y comenzó a leer. Finalizó un párrafo, antes de volverse hacia mí.
– ¿Le resulta conocido, doctor?
– Sí.
– ¿Recuerda la fuente?
– Es la introducción de un artículo que publiqué en La Revista de Pediatría en 1981. En el verano de 1981, creo. Agosto.
Examinó la fecha del artículo, pero no comentó nada.
– ¿Recuerda lo que decía en el artículo, doctor?
– Sí.
– ¿Podría resumírnoslo?
– El artículo describe un estudio que hice de 1977 a 1980, cuando estaba en el Hospital Pediátrico del Oeste. La investigación se hizo con fondos del Instituto Nacional de la Salud Mental, y trataba de descubrir los efectos de las enfermedades crónicas en el ajuste psicológico de los niños.
– ¿Era un estudio bien planeado, doctor?
– Creo que sí.
– Eso cree. Díganos lo que hizo usted en ese estudio bien planeado… y sea específico respecto a la metodología.
– Administré varios tests de ajuste psicológico a una muestra de niños enfermos, y a un grupo de control de niños saludables. Los grupos eran parejos en lo que se refiere a clase social, estatus marital de los padres, y tamaño familiar. No había diferencia significativa entre los grupos.
– ¿No había diferencia significativa en ninguna medición de ajuste psicológico?
– Exacto.
Moretti miró a la informadora legal.
– Habla muy deprisa, ¿lo ha cogido?
Ella asintió con la cabeza. Y luego, de nuevo a mí:
– En favor de aquellos de nosotros que no están familiarizados con los términos psicológicos, especifique qué es lo que quiere decir diferencia significativa.
– Que los grupos eran estadísticamente indiferenciables. Los tanteos medios de esas mediciones eran similares.
– ¿Medios?
– Del medio… el listón del cincuenta por ciento. Matemáticamente, ésa es la mejor medida de la tipicidad.
– Sí, claro, pero… ¿qué significa todo esto?
– Que los niños enfermos crónicos pueden desarrollar algunos problemas, pero que el estar enfermos no los convierte inevitablemente en neuróticos o psicóticos.
– Espere un momento -dijo Moretti, dando palmadas sobre el montón-. Yo aquí no veo mencionados problemas, doctor. Su descubrimiento básico fue que los niños enfermos eran normales.
– Eso es cierto. De todos modos…
– Así lo dice usted aquí, doctor. -Alzó el artículo, lo abrió por una página y clavó un dedo en ella-. Justo aquí, en la Tabla Tres: «Los resultados del Estado de Ansiedad de Spielberger, los resultados de la Autoestima de Rosenberg, los resultados de Ajuste de Achenbach se hallaban todos…», y estoy citándole literalmente: «dentro de los límites normales». Puesto en un idioma coloquial, eso significa que esos chicos no eran más nerviosos o inseguros o desajustados o neuróticos que sus pares sanos, ¿no es así, doctor?
– Esto está empezando a sonar argumentativo -dijo Mal-. Estamos aquí para hallar datos.
– Cuasi-datos, en el mejor de los casos -afirmó Moretti-. Esto es psicología, no ciencia.
– Ha sido usted quien ha citado el artículo, abogado -le dijo Mal.
– La información que nos da su testigo parece estar contradiciendo su propia obra publicada, abogado.
– ¿Le gustaría que contestase a su pregunta? -le dije a Moretti.
Se quitó las gafas, se recostó y me dio un cuarto de sonrisa.
– Si puede hacerlo…
– Lea la sección de discusiones -le dije-. Específicamente los tres últimos párrafos. Listo varias áreas de problemas con los que tienen que enfrentarse los niños crónicamente enfermos, durante toda su vida: dolor y molestias, interrupción de la escolaridad debido a los tratamientos y hospitalización, cambios en el cuerpo causados tanto por la enfermedad como por el tratamiento, rechazo social, sobreprotección por los padres. En general, los niños logran superar esos problemas, pero los problemas siguen existiendo.
– La sección de discusiones -intervino Moretti-. Ajá… el lugar en el que los investigadores dejan caer sus conjeturas. Pero sus propios datos… sus estadísticas, dicen otra cosa. Realmente, doctor…
– En otras palabras -interrumpió Mal, volviéndose hacia mí-, lo que está usted diciendo, doctor Delaware, es que los niños enfermos y los niños traumatizados se enfrentan a una constante avalancha de retos…, que la vida es para ellos agónica…, pero que algunos de ellos pueden llegar a sobreponerse a su problemática.
– Sí.
Mal pasó la vista arriba y abajo por la mesa, evitando a Moretti, estableciendo momentáneo contacto ocular con cada uno de los otros abogados.
– No hay razón para penalizar a un niño porque sepa sobreponerse a los retos, ¿verdad, caballeros?
– Pero, ¿quién es aquí el testigo? -espetó Moretti, blandiendo la fotocopia.
– No hay razón por la que penalizar a un niño por enfrentarse a su trauma -afirmó Mal.
– ¿Trauma? -exclamó Moretti-, en este artículo no hay nada sobre niños traumatizados. Estos son niños enfermos crónicos… Crónicos, o sea a largo plazo. Darren Burkhalter es un caso único. No tiene un dolor continuado ni cambios físicos a los que enfrentarse. Incluso será menos vulnerable a los problemas que alguien disminuido crónicamente.
Se permitió una amplia sonrisa.
Para él, todo aquello era un juego. Pensé en niños pequeños jugando en un callejón a ver quién meaba más lejos, y le dije:
– Ése es un buen punto, señor Moretti: los niños traumatizados y los crónicamente enfermos son dos cosas totalmente distintas. Es por eso por lo que me preguntaba el porqué siquiera habría citado usted ese artículo.
Un par de los otros abogados sonrieron.
– Tocado -me susurró Mal al oído.
Uno de los otros abogados del seguro estaba susurrándole algo a la oreja de Moretti. El líder no estaba contento con lo que le estaba diciendo, pero escuchó impasiblemente, luego dejó la fotocopia de lado.
– De acuerdo, doctor, hablemos de la misma noción del trauma de la primera niñez. Su conclusión, tal cual yo la entiendo, es que Darren Burkhalter quedará con una cicatriz emocional de por vida, a causa de estar presente durante el accidente de automóvil.
– Pues lo ha entendido mal -le dije. Moretti se puso rojo. Mal alzó las cejas y lanzó un silbidito.
– Oiga, doctor…
– Lo que yo he dicho, señor Moretti, es que durante mi examen del mismo, Darren Burkhalter exhibió los clásicos síntomas de trauma para un niño de su edad. Problemas para dormir, pesadillas, fobias, agresividad, hiperactividad, pataletas, períodos de incremento del deseo de permanecer agarrado a alguien. Según tanto su madre como la profesora de su jardín de infancia, no mostraba ninguno de esos comportamientos antes del accidente. Resulta razonable suponer que están relacionados con éste…, aunque no pueda probarlo con datos irrefutables. Y no está claro si esos problemas se transformarán o no en desarreglos crónicos, aunque el riesgo de ello es alto si no prosigue la psicoterapia. Adicionalmente, Darren Burkhalter está retrasándose en el habla y el desarrollo del lenguaje… en la actualidad ya está varios meses por detrás de la media. Resulta imposible juzgar cuánto de esto es debido al trauma, pero vale la pena pensar en ello cuando se considera el futuro de este niño.
– Desde luego, resulta imposible juzgarlo -afirmó Moretti-. Por lo que he leído en la literatura de su campo, resulta que la inteligencia es determinada primariamente por lo genético. Y lo que mejor puede predecir el CI de un niño es el Cociente de Inteligencia de su padre… lo dijeron Katz, Dash y Ellenberg en 1981.
– El CI de este padre jamás volverá a ser comprobado con un test -dijo Mal-. A cambio, yo solicité que la señora Burkhalter se hiciera un test del CI, pero usted se opuso, señor Moretti.
– Ya ha pasado por bastantes tensiones, abogado.
– No importa -dijo Moretti-, podemos hacer suposiciones a partir de lo que sabemos de esa gente. Ni el señor ni la señora Burkhalter acabaron los estudios medios. Ambos colgaron los estudios y trabajaban en empleos serviles. Eso indica un caudal genético inferior a la media para esa familia. Yo no esperaría que Darren llegase a la media, ¿y usted, doctor Delaware?
– Desde luego no es así de simple -le dije-. El CI paterno predice el CI de un niño mejor que la mayoría de los otros factores, pero aun así no es un factor de predicción muy bueno, pues sólo se le puede suponer exactitud para un veinte por ciento de la variación. Katz, Dash y Ellenberg enfatizan eso en la continuación de su estudio, realizado en 1983. Uno de cada cinco, señor Moretti…, no es una probabilidad sobre la que apostar.
– ¿Le gusta a usted confiar en el azar, doctor?
– No. Por eso acepté este caso.
La informadora sonrió.
Moretti se volvió hacia Mal.
– Abogado, yo le rogaría que le advierta usted a su testigo que mantenga un comportamiento adecuado.
– Considérese advertido, doctor Delaware -me dijo Mal, luchando por suprimir una sonrisa. Se tiró de los puños de la camisa y consultó su Rolex-. ¿Podemos proseguir?
Moretti se volvió a colocar las gafas y estudió algunos papeles.
– Doctor Delaware -me dijo, y luego hizo una pausa, como anticipando que iba a darme un buen golpe-. Vamos ya, doctor Delaware… no me irá a decir que, si no fuese por el accidente, se habría podido esperar que Darren Burkhalter fuese a llegar a ser un físico nuclear, ¿verdad?
– Nadie sabe lo que podría haber sido Darren, o lo que podrá ser -le dije-. Ahora mismo los hechos son que, tras un severo trauma psicológico, su lenguaje se halla por debajo de la media, y está sufriendo un severo estrés.
– ¿Cómo era su lenguaje antes del accidente?
– Su madre nos informa de que estaba empezando a hablar. Sin embargo, después del trauma…
– Su madre -me cortó Moretti-. Y usted basa sus conclusiones en lo que ella le dice…
– Junto con otros datos.
– Tales como la entrevista que le hizo a la maestra de su jardín de infancia.
– Tales como eso.
– ¿Es esa profesora uno de sus testigos expertos?
– Me pareció muy creíble, y que entendía muy bien a Darren. Me informó que sus padres estaban muy metidos en la educación del niño, que lo querían mucho. Su padre, en especial, había puesto mucho interés en…
– Sí, hablemos de su padre. Gregory Joe Burkhalter tenía antecedentes criminales. ¿Sabía esto, doctor?
– Sí, lo sé. Una condena por robo sin agravantes, hace varios años.
– Robo, doctor. Y cumplió condena por ello.
– ¿Y a qué viene esto? -inquirió Mal.
– A lo que viene, señor Worthty, es a que su experto, basando su opinión en una persona que no sería reconocida como experta ante un tribunal, desea montar un caso en base a que ese padre habría sido una fuente principal de estímulo intelectual para ese niño, de lo que se deduciría una importante pérdida material y emocional, debida la muerte del dicho padre. Y ese padre era un criminal, mínimamente educado…
– Señor Moretti -le dije-, ¿es usted de la opinión que sólo merece dolerse de la pérdida de padres educados?
Me ignoró.
– … y, lo que es más, los datos referentes a este caso, indican que se trataba de una persona social y emocionalmente empobrecida…
Siguió así un rato, aumentando el volumen y la velocidad de su voz, casi brillando por la emoción del combate. Mal también estaba atrapado por la justa, tenso, esperando a responder.
Más meadas en el callejón. Y que la verdad se fuese al carajo. Empezó a atacarme a los nervios, y le interrumpí, alzando la voz para hacerme oír por encima de la marea de palabrería legal:
– Señor Moretti, es usted el típico caso de escaso conocimiento, que acaba convirtiéndose en peligroso.
Moretti se semialzó en su sillón, se contuvo y se volvió a sentar. Mostró los dientes.
– ¿Se está sintiendo acorralado, doctor?
– Se suponía que ésta era una reunión para hallar datos. Si usted quiere oír lo que yo tengo que decir, estupendo. Si lo que desea es seguir jugando a satisfacer su ego, entonces no seguiré perdiendo mi tiempo.
Moretti chasqueó la lengua.
– Señor Worthy, si esto es una muestra de cómo se comportaría su experto ante un tribunal, va a tener usted muchos problemas, abogado.
Mal no dijo nada. Pero garabateó en su bloc de notas: ¿He creado un monstruo?, y lo tapó con la mano.
No se le escapó a Moretti:
– ¿Es algo que deberíamos tener registrado, abogado?
– Sólo jugueteaba -le dijo Mal, y comenzó a dibujar una mujer desnuda.
– Estábamos hablando de los traumas de la infancia -le dije a Moretti-. ¿Quiere usted que hable de eso o ya he terminado?
Moretti trató de parecer divertido.
– Puede hablar, si tiene algo que añadir a su informe.
– Dado que usted ha extraído conclusiones falsas de mi informe, tengo mucho que añadir. Darren Burkhalter está sufriendo una reacción de estrés postraumático que puede llegar a transformarse en problemas psicológicos a largo plazo. Una breve terapia de juego y consejería para la madre han conseguido una cierta reducción de los síntomas, pero está indicado mucho más tratamiento. -Me dirigí a los otros abogados-. No estoy diciendo que los problemas psicológicos a largo plazo sean inevitables, pero tampoco puedo decir que no vayan a surgir. Ningún experto razonable lo haría.
– ¡Oh, por todos los cielos! -exclamó Moretti-. ¡Ese niño tiene dos años de edad!
– Veintiséis meses.
– Eso no importa. Tenía dieciocho meses en el momento del accidente. ¿Está usted diciéndome que está dispuesto a presentarse ante un tribunal, y a testificar bajo juramento que, cuando tenga veintiséis años de edad, podría estar afectado psicológicamente por un accidente que tuvo lugar cuando era un bebé?
– Eso es, exactamente, lo que le estoy diciendo. Una escena traumática, tan impresionante y sangrienta, enterrada en su subconsciente…
Moretti resopló.
– ¿Qué aspecto tiene un subconsciente, doctor? Jamás he visto ninguno.
– Y, no obstante, usted lo tiene, señor Moretti. Como yo y cualquiera de los que hay en esta habitación. En términos simples, un subconsciente es un cajón de almacenamiento psíquico. La parte de nuestra mente en la que metemos las experiencias y sentimientos con los que no queremos enfrentarnos. Cuando nuestras defensas están bajas, el cajón se inclina y parte del material acumulado se desparrama: sueños, fantasías, comportamientos aparentemente irracionales o incluso autodestructivos, que llamamos síntomas. El subconsciente es real, señor Moretti. Es lo que a usted le hace soñar con vencer. Y también es buena parte de lo que le motivó a usted para llegar a convertirse en un abogado.
Eso le afectó. Se esforzó en parecer frío, pero los ojos le parpadearon, se le abrieron las ventanas de la nariz, y su boca se apretó tanto que pareció hacer un mohín.
– Gracias por esta dosis de sabiduría, doctor. Mándeme su cuenta… aunque, a juzgar por lo que le está cobrando al señor Worthy, no sé si podré permitirme pagarle. Entre tanto, concretémonos al accidente.
– La palabra accidente no describe, ni con mucho lo que experimentó Darren Burkhalter. Sería más correcto llamarlo desastre. El niño estaba durmiendo en el coche y siguió durmiendo hasta el momento del impacto. La primera cosa que vio al despertarse fue la cabeza decapitada de su padre, volando por encima del asiento delantero y cayendo junto a él, con las facciones aún en convulsiones.
Algunos de los abogados se estremecieron.
– No le cayó en el regazo por unos pocos centímetros -continué-. Darren debió pensar que se trataba de algún juguete porque trató de cogerla. Cuando apartó la mano y la vio cubierta de sangre, se dio cuenta de lo que era en realidad… se puso histérico. Y siguió histérico durante cinco días completos, señor Moretti, aullando: «¡Pa!», totalmente fuera de control.
Hice una pausa para dejar que esa imagen calase.
– Señor Moretti, él sabía lo que estaba sucediendo: lo ha representado en mi consulta, cada vez que ha venido a ella. Claramente, es lo bastante mayor como para formar un recuerdo duradero. Si lo desea, le citaré estadísticas respecto a eso. Y ese recuerdo no desaparecerá simplemente porque usted lo desee.
– Un recuerdo que usted mantiene vivo, a base de hacerle repetir la escena, una y otra vez -dijo Moretti.
– Así que lo que está usted aseverando -dije-, es que la psicoterapia lo está haciendo ponerse peor. Y que deberíamos limitarnos a olvidarlo todo, o a hacer ver que no sucedió.
– Tocado por partida doble -susurró Mal.
Moretti tenía los ojos desorbitados.
– Es su postura la que está bajo escrutinio, doctor. Quiero ver cómo apoya todo esto de los traumas de la temprana edad con datos.
– Me encantará hacerlo.
Tenía mi propio montón de artículos, que saqué, y comencé a citar referencias, a largarle números, y a darle una conferencia, un tanto maníaca, sobre el desarrollo de la memoria en los niños y sus reacciones al desastre y el trauma. Usé la pizarra para resumir mis hallazgos.
– Generalizaciones -exclamó Moretti-. Impresiones clínicas.
– ¿Preferiría usted algo más objetivo?
Sonrió.
– Eso estaría bien.
– Perfecto.
Una secretaria entró un carrito con el monitor de vídeo, colocó una casete en el magnetoscopio, bajó la intensidad de las luces y apretó el botón PLAY.
Cuando hubo terminado, se produjo un silencio mortal. Finalmente Moretti hizo una mueca y comentó:
– ¿Planea una segunda carrera en el negocio del cine, doctor?
– Ya he visto y oído bastante -dijo otro de los abogados. Cerró su maletín y apartó su sillón de la mesa. Varios otros hicieron lo mismo.
– ¿Alguna pregunta más? -inquirió Mal.
– No -le contestó Moretti. Pero parecía muy satisfecho y sentí el mordisco de la duda. Me hizo un guiño y me saludó-. Nos veremos ante el tribunal, doctor.
Cuando todos se hubieron marchado Mal se dio una palmada en la rodilla e hizo unos pasos de baile.
– ¡Les has dado justo en los cojones! ¡Vaya maravilla! Esta misma tarde empezarán a hacerme sus ofertas.
– He defendido el caso con más fuerza de lo que pretendía -expliqué-. Ese bastardo me puso frenético.
– Lo sé, lo hiciste de maravilla. -Comenzó a recoger sus papeles.
– ¿Y qué me dices de la andanada de Moretti cuando se retiraba? -le pregunté-. Parecía con muchas ganas de ir a los tribunales.
– Pura bravuconería. Para no quedar en ridículo ante sus compadres. Puede que sea el último en llegar a un acuerdo, pero, créeme, lo hará. Vaya hijo de puta, ¿eh? Tiene reputación de ser un litigador con un corazón de piedra, pero tú le diste su merecido…, tu puyazo acerca del subconsciente le dio en todo el morro Alex.
Agitó la cabeza muy contento.
– Dios sabe lo muy apretado que ha debido de tener su esfínter para no cagarse en ese mismo momento en los pantalones. «Y también es buena parte de lo que le motivó a usted para llegar a convertirse en un abogado». No te lo dije, Alex, pero el papito de Moretti fue un psiquiatra famoso de Milwaukee, que hizo mucho trabajo forense. Moretti debió de odiarlo, porque realmente tiene manía persecutoria para los comecocos.,., por eso lo destinaron a este caso.
– Un Master de Stanford en Psico -dije-. Bla bla bla bla bla.
Mal alzó el brazo en fingido terror.
– ¡Chico, te has convertido en un malvado bastardo, ¿no?!
– Simplemente, estoy harto de tantas memeces. -Caminé hasta la puerta-. No me llames por un tiempo, ¿vale?
– ¡Hey, no te equivoques conmigo, Alex! No te estoy dando la bronca. Si te digo que me gusta, es porque realmente me gusta.
– Me siento halagado -le dije. Y lo dejé entregado a sus triunfos y sus cálculos.
Cuando regresé a casa, el teléfono estaba sonando. Lo tomé, al mismo tiempo que la operadora del servicio de avisos lo hacía, escuché la voz de Del Hardy pidiendo por el doctor Delaware, y le dije a la telefonista que ya contestaría yo.
– He descubierto unas pocas cosas -me dijo-. No pude lograr que me fuesen de mucha ayuda en Hollywood, pero hablé con uno de los forenses. ¿Estás de humor para escuchar este tipo de cosas?
– Adelante.
– Vale, en primer lugar está la hora de la muerte…, entre las ocho de la tarde y las tres de la madrugada del sábado. La segunda cosa es la causa de la muerte: una bala de calibre veintidós en el cerebro. Atravesó limpiamente la corteza cerebral y rebotó, por dentro, como es normal que ocurra con una bala de pequeño calibre, causando cantidad de daños. La tercera, que había cantidad de alcohol y barbitúricos en la sangre…, estaba al borde de la dosis letal. El forense también halló algunas viejas cicatrices entre sus dedos de los pies, que parecían picos… ¿supiste si esta dama estuvo alguna vez colgada de las drogas duras?
– No -le dije-, pero hace mucho que no sabía de ella.
– Ajá, la gente cambia. Eso es lo que nos mantiene ocupados a nosotros.
– Drogas y una bala -dije.
– Estaba decidida -aseveró Del-, lo que no es muy corriente, especialmente en una mujer. Claro que, si realmente deseaba asegurarse, lo que debería haber hecho era meterse el arma en la boca, así da directamente en la médula, lo que acaba con el sistema autónomo y corta la respiración. Pero la mayor parte de la gente no sabe esto y, como lo ven en la tele, se creen que el tiro en la sien…
Se cortó.
– Lo siento -me dijo.
– No pasa nada -le aseguré-. Con tanta droga en su sangre, ¿no debería de haber estado demasiado adormilada para poder dispararse?
– No de inmediato -dijo Del-. Y, mira, ahora viene la parte interesante: el forense me dijo que su oficina manejó el caso con celeridad, por orden del jefe; su plazo habitual es de seis a ocho semanas, en esta época del año. También les dieron órdenes de no hablar de ello con nadie.
– ¿Y por qué tanto secreto?
– El patólogo tuvo la clara impresión de que se trataba del habitual caso de gente rica, en el que se engrasan las ruedas al máximo, y se mantiene todo en silencio.
– El Departamento facilitó información a la prensa.
– Información controlada -subrayó Del-. Eso es estrategia: si uno no dice nada respecto a algo, y alguien descubre que te lo estás reservando, en seguida empiezan a hablar de una conspiración. Es más seguro decir lo que tú quieres que se sepa; eso te hace parecer abierto y sincero. No es que haya demasiado que decir en este caso: un suicidio puro y simple, sin pruebas de que haya nada raro detrás. En cuanto a lo de la combinación de drogas y pistola, el patólogo tenía dos suposiciones: A, que ella se preparó un cóctel de drogas y alcohol, esperando así acabar con todo, y luego cambió de idea y decidió terminar aún más rápido, o quizá de un modo más dramático, y tomó la pistola. Para mí, eso tiene sentido: el suicidio es un mensaje, ¿no? Vosotros los comecocos me enseñasteis eso… es la declaración final que uno le hace al mundo. Y la gente puede llegar a ser muy cuidadosa acerca del modo en que la redacta, ¿no?
– Justo. ¿Cuál es la B?
– La droga y el alcohol la hicieron superar sus inhibiciones, armarse del valor suficiente como para pegarse un tiro. Cuando se notó lo bastante ida, apretó el gatillo. Claro que, lo mires del modo que lo mires, el resultado es el mismo.
– ¿Dejó alguna nota?
– No. Mucha gente no la deja, ¿no es así?
– Así es.
– Como dice ese tipo, el canadiense Mac-como-se-llame, el medio puede ser el mensaje por sí mismo.
– ¿Quién es el detective al cargo del caso?
– Un tipo llamado Pinckley. Precisamente ayer se fue de vacaciones, a Hawai.
– Muy conveniente.
– Yo no armaría mucho jaleo por eso -me dijo Del-. Las vacaciones son programadas con mucha anticipación. Y Pinckley es un surfista de cuidado…, antes competía a nivel nacional. Se va allí cada año, por esta época, con el fin de cazar las olas más grandes, en Wiamea. Llamé a Hollywood y lo confirmé; la lista de tareas había sido establecida hacía meses.
– ¿Y quién se ha hecho cargo, al irse Pinckley?
– No había nada de lo que hacerse cargo, doctor. El caso está cerrado.
– ¿Y qué hay de eso de que Trapp estuviera en casa de ella?
El policía bajo la voz:
– Oye, te he dicho que había averiguado unas pocas cosas, ¿recuerdas? Eso no incluía el entrar en la oficina de mi capitán y someterlo a tercer grado.
– De acuerdo, perdona.
– No es necesario que te excuses. Pero debo de ser cuidadoso.
– ¿Algo más, Del?
Pausa.
– ¿Dices que la conocías mucho? ¿Como cuánto?
– Han pasado seis años desde la última vez que la vi.
– ¿Lo bastante como para saber que no era una Hermanita de la Caridad?
– Lo bastante para eso.
– Vale. Si fueras un pariente cercano, o su marido, no te diría esto. Es estrictamente «off the record». Mi contacto en Hollywood me dice que por la Comisaría corre un rumor de que, cuando entraron en su casa, uno de los técnicos halló una película porno oculta debajo de su colchón… Nada sofisticado, sólo un rollo pequeño de ocho milímetros en blanco y negro. Pero un rollo en el que salía ella. Puede que fuera una doctora, pero tenía otros talentos…
Jadeé tratando de respirar.
– ¿Doc?
– ¿Sigue esa película en el almacén de pruebas, Del?
– No todo llega al almacén de pruebas.
– Ya veo.
– En un caso como éste, eso es lo mejor para esa dama. ¿Qué te parece mejor: que esa jodida cosa esté en el cajón de la ropa interior de algún poli, del que sólo lo saque alguna vez, de trancas a barrancas, para un pase privado, o que la prensa se haga con ella… «La Doctora tenía una Vida Secreta»? Ya sabes lo que harían con eso. Lo que te quiero decir es que esa película no es una de las que hace Disney.
– ¿Qué había en ella?
– Lo que te puedes imaginar.
– ¿No podrías ser más específico, Del?
– ¿Realmente quieres escuchar esto?
– Adelante.
Suspiró.
– De acuerdo. Lo que me han dicho es que era una de esas escenitas de doctor y paciente. Ya sabes… de esas que empieza con un chequeo y acaban en sexo. Ella era la paciente, y un tipo era el médico. -Pausa-. Esto es todo lo que sé. Yo no la he visto.
– ¿Dejó algo, como un fichero de pacientes?
– No lo pregunté.
– ¿Y qué hay de esa venta tan rápida de la casa?
– Con el caso cerrado, no había ya ninguna razón por la que no vendiesen.
– ¿Era ella la propietaria de la casa?
– No comprobé eso.
– ¿Y qué hay de la hermana gemela? ¿La ha localizado alguien?
– No hay Shirlee Ransom alguna en nuestros archivos, lo que no quiere decir nada…, no era ninguna criminal. Pero en Tráfico tampoco la tenían.
– No es muy probable… ella no podría conducir un coche.
– Lo que digas. En cualquier caso, el buscar herederos no es asunto nuestro, Doc. El abogado que esté ocupándose de que se cumpla su testamento tendrá que contratar a un detective privado. Y, para contestar a tu próxima pregunta, te diré que no, que no sé quién es ese abogado.
– Vale -dije-, gracias por tu tiempo.
– No hay problema, encantado de dedicártelo. Cuando lo tengo.
Lo que era una forma educada de decirme: Ya no me molestes más.