Una película porno.
La «investigación» de Kruse.
Explorando los límites de la sexualidad humana.
Larry se había reído de ello, pero con una cierta vergüenza. El trabajar para Kruse era una fase de su carrera que, claramente, deseaba olvidar. Ahora iba a serle recordada de nuevo. Llamé a su oficina en Brentwood, utilizando la línea privada, que no estaba controlada por el servicio de mensajes.
– Estoy con un paciente -me dijo, en voz baja-. ¿Puedo llamarte a menos cuarto?
Lo hizo, exactamente a las 2,45, mordisqueando algo y hablándome entre bocados.
– ¿Ya me echabas en falta, D? ¿De qué me quieres hablar?
– De Sharon Ransom.
– Oh, sí… leí lo que pasó. ¡Oh, Dios… lo había olvidado! Vosotros dos estabais liados entonces, ¿no es cierto?
– Ella estaba en la fiesta, Larry. Me la tropecé cuando tú fuiste a hacer tu llamada. Hablé con ella el día antes de que muriese.
– Jesús! ¿Tenía mal aspecto?
– Estaba un poco hundida. Me dijo que las cosas no le iban bien. Pero no me dijo nada tremendo, nada que pusiese en marcha ninguna alarma. No obstante, tú y yo sabemos el valor que tiene eso.
– Ajá, la vieja intuición profesional. Daría lo mismo que usásemos un tablero ouija de adivinación…
Silencio.
– Sharon Ransom -dijo-. Irreal. Antes era muy guapa.
– Seguía siéndolo.
– Irreal -repitió-. No la vi desde la universidad, jamás me la encontré en reuniones o convenciones.
– Vivía en L.A.
– Una dama misteriosa. Siempre lo pareció.
– ¿Trabajó en el proyecto de la porno, Larry?
– No mientras yo estuve en él. ¿Por qué?
Le dije lo de que era la ayudante de Kruse. Y lo de la película.
– Bienvenido a Hollywood, el país de las cosas raras -me dijo, pero no parecía asombrado, y yo lo comenté.
– Eso es porque no estoy asombrado, D. Quizá me hubiera sorprendido en cualquier otro, pero no en ella.
– ¿Y por qué eso?
– A decir verdad, siempre pensé que era rara.
– ¿En qué sentido?
– Nada muy visible, pero había algo en ella que no ligaba…, como un cuadro hermoso que está colgado torcido.
– Nunca me dijiste nada de esto.
– Si te hubiera dicho que tu amiguita era un poco rara en lo que se refería a su personalidad, ¿me hubieras escuchado con calma, para decirme luego: «¡Ostras, Larry, gracias!»
– No.
– Exacto, no. Por el contrario, muy posiblemente te hubieras cabreado de mala manera, y posiblemente no me hubieras vuelto a hablar. No, no, amiguito, el tío Larry mantiene la boca cerrada. La primera norma de la terapia es: cuando no estés seguro, no digas nada. Y yo no estaba seguro. No es como si la estuviera diagnosticando de un modo formal… esto sólo era una impresión. Además, tú parecías estar disfrutando, y no me parecía que fueras a casarte con ella.
– ¿Por qué no?
– Ella no parecía de esas que se casan.
– ¿Qué más parecía?
– Una de esas personas que siempre están por ahí, y por las que uno acaba destruyendo su vida, D. Pero imaginé que tú eras demasiado listo para caer en eso… y lo fuiste, ¿no?
Pausa.
– Déjame hacerte una pregunta y no te ofendas -me dijo-: ¿Era buena en la cama?
– En realidad no.
– ¿Hacía todo lo que hay que hacer, pero la verdad es que no le iba la cosa?
Me asombré.
– ¿Qué es lo que te hace decir eso?
– Al hablarme de la película, me he dado cuenta de qué era lo que ella me recordaba: una de esas actrices porno que Kruse acostumbraba a tener en sus películas. Conocí a algunas cuando trabajaba para él. Esas chicas rezumaban sex-appeal, y parecía que le pudieran chupar la sangre a las rocas, pero a uno le daba la impresión de que todo era una capa superficial, algo que se quitaban con el maquillaje. La sensualidad no estaba integrada en sus personalidades…, sabían cómo separar sus sentimientos de su comportamiento.
– Separar -dije-, ¿como en los casos límite?
– Exacto. Pero no me tomes equivocadamente: no estoy diciendo que Sharon fuese un caso límite, ni siquiera que lo fuesen esas actrices. Pero todas tenían en ellas algo de esa cualidad de caso límite. ¿Me he acercado al blanco?
– Has dado de lleno en el centro -le dije-. Tenía las típicas cualidades del caso límite. Y, durante todo este tiempo, jamás lo consideré así.
– No te culpes por eso, D. Tú estabas yéndote a la cama con ella…, tenías un caso grave de ceguera de coño. De quien menos hubiera esperado un diagnóstico sobre ella es de ti. Pero lo que no me sorprende es que ella hiciese una película guarra.
Un caso límite de desorden de la personalidad. Si Sharon se había merecido esa diagnosis, yo había estado flirteando con el desastre.
El paciente caso límite es la pesadilla de los terapeutas. Durante mis años de entrenamiento, antes de que decidiese especializarme en niños, traté más casos de ésos de los que hubiese sido normal, y comprobé lo anterior, a las bravas.
O, mejor dicho, intenté tratarlos. Porque los casos límite nunca mejoran. Lo mejor que puedes lograr es ayudarlos a ir tirando, sin que te arrastren al interior de su patología. A primera vista parecen normales, a veces incluso supernormales, llevando a cabo trabajos de alta presión y siendo excelentes en ellos. Pero caminan de continuo por una cuerda floja que va de la cordura a la locura, son incapaces de cimentar relaciones, incapaces de conseguir penetrar en las cosas, nunca están libres de una profunda y corrosiva sensación de inutilidad y de ira, que, inevitablemente, les lleva hacia la autodestrucción.
Son los crónicamente deprimidos, los determinadamente adictivos, los compulsivamente divorciados, los que viven yendo de un desastre emocional al siguiente. Saltarines de cama en cama, gente a la que hay que hacerles lavados de estómago para sacarles el veneno, tipos que se tiran a la autopista, y esos otros a los que vemos sentados en los bancos, con los ojos tristes, los brazos llenos de pinchazos y con unas heridas psíquicas que jamás pueden ser suturadas. Sus egos son tan frágiles como el azúcar hilado, sus psiques están irreversiblemente fragmentadas, como un rompecabezas al que le faltan algunas piezas cruciales. Interpretan papeles a la maravilla, son excelsos en ser cualquiera menos ellos mismos, ansían la intimidad, pero la rechazan cuando la hallan. Algunos de ellos gravitan hacia las tablas o la pantalla; otros llevan a cabo sus actuaciones de maneras más sutiles.
Nadie sabe cómo o por qué un caso límite se convierte en un caso límite. Los freudianos dicen que es debido a una privación sentimental durante los primeros dos años de la vida; los ingenieros bioquímicos echan las culpas a un cableado defectuoso. Ninguna de las dos escuelas afirma ser capaz de ayudarlos demasiado.
Los casos límite van de terapeuta en terapeuta, esperando hallar la fórmula mágica que los libere de su sensación de vacío. Y se vuelven hacia las fórmulas químicas, devorando tranquilizantes y antidepresivos, alcohol y cocaína. Se ponen en manos de gurus y vendedores de paraísos, de cualquier timador carismático que les prometa solucionarles de inmediato su dolor. Y acaban tomando unas vacaciones temporales en los hospitales psiquiátricos o los presidios, saliendo de ellos con buen aspecto y llenando de esperanzas a todo el mundo. Hasta la siguiente recaída, real o imaginada, hasta la siguiente excursión al daño autoinfligido.
Lo que no hacen es cambiar.
Ada Small me había hablado en una ocasión de ello… y había sido la única vez que recuerdo haber notado ira en su voz:
Mantente apartado de ellos, Alex, si quieres parecer competente. O cada vez te harán quedar como un estúpido. Trabajarás en lograr una relación con ellos durante meses, incluso años, finalmente creerás que ya lo has logrado, y que ya estás preparado para hacer algún trabajo significativo, quizás incluso lograr poner en marcha algún cambio, y te dejarán en la estacada al siguiente momento. Te quedarás preguntándote qué será lo que has hecho mal, incluso si habrás elegido la profesión adecuada. Y no serás tú…, son ellos. Pueden parecer estar maravillosamente bien en un momento dado, para estar al borde del abismo en el siguiente.
Al borde del abismo.
Más que con cualquier otro paciente psiquiátrico, cabe esperar que los casos límite intenten suicidarse. Y que lo logren.
– Yo acostumbraba a estar perdiendo el tiempo por ahí con actrices -me estaba diciendo Larry-. Llegué a conocer bastante bien a algunas de ellas y empecé a comprenderlas…, a comprender su promiscuidad, el cómo era que hacían lo que hacían. Desde el punto de vista de un caso límite, la promiscuidad puede ser una adaptación medio decente, la partición perfecta: un hombre para la amistad, otro para la estimulación intelectual, otro para el sexo. Partir, partir, partir, limpia y claramente. Si no se puede lograr la intimidad, desde luego esto es mejor que la soledad. El dividir también es un modo excelente para autodistanciarse del hecho de que la jodan en la pantalla, y de que los tipos se la meneen en su cara. Esto también vale para el trabajo de la que hace strip-tease. Al fin y al cabo, es un trabajo como otro cualquiera. Quiero decir, ¿cómo, si no, podrías hacerlo y luego irte a casa y prepararte macarrones con queso rayado y hacer el crucigrama? Las chicas me admitieron que tenía razón, que cuando estaban ante la cámara era como el mirar a otra persona haciendo todo aquello.
– Disociación -dije.
– Al máximo grado.
Pensé en toda la fragmentación de la vida de Sharon. El modo rutinario, finalmente desapasionado, en que hacía el amor. La negativa a vivir conmigo, a vivir con nadie. La frialdad con la que había hablado de sus padres muertos. El dedicarse a una profesión consistente en ayudar a la gente, y seducir a sus pacientes. El graduarse, pero jamás obtener su licencia para ejercer. La horrible noche en que la había hallado con la foto de su gemela.
Soy su única hijita.
Las mentiras.
El círculo vicioso.
El asociarse con un tipo como Kruse.
– ¿Filmó Kruse alguna vez a sus estudiantes, Larry?
– ¿Crees que él le hizo hacer la película?
– Es lógico. Era su supervisor. Y estaba metido en la porno.
– Supongo que sí. Excepto que lo suyo no eran las peliculitas mudas, en blanco y negro. Lo suyo eran producciones de media hora de duración, en color y sonorizadas. Se suponía que eran ayudas maritales para las parejas con disfunciones sexuales, pseudodocumentales con una advertencia al principio, y un tipo con una voz que se parece a la de Orson Welles haciendo una narración en «off», mientras la cámara rueda. Además, Kruse empleaba actores y actrices. Profesionales. Nunca vi a un estudiante en ninguna de sus películas.
– Pudo haber películas que tú no vieses.
– Estoy seguro de que las había. Pero, ¿tienes alguna prueba de que él la filmase a ella?
– No, sólo es una corazonada.
– ¿Y qué es lo que sabes de esa película, además de que ella actuaba?
– Se supone que era una de esas historias de seducción del doctor por la paciente. La persona que me la ha descrito tampoco la ha visto, y ahora la película ha desaparecido.
– Así que, básicamente, de lo que me estás hablando es de una información de tercera mano…, de la vieja radio macuto. Y ya sabes cómo va mejorando la versión, cada vez que se cuenta. Quizá ni siquiera era ella.
– Quizá.
Pausa.
– ¿Quieres tratar de averiguarlo?
– ¿Y cómo?
– Puede que yo consiga hacerme con una copia. Mis viejos contactos del proyecto de investigación.
– No sé -dudé.
– Claro -dijo-. Sería un tanto mórbido… Olvida que lo mencioné. ¡Ostras, se me acaba de encender la lucecita! Tengo a un paciente esperándome en la salita. ¿Tienes algo más en mente?
Luché con mis sentimientos. Curiosidad… no, Delaware dilo tal cual es: voyeurismo… esto, enzarzado en mortal combate con el miedo de enterarme de verdades aún más repugnantes.
Pero le dije:
– Mira a ver si te puedes hacer con la película.
– ¿Estás seguro?
No lo estaba, pero me escuché a mí mismo diciendo que sí.
– De acuerdo -me contestó-. Me pondré en contacto contigo tan pronto como sepa algo.
La conversación del día anterior con Robin…, mi irritabilidad, el modo en que las cosas habían resultado, aún seguía carcomiéndome la mente. A las cuatro la llamé. Me contestó la última persona con la que deseaba hablar.
– ¿Sí?
– Soy yo, Rosalie.
– No está aquí.
– ¿A qué hora esperas que regrese?
– No lo ha dicho.
– De acuerdo. ¿Me harías el favor de decirle…?
– No voy a decirle nada. ¿Por qué no lo dejas correr? Ella no quiere estar contigo. ¿Es que no resulta claro de ver?
– Lo será cuando me lo diga ella, Rosalie.
– Escucha. Sé que se supone que eres muy listo y todo eso, pero no lo eres tanto como te imaginas. Tú y ella os creéis que ya sois creciditos, os pensáis que lo sabéis todo, que no necesitáis consejos de nadie. Pero ella sigue siendo mi niña, y no me gusta que la gente la presione.
– ¿Te crees que yo la presiono?
– Cuando a uno le molesta que le digan algo… Ayer, después de que habló contigo, estuvo mohína todo el resto del día, del mismo modo en que se ponía cuando era una niña y no lograba hacer lo que le venía en gana. Gracias a Dios la llamaron unos amigos, así que quizá finalmente pueda pasárselo bien. Es una buena chica, y no tiene por qué pasar esos malos tragos. Así que… ¿por qué no la olvidas?
– No voy a olvidar nada: la amo.
– Mamarrachadas. Palabrería.
Rechiné los dientes.
– Tú dale mi recado, Rosalie.
– Haz tú mismo tu trabajo sucio.
Blam, teléfono colgado.
Me quedé quieto, tieso de rabia, sintiéndome aislado e inerme. Y me fui enfadando con Robin, por dejarse proteger como una niña.
Luego me calmé y me di cuenta de que Robin no tenía ni idea de que la estaban protegiendo, no tenía motivo alguno de esperar que su madre la fuera a proteger. Ellas dos nunca habían tenido una relación muy estrecha. Papi se había ocupado de ello. Ahora, Rosalie estaba tratando de reafirmar sus derechos maternos.
Sentí pena por Rosalie, pero eso sólo calmó en parte mi ira. Y aún seguía queriendo hablar con Robin, para ver de solucionar la situación. ¿Por qué demonios estaba resultando ser tan difícil?
El teléfono no era el medio adecuado para hacer aquello. Necesitábamos estar un tiempo a solas, el ambiente adecuado.
Llamé a dos compañías aéreas para informarme sobre los horarios de vuelo a San Luis. En ambas, unos mensajes grabados me pidieron que esperara. Cuando sonó el timbre de la puerta, colgué.
Sonó de nuevo. Fui a la puerta y observé por la mirilla: vi un rostro conocido, ancho, grande y como nudoso, de un aspecto casi juvenil, a excepción de los orificios del acné, que cubrían las mejillas. Un áspero cabello negro, ya algo canoso, muy cortado, en un estilo pasado de moda, junto a las orejas y dejado largo en la parte alta, con una onda a lo Kennedy que le caía sobre una baja y cuadrada frente y unas patillas que llegaban a la parte baja de los carnosos lóbulos de las orejas. Una gran nariz, de puente muy alto, un par de ojos asombrosamente verdes bajo peludas cejas negras. Una piel pálida, ahora lacada por el brillante rosa de la quemadura del sol, con la nariz roja y empezando a pelarse. Y la totalidad de ese feo rostro, haciendo una mueca de disgusto.
Abrí la puerta.
– ¿Cuatro días antes, Milo? ¿Sentías nostalgia de la civilización?
– Pescado -me dijo, ignorando la pregunta y alzando una nevera metálica portátil. Me miró-. Tienes un aspecto espantoso.
– Oye, gracias. Pues tú, pareces un yogur de fresa. Y batido de abajo arriba.
Hizo una mueca.
– Me pica por todas partes. Toma, cógelo. Tengo que rascarme.
Me pasó la nevera. El peso me hizo dar un paso hacia atrás. La llevé al interior de la casa, y la coloqué en un mostrador de la cocina. Él me siguió y se desplomó en una silla, estirando sus largas piernas y pasándose las manos por la cara, como si se la lavase sin agua.
– Bueno -dijo abriendo los brazos-. ¿Qué te parece? Igualito que el modelo de una de esas revistas de caza y pesca, ¿no?
Llevaba puesta una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones color caqui, abombados en los tobillos, unas botas altas de lazos y suela de goma, y un chaleco caqui de pescador con una docena de compartimentos cerrados por cremalleras. De uno de los bolsillos colgaban cebos para trucha. Del cinto le pendía un cuchillo de pesca metido en una funda. Había ganado peso: debía andar cerca de los noventa y cinco kilos… y la camisa le venía estrecha, con los botones tirantes.
– Asombroso -comenté.
Gruñó y se aflojó los cordones de las botas.
– Rick -me dijo-. Me obligó a ir de compras, insistió en que teníamos que ir más machos que nadie.
– ¿Y lo lograsteis?
– Oh, sí. Íbamos vestidos tan a lo duro, que les dimos un susto de muerte a los peces. Los muy mamoncillos saltaban del río directos a nuestra sartén, llevando ya una rodaja de limón en la boca.
Reí.
– ¡Hey! -exclamó-. ¡El tipo aún se acuerda de cómo se ríe uno! ¿Qué pasa, amigo, quién se ha muerto?
Antes de que le pudiera contestar, ya estaba de pie, abriendo la nevera portátil y sacando de ella dos grandes truchas envueltas en plástico.
– Dame una sartén, mantequilla, ajo, y cebollas… no, perdóname, ésta es una casa de clase alta… chalotas. Dame chalotas. ¿Tienes algo de cerveza?
Saqué una Grolsch de la nevera, la abrí y se la di.
– ¿No me acompañas? -me preguntó, echando la cabeza atrás y bebiendo de la botella.
– Ahora mismo no. -Le di la sartén y un cuchillo y volví a rebuscar en la nevera, que estaba casi vacía-. Aquí está la mantequilla. No hay chalotas. Ni tampoco ajo, sólo esto.
Miró a la agostada media cebolla de Bermudas que sostenía en mi mano. La tomó y dijo:
– Vaya, vaya… me está usted fallando, doctor Suave. Voy a tener que denunciarle a la Patrulla Alimentaria.
Tomó la cebolla, la cortó por la mitad y, de inmediato, sus ojos empezaron a lagrimear. Apartándose y frotándoselos, me dijo:
– Aún mejor, vamos a jugar a cazadores y recolectores. Mi cazar, tú cocinar.
Se sentó, a beberse la cerveza. Yo alcé la trucha y la inspeccioné. Había sido abierta y limpiada como por un experto.
– Bonito, ¿eh? -me dijo-. Es lo bueno de llevarte un cirujano contigo.
– ¿Dónde está Rick?
– Durmiendo un poco, ahora que puede. Tiene una guardia de veinticuatro horas en la Sala de Emergencias, luego veinticuatro horas libres y ha de volver de nuevo para el turno del sábado por la noche… heridas de arma de fuego y todo tipo de estupideces malvadas. Después de eso tendrá que empezar a ir a la Clínica Gratuita, a aconsejar a pacientes de sida. Vaya tipo, ¿eh? De repente, resulta que estoy viviendo con Schweitzer.
Estaba sonriendo, pero su voz mostraba irritación, y me pregunté si Rick y él estarían por pasar otro período malo. Esperaba que no: yo no tenía ni la energía ni la voluntad de enfrentarme a ello.
– ¿Qué tal son las grandes extensiones salvajes?
– ¿Y qué te puedo decir? Hicimos todo eso de la acampada de los boy scouts…, mi papaíto hubiese estado muy orgulloso de mí. Hallamos un sitio maravilloso, cerca del río, corriente abajo de las aguas turbulentas. El último día que estuvimos allí se acercó a nosotros una canoa llena de gente del tipo ejecutivo, que iban costeando: banqueros, técnicos en ordenadores… ya conoces el tipo de persona. Se portan de un modo tan modoso todo el año, que en el momento en que se alejan de casa les da el muermo y se convierten en idiotas balbucientes. Bueno, el caso es que esos cretinos nos llegan río abajo, borrachos como una cuba y más ruidosos que el estampido supersónico de un avión, nos ven, se bajan los pantalones y nos enseñan el culo…
Lanzó una sonrisa malévola.
– Si hubieran sabido a quién les estaban enseñando sus culos… ¿eh? ¡Pánico en la Convención Republicana!
Reí y comencé a freír la cebolla. Milo fue a la nevera, tomó otra cerveza y regresó, con aspecto serio.
– No hay nada ahí dentro -me dijo-. ¿Qué pasa?
– Tengo que ir a comprar.
– Ah, ya. -Metió la mano bajo la camisa y se rascó el pecho. Paseó arriba y abajo por la cocina y me dijo-: ¿Y cómo está la encantadora señora Castagna?
– Trabajando duro.
– Ah, ya. -Siguió paseando.
La cebolla se tornó traslúcida. Añadí más mantequilla a la sartén y puse las truchas en ella. Sisearon y chispearon, y el olor a pescado fresco llenó la cocina.
– ¡Ah! -dijo-. No hay nada como un amigo en casa, que se ponga a la cocina. ¿También sabes limpiar los cristales?
– ¿Por qué has regresado tan pronto? -le pregunté.
– Demasiada belleza prístina y virgen…, ya no podíamos soportarlo. Es asombroso las cosas que uno descubre acerca de su penoso yo, allá en la naturaleza salvaje. Parece que los dos somos un par de adictos de la porquería urbana. Todo ese aire limpio y aquella calma nos daba repeluznos. -Bebió más cerveza, agitó la cabeza-. Ya sabes cómo somos… un matrimonio ideal, hasta que pasamos demasiado tiempo juntos. Pero ya basta de la dulce agonía de las relaciones. ¿Cómo están esas truchas?
– Ya casi están.
– Vete con cuidado de no hacerlas demasiado.
– ¿Quieres acabarlas tú?
– ¡Uy, qué sensible!
Le serví una trucha y media y puse la otra media en mi plato. Luego llené dos vasos de agua helada y los llevé a la mesa. Tenía una botella de vino blanco por alguna parte, pero no estaba fría. Además, yo no tenía ganas de beber, y lo que menos necesitaba Milo en este momento era más alcohol.
Miró el agua como si estuviese polucionada, pero de todos modos la bebió. Tras acabar su trucha en escasos momentos, contempló mi comida sin tocar.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– ¿No tienes apetito?
Negué con la cabeza.
– Acababa de comer justo cuando apareciste.
Me lanzó una larga mirada.
– Muy bien, pásamela.
Cuando la media trucha hubo desaparecido, me dijo:
– De acuerdo dime qué infiernos te está carcomiendo.
Pensé en hablarle de Robin. En lugar de esto, le hablé de Sharon, cumpliendo mi promesa a Leslie Weingarden, y dejando fuera lo de las seducciones a sus pacientes.
Me escuchó sin hacer comentario alguno. Se levantó y rebuscó en la nevera algo de postre y se encontró con una manzana, que devoró en cuatro bocados.
Limpiándose la cara, dijo:
– Trapp, ¿eh? ¿Estás seguro de que era él?
– Es difícil confundirlo, con ese cabello blanco y esa piel.
– Sí, la piel -aceptó-. Es algún tipo de enfermedad rara. Se la describí a Rick y me dio un nombre para ella, pero lo he olvidado. Una condición de autoinmunidad… el cuerpo se ataca a sí mismo, parasitando el propio pigmento. Nadie sabe qué es lo que lo causa, pero en el caso de Trapp, yo tengo una teoría: ese hijo de perra está tan lleno de veneno, que su propio sistema no puede soportarlo. Quizá tengamos suerte, y se vaya borrando hasta desaparecer.
– ¿Qué es lo que piensas de eso de que estuviera en la casa?
– ¿Quién sabe? Nada me gustaría más que tener algo contra ese hijoputa, pero no está muy claro que eso sea un delito. Quizás él y tu fallecida amiga estuviesen liados, y volvió allí a asegurarse de que no habían quedado pruebas de eso. Sucio, pero no ilegal. -Agitó la cabeza-. Claro que si ella estaba liada con él, entonces es que estaba loca.
– ¿Y qué me dices de la venta apresurada de la casa? -le pregunté-. ¿Y de la hermana gemela? Yo sé que existe… que existió, porque yo la conocí, hace seis años. Si está viva, ella es la heredera de Sharon.
– Seis años es mucho tiempo, Alex. ¿Y quién te dice que no la hayan encontrado? Del tenía razón… eso es cosa de los abogados. Seguro, seguro, huele a gato encerrado, pero eso no quiere decir que ese gato sea ilegal, o que el asunto que se quiere encubrir sea escabroso. Amigo, esto es normal cuando se trata con los muy ricos. El año pasado tuvimos un robo de artículos de arte en Bel Air: trece millones de dólares de obras impresionistas francesas, volados. Así -chasqueó los dedos-. El chef de la mansión era quien lo había hecho y luego se había largado a Mónaco. Nosotros hicimos todo el papeleo, y la familia contrató detectives privados. Recuperaron las obras y, unos meses más tarde, el cocinero tuvo un accidente con agua hirviendo.
»Y, hablando de accidentes, el pasado abril la hija quinceañera de un "importante fabricante", allá en los Palisades, se cabreó con la mujer de la limpieza de la familia por tirarle una de sus revistas, así que le metió la mano en el triturador de basuras. Adiós dedos, pero la criada cambió de idea respecto al presentar una denuncia. Se jubiló anticipadamente, a dos mil por dedo, y se volvió a Guatemala. Y también está el presentador de ese programa de entrevistas de la tele… todo el mundo lo conoce, en la pantalla es un tipo increíblemente encantador e ingenioso. Su hobby es emborracharse y mandar mujeres al hospital. La cadena de televisión ha añadido dos millones anuales a su salario, para control de daños. ¿Alguna vez has leído algo al respecto? ¿Lo has visto en el noticiario de la tele? Son gente rica que se ven en situaciones incómodas, Alex. Barren lo que sea bajo la alfombra y se mantienen lejos de los tribunales. Pasa continuamente.
– Así que lo que me dices, es que lo olvide todo.
– No tan deprisa, Llanero Solitario. No he dicho que yo lo fuera a olvidar. Seguiré investigándolo, pero por razones puramente egoístas… por la posibilidad de conseguir algo contra Trapp. Y hay algo en esa historia de la película que me interesa: Harvey Pinckley, el tipo que cogió la llamada. Era uno de los chicos de Trapp, cuando éste estaba en Hollywood. Un lameculos de primera.
– Del habló de él como si no fuese un mal tipo.
– Del no lo conoce, yo sí. Además, Del es un buen tipo, pero nuestra relación ha sido un tanto gélida desde hace un tiempo.
– ¿Por la política del Departamento?
– Por problemas maritales… su mujer le está causando muchos problemas. Está seguro de que ella le pone cuernos. Eso lo ha convertido en todo un antisocial.
– Lamento oír eso.
– Yo también. Era el único en toda la División que alguna vez me trató como a un ser humano. Y no te equivoques… no nos estamos cortando el cuello los unos a los otros; pero no va a esforzarse por ayudar a alguien… a nadie. En cualquier caso, el momento es adecuado para una pequeña recogida de información extracurricular. No tengo que presentarme hasta el lunes, y Rick o estará durmiendo o trabajando todo el fin de semana.
Se alzó, caminó arriba y abajo.
– La holgazanería es la madre de todos los vicios, amigo. Y ya sabes que yo no soy vicioso. Sólo que no esperes nada dramático, ¿eh?
Asentí con la cabeza, llevé los platos al fregadero y empecé a lavarlos.
Vino, y me colocó una gran y carnosa mano en el hombro.
– Pareces muy hundido. Enfréntate a ello, doctor, esa amiga era algo más que una amiga.
– Hace ya mucho tiempo, Milo.
– Pero por la cara que pones cuando hablas de ella, la historia no es tan antigua… ¿O es que hay algo más en esa cosa aterradora que tú tienes por mente?
– Nada más, Milo.
Apartó su mano.
– Considera una cosa, Alex. ¿Estás preparado para escuchar más basura acerca de ella? Porque, por lo que ya sabemos, una vez comencemos a escarbar, lo que vamos a encontrar no va a ser un tesoro.
– No hay problema -dije, tratando de parecer despreocupado.
– Ya veo -dijo él. Y fue a buscarse otra cerveza.