Oí el cochecito, un zumbido como de moscardón nocturno antes de verlo. Llegaba desde algún lugar a mi izquierda. Luego sus faros barrieron el desierto como el reflector de una prisión, pasando por encima de mí, deteniéndose en su arco, envolviéndome como a algún espécimen encerrado en ámbar.
Cambio de dirección. Una trayectoria saltarina. En un momento estuvo a mi lado.
– Suba, doctor -el hablar rasposo de Vidal. Iba él solo, en el asiento del conductor.
Mientras yo me sentaba, él pasó la luz de una linterna de bolsillo por sobre la sangre de mi mano. El aire del desierto la había secado a una masa marrón pastosa.
– Es superficial -le dije.
– Nos ocuparemos de ella cuando regresemos.
Sin mostrar curiosidad ni preocupación.
– Lo ha oído todo -afirmé.
– Es preciso un control constante -me dijo-. Ella necesita cuidados, que la vigilen. Usted mismo lo ha podido comprobar.
– Es usted un gran aficionado a las demostraciones prácticas -le dije-: Llevar a Sharon a ver a Joan, esperando que eso la disuada. Poniendo a Sharon en exhibición, esperando que eso me cierre la boca.
Comenzó a conducir.
– ¿Qué es lo que le hace creer que tendrá más éxito esta vez? -le pregunté.
– Uno lo ha de intentar, ¿no?
Cruzamos el desierto. Habían salido más estrellas, inundando el terreno con su gélida luz. Congelándolo.
– ¿Cuándo murió Belding? -le pregunté.
– Hace años.
– ¿Cuántos años hace?
– Antes de que se reuniesen las chicas. ¿Es importante la fecha exacta?
– Lo era para Seaman Cross.
– No estamos hablando ahora de Cross, ¿verdad?
– ¿Cuál fue el diagnóstico?
– La enfermedad de Alzheimer. Antes de que los médicos le diesen ese nombre, se acostumbraba a llamar senilidad. Una forma gradual y fea de apagarse.
– Debió de ser mala cosa para la empresa.
– Sí -aceptó-, pero, por otro lado, tuvimos tiempo para prepararnos. Hubo síntomas premonitorios: olvidos, pérdida de la atención… Claro que siempre había sido un excéntrico. Su comportamiento, raro de por sí, ocultó los síntomas durante un tiempo. El que entrase en contacto con Cross fue la primera cosa que me hizo darme cuenta de que algo raro pasaba…, era algo que estaba totalmente fuera de su modo de ser. Leland siempre había estado obsesionado con proteger su intimidad, detestaba a los periodistas, fuesen del tipo que fuesen. Y un tal cambio de sus costumbres indicaba que algo estaba mal, gravemente mal.
– Como la fase de playboy que precedió a su hundimiento.
– Más grave. Esto era permanente. Orgánico. Ahora comprendo que él debió de darse cuenta de que se le estaba escapando la mente y quiso que lo inmortalizasen.
– La cosas que describía Cross… el cabello y las uñas largos, el altar, el defecar en público -dije-. Entonces, todo era verdad. Y eran síntomas.
– Ese libro era un fraude -afirmó-. Basura inventada.
Siguió conduciendo.
– ¡Qué conveniente fue que Belding muriese cuando lo hizo! -comenté-. Le evitó, y también se lo evitó a usted, el tener que enfrentarse a Sharon y a Sherry.
– No es muy común el que la naturaleza actúe en forma benevolente.
– Si la naturaleza no lo hubiese hecho, estoy seguro de que a usted se le hubiera ocurrido algo. Ahora, él puede seguir siendo para Sharon una figura bondadosa, y nunca sabrá que quiso matarla.
– ¿Cree usted que el saber eso sería bueno para ella, que sería terapéutico?
No le contesté.
– Mi papel en la vida -afirmó-, es resolver problemas, no crearlos. En este sentido, soy un sanador. Justo como usted.
La analogía me ofendió menos de lo que pudiera haberme imaginado. Y le dije:
– Lo que usted ha hecho siempre es cuidarse de los otros, ¿no es así? De Belding… cuidarse de todo, desde su vida sexual hasta su imagen pública; y, cuando se tornó difícil de manejar, cuando comenzó a decantarse por la vida nocturna, allí estaba usted para asumir la responsabilidad ejecutiva. De su hermana, de Sherry, de Sharon, de Willow Glen, de la empresa… ¿No lo nota, de vez en cuando, como una carga demasiado pesada?
Pensé verle sonreír en la oscuridad, y de lo que si estuve seguro es de que se tocó la garganta e hizo una mueca, como si le fuera demasiado difícil el hablar.
Y, varios kilómetros después:
– ¿Ha llegado usted a una decisión, doctor?
– ¿Acerca de qué?
– Acerca de seguir hurgando.
– Todas mis preguntas han sido contestadas, si es eso lo que quiere saber.
– Lo que quiero saber es si continuará usted removiendo las cosas y arruinando lo que queda de la vida de una joven que está muy enferma.
– No es que sea tampoco una gran vida -le recordé.
– Mejor que cualquier alternativa. Se ocupan bien de ella -me dijo-. Está protegida. Y el mundo será protegido de ella.
– ¿Y qué pasará cuando usted ya no esté?
– Hay personas -afirmó-. Personas competentes. Una línea de mando. Todo está bien planeado.
– Una línea de mando -comenté-. Belding era un vaquero, jamás tuvo nada como eso. Pero, una vez hubo muerto, la historia fue muy distinta. Sin nadie que fuera produciendo patentes, usted tuvo que contratar creatividad, reorganizar la estructura empresarial. Eso convirtió a la Magna en más vulnerable a los ataques desde el exterior… y usted tuvo que consolidar su base de poder. El poner a las tres hijas de Belding bajo su ala fue dar un gran paso en esa dirección. ¿Cómo logró que Sherry se echase atrás en sus amenazas de llevarle a los tribunales?
– Muy simple -me explicó-: la llevé a dar una vuelta por las oficinas centrales de la corporación… nuestro centro de investigación y desarrollo, las principales de nuestras empresas de alta tecnología. Le dije que me encantaría poder bajarme del tren y dejarle a ella la responsabilidad de dirigirlo todo… que ella podía ser la nueva presidenta del Consejo de la Magna, cargar con la responsabilidad de cincuenta y dos mil empleados, de millares de proyectos. La sola idea la aterró; no era lo que se dice ninguna intelectual, ni siquiera sabía hacer cuadrar las cuentas de su talonario de cheques. Salió corriendo del edificio, pero la atrapé fuera y le sugerí una alternativa…
– Dinero.
– Más del que sería capaz de gastar en varias vidas.
– Y ahora ha desaparecido -dije-, así que ya no hay necesidad de hacerle más pagos.
– Doctor, tiene usted una visión demasiado inocente de la vida. El dinero es el medio, no el fin. Y la empresa hubiera sobrevivido… sobrevivirá. Conmigo o sin mí, con cualquier otro. Cuando las cosas alcanzan un determinado tamaño, se convierten en permanentes. Uno puede secar un lago, pero no un océano.
– ¿Y cuál es el fin?
– El ritmo, el equilibrio. El mantenerlo todo en marcha… si lo prefiere, una cierta ecología.
Y, unos minutos más tarde:
– Aún no ha contestado usted a mi pregunta, doctor.
– No voy a remover nada. ¿De qué iba a servir?
– Bien. ¿Y qué me dice de su amigo el detective?
– Es un realista.
– Mejor para él.
– ¿No me va a matar, de todos modos? ¿No va a dejar que Royal Hummel haga lo que sabe hacer?
Se echó a reír.
– Naturalmente que no. ¡Qué divertido me resulta el que aún siga viéndome como a Atila el Huno! No, doctor, no está usted en peligro. ¿De qué iba a servir?
– Para empezar, conozco sus secretos familiares.
– ¿Y hará lo que hizo Seaman Cross? ¿Otro libro?
Más risas. Que se convirtieron en toses. Varios kilómetros después, el rancho apareció a la vista, perfecto e irreal, como un decorado de cine.
– Y, hablando de Royal Hummel -me dijo-, hay algo que quiero que usted sepa. Ya no va a seguir trabajando en ningún empleo de seguridad. Sus comentarios acerca de la muerte de Linda me han hecho reflexionar mucho… es asombroso lo que puede lograr una perspectiva diferente. Royal y Victor eran profesionales. Y, con profesionales, no han de ocurrir accidentes. Como mínimo, fueron incompetentes, como máximo… Usted me ha dado una nueva perspectiva en estos últimos tiempos de mi vida, doctor. Por eso, tengo una gran deuda con usted.
– Yo sólo estaba teorizando, Vidal. No quiero la sangre de nadie sobre mi conciencia, ni siquiera la de Hummel.
– ¡Oh, por amor de Dios! ¿Quiere dejar de ser tan melodramático, joven? ¡No está en juego la sangre de nadie! Simplemente, Royal tiene un nuevo trabajo: limpiar nuestros gallineros. Cada día hay que sacar de ellos, a paladas, varias toneladas de guano. Está ya un tanto viejo, y su presión sanguínea es demasiado alta, pero se las apañará.
– ¿Y si se niega?
– ¡Oh, no lo hará!
Dirigió el vehículo hacia el vacío corral.
– Usted le dio la foto de la compañera silenciosa a Kruse -le dije-. Las chicas fueron fotografiadas aquí.
– Resultan fascinantes las cosas que uno se encuentra en los viejos áticos.
– ¿Y por qué? -le pregunté-. ¿Por qué dejó que Kruse siguiera adelante durante tanto tiempo?
– Porque hasta hace bien poco, creí que estaba ayudando a Sharon… ayudándolas a ambas. Era un hombre muy carismático, muy convincente.
– Pero ya estaba sangrando a la hermana de usted antes de conocer a Sharon. Veinte años de chantajes, de trastear con las mentes…
Colocó el cochecito en punto muerto y me miró. Todo el encanto se había desvanecido y vi en sus ojos la misma fría crudeza que acababa de ver en los de Sharon. Genes… El inconsciente colectivo…
– Lo que ha sido ha sido, doctor. Lo que ha sido ha sido.
Aceleró, luego detuvo el vehículo y lo aparcó.
Bajamos y caminamos hacia el patio. Dos hombres en traje oscuro y pasamontañas estaban esperando allí. Uno de ellos tenía en la mano una goma elástica oscura.
– Por favor, no se asuste -me dijo Vidal-. Le quitaremos eso tan pronto como sea seguro para ambos. Será usted dejado sano y salvo. Trate de disfrutar del viaje.
– ¿Y por qué será que no me siento tranquilo?
Más risas, secas y forzadas.
– Doctor, ha sido estimulante. ¿Quién sabe?; podemos volver a encontrarnos algún día, en otra fiesta.
– No lo creo. Odio las fiestas.
– Para decirle la verdad -me dijo-, también yo me he hartado ya de fiestas.
Se puso serio.
– Pero, como existe aunque sea una remota posibilidad de que volvamos a encontrarnos cara a cara, le agradecería que no demostrase conocerme. Digamos que apelo a su secreto profesional, y finja que jamás nos hemos conocido.
– No hay problema para eso.
– Gracias, doctor, se ha comportado usted como un perfecto caballero. ¿Hay algo más?
– Lourdes Escobar, la criada. Una auténtica víctima inocente.
– Para ese caso se ha efectuado una adecuada compensación.
– ¡Maldita sea, Vidal, el dinero no puede arreglarlo todo!
– ¡Yo no puedo arreglarlo todo! -afirmó-. Si eso le hace sentirse mejor, le diré que, mientras ella estaba viviendo en los Estados Unidos, la mitad de su familia fue aniquilada por la guerrilla. Muertos también, pero sin compensación. Los que sobrevivieron fueron torturados, y sus casas quemadas hasta los cimientos. Se les han arreglado los papeles de la inmigración, han sido traídos aquí y se les han dado tierras. Desde luego, es bien poca cosa comparado con la vida, pero es lo mejor que puedo ofrecerles. ¿Alguna sugerencia adicional?
– Sería bonito que se hiciese justicia.
– ¿Alguna sugerencia para mejorar la justicia que ya se ha hecho en este caso?
No tuve nada que decir.
– Bueno -insistió-, entonces, ¿hay algo que pueda hacer por usted?
– De hecho, podría hacerme un pequeño favor. Un arreglillo.
Cuando le dije lo que era y cómo quería exactamente que lo hiciese, se echó a reír tan fuerte, que cayó en un ataque de tos que lo dobló en dos. Sacó el pañuelo y se secó la boca, escupió, y se rió un poco más. Cuando apartó el pañuelo, el lino estaba sucio con algo oscuro.
Trató de hablar. No surgió nada. Los hombres de oscuro se miraron el uno al otro.
Finalmente halló de nuevo su voz.
– ¡Excelente, doctor! -me dijo-. ¡Somos grandes mentes, moviéndose en la misma dirección! ¡Y, ahora, juguemos esa mano!