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Ya casi eran las cinco para cuando llegué a la universidad. El departamento de Psico se estaba vaciando y sólo quedaba una secretaria en la oficina del mismo. Fui derecho al directorio de profesorado de la Facultad y lo ojeé sin que ella hiciera comentario alguno. Quizá fuese la chaqueta de pana. Kruse ya estaba listado como Presidente y el número de su oficina era el 4302. Tomé nota de su dirección privada…: seguía siendo el mismo sitio, en los Pacific Palisades.

Subí corriendo los cuatro pisos, dándome cuenta de que, repentinamente, me había vuelto la energía; por primera vez en mucho tiempo me sentía imbuido de un propósito, justiciero en mi ira.

Nada como un enemigo para limpiar el alma de uno.

Su oficina estaba al extremo de un largo pasillo blanco. Unas puertas dobles de caoba tallada habían reemplazado el habitual contrachapado departamental. El suelo que estaba frente a la puerta había sido cubierto con una lona sobre la que había una capa de serrín. Del interior llegaba el sonido de sierras y martillos.

Las puertas no estaban cerradas. Pasé a una anteoficina y hallé a unos operarios colocando unas placas de parquet y martilleando molduras de caoba, a otros subidos en escaleras pintando las paredes de un rico y brillante color borgoña. Candelabros de latón en las paredes en lugar de fluorescentes en el techo, un sillón de cuero aún envuelto en plástico. El aire olía a madera quemada, cola y pintura. Una radio de transistores en el suelo aullaba música country.

Uno de los trabajadores me vio, apagó su sierra de marquetería y se bajó de su taburete. Estaría cerca de los treinta, de tamaño mediano pero robusto, con enormes hombros. Una gamuza ondeaba del bolsillo trasero de sus sucios tejanos, y sobre su cabello rizado llevaba una gorra de béisbol, con la visera doblada. Su negra barba estaba blanqueada por el polvillo, al igual que lo estaban sus peludos brazos de Popeye. Su cinturón de herramientas estaba repleto con los útiles de su oficio y colgaba bajo sobre sus caderas, tintineando mientras venía hacia mí.

– ¿Profesor Kruse? -me dijo con una aguda voz infantil.

– No, también yo lo ando buscando.

– Maldita sea, como todo el mundo. Si sabe dónde se le puede encontrar, dígale que se venga aquí, en seguida. Algunas de las cosas que nos han llegado no coinciden con los planos. No sé si es que han vuelto a cambiar de idea o qué, pero no podemos seguir mucho más hasta que alguien lo aclare, y el jefe está de viaje, estudiando otro trabajo.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Kruse? -le pregunté.

Sacó la gamuza y se secó el rostro.

– La semana pasada, cuando estábamos preparándolo todo según los planos, haciendo el trabajo más duro de acondicionamiento y el cuarto de baño. No volvimos hasta ayer, porque los materiales no habían llegado. Y todo iba acelerado, porque se supone que éste es un trabajo urgente. Y, ahora, tenemos problemas: no paran de cambiar de idea acerca de lo que desean.

– ¿Quién?

– Kruse y su esposa. Se suponía que ella tenía que haber venido aquí hace una hora, para repasarlo todo con nosotros, pero no se ha presentado. Y tampoco contestan al teléfono. Cuando el jefe vuelva de Palm Springs se va a poner como una fiera, pero no sé cómo infiernos se supone que podemos apañárnoslas si no aparece el cliente.

– ¿Trabajan ustedes para la universidad?

– ¿Nosotros? Infiernos, no. Somos de la Chalmers Interiors, de Pasadena. Éste es un trabajo de encargo: cambiar las baldosas del baño, colocar un techo encofrado en la oficina grande, mucha madera, muebles antiguos, alfombras persas, un hogar falso de mármol. -Se frotó el índice con el pulgar-. Mucha pasta.

– ¿Y quién paga?

– Ellos… los Kruse. A horas y tarifa extra. A uno le parece que lo menos que podían hacer es aparecer.

– Parece.

Se volvió a meter la gamuza en el bolsillo.

– Se gana fácil, se gasta fácil, ¿eh? No sabía que los profesores ganasen tanto. ¿También lo es usted?

– Sí, pero no de aquí… de Crosstown.

– En Crosstown tienen un mejor equipo de fútbol americano -dijo. Se quitó la gorra y se rascó la cabeza, luego me dedicó una amplia sonrisa-. ¿Está usted aquí espiando para el otro bando?

Le devolví la sonrisa.

– No, sólo busco al doctor Kruse.

– Bueno, pues si lo ve, dígale que se ponga en contacto con nosotros, o mañana nos iremos a otro lugar. Sólo tengo medio día de trabajo para un equipo de dos hombres. El jefe no querrá decidir por él.

– Lo haré, señor…

– Rodríguez, Gil Rodríguez. -Tomó un trozo de madera del suelo y usó un lápiz de carpintero para marcarme su nombre y número de teléfono-. Yo también trabajo por mi cuenta… pintura, yeso. Y puedo arreglar cualquier cosa que no lleve dentro un ordenador. Y si tiene usted algunas entradas de fútbol que quiera vender, estaré contento de sacárselas de las manos.


El tráfico en Sunset estaba imposible. La entrada a Bel Air por Stone Canyon estaba cortada por una barricada de obras públicas, lo cual empeoraba aún más las cosas, y el sol se estaba hundiendo en los Palisades cuando llegué a la casa de Kruse. Era la misma hora del día que la primera vez que había estado allí, pero no había un cielo borrascoso como en la otra ocasión, ahora era todo él inocencia azul, fundiéndose con las nubes de la mar.

Después de lo que me había dicho Rodríguez, yo había esperado hallar el aparcamiento vacío; pero había coches aparcados frente a la casa: el Mercedes blanco arreglado con la matrícula PPK PHD que había visto en la fiesta, y un viejo Toyota de un color crema de guisantes. Pasé junto a ellos, llamé a la puerta con los nudillos, esperé, llamé más fuerte, y luego usé el timbre.

Podía oír el campanilleo interno, y cualquiera que hubiese dentro también podría oírlo. Pero nadie contestó. Entonces miré abajo y vi un montón de correo en los escalones delanteros, mojado y estropeado. Y vi el orificio del buzón repleto de revistas y más correspondencia.

Llamé de nuevo, miré en derredor. Hacia un lado había un patio semicerrado, plantado con perennes y bugambilias trepadoras. Acababa en una puerta en arco, hecha con maderas envejecidas.

Fui a la puerta y la empujé. Se abrió. Pasé por ella y caminé hacia la parte trasera de la propiedad, a lo largo del lado sur de la casa. Crucé bajo un emparrado de madera y me encontré en un gran patio trasero: una suave extensión de césped, con los límites marcados por altos árboles, parterres de flores de formas naturales, una piscina de rocas con fuente de burbujas y una cascada en la parte trasera que caía sobre una placa de cristal.

Oí un clic. El patio fue bañado por una suave y colorinesca luz y la piscina centelleó color zafiro. Temporizadores.

No brillaba ninguna luz desde dentro de la casa, pero una bombilla color rosa, colocada sobre un abedul iluminaba lo más destacado de un patio interior que tenía un toldo de tela y un suelo de baldosas mexicanas. Y varios grupos de lujoso mobiliario de té. Loción para el sol sobre una mesa, toallas de baño arrugadas sobre algunas de las sillas, con aspecto de llevar allí ya algún tiempo. Olí moho y luego algo más fuerte. Un baño interrumpido…

Una de las puertas francesas estaba abierta. Lo bastante como para que el hedor saliese fuera. Lo bastante como para poder entrar.

Me coloqué el pañuelo sobre la nariz y la boca, e introduje la cabeza lo bastante como para ver una pesadilla coloreada de rosa. Usando el pañuelo tanteé buscando el interruptor de la luz, y lo hallé al fin.

Dos cadáveres, desparramados por sobre un desierto de alfombra berebere, apenas si reconocibles como humanos, de no ser por la ropa que cubría lo que quedaba de sus torsos.

Me dio una arcada, miré a otra parte y vi altos techos con vigas vistas, muebles de hinchada tapicería. De gusto. Un buen decorador.

Luego abajo de nuevo, al horror…

Miré a la alfombra. Traté de perderme en la maldita alfombra: bien tejida. Inmaculada. Exceptuando las manchas que estaban ennegreciéndose.

Uno de los cadáveres llevaba un traje de baño de mujer, de dos piezas, con un dibujo de flores color rosa. El otro unos pantalones cortos Speedo, en otro momento blancos, y una camisa hawaiana azul pavo real con un estampado de orquídeas rojas.

La brillante tela destacaba sobre la glutinosa carne, color marrón verdoso. Rostros reemplazados por una masa de carne oleosa, agujereada. Carne cubierta por cabello… cabello rubio en los dos. El cabello del cuerpo del biquini más claro y mucho más largo. Coronado por una corteza marrón.

Tuve otra arcada, me apreté el pañuelo contra la boca y nariz, aguanté la respiración, me sentí ahogar, y me aparté de los cadáveres, retrocediendo.

Salí de nuevo, de vuelta al patio trasero.

Pero justo mientras estaba retrocediendo, mis ojos se sintieron atraídos, a través de las puertas francesas, hacia la parte posterior de la casa, arriba de una escalera de peldaños de baldosas.

La escalera de atrás. Barandilla de hierro curvada.

En el escalón superior otro montón en putrefacción.

Un vestido rosa. Lo que parecía ser cabello oscuro. Más podredumbre, más manchas oscuras, goteando escaleras abajo, como uno de esos repugnantes juguetes que son una masa viscosa.

Me di la vuelta y corrí, más allá de la piscina, a través del césped hasta un parterre de flores iluminadas por el alumbrado nocturno, todas ellas de tonalidades malvas y azules que no eran de este mundo.

Me incliné hacia ellas y aspiré su perfume.

Dulce. Demasiado dulce. Mis tripas se revolvieron. Traté de vomitar, pero no pude.

Corrí a lo largo del lateral de la casa, de vuelta al patio delantero, a través del césped de la parte frontal.

Camino vacío, silencioso. ¡Todo este horror, y nadie con quien compartirlo!

Volví al Seville, me senté dentro del coche oliendo a muerte. Saboreándola.

Al fin, a pesar de que el hedor seguía conmigo, me creí ya capaz de conducir, y me dirigí hacia el sur, Mandeville abajo, luego al este por Sunset. Deseando tener una máquina del tiempo, algo que pudiese girar hacia atrás las agujas del reloj.

Girarlas del todo…

Pero estaba dispuesto a conformarme con un cigarro fuerte, un teléfono y una voz amistosa.

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