Las mismas paredes de piedra incrustadas de trepadoras y aire mentolado, el mismo largo y sombreado camino, más allá del cartel en la tabla de madera. Esta vez iba en coche, tal cual se requiere que uno se traslade en L.A.; pero el silencio, la soledad y el conocimiento de lo que iba a hacer me hacían sentir como alguien que está donde no debe.
Me detuve ante el portalón, y usé el teléfono en el poste para llamar a la casa. No hubo respuesta. Lo probé de nuevo. Una voz masculina, con un acento situable a mitad del Atlántico, me respondió:
– Residencia Blalock.
– La señora Blalock, por favor.
– ¿Quién debo decir que la solicita, señor?
– El doctor Alex Delaware.
Pausa.
– ¿Lo esperaba a usted, doctor Delaware?
– No, pero seguro que quiere verme, Ramey.
– Lo lamento, señor, pero no…
– Dígale que es algo referente a las hazañas de la Marchesa di Orano.
Silencio.
– ¿Quiere que se lo deletree, Ramey?
No hubo respuesta.
– ¿Sigue usted ahí, Ramey?
– Sí; señor.
– Naturalmente, también podría hablar con la prensa. Siempre les encantan las historias con interés humano. Especialmente las que están cargadas de ironía.
– Eso no será necesario, señor. Un momento, señor.
Segundos más tarde las puertas se abrieron. Volví a subirme al coche y conduje por el sendero de escamas de pescado.
Los techos verdigris de la mansión eran dorados en los vértices, allá donde la luz del sol establecía contacto. Vacío de tiendas de lona, el terreno que la rodeaba aún parecía mayor. Las fuentes lanzaban una fina neblina opalescente de gotitas, que se iba disipando y desapareciendo, mientras trazaba su arco. Las fuentes de abajo eran destellantes elipses de mercurio líquido.
Aparqué frente a los escalones de piedra caliza y subí hasta un enorme descansillo, guardado por leones estatuarios, reclinados pero rugientes. Una de las puertas dobles estaba abierta. Ramey se hallaba en ella, sujetando la hoja, todo él rostro rosado, sarga negra y lino blanco.
– Por aquí, señor. -Ni emoción, ni señales de reconocimiento. Caminé junto a él, hasta el interior.
Larry me había dicho que el vestíbulo de entrada era lo bastante grande como para haber acomodado un campo de hockey: tres pisos de alto de mármol blanco, enriquecidos con molduras, florituras y emblemas, que terminaban, por la parte de atrás, en una doble escalinata de mármol labrado que hubiera hecho avergonzar a la mansión Tara de la película. Un candelabro de los de teatro de ópera colgaba de un techo cubierto de pan de oro. Los suelos también eran de mármol blanco, incrustado con rombos de granito negro y pulimentados hasta adquirir la lisura del cristal. Unos óleos de tipos dispépticos con vestimentas de los antiguos colonos colgaban entre columnas de cortinajes de terciopelo rubí, de precisos pliegues, recogidos con nudos de grueso cordón dorado.
Ramey dobló hacia la derecha, con la suavidad de una limusina con piernas, y me condujo a una larga y poco iluminada galería de retratos, luego abrió otra puerta doble y me introdujo en un luminoso y cálido solárium: una claraboya Tiffany haciendo de techo, una pared de espejos biselados, otras tres de cristales que miraban hacia céspedes infinitos y árboles imposiblemente retorcidos. El suelo era de malaquita y granito, en un dibujo que hubiera dejado meditabundo a Escher. Bromeliáceas y palmeras de aspecto muy saludable se hallaban colocadas en tiestos de porcelana china. El mobiliario era de mimbre color salvia y marrón, con cojines verde oscuro, y mesas con sobre de cristal.
Hope Blalock estaba sentada en un diván de mimbre. A su alcance se hallaba un bar con ruedas que contenía un surtido de botellas de cristal tallado y un mezclador de cristal biselado opaco.
Ella no parecía tan robusta como sus plantas, y vestía un traje de seda negra y zapatos del mismo color, y no usaba maquillaje ni joyas. Se había recogido el cabello hacia atrás en un moño castaño que relucía como madera pulimentada; que se retocaba de un modo inconsciente, mientras permanecía sentada al borde mismo del diván, apenas si descansando su posterior en la tela, como si estuviera desafiando a la fuerza de la gravedad.
Ignoró mi llegada y continuó mirando al exterior, a través de una de las paredes de cristal. Con los tobillos cruzados, una mano sobre el regazo, la otra aferrando una copa de cóctel, medio llena con algo claro en lo que flotaba una oliva.
– Señora -dijo el mayordomo.
– Gracias, Ramey.
Su voz era gutural, teñida de bronce. Hizo un gesto para despedir al mayordomo, otro para ordenarme a mí que me sentase en una silla.
Me senté frente a ella. Mantuvo mi mirada. El color de su piel era el de los espaguetis demasiado cocidos, y por encima de la misma era posible ver una redecilla de finas arrugas. Sus ojos aguamarina podrían haber sido hermosos, si no fuera por las escasas pestañas y las profundas ojeras grises que los hacían sobresalir como gemas montadas en plata sucia. Unas líneas de preocupación tiraban de las comisuras de sus labios. Un halo de vello postmenopáusico rodeaba su rostro no empolvado.
Miré su copa.
– ¿Martini?
– ¿Quiere un poco, doctor?
– Gracias.
Respuesta equivocada. Ella frunció el ceño, puso un dedo sobre el mezclador e hizo una marca en el vaho.
– Son martinis de vodka -me advirtió.
– Me vale, gracias.
La bebida era fuerte y muy seca, e hizo que me doliese la parte de arriba del paladar. Esperó a que yo hubiese tragado, antes de dar ella un sorbo, pero el que dio fue realmente largo.
– Bonito solárium -le dije-. ¿Los tiene en todas sus casas?
– ¿Qué clase de doctor es usted?
– Psicólogo.
Fue como si hubiese dicho brujo hechicero.
– Naturalmente. ¿Y qué puedo hacer por usted?
– Quiero que me confirme algunas teorías que tengo acerca de la historia de su familia.
La piel en torno a sus labios se tornó blanca.
– ¿La historia de mi familia? ¿Y qué le importa eso a usted?
– Acabo de volver de Willow Glen.
Dejó la copa. La inseguridad de su mano la hizo tintinear contra el cristal de la mesa.
– Willow Glen -dijo-. Creo que antes teníamos tierras por allí, pero ya no las tenemos. No logro ver…
– Mientras estaba por allí me topé con Shirlee y Jasper Ransom.
Sus ojos se agrandaron, se cerraron muy apretados y luego se volvieron a abrir. Parpadeó con fuerza, exageradamente, como si con eso esperase hacerme desaparecer.
– Estoy segura de no saber de qué me está hablando.
– Entonces, ¿por qué ha aceptado verme?
– Es el menor de los males. Menciona usted a mi hija, pronuncia vagas amenazas de irse a la prensa. La gente de nuestra alcurnia siempre está sujeta al hostigamiento del populacho. Es bueno, por consiguiente, el conocer qué tipo de rumores sin fundamento se hacen circular.
– ¿Sin fundamento? -inquirí.
– Y vulgares.
Me recosté hacia atrás, crucé las piernas y di un sorbo.
– Debe de haber sido duro para usted -le dije-. Cubriéndola todos estos años. En Palm Beach. En Roma. Aquí.
Sus labios formaron una O. Comenzó a decir algo, agitó la cabeza, me favoreció con otro gesto de la mano, y me lanzó una mirada que indicaba que yo era algo que la criada se había olvidado de barrer.
– Psicólogos. Los conservadores de secretos. -Una risa teñida de bronce-. ¿Cuánto quiere usted, doctor?
– No estoy interesado en su dinero.
Una risa aún más fuerte.
– ¡Oh, todos están interesados en mi dinero! Soy como una bolsa de sangre incrustada de sanguijuelas. Lo único que está en cuestión es cuánta sangre se lleva cada una de ellas.
– Resulta difícil pensar en Shirlee y Jasper como sanguijuelas -dije-. Aunque supongo que, con el paso del tiempo, ha conseguido usted darle la vuelta a las cosas y verse a sí misma como la víctima.
Me puse en pie, e inspeccioné una de las bromeliáceas. Hojas a rayas grises y verdes. Flores rosas. Toqué un pétalo. Seda. Me di cuenta de que todas las plantas eran artificiales.
– En realidad -dije-, a los dos les ha ido suficientemente bien. Mucho mejor de lo que usted jamás esperó. ¿Cuánto se creyó que iban a durar, viviendo allá en ese descampado?
No me contestó.
– Dinero contante y sonante en un sobre para gente que no sabe el valor del dinero. Un terreno baldío, dos chabolas… ¿y esperemos que todo vaya bien? Muy generosa. También demostró serlo con el otro regalo que les hizo. Aunque, me imagino que en aquel momento, no pensaba en ello como en un regalo. Sino más bien como algo de lo que hay que deshacerse…, como la ropa vieja que le entrega a su obra de caridad favorita.
Saltó en pie, me amenazó con un puño que temblaba tan violentamente que tuvo que aguantárselo con la otra mano.
– ¿Quién infiernos es usted? ¿Y qué es lo que quiere?
– Soy un viejo amigo de Sharon Ransom. También conocida como Jewel Rae Johnson, o Sharon Jean Blalock. Elija el nombre que desee.
Se volvió a sentar.
– ¡Oh, Dios!
– Un amigo íntimo -proseguí-. Lo bastante como para sentir interés, para querer saber el cómo y el porqué.
Ella dejó colgar la cabeza.
– Esto no puede estar sucediendo. No otra vez.
– No lo está. Yo no soy Kruse. No estoy interesado en aprovecharme de sus problemas, señora Blalock. Lo único que quiero es la verdad… desde el principio.
Una sacudida de la brillante cabeza.
– No. Yo… es imposible. No tiene derecho a hacer esto.
Me levanté, tomé el mezclador y serví su vaso.
– Yo empezaré -dije-. Y usted me llena los vacíos.
– Por favor -me dijo, convertida de repente en nada más que una pálida anciana-. Se acabó. Está terminado. Es obvio que sabe lo bastante como para comprender lo que he sufrido.
– No tiene usted la exclusiva del sufrimiento. Incluso Kruse sufrió.
– ¡No me venga con ésas! ¡Alguna gente cosecha lo que siembra!
Un espasmo de odio pasó por su cara, luego se quedó fijado en la misma, cambiándola, deformándola, como si fuera una parálisis del espíritu.
– ¿Y qué hay de Lourdes Escobar, señora Blalock? ¿Qué fue lo que ella cosechó?
– No conozco a nadie de ese nombre.
– No esperaba que la conociese. Era la criada de los Kruse. De veintidós años de edad. Lo único que ella hizo fue estar en el lugar equivocado en el momento equivocado…, y acabó con aspecto de carne para perro.
– ¡Eso es repugnante! ¡Yo no tengo nada que ver con la muerte de nadie!
– Usted echó a rodar la bola, tratando de solucionar su pequeño problema. Ahora, ya está definitivamente solucionado. Treinta años demasiado tarde.
– ¡Basta! -Jadeaba, apretándose el pecho con las manos.
Miré en otra dirección, palpando una hoja de palmera en seda. Ella respiró teatralmente un rato, vio que no le servía de nada, y pasó a una silenciosa hostilidad.
– No tiene usted derecho -me dijo-. No soy fuerte.
– La verdad -le repliqué.
– ¡La verdad! La verdad… y luego, ¿qué?
– Y luego nada. Me habré ido.
– Oh, sí -ironizó-. Oh, sí. Naturalmente, igual que el otro, el que lo… amaestró. Se irá con los bolsillos vacíos. Ahora cuénteme otro cuento de hadas.
Me acerqué más, la miré hasta que apartó la vista.
– Nadie me amaestró. Ni Kruse ni ningún otro. Y, ya que me lo pide, le voy a contar un cuento de hadas:
«Érase una vez una joven, hermosa y rica…, una auténtica princesa. Y, como las princesas de los cuentos de hadas, lo tenía todo excepto aquello que ella más deseaba».
Otro parpadeo forzado, nervioso. Cuando sus ojos se volvieron a abrir, algo había muerto tras ellos. Necesitó de ambas manos para llevarse el vaso a la boca, y cuando lo dejó estaba vacío. Volví a llenárselo. Se lo tragó de golpe.
– La princesa rezaba y rezaba, pero nada sucedía -dije-. Finalmente, un día, sus plegarias fueron atendidas. Justo como por obra de magia. Pero las cosas no fueron del modo en que la princesa supuso que irían. No podía controlar su buena fortuna. Y tuvo que hacer arreglos.
– ¡Se lo dijo todo, el muy monstruo…! -exclamó ella-. ¡Y eso que me prometió…! ¡Así arda en el infierno, el muy…!
Negué con la cabeza.
– Nadie me ha dicho nada. La información estaba a disposición de quien la buscase. El obituario de su esposo, en 1953, no da cuenta de la existencia de ningún niño. Ni lo hace tampoco ninguna de las citas que hay de usted en el Libro Azul… hasta el año siguiente. Entonces, aparecen dos nuevas personas: Sharon Jean y Sherry Marie.
Las manos volvieron al pecho:
– ¡Oh, Dios mío!
– Para un hombre como él debió resultar frustrante no tener herederos.
– ¿Él? ¡Sería todo un hombre, pero su simiente era pura agua! -Tomó un largo trago de su martini-. Naturalmente, me echaba las culpas a mí.
– ¿Y por qué no adoptaron un niño?
– ¡Henry ni quería oír hablar de eso: «¡Ha de ser un Blalock con la sangre de los Blalock, muñeca! ¡Otra cosa no me sirve!».
– Su muerte creó una oportunidad -dije-. Su hermano, Billy, lo vio, y no dejó que se le escapara la ocasión. Cuando apareció, unos pocos meses después del funeral, y le explicó lo que tenía para usted, pensó que al fin habían sido atendidas sus súplicas. El momento era perfecto: que todo el mundo pensase que el viejo Henry lo había logrado al fin… ¡y por partida doble! Que le había dejado, a título póstumo no una, sino dos hermosas niñitas.
– ¡Eran hermosas! -dijo ella-. ¡Tan pequeñitas, pero ya muy hermosas! Mis propias niñitas.
– Usted les dio un nuevo nombre.
– Hermosos nombres nuevos -aceptó-, para una nueva vida.
– ¿De dónde le dijo su hermano que las había sacado?
– No me lo dijo. Sólo que a su madre le iban mal las cosas y ya no podía seguir ocupándose de ellas.
Le iban mal, tan mal que no le podían ir peor.
– ¿Y no sintió curiosidad?
– En lo más mínimo. Billy me dijo que, cuanto menos supiera yo… cuanto menos supiésemos todos, mejor sería. De ese modo, cuando se hicieran mayores y empezasen a hacer preguntas, yo podría contestar, honestamente, que no sabía nada. Estoy segura de que usted lo desaprueba, doctor. Ustedes los psicólogos predican el evangelio de la comunicación abierta…, el que todo el mundo deje caer su sangre a borbotones sobre los demás. Pero yo no veo que su vil entrometimiento haya hecho que la sociedad sea mejor.
Volvió a vaciar su vaso. Yo estaba dispuesto con el mezclador.
Cuando se hubo terminado casi toda la nueva copa, dije:
– ¿Cuándo empezaron a ir mal las cosas?
– ¿Mal?
– Entre las niñas.
Cerró los ojos, volvió a colocar la cabeza sobre el cojín.
– Al principio, todo era encantador… exactamente como un sueño hecho realidad. Ellas eran cual figuritas de las que sostienen los libros: perfectas. Perfectos ojos azules, cabello negro, mejillas sonrosadas: una pareja de muñequitas de porcelana. Hice que mi modista les preparase docenas de piezas de ropita a conjunto: batitas pequeñas y gorritos, camisones y botitas… sus piececitos eran tan pequeños, que sus botas no eran mayores que un vasito. Hice una excursión a Europa, para ir de compras, y me traje de vuelta las cosas más bonitas que encontré para su habitación: una colección completa de verdaderas muñequitas de porcelana, papel de pared impreso artesanalmente, un par de exquisitas cunas estilo Luis XIV. Y su habitación siempre olía dulce, por las flores que yo misma cortaba y los saquitos de hierbas que les había preparado con mis propias manos.
Bajó los brazos, dejando que se inclinase su vaso. Un riachuelo de líquido cayó por sobre el borde y salpicó en el suelo de piedra. Ella no se movió.
Interrumpí su ensoñación.
– ¿Cuándo empezaron los problemas, señora Blalock?
– No se meta conmigo, joven.
– ¿Qué edad tenían las niñas cuando resultó aparente el conflicto?
– Pronto… no lo recuerdo exactamente.
La miré, esperé…
– ¡Oh! -me amenazó con un puño-. ¡Fue hace tanto! ¿Cómo espera que me acuerde? Tenían siete u ocho meses de edad… ¡no lo sé! Apenas acababan de empezar a gatear y a entrometerse en todo… ¿qué edad tienen los bebés cuando hacen esto?
– Siete u ocho meses parece correcto. Cuénteme…
– ¿Y qué quiere que le cuente? Eran idénticas, pero tan distintas, que el conflicto resultaba inevitable.
– ¿En qué modo eran distintas?
– Sherry era activa, dominante, fuerte… de cuerpo y de espíritu. Sabía lo que quería, e iba directa a por ello, no aceptaba un no por respuesta.
Mostró una sonrisa: satisfecha, extraña.
– ¿Y cómo era Sharon?
– Una florecilla marchita: efímera, distante. Se sentaba y jugaba con alguna cosa, rato y rato. Nunca pedía nada. Una nunca sabía en qué pensaba. Las dos establecieron sus roles, y los interpretaban hasta el fondo: líder y seguidora, como si estuvieran interpretando una obra de teatro para niños. Si había un caramelo, o un juguete que ambas querían, Sherry se limitaba a adelantarse, apartar a Sharon de un empujón, y tomarlo. Al principio de todo, Sharon opuso algo de resistencia, pero nunca ganaba, y pronto aprendió que, de un modo u otro, Sherry iba a ganar.
Ésa extraña sonrisa de nuevo. Aplaudiendo su triunfo.
La sonrisa que había visto tantas veces en los rostros de padres ineficaces, que soportaban la carga de unos hijos muy perturbados y agresivos.
¡Es tan agresivo, un verdadero tigre! Sonrisa.
Le dio una paliza a la niñita de la casa de al lado, realmente la dejó hecha una pena a la pobrecilla. Sonrisa.
¡Mi chico es todo un rompepelotas! Un día de éstos se va a meter en auténticos problemas. Sonrisa.
La sonrisa hipócrita del no-digo-lo-que-realmente-pienso. La legitimación del matón. El dar permiso al hijo para que derribe, arañe, golpee, patee pero, sobre todo, gane.
El tipo de respuesta, en una entrevista con los padres, que garantiza que el terapeuta comenzará a carraspear y anotará en su ficha «afecto inapropiado». Y que le hará saber que el tratamiento no va a ser cosa fácil.
– A la pobre Sharon la llevaba por el camino de la amargura -comentó la señora Blalock.
– ¿Y qué es lo que hizo usted al respecto?
– ¿Qué podía hacer yo? Traté de razonar con ellas: le dije a Sharon que era preciso que se enfrentase a Sherry, que se mostrase más confiada en sí misma. Y le informé a Sherry, en términos nada equívocos, que ése no era modo de comportarse para una damisela. Pero, en cuanto yo me marchaba, volvían a su comportamiento habitual. Creo que, entre ellas, era como un juego. Que colaboraban a ello.
En eso tenía razón, pero se equivocaba respecto a las jugadoras.
– Ya hace mucho que dejé de culparme por ello. Sus naturalezas estaban predeterminadas, programadas desde los mismos inicios. Al final, la Naturaleza siempre triunfa. Es por eso por lo que nunca se va a obtener gran cosa en el campo de usted.
– ¿Había algo positivo en su relación?
– Oh, supongo que se amaban la una a la otra. Cuando no se estaban peleando, se daban los normales besos y abrazos Y tenían su propio idioma de tonterías infantiles, que nadie más que ellas entendía. Y, a pesar de su rivalidad, eran inseparables: Sherry abriendo camino, Sharon siguiéndola detrás, recibiendo los palos. Pero siempre estaban peleándose. Había competencia para todo.
Un extraño fenómeno, los monozigotos de imagen de espejo… dada una estructura genética idéntica no debería haber diferencia alguna…
– Sherry siempre ganaba -me decía. Sonrisa-. A la edad de dos años se había convertido en una auténtica pequeña mandona, una diminuta directora de escena que le decía a Sharon dónde debía ponerse, qué tenía que decir, cuándo tenía que decirlo. Si Sharon se atrevía a no escucharla, Sherry la atacaba, golpeándola, dándole patadas y mordiéndola. Traté de separarlas, les prohibí jugar una con la otra, incluso les puse ayas diferentes.
– ¿Cómo reaccionaron al estar separadas?
– Sherry estalló en rabietas, rompía cosas. Sharon se limitaba a quedarse quieta en un rincón, como si estuviera en trance. Y, al cabo, siempre lograban escaparse, reunirse y volver a conectar. Porque se necesitaban la una a la otra, no estaban completas la una sin la otra.
– Compañeras silenciosas -dije.
No hubo reacción.
– Yo siempre fui la intrusa -comentó-. No era una buena situación, no lo era para ninguna de nosotras. A mí siempre me tenían muy preocupada. Y el salirse con la suya en lo de hacerle daño a su hermana tampoco era bueno para Sherry…, a ella también le hacía daño, y quizá más daño del que ella le causaba a Sharon. Los huesos pueden volverse a soldar; pero una vez ha sido dañada, la mente no parece volver nunca a soldarse correctamente.
– ¿Llegó realmente a romperle algún hueso a Sharon?
– ¡Naturalmente que no! -me contestó, con un tono como si se encontrase ante un idiota-. Estaba hablando de un modo figurado.
– ¿Hasta qué punto eran graves sus heridas?
– No llegaba a nada grave, si eso es lo que intenta sugerir. Nada que obligase a llamar a un doctor… Mechones de pelo arrancados, mordiscos, arañazos. Para cuando tenía un par de años, Sherry sabía cómo hacerle un buen morado a su hermana, pero nada más grave.
– Hasta que quiso ahogarla.
El vaso que tenía en su mano comenzó a temblar. Lo llené, esperé hasta que lo hubo vaciado y mantuve el mezclador al alcance de mi mano.
– ¿Qué edad tenían cuando sucedió eso?
– Algo más de tres años. Fue nuestro primer veraneo juntas fuera de casa.
– ¿Dónde fueron?
– A mi casa de Southampton.
– Sí, «The Shoals». -Eso estaba en una lista que había leído en el Registro Social: «Skylark» en Holmby Hills, «Le Dauphin» en Palm Beach, un piso en Roma. Ésos eran sus verdaderos hijos.
El que conociese los nombres aún la estremeció más.
– Otro solárium -dije-. Y una piscina cubierta por un emparrado.
Tragó con fuerza.
– Usted parece saberlo todo. No veo la necesidad…
– Estoy muy lejos de saberlo todo. -Rellenado del vaso. Sonreí. Me miró con gratitud. Era la versión, en borrachín, del Síndrome de Estocolmo-. ¡Hasta el fondo!
Bebió, se estremeció. Bebió un poco más.
– Brindo por la gloriosa, la gloriosa verdad.
– Lo del tratar de ahogarla -insistí-. ¿Cuándo sucedió?
– Fue el último día de las vacaciones. A principios del otoño. Yo estaba arriba, en mi solárium…, me encantan los soláriums. Estaba comulgando con la Naturaleza. Tengo soláriums en todas mis casas. El de Shoals era el mejor: en realidad es más bien un pabellón, con aspecto de construcción inglesa antigua confortable y cálido. Yo estaba allá sentada, contemplando el Atlántico… creo que el Atlántico es un océano más íntimo, ¿no le parece?
– Desde luego.
– Comparado con el Pacífico, claro, que es tan poco… exigente.
Alzó su vaso, bizqueó, tragó vodka.
– ¿Dónde estaban las niñas? -pregunté.
Apretó la mano sobre el vaso, alzó la voz.
– ¡Ah, sí! ¿Dónde estaban las niñas? Jugando… ¿no es eso lo que siempre hacen las niñas? ¡Jugando en la playa! Con una aya… un boniato de aya inglesa, con cara de ladrillo. ¡Yo le había pagado el pasaje desde Liverpool, le había dado mi mejor ropa vieja, unas habitaciones encantadoras! Y la muy furcia venía con buenas recomendaciones. Pero se pasaba el día flirteando con Ramey, con los criados…, con cualquier cosa que llevara pantalones. Ese día estaba poniéndole la mirada de vaca en celo al jardinero, así que no se ocupó de las niñas. Éstas se metieron en la piscina…, la piscina del emparrado, que se suponía que debería de haber estado cerrada, pero que no lo estaba. Ese día rodaron cabezas… ¡vaya si rodaron!
Vació su vaso, eructó suavemente, y pareció molesta consigo misma.
Fingí no darme cuenta y le pregunté:
– ¿Y qué sucedió entonces?
– Entonces… al fin, el boniato reparó en que habían desaparecido. Se puso a buscarlas y escuchó risas en la piscina. Cuando llegó allí, Sherry estaba junto a la misma, dándose palmadas en las rodillas. Riendo. La muy idiota le preguntó a la niña dónde estaba Sharon, y Sherry apuntó con el dedo al interior de la piscina. La estúpida boniato miró allá y vio un brazo sobresaliendo del agua. Saltó dentro, y consiguió sacar a Sharon. La piscina estaba sucia, dispuesta para ser vaciada y quedarse así hasta la primavera. Las dos salieron pringosas de porquería… le estuvo bien empleado a la muy furcia.
– Y Sherry no paraba de reír -comenté yo.
Soltó el vaso. Rodó por su regazo abajo, golpeó el suelo de piedra y se hizo pedazos. Las esquirlas formaron un húmedo mosaico, como una joya, del que se quedó prendada.
– Sí, reía -aceptó-. ¡Parecía tan divertida! Y durante todo el tiempo que duró aquello…
– ¿Fue muy grave lo de Sharon?
– Nada grave. Sólo le afectó a su orgullo. Había tragado algo de agua, pero la tonta del aya le hizo algo, y la vomitó casi toda. Yo llegué justo a tiempo de ver eso: toda esa agua marrón brotando de dentro de la niña. Repugnante.
– ¿Cuándo se dio cuenta de que no había sido un accidente?
– Sherry vino hacia nosotros, golpeándose su pequeño pecho y diciendo: «Yo empujado», como si estuviese orgullosa de ello. Pensé que estaría bromeando para quitarse el miedo de encima, y le dije a Ramey que se la llevase de allí, que le diese un poco de leche caliente y galletas; pero ella se debatió, comenzó a aullar: «¡Yo empujado! ¡Yo empujado!»… ¡Reclamaba que se lo reconociésemos! Entonces se escapó de entre las manos de Ramey, corrió hasta donde Sharon estaba tendida, y trató de darle patadas…, de echarla otra vez al interior de la piscina.
Movimiento de la cabeza.
Sonrisa.
– Luego, cuando Sharon se encontró mejor, pudo confirmarlo: «Sherry me ha empujado». Y estaba la señal en su espalda: pequeñas marcas de nudillos.
Miró al líquido del suelo con ansiedad. Yo vertí algo de martini en otro vaso y se lo entregué. Mirando la mísera porción frunció el ceño, pero bebió, luego lamió el borde del vaso con la expresión de un niño que se está saltando las normas de educación en la mesa.
– Quería volverlo a hacer, esta vez delante mío. Quería que yo lo viera. Entonces fue cuando supe que aquello era… grave. No podían… tenían que ser… separadas. No podían volver a estar juntas, nunca más.
– Y entra en escena el hermano Billy.
– Billy siempre se ha cuidado de mí.
– ¿Y por qué los Ransom?
– Trabajaban para nosotros… para Billy.
– ¿Dónde?
– En Palm Beach. Haciendo camas. Lavando.
– ¿De dónde habían salido?
– De un lugar, cerca de los Everglades. Un amigo nuestro, un doctor muy bueno, tomaba a los débiles mentales, les enseñaba a realizar un trabajo honesto, a ser unos buenos ciudadanos. ¿Sabe?, entrenados de un modo adecuado, se convierten en los mejores trabajadores que se pueda encontrar.
Todo lavado y fregado… las ropas perfectamente plegadas, las camas hechas a la perfección… Como si alguien les hubiera entrenado, hacía tiempo, en lo más básico.
Viviendo cerca de los pantanos. Todo ese barro. Debieron de encontrarse bien en su terreno. Sopa verde.
– El doctor y Henry eran compañeros de partidas de golf -continuó ella-. Henry siempre tenía cuidado de contratar a los imbéciles de Freddy, del doctor, para que hicieran los trabajos en la propiedad, para recoger frutas y cosas así. Creía que teníamos la responsabilidad cívica de ayudar.
– Y usted les ayudó aún más, cuando les dio a Sharon.
No captó el sarcasmo y se quedó con la racionalización.
– ¡Sí! Yo sabía que ellos no podían tener hijos. A Shirlee la habían… ajustado. Freddy hacía que los ajustasen a todos, por su propio bien. Billy me dijo que íbamos a darles el mayor de los regalos que nadie pudiera hacerles, al tiempo que también nosotros resolvíamos nuestro problema.
– Todo el mundo salía ganando.
– Sí. Exactamente.
– Pero, ¿por qué había que hacer aquello? ¿Por qué no mantener a Sharon en casa, y mandar a Sherry a algún lugar, a que la sometiesen a un tratamiento?
Su respuesta sonaba a ensayada.
– Sherry me necesitaba más. Ella era la realmente necesitada…, y el tiempo me dio la razón en esto.
Dos descendientes en el Libro Azul, de 1954 a 1957. Después, sólo una.
Mis suposiciones se convertían en realidad, por fin, las piezas iban acoplándose. Pero esto lo que hacía era ponerme malo, como cuando le dan a uno la confirmación de un diagnóstico grave. Me aflojé la corbata, apreté la mandíbula.
– ¿Qué fue lo que les dijo a sus amistades?
No hubo respuesta.
– ¿Que había muerto?
– Neumonía.
– ¿Hubo un funeral?
Negó con la cabeza.
– Hicimos saber que deseábamos que las cosas quedasen en familia. Nuestros deseos fueron respetados: en lugar de flores, pedimos donativos a la Planificación Familiar…, recogieron miles de dólares.
– Más vencedores -comenté. Noté ganas de meterle algo de entendimiento en la cabeza, aunque fuese a la fuerza. Pero, en lugar de hacerlo, me coloqué la careta de terapeuta, haciendo como si ella fuese una paciente mía. Me dije que debía de ser comprensivo, que no tenía que juzgarla.
Pero, aun cuando sonreía, el horror permanecía conmigo. En su mínima expresión, aquello era otro sórdido caso más de abusos a un niño, de la psicopatología alimentando la crueldad: una mujer débil y dependiente, que odiaba su debilidad y proyectaba ese odio sobre la niña a la que también veía como débil. Y que consideraba la brutalidad de la otra niña como fuerza.
Que envidiaba esa fuerza, y la alimentaba.
De un modo u otro, Sherry iba a triunfar.
Echó la cabeza hacia atrás, tratando de sorber nutrición de un vaso vacío. Yo estaba congelado por la rabia, y notaba un helor en mis huesos.
Aun a través de la neblina de la intoxicación etílica, fue capaz de captar mi estado de ánimo. Alcé el mezclador y ella levantó un brazo, como dispuesta a parar un golpe.
Negué con la cabeza, le serví más martini.
– ¿Qué es lo que esperaba usted conseguir?
– La paz -me dijo, apenas si audible-. La estabilidad, la tranquilidad. Para todos.
– ¿La consiguió?
No hubo respuesta.
– No me sorprende -le dije-. Las chicas se amaban la una a la otra, se necesitaban la una a la otra. Compartían un mundo propio que ellas mismas habían creado. Al separarlas, usted destruyó ese mundo. Sherry debió de ponerse peor. Mucho peor.
Miró hacia abajo, y dijo:
– Se la quitó de la cabeza.
– Y usted, ¿cómo arregló aquello?
– ¿Qué quiere decir?
– Le hablo del modo en que usted realizó la transferencia de Sharon. ¿En qué modo la hizo?
– Sharon conocía a Shirlee y a Jasper… habían jugado con ella, habían sido buenos con ella. Le gustaban. La alegró irse con ellos.
– ¿Irse a dónde?
– De compras.
– En un viaje que nunca acabó.
El brazo volvió a alzarse en defensa.
– ¡Ella era feliz! ¡Mejor estaba lejos, donde no la estuvieran pegando constantemente!
– ¿Y qué hay de Sherry? ¿Qué explicación le dio a ella?
– Yo… le dije que Sharon había… -sumergió el resto de la frase en vodka.
Yo la acabé:
– ¿Le dijo que Sharon había muerto?
– Que había sufrido un accidente y ya no iba a volver.
– ¿Qué clase de accidente?
– Simplemente, un accidente.
– A la edad de Sherry, debió de suponer que había sido a causa del accidente en la piscina… que ella había asesinado a su hermana.
– No… es imposible. ¡Ridículo! ¡Había visto a Sharon sobrevivir al incidente, esto fue días después!
– A esa edad, nada de eso hubiera supuesto una diferencia para la pequeña.
– ¡Oh, no… usted no puede acusarme de…! ¡No! ¡No le hice…, punca le hubiera hecho nada tan cruel a Sherry!
– Pero ella seguía preguntando por Sharon, ¿no es así?
– Durante un tiempo. Luego dejó de hacerlo: se la quitó de la cabeza.
– ¿Y también dejó de tener pesadillas?
Su expresión me dijo que todos esos años que yo había pasado estudiando no habían sido en vano.
– No, esas… Si lo sabe usted todo, ¿por qué me está haciendo pasar por esto?
– Le diré otra cosa que también sé: después de que Sharon se hubo ido, Sherry se quedó aterrada… a los tres años, el miedo primario es la ansiedad de la separación. Y su miedo fue en aumento. Comenzó a echarlo hacia fuera, a mostrarse más violenta. Empezó a atacarla a usted.
Otra suposición correcta:
– ¡Sí! -exclamó, ansiosa de ser la víctima-. Tenía las rabietas más terribles que yo jamás haya visto. Eran más que rabietas… eran ataques de nervios… como de un animal salvaje. No me dejaba que la tuviese en brazos, me daba patadas, me mordía, me escupía, rompía cosas… Un día entró en mi dormitorio y, deliberadamente, destruyó mi vasija favorita de la dinastía Tang. Justo ante mis narices. Y cuando la regañé, tomó unas tijeras de manicura y me las clavó en un brazo… ¡Tuvieron de darme varios puntos!
– ¿Y qué es lo que hizo usted respecto a este problema?
– Comencé a pensar más seriamente acerca de sus orígenes, de su… biología. Le pregunté a Billy, y me dijo que su linaje no era… selecto. Pero me negué a dejarme descorazonar por esto, e hice del mejorarla mi principal proyecto. Pensé que un cambio de ambiente podría ayudar. Así que cerré esta casa y me la llevé conmigo de vuelta a Palm Beach. La casa que tengo allí es… tranquila. Palmeras raras, unos encantadores y grandes ventanales… es uno de los mejores edificios que hizo Addison Mizner. Pensé que el ambiente… el ritmo de las olas del mar… la calmarían.
– Y habría unos tres millares de kilómetros entre ella y Willow Glen -comenté.
– ¡No! Eso no tuvo nada que ver con mi decisión. Sharon ya había salido de su vida.
– ¿Lo había hecho?
Me miró. Empezó a llorar, pero sin lágrimas, como si ella fuese un pozo seco del que ya nada se pudiera sacar.
– Hice lo mejor que supe -dijo finalmente, con voz estrangulada-. La mandé a la mejor escuela primaria… a la mejor. Yo misma había ido a ella. Le daban lecciones de baile, de equitación, clases de comportamiento social, tenían excursiones en barca, hacían bailes para los niños. Pero no sirvió de nada. No se portaba bien cuando estaba con otros niños, y la gente empezó a hablar. Decidí que necesitaba más de mi atención personal, y me dediqué por completo a ella. Nos fuimos a Europa.
Unos pocos miles de kilómetros más.
– A su casa de Roma.
– A mi taller -me corrigió-. Henry me lo regaló cuando yo estaba estudiando arte. Antes de llegar allí hicimos un gran viaje turístico: Londres, París, Montecarlo, Gstaad, Viena. Le compré un precioso juego de maletas en miniatura, que combinaban con las mías, hice que le preparasen todo un vestuario nuevo…, incluso tenía un abriguito de pieles, con su gorro apropiado. Le encantaba vestirse elegantemente. ¡Cuando lo deseaba, podía ser tan dulce y encantadora! Hermosa y con estilo, tal como si fuera de familia noble. Y yo quería que conociese las cosas mejores de la vida.
– Para compensar sus orígenes.
– ¡Sí! Me negaba a aceptar que fuese incorregible. ¡Yo la amaba!
– ¿Qué tal fue el viaje?
No me contestó.
– Y, durante todo esto, ¿nunca consideró reuniría con Sharon?
– Me… me vino a la mente. Pero no sabía cómo hacerlo. No creí que fuera una buena solución… ¡No me mire de ese modo! ¡Estaba haciendo lo que creía que era mejor!
– ¿Alguna vez pensó en Sharon…, en cómo le estarían yendo las cosas?
– Billy me daba informes: estaba bien y las cosas le iban bien. Ellos eran una gente muy dulce.
– Lo son. E hicieron un trabajo infernalmente bueno al criarla, considerando de lo que disponían. Pero, ¿realmente esperaba usted que lo consiguiesen?
– ¡Sí, claro que lo esperaba! ¿Por quién me toma usted? ¡Estaba muy bien! ¡Era lo mejor para ella!
Mayonesa comida del bote. Ventanas de papel encerado.
– Hasta la semana pasada -dije.
– Yo… no sé nada de eso.
– No, seguro que no lo sabe. Volvamos a Sherry. Dados sus problemas sociales, ¿qué tal le fue en la escuela?
– Pasó por diez escuelas en tres años. Después de eso, usamos tutores privados.
– ¿Cuándo la llevó por primera vez a Kruse?
Bajó la mirada a su vaso vacío. Le racioné otro par de dedos. Se los liquidó.
– ¿Cuántos años tenía cuando comenzó a tratarla? -insistí.
– Diez.
– ¿Y por qué no le buscó ayuda antes?
– Pensé que yo sola podría resolver las cosas.
– ¿Y qué es lo que la hizo cambiar de idea?
– Le… le hizo daño a un niño, en una fiesta de cumpleaños.
– ¿Cómo le hizo daño?
– ¡Y por qué tiene que averiguar usted todo esto? ¿Oh, está bien! ¿Y qué más da? ¡Ya me ha despellejado viva! Estaban jugando a eso de clavarle la cola al asno en el sitio correcto. Le tocaba jugar a ella, no le acertó al asno y se puso furiosa… odiaba perder. Se arrancó le venda de los ojos de un tirón y clavó la aguja con la cola en el trasero de un chico… del chico cuyo cumpleaños se estaba celebrando. El crío era un mocoso insoportable, los padres eran unos trepas sociales, nouveaux riches, sin el menor sentido de lo que es adecuado. Hicieron una montaña de un grano de arena y me amenazaron con llamar a la policía, a menos que la llevase a que la viese alguien.
– ¿Y por qué eligió a Kruse?
– Lo conocía socialmente. Mi gente venía relacionándose con su gente desde hacía generaciones. Tenía una casa encantadora, no muy lejos de la mía, con una maravillosa consulta independiente, en la planta baja. Con su propia entrada privada. Pensé que sería discreto.
Se echó a reír. Una risa de beoda, estridente.
– No parezco ser muy buena en eso de las predicciones, ¿no?
– Hábleme del tratamiento.
– Cuatro sesiones por semana. Ciento veinticinco dólares por sesión. Diez sesiones pagadas por adelantado.
– ¿Qué diagnóstico le dio?
– Jamás me dio ninguno.
– ¿Y los objetivos del tratamiento? ¿Los métodos?
– No, nada de todo eso. Lo único que me dijo fue que ella tenía problemas graves, problemas de carácter, y que necesitaba una terapia intensiva. Y cuando traté de hacerle preguntas me dejó bien claro que todo lo que había entre ellos era confidencial. A mí me prohibió que me inmiscuyese en lo más mínimo. Eso no me gustó, pero él era el doctor. Supuse que sabría lo que se estaba haciendo, y me quedé totalmente fuera de todo. Incluso hice que fuese Ramey quien la llevase en coche a las visitas.
– ¿Y Kruse la ayudó?
– Al principio. Volvía a casa después de verle y estaba tranquila… casi demasiado tranquila.
– ¿Qué quiere decir?
– Adormilada. Como dormida despierta. Ahora sé que la estaba hipnotizando. Pero el caso es que, fueran cuales fuesen los beneficios que estaba obteniendo de aquello, no duraban: al cabo de una hora o dos volvía a ser la misma Sherry de siempre.
– ¿Lo que significa…?
– Que se mostraba desafiante, de lenguaje vulgar y obsceno. Ese carácter tan terrible… Aún seguía rompiendo cosas. Excepto cuando quería algo; entonces, podía ser la muñequita más encantadora del mundo entero. Dulce como el azúcar, estaba hecha toda una actriz. Sabía cómo manejar a la gente, para lograr sus deseos. Y él le enseñó cómo hacerlo aún mejor. Durante todo ese tiempo en que yo pensaba que la estaba ayudando, lo que realmente estaba haciendo era dándole clases sobre cómo manipular.
– ¿Le habló alguna vez de Sharon?
– Él no me dejaba hablarle de nada.
– Si le hubiera dejado, ¿le hubiese hablado de ella?
– No. Eso pertenecía… al pasado.
– Pero, finalmente, se lo contó.
– No hasta más tarde.
– ¿Cuánto más tarde?
– Años. Ella tendría entonces catorce o quince años. Kruse me llamó tarde una noche, y me cazó totalmente por sorpresa. Le gustaba hacer estas cosas. De repente había cambiado por completo su cantinela. De repente era imperativo que yo estuviera implicada. Que fuera, a verle, para que me evaluase. ¡Cinco años de no llegar a ningún sitio, y ahora me quería en su sofá! Yo no quería tomar parte en una cosa así…, por ese entonces ya me había dado cuenta de que todo era inútil, de que la personalidad de Sherry no iba a cambiar. Era una prisionera de… sus genes. Pero él no quería aceptar un no por respuesta, no cesaba de llamarme, de molestarme. Venía a casa para largarme una de sus charlas, cuando yo estaba atendiendo a unos invitados. Me acorralaba en un rincón en las fiestas y me decía que ella y yo éramos una… ¿cuál era la palabra que usaba? ¡Ah, sí…! Una diada. Una diada destructora. Dos personas colocadas sobre un columpio psicológico, cada una tratando de derribar a quien estaba al otro extremo. El comportamiento de ella afectaba al mío, el mío al de ella. Con el fin de que ella dejase de hacer todas aquellas cosas terribles, teníamos que ecualizar nuestras comunicaciones, encontrar la homeostasis emocional o algún otro tipo de estupidez parecida. Creí que, simplemente, lo que él quería era controlarme, y no estaba dispuesta a ceder. Pero él era como… una taladradora. Seguía intentándolo, la verdad es que no sabía cómo dejar las cosas de lado. Y, sin embargo, yo fui capaz de resistirle. -Sonrisa de orgullo-. Luego, la situación se puso mucho peor, y al final me desmoroné.
– ¿En qué modo se puso peor?
– Ella empezó a hacer las cosas… propias de una quinceañera.
– ¿A escaparse?
– A desaparecer. A veces, durante días… absolutamente sin previo aviso. Yo mandaba a Ramey a buscarla, pero raras veces la encontraba. Luego, como surgida de la nada, volvía arrastrándose, habitualmente en plena noche, toda ella despeinada, sucia, llorando, prometiendo no volver a hacerlo nunca. Pero siempre lo volvía a hacer.
– ¿Hablaba acerca de dónde había estado?
– ¡Oh! A la mañana siguiente estaría pavoneándose, contándome cosas terribles, con el fin de hacerme sufrir… de cómo había cruzado el puente e ido a la parte negra de la ciudad, cosas así. Nunca supe cuánto de todo ello era creíble… porque no quería creerme nada. Luego, cuando ya fue lo bastante mayor como para conducir, cogía uno de mis coches y se esfumaba. Semanas más tarde comenzaban a llegar los recibos de las tarjetas de crédito y las multas de tráfico, y así descubría por dónde había estado de correría: por Georgia, por Louisiana, por ciudades pequeñas de las que jamás había oído hablar. Y sólo Dios sabe lo que hacía por allá. En una ocasión fue a los carnavales, al Mardi Gras, y volvió a casa pintada de verde. Finalmente, le prohibí que cogiese los coches cuando arruinó mi coche favorito: un encantador Bentley antiguo, pintado de lila, con cristales grabados. Henry me lo regaló para nuestro décimo aniversario. Lo condujo hasta el océano, lo metió dentro, y salió a pie, dejándolo allí. Claro que siempre conseguía hacerse con un juego de llaves de algún coche, y volvía a empezar.
De un modo u otro, Sherry iba a triunfar.
Ahora no había sonrisa.
Recordé lo que él me había dicho acerca de las marcas de agujas, y le pregunté:
– ¿Y cuándo empezó con las drogas?
– Cuando tenía trece años, Paul le recetó tranquilizantes.
– Él no era doctor en medicina general. No podía recetar.
Se encogió de hombros.
– En efecto, pero el caso es que le consiguió esas drogas: tranquilizantes con receta.
– ¿Y qué me dice de las drogas ilegales?
– No sé. Supongo que también las tomaba, ¿por qué no? ¡Nada podía impedirle hacer lo que se le antojaba!
– Y durante este período, ¿cuán a menudo la veía Kruse?
– Cuando ella decidía acudir a su consulta. Claro que él me cobraba la visita, fuese o no.
– ¿Y cuál era el programa oficial?
– Sin cambios: cuatro sesiones por semana.
– ¿Alguna vez le preguntó usted cómo iban las cosas? ¿Por qué tras años de tratamiento no había mejorado?
– Era… él era un hombre difícil. Y, cuando finalmente le planteé esa cuestión, se irritó muchísimo, me dijo que ella estaba permanentemente dañada, que jamás sería normal, que necesitaría tratamientos toda la vida sólo para mantenerse. Y que todo era culpa mía… que había esperado demasiado a llevarla a su consulta, que no podía esperar el meter un viejo trasto con ruedas en un taller y que lo que saliese de él fuera un Rolls-Royce. Y luego empezaba de nuevo, presionándome para que fuese a hacerme evaluar. Como Sherry iba de mal en peor, al final pudo hacerme vacilar… y acepté visitarme con él.
– ¿Y de qué la hizo hablar?
– De las habituales estupideces. Quería saber cosas acerca de mi niñez, lo que soñaba por las noches, por qué me había casado con Henry. Cómo me hacían sentir las cosas. Siempre hablaba con una voz monótona y baja, y en su despacho tenía cosas brillantes: juguetitos que se movían de aquí para allá. Yo sabía lo que estaba intentando hacer: quería hipnotizarme. Todo el mundo, en Palm Beach, sabía que él hacía este tipo de cosas. Lo hacía en fiestas, lo hacía en el baile de la Planificación Familiar… hacía que la gente graznase como patos, para diversión de los demás. Yo decidí no ceder. Era difícil: su voz era como leche caliente. Pero luché: le dije que no veía cómo nada de aquello tenía algo que ver con Sherry. Él siguió presionándome. Finalmente logré farfullar que estaba perdiendo el tiempo, que ella ni siquiera era hija mía, que era el producto de los malos genes de alguna ramera. Eso hizo que dejase de musitar y me mirase de un modo raro.
Suspiró y cerró los ojos.
– Quise que la tierra se me tragase: tratando de resistirle le había dicho demasiado, le había dado justo lo que necesitaba para sangrarme hasta la última gota.
– ¿Nunca le había dicho que ella era adoptada?
– Nunca se lo había dicho a nadie. Nunca, desde el día en que… la conseguí.
– ¿Y cómo reaccionó él a ese descubrimiento?
– Partió la pipa en dos. Dio un puñetazo contra la mesa. Me agarró por los hombros y me agitó violentamente. Me dijo que le había hecho perder todos esos años y que había causado graves daños a Sherry. Me dijo que ella no me importaba, que era una madre terrible, una persona muy egoísta… que mis comunicaciones eran perversas. ¡Que mis secreteos la habían hecho a ella lo que era! ¡Y siguió así, atacándome! Yo estaba inundada en lágrimas, traté de irme de su consulta, pero él se colocó en la puerta, impidiéndome salir, sin dejar de lanzarme insultos. Le amenacé con gritar. Sonrió y me dijo que adelante que lo hiciese, y que al día siguiente todo Palm Beach lo sabría. Y lo sabría Sherry. En el mismo momento en que yo saliese por la puerta, él la llamaría y le diría cómo la había engañado yo. Esto me hundió, por completo. Supe que sería la gota que colmaría el vaso entre nosotras. Le supliqué que no se lo contase, le supliqué que tuviera piedad. Él sonrió, regresó tras de su escritorio, encendió otra pipa. Se quedó allí, chupándola y mirándome como si yo fuera una basura. Yo gemía como un bebé. Finalmente, me dijo que reconsideraría lo que hacía, con la condición de que desde entonces, fuese honesta con él… completamente abierta. Y yo… yo se lo conté todo.
– ¿Qué fue, exactamente, lo que le contó?
– Que el padre era alguien desconocido, que la madre era una furcia que se había creído ser una actriz. Que había muerto poco después de que naciese la pequeña.
– ¿Siguió sin hablarle de Sharon?
– No. No.
– ¿No le preocupaba que Sherry le hablase de ella?
– ¿Y cómo iba a hablarle de algo que no sabía? Ya no la tenía en mente… de eso es algo de lo que estoy segura, porque jamás la mencionó, y cuando estaba enfadada bien que se ocupaba de echarme en cara todo lo demás.
– ¿Y si hubiese hojeado un viejo Libro Azul?
Negó con la cabeza.
– A Sherry no le gustaban los libros, no leía… nunca aprendió a leer correctamente. Fue algún tipo de bloqueo, que los tutores no pudieron superar.
– Pero, de todos modos, Kruse lo descubrió. ¿Cómo?
– No tengo ni idea.
Pero yo sí la tenía: encontrándose a su antigua paciente en una Jornada de Carreras de una universidad. Y averiguando que no era su antigua paciente, sino una copia de papel carbón, una copia de espejo.
– Me sangró durante años -prosiguió ella-. Espero que esté abrasándose en el fuego eterno.
– ¿Y por qué no le arregló ese asunto su hermano Billy?
– No… no lo sé. Se lo conté a Billy, y siempre me dijo que tuviera paciencia.
Me dio la espalda. Le serví más martini, pero no se lo bebió, se limitó a aferrar con más fuerza el vaso y enderezar su postura. Sus ojos se cerraron y su respiración se hizo más profunda. Tenía la tolerancia del alcohólico habitual, pero no pasaría mucho antes de que se quedase traspuesta. Estaba pensando mi siguiente pregunta para que causase el máximo impacto, cuando se abrió la puerta.
Dos hombres entraron en el solárium. El primero era Cyril Trapp con camisa de polo blanca, bien planchados tejanos de marca, zapatos de piel cara y una chaqueta negra Members'Only. El estilo casual de California, que era estropeado por la tensión en su rostro manchado de blanco y por el revólver de acero azulado que llevaba en su mano derecha.
El segundo hombre mantenía sus manos en los bolsillos mientras examinaba la habitación con el ojo experto de un detective profesional. Mayor que el otro, a mediados de los sesenta, alto y ancho, con grandes huesos almohadillados por prieta grasa. Vestía un traje tipo Oeste, color gamuza, camisa de seda marrón, corbata de tiras sujeta por un prendedor que era un gran topacio ahumado, botas de piel de lagarto color mantequilla de cacahuete y un sombrero de vaquero de paja. El tono de su piel hacía juego con el de las botas. Unos quince kilos más pesado que Trapp, pero con la misma mandíbula de hacha y delgados labios. Sus ojos se clavaron en mí. Su mirada era la de un naturalista estudiando algún espécimen raro, pero repugnante.
– Señor Hummel -dije-. ¿Qué tal van las cosas por Las Vegas?
No me contestó, simplemente movió los labios en el modo en que lo hacen los que usan dentadura postiza.
– ¡Cállate! -me dijo Trapp, apuntándome a la cara con la pistola-. Pon las manos en la nuca y no te muevas.
– ¿Amigos suyos? -le pregunté a Hope Blalock, quien negó con la cabeza. Sus ojos echaban chispas por el miedo.
– Estamos aquí para ayudarla, señora -dijo Hummel. Su voz era el bajo profundo de los malos de película, estropeada por el tabaco y la bebida, y por el aire del desierto.
Ramey entró, todo él impoluto sarga negra y blanco almidonado.
– Todo está bien, señora -dijo-. Todo está en orden.
Me miró con airada furia y no tuve duda de quién había llamado a los matones.
Trapp se adelantó y ondeó el revólver.
– Pon esas manos en la nuca.
No me moví lo bastante deprisa como para complacerle y me apretó con violencia el arma contra la nariz.
Hope Blalock jadeó. Ramey fue a su lado.
Trapp puso algo más de peso tras el arma. Mirar al duro metal me hizo bizquear los ojos. En movimiento reflejo, apreté los músculos. Trapp empujó más fuerte.
Royal Hummel le dijo:
– Tranquilo.
Se situó a mi espalda. Oí rascar metal y noté algo frío rodeándome las muñecas.
– ¿No están demasiado apretadas, hijo?
– Perfectas, tío Roy.
– Cierra tu jodida boca -me advirtió Trapp.
Hope Blalock parpadeó.
– Tranquilo C.T. -dijo Hummel y me dio unas palmadas en la parte de atrás de la cabeza. Su toque me molestó más que el de la pistola-. Cierra los ojos, hijo.
Le obedecí. La presión del revólver fue reemplazada por algo apretado y elástico que me rodeaba la cabeza. Y que me vendaba los ojos con tanta fuerza, que no podía abrirlos. Unos fuertes brazos me agarraron por los sobacos. Fui alzado, de modo que sólo las puntas de mis zapatos tocaban el suelo, e impulsado hacia adelante como una cometa por un fuerte viento.
Era una casa muy grande. Me arrastraron durante largo tiempo, antes de que oyera abrirse una puerta y notase aire caliente en la cara.
Trapp se echó a reír.
– ¿Qué? -le preguntó su tío, convirtiendo la sílaba en dos.
– Estaba pensando en cómo hemos cazado a este payaso. Es como en las novelas de crímenes…, «ha sido el mayordomo».