Nunca lo había visto así -me dijo Larry, cuando estuvimos de nuevo en la acera.
– Sus creencias están siendo atacadas -le dije-. Le gusta pensar en su afición como algo inofensivo, como el coleccionismo de sellos. Pero uno no usa los sellos de correos para hacer chantajes. Agitó la cabeza.
– Ya fue bastante estremecedor el contemplar a Sharon pero esa segunda película era muy distinta… era algo realmente malvado. Ese pobre tipo metiéndola y sacándola, sin saber que estaba haciendo su debut cinematográfico.
Volvió a agitar la cabeza.
– Chantaje. Mierda, esto se está volviendo más y más raro, D. Para poner peor las cosas, esta mañana he recibido una llamada de un viejo compañero de asociación estudiantil, y que me cuenta lo de un tipo al que conocimos Brenda y yo en la universidad, y que también acabó de comecocos; terapeuta del comportamiento, con un consultorio con muchos clientes allá en Phoenix. Resulta que se tiraba a su secretaria, y ésta va y le pasa las purgaciones, él se las pasa a su esposa y ésta le echa de casa, y empieza a hablar mal de él por toda la ciudad, cargándosele la clientela. Hace un par de días él entra en la antigua casa de ambos, le abre la tapa de los sesos de un tiro a la mujer, y luego se vuela la suya. Esto no dice nada demasiado bueno de nuestra profesión, ¿no crees? Aprendes cómo hacer tests, escribes una conferencia y te gradúas. Envías un talón y renuevas tu licencia. Nadie te revisa a ti tu psicopatología.
– Quizá los psicoanalistas estén en lo correcto -dije-, al hacer que los candidatos a serlo pasen por un análisis a largo plazo, antes de permitirles cualificarse.
– Vamos, D. Piensa en todos los analistas con los que te has topado que son auténticos tipos raros. Y todos nosotros tuvimos nuestras terapias de entrenamiento. Uno puede ser terapeutizado hasta el mismísimo ying-yang y seguir siendo un ser humano podrido. ¿Quién sabe?, quizá ya seamos sospechosos desde el principio. Acabo de leer un artículo que era un estudio de los historiales familiares de psicólogos y psiquiatras. Un montón de nosotros tenía madres gravemente deprimidas.
– Yo también lo he leído.
– Desde luego, conmigo concuerda -me dijo-. ¿Qué me dices de ti?
Asentí con la cabeza.
– ¿Lo ves? Eso es: de niños tuvimos que cuidarnos de nuestras mamis, y así aprendimos a ser hiperadultos. Luego, cuando crecimos, buscamos a otros depresivos de los que cuidarnos; eso, en sí mismo, no es malo, si antes hemos podido abrirnos camino por entre nuestra mierda personal. Pero, si no lo logramos… No, no hay una respuesta sencilla, D. Que el que compre se ande con muchísimo cuidado.
Lo acompañé hasta la ranchera.
– Larry, ¿podría la cinta de Sharon tener algo que ver con las investigaciones de Kruse?
– De ningún modo.
– ¿Y qué hay de los papeles de la universidad que vio Gordon?
– Falsos -me contestó-. E ilógicos: aun en esos tiempos, ninguna universidad se hubiese metido en camisas de once varas como ésas. Kruse le debió enseñar algunos papeles fulleros; y Gordon se lo creyó, porque quería creérselo. Además, Kruse nunca usó papeleo para nada… él y el Departamento se mostraban entre sí un sentimiento de mutua apatía. Ellos tomaron la pasta que él les proporcionó, le dieron un laboratorio en el sótano que nadie usaba, y no quisieron nunca saber lo que estaba haciendo. Comparado con todos los otros experimentos fraudulentos que estaban haciendo los psicólogos sociales, su trabajo parecía benigno.
Se detuvo, pareció preocupado:
– ¿Qué infierno era lo que buscaba al filmarla así?
– ¿Quién sabe? Lo único en que puedo pensar es en algún tipo de terapia radical. Trabajando con los pecados de la madre…
Pensó en ello.
– Ajá. Quizás. Ese tipo de locura sería muy propia de su estilo: control total de la vida del paciente, sesiones maratonianas, hipnosis de regresión… derribar las defensas. Si en este proceso ella descubrió que su mamita era una putilla, eso la haría totalmente vulnerable.
– ¿Y si lo descubrió porque Kruse se lo dijo? -pregunté-. Él tenía acceso a la filmoteca de Fontaine, podría haber estado curioseando en ella y hallado la cinta de Linda Lanier. Su parecido con Sharon era asombroso…, así que sumó una y otra cosas. Luego investigó a la Lanier, se enteró de algunos detalles feos…, quizás incluso del chantaje. Sharon me contó una historia inventada acerca de unos padres ricos, sofisticados. Parece como si se hubiese estado ocultando de la realidad. Kruse pudo haberle enseñado la película cuando estaba bajo hipnosis, usándola para derrumbarla del todo, para tenerla absolutamente bajo su control. Luego sugirió un modo en el que ella podría enfrentarse al trauma y superarlo, a base de hacer una película propia…, una especie de teatro catártico.
– Jodido bastardo -dijo. Y luego-: Ella era una chica lista, D. ¿Cómo podría caer en eso?
– Lista pero confundida: piensa en todas esas características límites de las que hablamos. Y tú mismo me dijiste lo persuasivo que puede llegar a ser Kruse: consiguió que radicales partidarias de la liberación femenina pensasen que el azotar a su esposa era algo noble. Y eso con mujeres a las que sólo conocía de un modo casual. En cambio, de Sharon era el supervisor, su terapeuta de entrenamiento, y además ella se quedó con él después de lograr el doctorado, como su asistente. Jamás logré comprender realmente la relación que había entre ellos, pero sabía que era intensa. La película fue hecha poco después de que ella regresase a L. A., lo que significa que estaba lavándole el cerebro ya desde el principio.
– O quizá -dijo él-, ya la conociese de antes.
– Quizá.
– Terapia más cine porno. -Parecía hosco-. Nuestro estimado Jefe de Departamento es todo un príncipe azul.
– ¿Crees que deberíamos poner a la universidad al corriente de sus métodos?
– ¿Dedicarnos a gritar «¡al lobo!»? -Se tironeó el bigote-. Brenda me dice que las leyes que protegen el buen nombre son muy liadas. Kruse tiene dinero…, nos podría tener años en los tribunales; y, acabase como acabase la cuestión, nos iban a vapulear de lo lindo a lo largo del proceso. ¿Estás preparado para algo así?
– No lo sé.
– Bueno, pues yo no. Deja que la universidad haga su propio jodido trabajo detectivesco.
– ¿Que se ande con cuidado el comprador?
Colocó su mano sobre la manija de la puerta, pareció algo molesto.
– Escucha, D: tú estás medio retirado, no dependes de nadie ni nadie depende de ti, y tienes todo el tiempo del mundo para ir por ahí mirando películas guarras. Yo tengo cinco hijos, una mujer en la Facultad de Leyes, la presión de la sangre alta, y una hipoteca no más baja. Perdóname que no quiera hacer de caballero de la blanca armadura, ¿vale?
– De acuerdo -acepté-. Tómatelo con calma.
– Créeme que lo intento, pero la realidad no deja de agarrarme por los huevos.
Se metió en el coche.
– Si hago algo -le dije-, no te implicaré en ello.
– Buena idea. -Consultó su reloj-. Tengo que ponerme a rodar. No puedo decir que lo haya pasado bomba, pero desde luego ha sido algo distinto.
Dos películas. Otro nexo con un multimillonario muerto.
Y un productor de películas de aficionado, haciéndose pasar por su sanador.
Conduje hacia casa decidido a ponerme en contacto con Kruse antes de salir para San Luis al día siguiente. Decidido a lograr que, de una manera u otra, el muy bastardo hablase conmigo. Volví a probar en su oficina; seguía sin haber respuesta. Iba a marcar su número de la universidad, cuando sonó el teléfono.
– Diga.
– El doctor Delaware, por favor.
– Al habla.
– Doctor Delaware, soy la doctora Leslie Weingarden. Tengo entre mis manos una crisis, en la que creo que me podría ayudar.
Parecía muy nerviosa, casi sin aliento.
– ¿Qué clase de crisis, doctora Weingarden?
– Algo relacionado con la conversación que tuvimos -me dijo-. Preferiría no hablar de ello por teléfono. ¿Podría arreglar las cosas para venir a mi oficina en algún momento de esta tarde?
– Deme veinte minutos.
Me cambié de camisa, me puse una corbata, llamé a mi servicio de contestador, y me dijeron que había llamado Olivia Brickerman.
– Me pidió que le dijese que el sistema está fuera de servicio, sea lo que sea eso, doctor. Que tratará de conseguirle lo que desea, en cuanto funcione de nuevo.
Le di las gracias y colgué. De vuelta a Beverly Hills.
Dos mujeres estaban sentadas, leyendo, en la sala de espera. Ninguna de ellas parecía estar de buen humor.
Di unos golpecitos en la partición de cristal. La recepcionista salió y me dejó entrar. Pasamos varias salas de examen y nos detuvimos ante una puerta marcada PRIVADO, a la que llamó. Un segundo más tarde se abrió parcialmente y salió Leslie. Estaba perfectamente maquillada, con cada cabello en su sitio, pero se la veía desencajada y asustada.
– ¿Cuántos pacientes hay ahí afuera, Bea? -le preguntó a la enfermera.
– Sólo un par. Pero una de ellas es una pesada.
– Diles que ha surgido una emergencia…, que estaré con ellas tan pronto como me sea posible.
Bea salió. Leslie me dijo:
– Apartémonos de la puerta.
Fuimos pasillo abajo. Se apoyó contra la pared, exhaló el aire y se retorció las manos.
– ¡Ojalá aún fumase! -Suspiró-. Gracias por haber venido.
– ¿Qué sucede?
– D. J. Rasmussen: está muerto. Y su novia está ahí dentro, desmoronándose por completo. Llegó hace media hora, justo cuando yo estaba volviendo de comer, y se derrumbó en la sala de espera. La metí aquí dentro a toda prisa, antes de que llegasen los otros pacientes, y desde entonces no la he podido dejar. Le he inyectado una dosis de Valium…, diez miligramos. Eso pareció calmarla durante un rato, pero al cabo empezó a deshacerse otra vez. ¿Aún quiere ayudar? ¿Cree que puede conseguir algo hablando con ella?
– ¿Cómo murió él?
– Carmen…, la novia, dice que, en los últimos días, él había estado bebiendo muchísimo. Más de lo habitual. Tenía miedo de que se fuera a poner violento con ella, porque esto era lo que habitualmente hacía; pero en lugar de tal cosa, se echó a lloriquear, se deprimió profundamente, comenzó a hablar de lo mala persona que era, de todas las cosas terribles que había hecho. Ella trató de hablarle, pero él sólo siguió deprimiéndose, continuó bebiendo. A primera hora de esta mañana, ella se despertó y encontró mil dólares en efectivo sobre su almohada, junto con algunas fotos privadas de ambos y una nota que decía: «Adiós». Saltó de la cama, vio que había sacado sus armas de fuego del armero, pero no lo pudo hallar. Entonces oyó ponerse en marcha su camión y corrió tras de él. Llevaba el camión lleno de armas y ya había empezado a beber otra vez: podía olerlo en el aire. Trató de detenerlo, pero él la apartó de un empujón y se marchó en el camión. Ella se metió en su coche y lo siguió. Viven en Newhall… aparentemente allí está lleno de caminos serpenteantes y de cañones. Él iba acelerando y sin poder aguantar el rumbo fijo, a más de cien. Ella no podía mantenerse detrás y se equivocó en un cruce. Pero volvió atrás, se puso junto a él… y vio cómo se caía por un precipicio: el camión dio varias vueltas de campana, se estrelló en el fondo, y estalló. Justo como en la tele, lo describió ella.
Leslie se mordió una uña.
– ¿Sabe esto la policía?
– Sí. Ella los llamó. Le hicieron algunas preguntas, le tomaron declaración, y le dijeron que se fuese a casa. Según ella, no parecía preocuparles demasiado. A D. J. lo tenían en su vecindario por un pendenciero, con todo un historial de conducir borracho. Dice que oyó a uno de los policías murmurar: «Las jodidas calles serán ahora más securas». Esto es todo lo que sé y, Jesús, lo siento… ¿Puede usted ayudarla?
– Lo intentaré.
Entramos en su oficina privada: pequeña, tapizada de libros, amueblada con un escritorio de pino y dos sillones, decorada con carteles monos, plantas, jarras de cerveza de recuerdo, cubos-marco de fotografías. En uno de los sillones estaba sentada una joven regordeta con mala piel. Vestía una blusa blanca, pantalones de tejido elástico de color marrón, y sandalias planas. Su cabello era negro y largo, con mechas blancas y despeinado; sus ojos estaban orlados de rojo e hinchados. Cuando me vio, giró la cara y la hundió en sus manos.
– Éste es el doctor Delaware, Carmen -dijo Leslie-. Doctor Delaware, Carmen Seeber.
Me senté en el otro sillón.
– Hola, Carmen.
– Carmen, el doctor Delaware es un psicólogo. Puedes hablar con él.
Y, tras decir esto, se fue de la habitación.
La joven mantuvo su rostro cubierto, y ni se movió ni habló. Al cabo de un rato, dije:
– La doctora Weingarden me ha contado lo de D. J. Lo siento mucho.
Ella empezó a sollozar, con sus hombros caídos y sacudidos por los estremecimientos.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti, Carmen? ¿Necesitas algo?
Más sollozos.
– En una ocasión hablé con D. J. -le dije-. Parecía una persona con muchos problemas.
Un borbotón de lágrimas.
– Debe de haber sido muy duro para ti el haber estado viviendo con él, visto lo que bebía. Pero, aun así, lo notas muchísimo en falta; y te resulta imposible de creer el que se haya ido.
Comenzó a balancearse, agarrándose la cara.
– ¡Oh Dios! -gimió-. ¡Oh Dios! ¡Oh Dios, ayúdame! ¡Oh Dios!
Le di palmaditas en el hombro. Se estremeció, pero no se apartó.
Nos quedamos así sentados un rato, ella implorando la ayuda divina, yo absorbiendo su pena, alimentándola con pequeños bocaditos de empatía. Dándole pañuelos de papel y un vaso de agua, diciéndole que nada de aquello era culpa de ella, que lo había hecho lo mejor que sabía, que nadie podría haberlo hecho mejor. Que estaba bien el tener aquel sentimiento, el estar dolida.
Finalmente ella alzó la vista, se sonó la nariz, y me dijo:
– Es usted un hombre bueno.
– Gracias.
– Mi papá era un hombre bueno. ¿Sabe?, murió.
– Lo siento.
– Se fue hace mucho, cuando yo estaba, ¿sabe?, en el jardín de infancia. Volvía a casa con las cosas que habíamos hecho para el Día de Acción de Gracias, ¿sabe?, pavos de papel y sombreros de los Peregrinos… y vi cómo se lo llevaban en la ambulancia.
Silencio.
– ¿Qué edad tienes, Carmen?
– Veinte.
– Has pasado por muchas cosas en veinte años.
Sonrió.
– Supongo que sí. Y ahora Danny. Él también era bueno, ¿sabe? Aunque tenía mala baba cuando bebía. Pero, en el fondo era bueno. No me causaba muchos problemas, ¿sabe? Y me llevaba a sitios, me traía cosas, de todo.
– ¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais?
Pensó.
– Unos dos años. Yo conducía ese camión-cantina, ¿sabe?, uno de esos que llaman carros de cucarachas. Lo llevaba a todas las obras, y Danny estaba trabajando en una de las construcciones, haciendo el andamiaje.
Asentí, para animarla.
– Le gustaban los burritos, ¿sabe? -siguió-. Quiero decir carne y patatas, pero no frijoles… los frijoles le hacían peerse, ¿sabe? Yo creía que era un chico guapo, así que le daba platos gratis… el jefe no se enteraba, ¿sabe? Luego empezamos a vivir juntos, ¿sabe?
Me miró, con cara de niña.
Le sonreí.
– Nunca, jamás, pensé que lo fuera a hacer, ¿sabe?
– ¿El matarse?
Balanceó la cabeza. Por sus mejillas pecosas corrieron lágrimas.
– Cuando bebía y se ponía muy cabreado, ¿sabe?, hablaba sobre cómo la vida era una mierda, ¿sabe?, que era mejor estar muerto, que un día lo iba a hacer, ¿sabe?, y que les dieran por allá a todos. Luego, cuando se hizo daño en la espalda… ¿sabe?, el dolor, el no poder trabajar… estuvo muy deprimido. Pero nunca pensé… -Se derrumbó de nuevo.
– No había modo de saberlo, Carmen. Cuando una persona toma la decisión de matarse, no hay modo de pararla.
– Ajá -aceptó, entre sollozos-. Una no podía parar a Danny cuando tomaba una decisión, eso seguro. Era muy testarudo, ¿sabe?, un verdadero cabezota. Traté de pararlo esta mañana, pero él siguió adelante, ¿sabe?, como si no me estuviera oyendo, lleno de alcohol y tirando adelante… ¿sabe?, como si lo persiguieran todos los demonios.
– La doctora Weingarden dice que habló de algunas cosas malas que había hecho.
Ella asintió con la cabeza.
– Estaba muy hundido. Dijo que era, ¿sabe?, un gran pecador.
– ¿Y sabes por qué estaba tan hundido?
Se encogió de hombros.
– Acostumbraba a meterse, ¿sabe?, en peleas, pegaba a la gente en los bares… nada realmente fuerte, pero le había hecho daño a alguna gente. -Sonrió-. Era pequeño pero, ¿sabe?, muy duro. Peleón. Y le gustaba fumar yerba y beber, lo que le hacía ponerse muy peleón… pero era un buen tipo, ¿sabe? No hizo nada realmente malo.
Queriendo saber cuál era el apoyo con el que podía contar, le pregunté acerca de su familia y amigos.
– No tengo familia -dijo-. Ni tampoco la tenía Danny. Y no tengo amigos, ¿sabe? Quiero decir que a mí no me importaba, pero a Danny no le gustaba la gente… quizá fuese porque su papá le pegaba siempre y eso le hizo, ¿sabe?, odiar a todo el mundo. Por eso él…
– ¿Él qué?
– Lo liquidó.
– ¿Mató a su padre?
– Cuando era un niño… ¡en autodefensa! Pero los polis le hicieron una putada, ¿sabe?, lo mandaron a un reformatorio hasta que tuvo los dieciocho. Salió y se hizo su vida, pero no le gustaba tener amigos. Lo único que le gustábamos éramos yo y los perros: ¿sabe?, tenemos dos mezclados de Rottweiler, Dandy y Paco. Lo querían mucho. Han estado llorando todo el día, y lo van a echar a faltar de mala manera.
Lloró un largo rato.
– Carmen -le dije-, estás pasando por malos momentos. Te ayudaría tener a alguien con quien hablar. Me gustaría conectarte con una doctora, una psicóloga como yo.
Alzó la vista.
– Podría hablar con usted.
– Yo… yo no acostumbro a hacer este tipo de trabajo.
Hizo un gesto de irritación con los labios.
– Es la pasta, claro. Usted no acepta a los de Medi-Cal, ¿verdad?
– No, Carmen. Es que soy un psicólogo de niños. Yo trabajo con niños.
– Claro, lo entiendo -dijo, con más tristeza que ira. Como si ésta fuera la última injusticia en una vida llena de ellas.
– La persona con la que quiero mandarte es muy buena, y tiene mucha experiencia.
Hizo un mohín, se frotó los ojos.
– Carmen, si hablo con ella y te doy su número, ¿la llamarás?
– Ni hablar. -Agitó la cabeza violentamente-. ¡No quiero a una doctora!
– ¿Y por qué no?
– Danny tenía una doctora. Y lo lió.
– ¿Lo lió?
Escupió al suelo.
– ¡Se lo tiró! ¿Sabe? Siempre me decía: «Una mierda, Carmen, nunca hemos hecho nada», pero venía de verla, ¿sabe?, y tenía esa mirada en los ojos y olía a haber hecho el amor… era repugnante. No quiero hablar de ello. Y no quiero una doctora, ni hablar.
– Leslie Weingarden es una doctora.
– Es diferente.
– La doctora Small, la persona que quiero que veas, también es diferente. Tiene unos cincuenta años, es muy amable nunca haría nada deshonesto.
No parecía convencida.
– Carmen, me ha visitado a mí…
No comprendió.
– Ha sido mi doctora.
– ¿De usted? ¿Por qué?
– A veces yo también necesito hablar. Todo el mundo lo necesita. Ahora, prométeme que la irás a ver en seguida. Si no te gusta, te buscaré a otra persona. -Saqué una tarjeta con el número de mi contestador, y se la di.
Cerró una mano encima de la cartulina.
– Simplemente, creo que no está bien -dijo.
– ¿Qué es lo que no está bien?
– El que ella se lo tirase. Una doctora debería, ¿sabe?, saber lo que se hace.
– Tienes toda la razón.
Eso la sorprendió, como si fuera la primera vez que alguien estuviera de acuerdo con ella.
– Algunos doctores no deberían de ser doctores -le dije.
– Quiero decir -añadió agresiva-, que podría ponerla un pleito o algo así.
– No hay nadie a quien poner un pleito, Carmen. Si estás hablando de la doctora Ransom, está muerta. Ella también se mató.
La mano le voló a la boca.
– ¡Oh, Dios mío, no lo sabía…! Quiero decir que, ¿sabe?, deseé que pasase… pero yo no… Ahora es… ¡Oh, Dios mío!
Se santiguó, se apretó las sienes, miró al techo.
– Carmen, nada de todo esto es culpa tuya. Tú eres una víctima.
Negó con la cabeza.
– Una víctima. Quiero que entiendas esto.
– No… no entiendo nada. -Lágrimas-. Todo esto es demasiado, ¿sabe?… demasiado… No entiendo nada.
Me incliné hacia delante, olí su angustia.
– Carmen, me quedaré aquí contigo tanto tiempo como me necesites. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, Carmen?
Asentimiento.
Pasó media hora antes de que se hubiera compuesto, y cuando se secó los ojos, pareció haber recobrado también algo de su dignidad.
– Es usted muy bueno -me dijo-. Estoy bien. Ya puede irse.
– ¿Qué me dices de la doctora Small, la terapeuta que quiero que veas?
– No sé.
– Por lo menos una vez.
Una sonrisa macilenta.
– De acuerdo.
– ¿Prometido?
– Prometido.
Le tomé la mano, se la apreté por un instante y luego fui a recepción y le dije a Bea que la vigilase. Usé el teléfono de una de las salas de examen vacías para llamar a Ada. La telefonista de su servicio me dijo que estaba a punto de entrar en una sesión.
– Es una emergencia -dije, y me conectaron.
– Alex -dijo Ada-. ¿Qué pasa?
– Tengo a una joven en crisis que me gustaría que vieses tan pronto como te sea posible. No es una clienta de las buenas, Ada… tendrías que aceptarla por la Medi-Cal y no es un caso nada brillante. Pero cuando te cuente los detalles creo que estarás de acuerdo en que es importante que la visiten.
– Cuéntame.
Cuando hube terminado, ella dijo:
– ¡Qué terrible! Has hecho bien en llamarme, Alex. Puedo quedarme y verla a las siete. ¿Puede estar aquí a esa hora?
– Me ocuparé de que esté. Muchas gracias, Ada.
– Es un placer, Alex. Pero ahora tengo una visita y no puedo entretenerme más.
– Lo entiendo. Gracias de nuevo.
– No hay problema. Te llamaré después de que la haya visto.
Regresé a la oficina privada y le di a Carmen el número.
– Todo está arreglado -le dije-. La doctora Small te verá hoy mismo, a las siete de la tarde.
– De acuerdo.
Le apreté la mano y salí, me encontré a Leslie entre salas de examen y le dije lo que había organizado.
– ¿Qué tal le parece? -me preguntó.
– Muy frágil, y aún está acolchada por el shock; los días inmediatos siguientes pueden ser realmente malos. No tiene ningún sistema de apoyo. Es verdaderamente importante para ella que vea a alguien.
– Tiene sentido. ¿Dónde está la consulta de esa terapeuta?
– En Brentwood. En San Vicente, cerca de Barrington. -Le di la dirección y la hora de la cita.
– Perfecto. Yo vivo en Santa Mónica. Saldré de la oficina sobre las seis treinta. La llevaré allí yo misma. Hasta entonces, le haremos de niñeras. -Un momento de duda-. ¿Es buena esa persona a la que la manda?
– La mejor. Yo mismo me he visitado con ella.
Este fragmento de autoconfesión había tranquilizado a Carmen, pero irritó a su doctora.
– Honestidad californiana -dijo. Y luego-: ¡Jesús, lo siento! Ha sido usted realmente amable al venir aquí en cuanto lo llamé… lo que pasa es que me he convertido en una cínica total. Sé que esto no es bueno: he de llegar a una situación en la que pueda volver a confiar en la gente.
– Es duro -dije, pensando en mi propio sentido de la confianza, que estaba justamente desmoronándose.
Jugueteó con un pendiente.
– Escuche, realmente quiero darle las gracias por venir aquí. Dígame cuál es su tarifa, y le haré un talón ahora mismo.
– Olvídelo -le contesté.
– No, insisto. Me gusta pagar lo que debo.
– Ni hablar, Leslie. Jamás esperé cobrar por esto.
– ¿Está seguro? Sólo quiero que se convenza de que no trato de explotarle.
– Jamás sospeché tal cosa.
Parecía incómoda. Se quitó el estetoscopio y se lo fue pasando de mano en mano.
– Sé que, la primera vez que estuvo usted aquí, yo le parecí absolutamente mercenaria, pensando únicamente en mí misma. Lo único que puedo decirle es que yo no soy así. Quería llamar a esos pacientes, no dejaba de darle vueltas a eso en la cabeza. No me culpo por la muerte de Rasmussen…, era una auténtica bomba de tiempo. Todo era cuestión de cuándo. Pero esto me ha hecho darme cuenta de que tengo una responsabilidad, de que tengo que empezar a actuar como una médica. Cuando le dejé con Carmen, fui al teléfono y empecé a llamar. Logré ponerme en contacto con un par de las mujeres. Sonaban normales, me dijeron que sus maridos estaban también normales, cosa que espero sea cierta. De hecho, todo fue mejor de lo que me esperaba: se mostraron menos hostiles que la primera vez. Quizá pasé la barrera, no sé. Pero el caso es que establecí contacto. Lo seguiré intentando hasta que lo haya hecho con todas, y que las jodidas fichas de dominó caigan donde caigan.
– Por si le sirve de algo, le diré que está haciendo lo que debe.
– Me sirve de mucho -dijo, con repentina intensidad. Luego pareció azarada y miró a la puerta de una de las salas de examen-. Bueno, tengo que irme, debo tratar de aferrarme a los pacientes que me quedan. Gracias otra vez.
Duda.
Se puso de puntillas, me besó en una mejilla. Atrapado por sorpresa, yo moví la cabeza y nuestros labios se rozaron.
– Eso ha sido una estupidez -dijo ella.
Antes de que pudiera decirle que no lo había sido, se marchó a ver a su siguiente paciente.