Encontré una farmacia y una cabina de teléfono en Brentwood. Milo lo cogió a la primera llamada, escuchó lo que tenía que decir, y me dijo a su vez:
– Sabía que había una razón para volver a casa pronto.
Veinte minutos más tarde llegó, por Mandeville y Sunset, y me siguió de vuelta a la casa del crimen.
– Tú quédate aquí -me dijo, y le esperé en el Seville, chupando una panatela barata, mientras él daba la vuelta por detrás. Un poco más tarde reapareció, secándose la frente. Se metió en el asiento del pasajero, me tomó un cigarro del bolsillo de la camisa y lo encendió.
Lanzó algunos anillos de humo, y luego comenzó a tomarme declaración, de un modo fríamente profesional. Tras llevarme hasta mi descubrimiento de los cadáveres, bajó su bloc de notas y me preguntó:
– ¿Para qué viniste aquí, Alex?
Le hablé de las películas porno, del accidente fatal de D. J. Rasmussen, de cómo había vuelto a surgir de nuevo el nombre de Leland Belding.
– La mano de Kruse estaba detrás de la mayor parte de estas cosas.
– Ya no queda mucho de esa mano -comentó-. Los cuerpos llevaban ahí un tiempo.
Dejó a un lado su bloc.
– ¿Tienes alguna suposición acerca de quién pudo ser?
– Rasmussen era un tipo explosivo -dije-. Mató a su padre. Durante los últimos días había estado hablando acerca de ser un pecador, de haber hecho algo terrible. Podría ser esto.
– ¿Y por qué iba a matar a Kruse?
– No lo sé. Quizá culpase a Kruse por la muerte de Sharon… Estaba patológicamente unido a ella, sexualmente unido.
Milo pensó un rato.
– ¿Qué es lo que has tocado ahí dentro?
– El interruptor de la luz… pero con un pañuelo.
– ¿Qué más?
– La puerta… creo que eso es todo.
– Piensa en más cosas.
– Eso es de todo de lo que me acuerdo.
– Vamos a reseguir tus pasos.
Cuando lo hubimos hecho, me dijo:
– Vete a casa, Alex.
– ¿Esto es todo?
Una mirada a su Timex.
– Los chicos de investigación en el lugar del crimen llegarán aquí de un momento a otro. Vete. Desaparece antes de que empiece la fiesta.
– Milo…
– Vete, Alex. Déjame hacer mi maldito trabajo.
Me marché, aún saboreando la podredumbre a través del amargor del tabaco.
Todo lo que Sharon había tocado se estaba convirtiendo en muerte.
No pudiendo dejar de estar siempre hurgando en las mentes, me pregunté qué sería lo que la habría hecho ser de aquel modo. Qué clase de trauma infantil. Entonces, algo me impactó: el modo en que había actuado aquella terrible noche en que me la había encontrado con la foto de su gemela. Dando patadas y puñetazos, aullando, derrumbándose y acabando en posición fetal. ¡Tan parecido al comportamiento de Darren Burkhalter en mi consulta! Las reacciones al horror en su vida, que yo había capturado en cinta de vídeo y luego revivido para un auditorio de abogados, sin caer en la conexión.
Un trauma de la primera niñez.
Hacía mucho me lo había explicado. Continuando luego con una muestra de cariño, tierno y amoroso. Mirando hacia atrás, lo veía como una manifestación bien ensayada. ¿Más teatro?
Era en el verano de 1981, en un hotel de Newport Beach, repleto de psicólogos en una convención. Dentro de un bar de cócteles, que dominaba el puerto: grandes ventanales teñidos, paredes tapizadas con papel aterciopelado color rojo, sillones con ruedecitas. Oscuro y vacío y oliendo a la fiesta de la noche anterior.
Yo había estado sentado a la barra, mirando al agua, contemplando a unos yates, de proas afiladas como dagas, cortar la superficie, que parecía de cristal soplado, del puerto deportivo. Dando sorbitos a una cerveza y comiendo un bocadillo reseco, mientras le prestaba media atención a las quejas del barman.
Éste era un hispano bajo y con un gran tripón, de manos rápidas y un cobrizo rostro de indio. Lo contemplé secar vasos como si fuera una máquina.
– Lo peor que he visto, sin duda alguna, sí señor. En cambio, ahí están los vendedores: de seguros, de ordenadores, de lo que sea… los vendedores sí que son unos buenos bebedores. Y los pilotos también.
– Eso me anima mucho -le dije.
– Se lo digo yo, los vendedores y los pilotos. Pero, ustedes los psicos… nada de nada. Incluso los maestros que tuvimos el año pasado eran mejores, y eso que no valían gran cosa. Mire cómo está este sitio… muerto.
Girando la tapa de una botella de cebollitas de cóctel, vertió el jugo en la pica y puso las perlitas en una bandeja.
– De todos modos, ¿cuántos de ustedes han venido a esta cosa?
– Unos pocos miles.
– Unos pocos miles. -Agitó la cabeza-. Mire este lugar. ¿Qué es lo que pasa, están ustedes demasiado ocupados analizando a otra gente? ¿O es que no les dejan pasárselo bien?
– Quizá -le dije, reflexionando acerca de lo aburrida que había sido la convención. Pero las convenciones siempre lo eran. La única razón por la que yo había asistido a ésta era porque me habían pedido que preparase un informe acerca del estrés en la niñez.
Habiendo ya leído mi informe, contestado a las inevitables preguntas malintencionadas, estaba disfrutando de un poco de soledad antes de volverme a L. A., a realizar mi guardia nocturna en el pabellón de adolescentes.
– Quizá ustedes deberían de estudiarse a sí mismos, amigo. Analizar el motivo por el que no les gusta divertirse.
– Buena idea. -Puse algo de dinero sobre la barra y le dije-. Tómese un trago a mi salud.
Miró a los billetes.
– Seguro, gracias. -Encendiendo un cigarrillo, se sirvió una cerveza y se inclinó hacia delante-. De todos modos, yo soy de los del vive y deja vivir. Si alguien no quiere divertirse, está bien; pero al menos que entre aquí y pida algo, ¿entiende lo que le digo? Infiernos, que no se lo beba… lo puede analizar. Pero que pida algo y deje una propina. Que deje algo para un hombre que trabaja.
– Para un hombre que trabaja -brindé, alzando mi copa. La dejé sobre la barra, vacía.
– ¿Otra copa, Doc? Invita la casa.
– Me tomaré una Coke.
– Era de imaginar. Un ron con Coca en marcha, sin ron y sin alegría.
Puso la bebida sobre la barra y estaba a punto de decir algo más, cuando se abrió la puerta del bar y dejó entrar el ruido del vestíbulo. Sus ojos saltaron al fondo de la sala y exclamó:
– ¡Vaya, vaya!
Miré por sobre mi hombro y vi a una mujer de blanco. De largas piernas, bien formada, con una nube de cabellos oscuros. En pie junto a la máquina de cigarrillos, la cabeza moviéndose de un lado al otro, como quien explora un territorio desconocido.
Me era familiar. Me volví para mirarla mejor.
Sharon. Definitivamente Sharon. En un vestido de lino hecho por una modista, con zapatos y bolso a juego.
Me vio y me hizo un gesto con la mano, como si estuviésemos ciados.
– ¡Alex!
Y de inmediato estuvo a mi lado. Agua y jabón, hierba fresca…
Se sentó en el taburete que había junto al mío, cruzó las piernas y se bajó la falda hasta encima de sus rodillas.
El barman me hizo un guiño.
– ¿Algo de beber, señora?
– Seven-Up, por favor.
– Sí, señora.
Después de que le sirvió la bebida y se hubo apartado, ella me dijo:
– Tienes un excelente aspecto, Alex. Me gusta esa barba.
– Me ahorra tiempo por las mañanas.
– Bueno, me parece que te queda bien. -Dio un sorbito, jugueteó con la paletita de agitar-. No dejo de oír cosas buenas de ti, Alex. Éxitos académicos, todas esas publicaciones. He leído muchos de tus artículos. He aprendido mucho de ellos.
– Me alegra oír eso.
Silencio.
– Finalmente me gradué -dijo-. El mes pasado.
– Felicidades, doctora.
– Gracias. Me costó más tiempo del que pensé que necesitaría. Pero me vi metida en trabajo clínico y no me dediqué a escribir mi tesis con la diligencia que debería haberle dedicado.
Seguimos sentados en silencio. A algunos pasos de distancia, el barman estaba silbando «La Bamba» y atareándose con el picador de hielo.
– Es bueno verte otra vez -me dijo.
No contesté.
Me tocó el brazo. Miré a sus dedos hasta que finalmente los retiró.
– Quería verte -dijo al fin.
– ¿Para qué?
– Quiero explicarte…
– No hay necesidad de explicar nada, Sharon. Es historia antigua.
– No para mí.
– En esto tenemos diferencia de opiniones.
Se me acercó más, y me dijo:
– Sé que lo eché todo a perder -con un susurro ahogado-. Créeme, lo sé. Pero eso no cambia el hecho de que, después de todos esos años, aún sigues conmigo. Buenos recuerdos, recuerdos muy especiales. Energía positiva.
– Percepción selectiva -afirmé.
– No. -Se acercó unos centímetros, volvió a tocarme el brazo-. Pasamos algunos momentos maravillosos, Alex. Eso no lo olvidaré nunca.
No dije nada.
– Alex la forma en que… acabamos, fue horrible. Debiste de pensar que era una psicótica… lo que sucedió fue psicótico. ¡Si supieras cuántas veces he querido llamarte, para explicarte…!
– Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
– Porque soy una cobarde. Me escapo de las cosas. Es mi estilo…, tú lo comprobaste la primera vez que nos vimos, en la clase práctica. -Sus hombros cayeron-. Algunas cosas nunca cambian…
– Olvídalo. Como ya te he dicho, es historia antigua.
– Lo que teníamos era algo especial, Alex. Y yo permití que fuese destruido.
Su voz siguió suave, pero con mayor tensión. El barman nos miró. Mi expresión hizo que sus ojos volviesen a su trabajo.
– ¿Lo permitiste? Eso suena a bastante pasivo.
Ella se echó atrás, como si la hubiese escupido en la cara.
– De acuerdo -aceptó-. Yo lo destruí. Yo estaba loca. Fue un tiempo de locura en mi vida… no creas que no me ha sabido mal, un millar de veces, todo aquello.
Se tironeó del lóbulo de la oreja. Sus manos eran suaves y blancas.
– Alex, el encontrarte aquí hoy no ha sido ningún accidente. Yo nunca asisto a convenciones, ni tenía intención de venir a ésta. Pero cuando recibí el folleto por correo dio la casualidad de que vi tu nombre en el programa y, de repente, deseé verte de nuevo. Estuve en tu conferencia, me quedé en la parte de atrás de la sala. El modo en que hablaste…, tu humanidad. Pensé que podría tener una oportunidad.
– ¿Una oportunidad de qué?
– De ser amigos. De olvidar los malos sentimientos.
– Considéralos olvidados. Misión cumplida.
Ella se inclinó hacia delante, de modo que nuestros labios casi se tocaban, agarró mi hombro y susurró:
– Por favor, Alex, no seas vengativo. Déjame que te lo muestre.
Había lágrimas en sus ojos.
– ¿Que me muestres qué?
– Un lado diferente de mí. Algo que nunca le he mostrado a nadie.
Caminamos a la parte delantera del hotel, y esperamos a los aparcacoches.
– Coches separados -dijo ella, sonriente-. Así podrás escaparte cuando lo desees.
La dirección que me dio estaba en la parte sur de Glendale, la parte baja de la población, llena de aparcamientos de los negocios de venta de coches usados, casas en ruinas, pensiones para transeúntes, tiendas de empeños y restaurantes de baratillo. A casi un kilómetro al norte del Brand, la Glendale Galleria estaba en construcción: un tributo en ladrillo a la nueva riqueza. Pero, aquí abajo, boutique aún era una palabra en francés.
Ella llegó antes que yo, y estaba sentada en su pequeño Alfa rojo, frente a un edificio de un solo piso, estucado en marrón. El lugar tenía un aspecto que recordaba a una cárcel: ventanas estrechas, con barrotes, la puerta delantera una plancha de acero pulimentado, nada de decoración externa, excepto un sediento árbol liquidámbar que lanzaba sus escasas sombras sobre el tejado de papel asfáltico.
Se reunió conmigo en la puerta, me dio las gracias por venir, y luego apretó el timbre que había en medio de la puerta de acero. Unos momentos más tarde ésta fue abierta por un hombre robusto, negro como el carbón, con el cabello corto y una barbita de chivo. Llevaba un pendiente de diamantes en una oreja, y una chaqueta de uniforme color azul sobre una camiseta de manga corta y tejanos. Cuando vio a Sharon le dedicó una sonrisa llena de fundas de oro.
– Buenas tardes, doctora Ransom. -Su voz era aguda y amable.
– Buenas tardes, Elmo. Éste es el doctor Delaware, un amigo mío.
– Me alegra conocerle, señor. -A Sharon-: Está arreglada y peripuesta y preparada para usted.
– Eso es estupendo, Elmo.
Se echó a un lado y entramos en una sala de espera con un suelo en linóleo color sangre de buey y amueblada con sillas de plástico naranja y mesas verdes. A un lado había una oficina marcada RECEPCIÓN, con una ventana que era un cuadrado de metacrilato amarillento. Pasamos al lado y llegamos a otra puerta de acero en la que se indicaba: PROHIBIDA LA ENTRADA. Elmo seleccionó una llave de una gruesa anilla y abrió la cerradura.
Entramos a la luz y a un jaleo tremendo: una larga y alta sala, con ventanas cerradas por contraventanas de acero y un techo fluorescente que irradiaba una fría y plana imitación de la luz del sol. Las paredes estaban cubiertas por hojas de plástico verde esmeralda, el aire era cálido y rancio.
Y, por todas partes, movimiento. Como un ballet dejado al azar.
Docenas de cuerpos, agitándose, balanceándose, tropezando, brutalizados por la Naturaleza y el dedo del sino. Miembros congelados o atrapados en un inacabable espasmo ateoide. Bocas caídas, babeantes. Espaldas encorvadas, espinas dorsales rotas, miembros que faltaban o estaban atrofiados. Contorsiones y muecas nacidas de cromosomas echados a perder y caminos neurales descarrilados, todo ello convertido en más cruel por el hecho de que todos aquellos pacientes eran jóvenes… quinceañeros o adultos de poca más edad, que nunca conocerían los placeres que da la falsa inmortalidad de la juventud.
Algunos de ellos se agarraban a andadores y medían su avance en milímetros. Otros, contraídos y rígidos como estatuas de yeso, se encabritaban y luchaban contra los confines de sillas de ruedas. Los que más tristeza causaban de entre ellos estaban derrumbados, flácidos como invertebrados, en carritos de lados altos y cochecitos metálicos que se parecían, en un tamaño desmesurado, a los de los bebés.
Nos abrimos paso entre un mar de ojos vidriados, tan inertes como botones de plástico. Más allá de caras sin cordura que nos contemplaban desde el santuario de cuero de unos protectores de cabeza, una audiencia de rostros inertes, no perturbados por el menor destello de consciencia.
Una galería de deformidades…, una cruel muestra de todo lo que podía echarse a perder en la caja en la que llegan los humanos.
En un rincón de la sala una televisión grande, con antena interior, atronaba a todo volumen con un programa de concurso, con los chillidos de los participantes compitiendo con la cháchara sin palabras y los alaridos inconexos de los pacientes. Los únicos que miraban el programa eran la media docena de enfermeros de chaquetas azules. Nos ignoraron mientras pasábamos.
Pero los pacientes sí que se dieron cuenta. Como imantados, se agolparon hacia Sharon, comenzaron a acumularse en su derredor rodando en sus sillas o trastabillando. Pronto estuvimos totalmente rodeados. Los enfermeros ni se movieron.
Ella metió la mano en su bolso, sacó una caja de pastillas de goma y comenzó a distribuirlas. Cuando vació una caja apareció otra. Y otra.
También repartía otra clase de dulzura, besando cabezas deformes, abrazando cuerpos contrahechos. Llamando a los pacientes por su nombre, diciéndoles el buen aspecto que tenían. Ellos competían por sus favores, suplicaban les diese las pastillas de goma, lloraban presa del éxtasis, la tocaban como si fuese milagrosa.
Parecía más feliz de lo que jamás la hubiese visto: completa. Una princesa de cuento de hadas, reinando sobre el país de los deformes.
Finalmente, acabadas las pastillas de goma, dijo:
– Eso fue todo, gente. Tengo que irme.
Gruñidos, gemidos, unos minutos más de caricias y apretones. Un par de enfermeros se acercaron y comenzaron a separar a los pacientes. Finalmente pudimos apartarnos. Se reanudó el caos.
Elmo dijo:
– Desde luego, la quieren mucho. -Sharon no pareció oírlo.
Los tres caminamos hasta el extremo de la gran sala, hacia una puerta señalada UNIDAD DE PACIENTES INTERNOS, que estaba protegida por una verja de hierro de acordeón, que Elmo corrió. Otro giro de una llave y la puerta se abrió a su vez y luego se cerró tras de nosotros, y todo quedó en silencio.
Caminamos por un pasillo cubierto por el mismo plástico chillón, y pasamos un par de galerías vacías, que hedían a enfermedad y desesperación, una puerta con una ventana de cristal y rejilla metálica que nos permitió ver a varias chaparras mujeres mexicanas trabajando en una humeante cocina industrial, otro pasillo verde y, finalmente, una puerta que era otra hoja de acero, marcada PRIVADO.
Al otro lado un nuevo ambiente: mullidas alfombras, suave iluminación, paredes empapeladas, aire perfumado y música… los Beatles, tal como los interpretaba una somnolienta orquesta de cuerda.
Cuatro puertas marcadas PRIVADO. Cuatro puertas de roble, provistas de mirillas de latón. Elmo abrió una de las puertas y dijo:
– Ya está.
La habitación era color marrón claro y decorada con litografías de los impresionistas franceses. Más alfombras gruesas y luz suave. Molduras y decoraciones en roble en el techo. Buenos muebles: un chiffonier antiguo, un par de fuertes sillas de roble. Dos generosas ventanas en arco, con barrotes y cerradas por un cristal opaco, pero cubiertas con cortinas de puntillas. Floreros estratégicamente colocados. El lugar olía como un prado, pero yo no estaba prestando atención a los toques del decorador.
En el centro de la habitación había una cama de hospital, cubierta por un edredón rosa perla, que cubría hasta el cuello a una mujer morena.
Su piel era blanco-grisácea, sus ojos grandes y de un profundo azul…, el mismo color que los de Sharon, pero peliculados e inmóviles, apuntados directamente hacia el techo. Su cabello era negro y espeso, desparramado por sobre la mullida almohada, decorada con una orla de puntillas. El rostro que enmarcaba estaba demacrado, reseco, inmóvil como una mascarilla en yeso. Su boca estaba entreabierta: un agujero negro tachonado con dientes raquíticos.
Un débil movimiento agitaba el edredón. Una respiración débil, luego nada, después reignición, anunciada por un gemido, como de muñeco de juguete cuando lo aprietas.
Estudié su cara. Era menos un rostro que el apunte de un rostro… un andamiaje anatómico, despojado del adorno de la carne.
Y, en algún lugar entre las ruinas, un parecido. Un recuerdo de Sharon.
Ésta la estaba agarrando, acunándola, besándole el rostro.
Gemido de muñeco.
Una silla giratoria, junto al lecho, contenía una jarra y vasos, un peine y cepillo para el cabello en carey, y unos útiles de manicura a juego. Lápiz de labios, pañuelos de papel, cosméticos, esmalte de uñas.
Sharon señaló a la jarra. Elmo llenó un vaso con agua y se lo entregó, luego se fue.
Sharon inclinó el borde del vaso hacia los labios de la mujer. Parte del agua se le vertió barbilla abajo. Sharon secó la pálida piel y la besó.
– Me gusta tanto verte, encanto -le habló-. Elmo dice que te portas muy bien.
La mujer siguió tan en blanco como la cáscara de un huevo. Sharon la arrulló como una paloma, y la fue acunando. El edredón fue cayéndose, mostrando un inerte espectro que era un cuerpo envuelto en una bata rosa de franela, contraído, patético… demasiado frágil para ser viable. Pero la respiración continuaba.
– Shirlee, tenemos visita. Es el doctor Alex Delaware. Es un buen hombre. Alex, te presento a la señorita Shirlee Ransom, mi hermana. Mi gemela. Mi compañera silenciosa.
Yo, simplemente, me quedé allí. Ella acarició el cabello de la mujer.
– Clínicamente es ciega y sorda…, funcionamiento cortical mínimo. Pero yo sé que nota a la gente, que tiene alguna conciencia de lo que la rodea. Puedo notarlo…, ella emite pequeñas vibraciones. Una tiene que estar sintonizada a ellas, tiene que estar en contacto físico con ella para notarlas.
Tomó mi mano, la puso sobre una frente fría y seca.
Y, volviéndose hacia Shirlee:
– ¿No es cierto, cariño? Sabes lo que está pasando, ¿no? Hoy estás casi zumbando.
Y, con una breve mirada, me invitó:
– Dile algo, Alex.
– Hola, Shirlee.
Nada.
– Eso es -dijo Sharon-. Está zumbando.
No había dejado de sonreír, pero había lágrimas en sus ojos. Soltó mi mano, habló con su hermana:
– Es Alex Delaware, cariño. Ya te he hablado de él. Es guapo, ¿verdad? Guapo y bueno.
Aguardé, mientras ella hablaba con una mujer que no podía oírla. Le cantó, le cotilleó cosas de la moda, la música, recetas de cocina, los acontecimientos de actualidad.
Luego dobló hacia abajo el edredón, hacia arriba la bata y dejó al descubierto unas costillas de despojo de pollo, patitas de palito, rodillas puntiagudas, piel suelta color gris cieno…, como los restos de una forma femenina tan patéticamente marchita, que tuve que mirar hacia otro lugar.
Sharon dio la vuelta a su hermana, suavemente, buscándole ulceraciones de la cama. Frotando, acariciando y masajeando, flexionando y estirando piernas y brazos, haciendo girar la mandíbula, examinándola tras de las orejas, antes de taparla de nuevo.
Después de volver a arroparla con el edredón y ahuecarle la almohada, le dio un centenar de pases al cabello con el cepillo, le secó el rostro con un trapo húmedo y maquilló las secas mejillas con base y colorete.
– Quiero que se parezca lo más posible a una dama. Para mantener su moral. Por su propia imagen femenina.
Alzó una mano inerte, inspeccionó unas uñas que eran sorprendentemente largas y sanas.
– ¡Qué bonitas las tienes, Shirl! -Volviéndose hacia mí-: ¡Las tiene tan sanas…, crecen más rápidas que las mías! ¿No es curioso, Alex?
Luego, nos sentamos en el Alfa y Sharon lloró un poco. Después, empezó a hablar en aquellas tonalidades átonas que había usado para contarme la muerte de sus padres:
– Ambas nacimos siendo absolutamente iguales. Copias de papel carbón una de la otra… quiero decir que nadie nos distinguía la una de la otra. -Lanzó una carcajada-. A veces, ni nosotras mismas nos podíamos diferenciar.
Recordando la fotografía de las dos niñas pequeñas, dije:
– Había una diferencia: erais gemelas idénticas de espejo.
Eso pareció estremecerla.
– Sí. Eso…, ella es zurda, yo soy diestra. Y los rizos de nuestro cabello van en direcciones opuestas.
Apartó la vista de mí, dio unos golpecitos al aro de madera del Volante.
– Es un extraño fenómeno, eso de los monozigotos de imagen de espejo, hablando desde un punto de vista científico. Bioquímicamente, no tiene ningún sentido. Dada una estructura genética idéntica en dos individuos, no debería haber ninguna diferencia entre ellos, ¿cierto? Y aún menos una inversión de los hemisferios cerebrales.
Sus ojos adquirieron una expresión soñadora, y los cerró.
– Te agradezco mucho que hayas venido. Realmente significa mucho para mí.
– Yo también estoy contento de haber venido.
Me tomó la mano, la suya temblaba.
– Adelante -le dije-. Me estabas hablando de lo muy similares que sois las dos.
– Copias de papel carbón -prosiguió-. E inseparables. Nos queríamos la una a la otra con una intensidad que nos salía de lo más profundo de nuestras entrañas. Vivíamos la una para la otra, lo hacíamos todo juntas, llorábamos histéricamente cuando nos separaban, hasta que ya nadie lo volvió a intentar. Éramos más que hermanas, más que gemelas… compañeras. Compañeras psíquicas, compartiendo una consciencia. Como si cada una de nosotras sólo pudiese estar completa en presencia de la otra. Teníamos nuestros propios idiomas, dos de ellos, uno hablado y el otro de gestos y miradas secretas. Nunca dejábamos de comunicarnos… incluso en nuestro sueño tendíamos las manos y nos tocábamos. Y compartíamos las mismas intuiciones, las mismas percepciones.
Se detuvo.
– Probablemente esto te suene extraño. Es difícil explicárselo a alguien que nunca ha tenido un gemelo, Alex; pero créeme: todas esas historias que se cuentan acerca de sincronía de sensaciones son ciertas. Desde luego lo fueron para nosotras. Aun ahora, a veces me despierto en medio de la noche con un dolor en mi tripa o un calambre en un brazo. Y llamo a Elmo y éste me dice que Shirlee ha pasado una mala noche.
– No me parece extraño. Ya he oído eso antes.
– Gracias por decir eso. -Me besó en la mejilla, se tironeó el lóbulo de la oreja-. Cuando éramos pequeñas tuvimos una maravillosa vida juntas: Mami y Papi, el gran piso de Park Avenue…, todas aquellas habitaciones, con cómodas y armarios en los que nos podíamos meter dentro. Nos encantaba ocultarnos…, nos encantaba ocultarnos al mundo. Pero nuestro lugar favorito era la casa de verano en Southampton. La propiedad llevaba generaciones en la familia. Hectáreas de hierba y arena. Una vieja y enorme monstruosidad de casa blanca, con suelos crujientes, mobiliario de enea que se estaba haciendo pedazos de viejo, antiguas y polvorientas alfombras, un hogar en piedra. Se alzaba en lo alto de un farallón que dominaba el océano y que descendía hasta el agua en un par de lugares. Nada muy elegante: sólo un par de torturados pinos viejos y dunas perezosas. La playa se extendía en forma de creciente, muy ancha y húmeda, y llena de hoyitos de almejas. Había un atracadero, con barcas de remos aseguradas al mismo…, danzaban a las olas, golpeaban contra la madera deformada. Eso nos asustaba, pero de un modo amable… y nos gustaba asustarnos a Shirl y a mí.
»En otoño, el cielo siempre tenía esa maravillosa tonalidad gris, con puntitos amarilloplateados allá donde el sol se abría camino. Y la playa estaba llena de cangrejos herradura y ermitaños, y medusas e hilos de algas que acababan en la orilla, en grandes enredos. Nos tirábamos sobre esos líos, nos envolvíamos con ellos, totalmente pringosas, y fingíamos ser dos princesitas sirenas con nuestros vestidos de seda y collares de perlas.
Se detuvo, se mordió el labio, y siguió:
– En el lado sur de la propiedad había una piscina. Grande, rectangular, de baldosas azules, con caballitos de mar pintados en el fondo. Mami y Papi nunca acabaron de decidirse por si querían una piscina abierta o cubierta, así que llegaron a un compromiso y construyeron sobre ella una casita, de enrejado blanco a los lados y con un techo encima, y el enrejado cubierto por hiedra salvaje. La usábamos mucho en verano, llenándonos de sal en el océano y luego quitándonosla con el agua dulce. Papi nos enseñó a nadar cuando teníamos dos años, y aprendimos con rapidez… nos acostumbramos al agua como dos pequeños renacuajos, solía decir él.
Otra pausa para recobrar el aliento. Un largo período de silencio que me hizo preguntarme si no habría acabado. Cuando habló de nuevo, su voz era más débil.
– Cuando acababa el verano, nadie le prestaba demasiada atención a la piscina. Los cuidadores no siempre limpiaban a fondo y el agua se ponía verde por las algas, olía mal. Shirl y yo teníamos prohibido ir allí, pero eso sólo lo hacía más atractivo. En el momento en que nos quedábamos solas, corríamos allí, atisbábamos a través del enrejado, veíamos aquel agua apestosa y nos imaginábamos que era una laguna llena de monstruos. Monstruos repugnantes que surgirían de entre aquella podredumbre y nos atacarían. Y decidimos que el mal olor era porque los monstruos estaban llenando el agua con sus excrementos…, caca de monstruo. -Sonrió, agitó la cabeza-. Bastante repulsivo, ¿no? Pero exactamente el tipo de fantasías que se imaginan los niños para dominar sus miedos.
Asentí con la cabeza.
– El único problema, Alex, fue que nuestros monstruos se materializaron.
Se secó los ojos, sacó la cabeza por la ventanilla e inspiró profundamente.
– Perdona -dijo.
– No pasa nada.
– Sí, sí lo pasa. Me dije a mí misma que mantendría la compostura. -Más inspiraciones profundas-. Era un día frío, un sábado gris. A finales de otoño. Teníamos tres años de edad, llevábamos puestos vestidos iguales de lana, con leotardos gruesos de lana y zapatos de charol, recién estrenados, que le habíamos suplicado a Mami nos dejase usar, a cambio de prometerle que no los rayaríamos en la arena. Era nuestro último fin de semana en la playa, hasta la siguiente primavera. Nos habíamos quedado más de lo que hubiésemos debido, pues la casa tenía una mala calefacción, y el frío estaba colándose desde el océano, era ese estilo de helor agudo, de la Costa Este, que se te mete en los huesos y se queda allí. El cielo estaba tan lleno de nubes de lluvia que casi era negro… y daba ese extraño olor como de moneda vieja que desprende el cielo de la costa antes de una tormenta.
»Nuestro chófer se había ido al pueblo a llenar el depósito y hacer que revisasen el coche antes de hacer el viaje de vuelta a Manhattan. El resto de la servidumbre estaba atareado, limpiando la casa. Mami y Papi estaban sentados en el solárium envueltos con mantas, tomándose un último martini. Shirl y yo correteábamos de una habitación a otra, desempaquetando lo que había sido empaquetado, abriendo lo que había sido cerrado, riendo y bromeando y, en general, metiéndonos en el camino de todo el mundo. Nuestro nivel de travesura era alto, porque sabíamos que no íbamos a volver allí por un tiempo, y estábamos decididas a sacarle todo el jugo posible al día, en lo que a diversión se refería. Finalmente, Mami y la servidumbre tuvieron ya bastante. Nos colocaron unos abrigos gruesos, nos pusieron chanclas de goma sobre nuestros zapatos nuevos, y nos mandaron con el aya a recoger conchas.
»Corrimos a la playa, pero la marea estaba subiendo y se había llevado todas las conchas, y las algas estaban demasiado frías para poder jugar con ellas. El aya empezó a flirtear con uno de los jardineros. Nos escapamos, y nos dirigimos directamente a la piscina.
»La puerta estaba cerrada, pero no con llave; el candado estaba en el suelo. Uno de los cuidadores había empezado a vaciar y limpiar la piscina; había cepillos y redes, y productos químicos y montones de algas por todas partes alrededor de la piscina…, pero el hombre no estaba allí. Y se había olvidado de cerrar. Nos colamos dentro. Dentro estaba oscuro; a través del enrejado sólo se veían cuadrados de cielo negro. El agua sucia estaba siendo succionada por medio de una manguera del jardín que iba hasta un sumidero de grava. Quedaban aún unas tres cuartas partes del agua, que ahora era verde ácido y burbujeante, y olía peor que nunca, con el gas sulfhídrico mezclado con todos los productos químicos que había vertido el trabajador. Nuestros ojos empezaron a escocernos. Comenzamos a toser, luego nos echamos a reír. ¡Aquello era realmente monstruoso…, nos encantaba!
»Empezamos a fingir que los monstruos se estaban alzando de la masa pútrida, y comenzamos a perseguirnos la una a la otra por la piscina, aullando y riéndonos, poniendo caras de monstruo, yendo más y más deprisa y poniéndonos frenéticas… en un estado hipnótico. Todo se desdibujó: sólo nos veíamos la una a la otra.
»El cemento estaba resbaladizo con todas aquellas algas y la espuma de los productos químicos. Nuestras chanclas eran de suela pulida y empezamos a patinar por allá. Eso también nos gustó: nos imaginamos que estábamos en una pista de hielo, tratamos deliberadamente de patinar. Nos lo estábamos pasando muy bien, perdidas en el momento, enfocadas en nuestros propios interiores… como si fuéramos un solo ser. Y dimos vueltas y vueltas, aullando y resbalando y patinando. Entonces, de repente, vi a Shirl lanzarse en una gran patinada y seguir patinando; y vi una expresión terrible aparecer en su rostro mientras extendía los brazos para equilibrarse. Pidió auxilio. Supe que aquello ya no era juego, y corrí a agarrarla, pero caí de culo y justo en ese momento ella lanzó un horrible alarido y se hundió, pies por delante, en la piscina.
»Me puse en pie, vi sobresalir su mano, con sus dedos cerrándose y abriéndose, me lancé hacia ella, pero no la podía alcanzar, así que me eché a berrear y gritar pidiendo ayuda. Resbalé de nuevo y corrí a caerme de culo, finalmente pude ponerme en pie y corrí al borde de la piscina. La mano de ella había desaparecido. Aullé su nombre, y eso hizo acudir al aya. La cara que había puesto mi hermana, la sorpresa, el terror mientras se hundía, seguían conmigo, y no dejé de berrear, mientras el aya me preguntaba dónde estaba. No podía contestarle. La había absorbido, me había convertido en ella. ¡Yo sabía que ella se estaba ahogando, yo misma podía sentir que no me era posible respirar y me ahogaba, saboreaba el agua pútrida llenando mi nariz, mi boca y mis pulmones!
»El aya me estaba zarandeando, abofeteándome. Yo estaba hiperventilando, pero de algún modo conseguí señalar a la piscina.
«Entonces llegaron Mami, y Papi y parte de la servidumbre. El aya se tiró al agua. Mami estaba gimiendo a gritos: «¡Mi nenita, ay mi nenita!», mordiéndose los dedos… manchándose la ropa de rojo. El aya estaba buceando, saliendo a la superficie y jadeando, cubierta de porquería. Papi se quitó los zapatos a patadas, se arrancó la chaqueta y se zambulló. Una zambullida perfecta. Un momento más tarde salió a la superficie con Shirlee en brazos. Estaba inerte, totalmente cubierta de porquería, pálida y con cara de muerta. Papi trató de hacerle la respiración artificial. Mami aún jadeaba… ¡sus dedos chorreaban sangre! El aya estaba desplomada en el suelo, también ella aparentemente muerta. Las criadas estaban sollozando. Los cuidadores miraban…, pensé que a mí. ¡Me estaban culpando a mí! Empecé a aullar y arañarles, alguien dijo: «Lleváosla de aquí», y todo se puso oscuro.
El contarme la historia la había hecho quedar bañada en sudor. Le di mi pañuelo. Lo tomó sin comentario alguno, se secó el rostro, y continuó:
– Me desperté de vuelta ya en Park Avenue. Era el día siguiente, alguien debía de haberme dado un sedante. Me dijeron que Shirlee había muerto, y la habían enterrado. Ya no se volvió a hablar de ella. Mi vida había cambiado, estaba vacía…, pero no quería hablar de aquello. Ni siquiera ahora puedo hablar de aquello. Baste con decir que tuve que reconstruirme, que aprender a ser una nueva persona. Una compañera sin compañera. Lo llegué a aceptar, a vivir en mi cabeza, apartada del mundo. Y, al cabo, dejé de pensar en Shirlee…, dejé de hacerlo de un modo consciente. Hice todo lo que se esperaba de mí: siendo una buena chica, sacando buenas notas, no alzando jamás la voz. Pero estaba vacía… me faltaba algo. Así que decidí hacerme psicóloga, para descubrir qué era ese algo. Me trasladé aquí, te conocí, comencé realmente a vivir. Pero entonces todo volvió a cambiar, al morir Mami y Papi. Tuve que regresar al Este para hablar con su abogado. Era un hombre agradable: un hombre apuesto, de aspecto paternal; lo recordaba vagamente de algunas fiestas en casa. Me llevó a la Russian Tea Room y me habló del fondo en fideicomiso, de la casa; me habló un montón de mis nuevas responsabilidades, pero no acababa de ser claro y de decirme cuáles eran. Cuando al fin le pregunté de qué me estaba hablando, se puso claramente nervioso y pidió la cuenta.
«Salimos del restaurante, caminamos por la Quinta Avenida, pasando frente a todas aquellas bonitas tiendas que tanto le habían gustado a Mami. Caminamos en silencio durante varias manzanas y, al fin, me habló de Shirlee. De que no había muerto, que estaba comatosa cuando Papi la había sacado de la piscina, y se había quedado así: dañada, con funcionamiento cerebral mínimo. Y durante todo el tiempo en que yo la había creído muerta, había estado viviendo en una institución médica, en Connecticut. Mami era toda una dama, muy señora ella pero no era fuerte, no sabía cómo enfrentarse a la adversidad.
»El abogado me dijo que se daba cuenta de que aquello me llegaba como un auténtico shock, que lamentaba que yo me sintiese mal, por creer que todos me habían estado mintiendo; pero que aquello era lo que Papi y Mami habían creído mejor. Sin embargo, ahora mis padres habían desaparecido y, dado que yo era su pariente más próximo, Shirlee era responsabilidad mía. Pero aquello no tenía que convertirse en una carga para mí. Él…, su firma legal, asumirían la tutoría de mi hermana, se ocuparían de todas las cuestiones financieras, administrarían su fondo en fideicomiso, para asegurarse de que siguiesen siendo pagados sus gastos médicos. No había ninguna necesidad por mi parte de alterar mi forma de vida. Tenía unos papeles que yo debía firmar, y ellos se ocuparían del resto.
»Me desbordó una ira de la que no me creía capaz, comencé a gritarle allá mismo, en la Quinta Avenida, exigiendo verla. Trató de convencerme para que no lo hiciera, me dijo que debía al menos esperar hasta que se me pasara el shock. Pero yo insistí, tenía que verla de inmediato. Pidió una limusina. Viajamos a Connecticut. El sitio era grande y de aspecto agradable: una vieja mansión de piedra, prados bien cuidados, un gran porche-solario, enfermeras con uniformes almidonados, doctores con acento alemán. Pero ella necesitaba algo más que esto: necesitaba ver a su compañera. Le dije al abogado que ella se iba a venir conmigo a mi regreso a California, así que la tuviesen preparada para viajar en una semana.
»De nuevo trató de hacerme cambiar de idea. Me dijo que ya antes había visto este tipo de cosa: el sentido de culpabilidad del superviviente. Y, cuanto más hablaba, más me enfadaba yo… ¡pobre hombre! Pero, como yo ya era mayor de edad, no tenía elección. Regresé a L. A. llena de buenos propósitos, orgullosa con el deber cumplido…, ya no era una estudiante más en la maquinaria universitaria, era una mujer con una misión en la vida. Pero en el mismo momento en que entré en mi habitación del Colegio Mayor, cayó sobre mí lo tremendo que era todo aquello. Me di cuenta de que mi vida ya no volvería a ser la misma, que ya nunca sería normal. Me enfrenté a ello no parando ni un instante, dándole órdenes al abogado, trasladándome a la casa, firmando papeles. Convenciéndome a mí misma, Alex, de que estaba al cargo de todo. Le encontré este hospital…, no tiene un aspecto demasiado agradable por fuera, pero la tratan de un modo muy especial. Elmo es fantástico, está totalmente dedicado a los cuidados personalizados.
Alzó mi mano hasta su mejilla, luego la colocó sobre su regazo y la apretó allí, firmemente.
– Y ahora te toca el turno, Alex. Tu entrada en este follón. La noche en que me hallaste con la foto era poco después de que hubieran traído a Shirlee en avión… ¡vaya trabajo sólo el sacarla de un avión y meterla en una ambulancia! Llevaba días sin dormir y estaba en tensión y fatigada. La foto había llegado en una caja con otros papeles de la familia: estaba en el bolso de Mami el día en que murió.
«Comencé a mirarla, y me caí dentro de ella, como Alicia se cayó agujero abajo. Estaba tratando de integrarlo todo, de recordar los buenos viejos tiempos. Pero al mismo tiempo me sentía muy irritada por haber sido engañada, por el hecho de que mi vida entera había sido un engaño…, cada momento teñido de mentiras. Me sentía mala, Alex, llena de náuseas. Tenía arcadas que me surgían de lo más profundo del estómago. Era como si la foto me hubiese atrapado… me estuviese devorando del mismo modo que la piscina se había tragado a Shirlee. Me quedé como atontada, lo estuve durante días…, estaba colgando de mi cordura por un hilo cuando llegaste tú.
»No te oí llegar, Alex. Ni te vi hasta que estuviste encima de mí. Y parecías irritado, como juzgándome. Regañándome. Cuando tomaste la foto del suelo y la examinaste, fue como si me hubieses invadido, o te hubieras abierto paso con violencia al interior de mi dolor privado. Y yo quería ese dolor para mí sola…, quería algo para mí sola. Así que estallé. Lo siento mucho.
Devolví la presión de su mano.
– No pasa nada.
– El siguiente par de semanas fue horrible, una pura pesadilla. Me preocupaba lo que había hecho contigo y conmigo; pero, francamente, no tenía fuerzas para poder hacer algo al respecto, me culpaba porque no podía obligarme a sentir algo más de emoción. Tenía tanto de lo que preocuparme: mi rabia contra mis padres por haberme mentido, mi dolor por haberlos perdido, mi ira contra Shirlee por regresar tan estropeada, por ser incapaz de responder a mi amor. En ese tiempo no me di cuenta de que estaba vibrando, tratando de comunicarse conmigo. Eran demasiados cambios a la vez. Como una maraña de cables cargados que se entrecruzaban y me abrasaban el cerebro. Me busqué ayuda.
– Kruse.
– A pesar de lo que tú opines de él, me ayudó, Alex. Me ayudó a recomponerme. Y me dijo que tú vendrías a buscarme, lo que me haría saber que te preocupabas por mí. Y yo me preocupaba por ti…, por esto finalmente me obligué a verme contigo, a pesar de que Paul me dijo que aún no estaba preparada. Y tenía razón: me porté como una ninfomaníaca porque me sentía que no valía nada, que había perdido el control, y pensaba que te debía algo. El actuar como una bomba erótica me hacía sentir que controlaba la situación, como si estuviera despojándome de mi vieja personalidad y adoptando una nueva; pero sólo por poco tiempo. Luego, mientras tú dormías, sentí desprecio por lo que yo había hecho, y sentí desprecio por ti. Y lo eché todo encima tuyo, porque tú estabas allí.
Apartó la mirada.
– Y, porque tú eras bueno, yo eché a perder lo que teníamos, pues era incapaz de tolerar la bondad. Alex: no creía merecerme la bondad. Y, después de tantos años, aún lamento aquello.
Me quedé sentado, tratando de asimilarlo todo.
Se inclinó hacia mí y me besó. Gradualmente, el beso fue calentándose y haciéndose más profundo y nos encontramos apretados el uno contra el otro, tocándonos, con nuestras lenguas bailando. Después, ambos nos apartamos.
– Sharon…
– Sí, lo sé -dijo ella-. Otra vez no. ¿Cómo sabrías si estás a salvo?
– Yo…
Colocó un dedo sobre mis labios.
– No hay razón para dar explicaciones, Alex. Es historia antigua. Sólo quería demostrarte que no soy totalmente mala.
Me quedé en silencio, no le dije lo que me pasaba por la cabeza. Que quizá podríamos volver a empezar… lenta, cuidadosamente. Ahora que los dos habíamos crecido.
– Ahora te dejaré ir -cortó ella el silencio.
Volvimos, cada uno en su coche.
De vuelta de la casa de Kruse, me quedé sentado en mi sala de estar, con las luces apagadas y le di vueltas a todo, una y otra vez, dentro de mi cabeza: Park Avenue, veraneos en Southampton. Mami y Papi. Martinis en el solárium. Estereotipos de la alta sociedad.
Mi vida entera había sido un engaño… cada momento teñido de mentiras.
Pensé en Shirlee Ransom. Vegetativa. Chillando como un muñeco. Me pregunté si algún retazo de la historia habría sido cierto.
Si amaba a su gemela, ¿cómo podía haberse matado, abandonando a una impedida sin esperanza alguna de curación?
A menos que Shirlee también estuviera muerta.
S y S, compañeras silenciosas.
Un par de niñitas, hermosas, de cabello oscuro. Montañas al fondo. Cornetes de helado en manos opuestas.
Gemelas de espejo. Ella es zurda, yo diestra.
De repente me di cuenta de lo que me había estado preocupando de la película porno…, aquello que todo el rato había estado en la punta de mi lengua y no había podido expresar.
Sharon era diestra, pero para acariciar, para dar masajes en la película, había preferido la mano izquierda.
El actuar como una bomba erótica me hacía sentir que controlaba la situación, como si me estuviera despojando de mi vieja personalidad y adoptado una nueva.
¿Cambiando? ¿Probando una nueva identidad?
La mano izquierda. La siniestra… Siniestra: algunas culturas primitivas consideraban aquello como malvado.
Colocándose una peluca rubia y convirtiéndose en una chica mala… una zurda chica siniestra.
De repente, algo de la historia del accidente en la piscina me empezó a preocupar…, algo que no me había preocupado seis años antes, cuando quería creerla.
Los detalles, las imágenes tan coloristas.
Demasiado complejo para una niña de tres años. Demasiado para ser recordado por alguien que casi era un bebé.
Detalles practicados. ¿O una mentira bien aprendida? ¿Se la habían enseñado? ¿Le habían amplificado la memoria?
Como se hace mediante la hipnosis.
Como hacia Paul Kruse, experto hipnotizador. Cineasta amateur. Profesional de lo sórdido.
Ahora estaba seguro de que él había sabido lo suficiente como para llenar todos los espacios en blanco. Y había muerto con ese conocimiento. De un modo horrible, sangriento, llevándose a dos personas más con él.
Y yo, más que nunca, quería saber el porqué.