21

Un Volkswagen Rabbit blanco estaba situado frente a mi aparcamiento, bloqueando al Seville. Una joven se hallaba recostada en él, leyendo un libro.

Cuando me vio, se irguió de un salto.

– ¡Hey! ¿Doctor Delaware?

– Sí.

– ¿Doctor Delaware? Soy Maura Bannon. Del Times? ¿El articulo sobre la doctora Ransom? ¿Me preguntaba si podría hablar con usted…, aunque sólo fuera un momento?

Era alta y delgada como un palo, de unos veinte años de edad, con una larga cara pecosa que necesitaba ser acabada. Vestía un chándal amarillo y zapatillas deportivas blancas. Su cabello, cortado a lo paje, estaba teñido de naranja, con tonalidades rosadas, del mismo color que las cejas que coronaban sus ojos marrón claro. Tenía unos dientes superiores claramente salidos, con demasiado espacio entre los incisivos superiores.

– ¿Cómo ha averiguado dónde vivo, señorita Bannon?

El libro que llevaba entre las manos era Ecos en la oscuridad de Wambaugh, que había marcado en varios puntos con papeles amarillos.

– Nosotros los periodistas tenemos nuestros métodos -me sonrió. Esto le daba el aspecto de tener unos doce años.

Cuando vio que yo no le devolvía la sonrisa, me dijo:

– Hay un dossier sobre usted en el periódico. De hace unos años. Cuando estuvo implicado en la captura de aquellos tipos que abusaban de niños.

La intimidad, el lujo más caro.

– Leyendo los recortes acerca de usted he visto que es una persona dedicada -me dijo-. Alguien a quien no le gustan las idioteces. E idioteces es lo que me están dando.

– ¿Quiénes?

– Mis jefes. Todo el mundo. Primero me dicen que me olvide del tema de la Ransom. Luego, cuando les pido cubrir el asesinato de los Kruse, se lo dan a ese memo de Dale Conrad… quiero decir que ese tipo jamás se levanta de su mesa. ¿Tiene tanto empuje como un caracol alimentado con sedantes? Cuando traté de entrar en contacto con el señor Biondi, su secretaria me dijo que había salido… que se había ido a la Argentina, a hacer un cursillo de español. ¿Y, luego, me pasó un encargo de él: que fuese a cubrir una historia sobre un caballo de circo… en Anaheim?

Una suave y cálida brisa soplaba de algún lugar del otro lado de la cañada. Agitó los puntos de su libro.

– ¿Una lectura interesante? -le pregunté, aguantando mis propios libros de modo que no pudiera ver los títulos.

– Fascinante. Yo quiero llegar a escribir sobre crímenes… ¿llegar hasta el corazón del bien y el mal? Así que necesito sumergirme en cuestiones de vida o muerte. Y creí que había de hacerlo con el mejor: este hombre fue policía, tiene una sólida base experimental. Y la gente de esta historia era tan extraña… exteriormente respetable pero totalmente enloquecida. ¿Como la gente en este caso?

– ¿Qué caso?

– En realidad, casos. ¿La doctora Ransom? ¿El doctor Kruse? Dos psicólogos muriendo la misma semana…, dos psicólogos que estaban relacionados el uno con el otro. ¿Si estaban relacionados en vida, quizá también lo estén en la muerte? Lo que puede querer decir que a la Ransom también la mataron, ¿no cree usted?

– ¿Cómo estaban relacionados?

Hizo un gesto como regañando a un niño pequeño, dando cachetitos en el aire.

– Venga ya, doctor Delaware, usted ya sabe de lo que le estoy hablando. Ransom fue una de las alumnas de Kruse. Más aún: una alumna aventajada. Y él fue el Presidente del Tribunal para su doctorado.

– ¿Cómo sabe eso?

– Tengo mis fuentes. Venga, doctor Delaware, deje de ser tan huidizo. Usted es un graduado del mismo programa. Y usted la conoció a ella, así que hay muchas posibilidades de que también lo conociese a él, ¿no?

– Muy eficiente.

– Sólo hago mi trabajo. ¿Ahora me hará el favor de hablar conmigo? No voy a abandonar esta historia.

Me pregunté cuánto sabría en realidad, y qué hacer con ella.

– ¿Quiere un café? -le pregunté.

– ¿Tiene té?

Una vez dentro de la casa dijo:

– Manzanilla, si tiene. -Inmediatamente empezó a examinar el decorado-. Bonito. Muy de L. A.

– Gracias.

Su mirada pasó sobre el montón de papeles y el correo sin abrir sobre la mesa y olisqueó. Me di cuenta de que el lugar había adquirido un olor agrio, de no vivir nadie allí.

– ¿Vive solo? -me preguntó.

– Por el momento. -Fui a la cocina, guardé mis materiales de investigación en un armario, le preparé una taza de té y para mí otra de café instantáneo, lo coloqué todo en una bandeja con crema de leche y azúcar, y lo llevé a la sala de estar. Ella estaba medio sentada medio echada en el sofá. Me senté frente a ella.

– En realidad -le dije-. Yo ya había salido del campus para cuando el doctor Kruse llegó a la Universidad. Me gradué el año antes.

– Dos meses antes -dijo ella-. En junio del 74. También encontré la tesina de usted.

Enrojeció, al darse cuenta de que había revelado sus «fuentes», y trató de recuperarse poniendo aspecto hosco:

– Aún apostaría a que usted lo conoció.

– ¿Ha leído la tesina de la Ransom?

– La he hojeado.

– ¿De qué hablaba?

Ella subió y bajó la bolsita de té en el agua y miró ésta oscurecerse.

– ¿Por qué no contesta a algunas de mis preguntas antes de que yo responda a las suyas?

Pensé en el aspecto que habían tenido los Kruse muertos. Y Lourdes Escobar, D. J. Rasmussen. Cadáveres amontonándose. Conexiones con las altas finanzas. Dinero con el que engrasar las ruedas.

– Señorita Bannon, no creo que sea bueno para usted el proseguir con este caso.

Dejó la taza sobre el plato.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Que el hacer ciertas preguntas puede resultar peligroso.

– ¡Anda que no! -dijo, alzando la vista al cielo-. No puedo creérmelo. ¿Proteccionismo sexista?

– El sexismo no tiene nada que ver con ello. ¿Qué edad tiene usted?

– ¡Eso no importa!

– Pues si que importa, en lo que se refiere a la experiencia.

– Doctor Delaware -dijo, poniéndose en pie-. Si todo lo que va a hacer es ponerse paternalista, me largo de aquí.

Esperé.

Se sentó.

– Para su información, le diré que he trabajado cuatro años como periodista.

– ¿En el periódico de la escuela?

Se ruborizó, esta vez más intensamente. Adiós, pecas.

– Tiene usted que saber que el trabajo en el colegio me llevó a una serie de historias sórdidas. Debido a una de mis investigaciones, dos empleados de la librería fueron despedidos por estafa.

– Felicidades. Pero ahora estamos hablando de un nivel totalmente distinto. No me gustaría que la enviasen de vuelta a Boston en una caja.

– ¡Venga ya! -exclamó, pero había miedo en sus ojos. Lo enmascaró con la indignación-. Creo que me equivoqué respecto a usted.

– Supongo que sí.

Caminó hasta la puerta. Se detuvo y dijo:

– Esto está podrido, pero no importa.

Dispuesta para la acción. Lo único que yo había hecho era abrirle el apetito.

– Puede que tenga usted razón… respecto a eso de que puede haber una conexión entre ambas muertes -le dije-. Pero, en este punto, lo único que tengo son suposiciones, nada que merezca la pena discutir.

– ¿Suposiciones? ¡También usted ha estado husmeando! ¿Por qué?

– Eso es personal.

– ¿Estaba usted enamorado de ella?

Bebí café.

– No.

– ¿Entonces por qué es tan personal?

– Es usted una jovencita enormemente entrometida.

– Eso es algo que lo provoca el ambiente, doctor Delaware. Y, si es tan peligroso, ¿cómo es que está bien que usted husmee?

– Yo tengo conexiones con la policía.

– ¿Conexiones con la policía? ¡No me haga reír! La policía es la que está encubriéndolo todo. Descubrí… gracias a conexión, que han hecho todo un Watergate en el caso de la Ransom. Todos los informes legales han desaparecido… como si nunca hubiera existido.

– Mi conexión es diferente. Fuera de la masa general. Honesto.

– ¿Ese tipo gay del caso de los niños violados?

Esto me cazó por sorpresa.

Pareció complacida consigo misma. Un pececillo dorado nadando contento por entre las barracudas.

– Quizá podamos cooperar -le dije.

Me ofreció lo que quería ser una sonrisa dura, de mujer entendida.

– ¡ Ah! ¿Llegó la hora de cepillar la espalda? Pero, ¿por qué iba yo a querer cooperar?

– Porque sin hacer tratos no va a ir usted a parte alguna… esto se lo aseguro. He descubierto alguna información con la que usted jamás se podrá hacer, material que no le serviría de nada en su estado actual. Yo voy a seguirle la pista. Le daré los derechos exclusivos de publicación, si el publicarlo no va a resultar perjudicial para su salud.

Pareció ultrajada.

– ¡Oh, esto es maravilloso! ¿Es correcto que el fuerte y grandote bravo vaya de caza, pero la squaw se quede a salvo dentro del tipi?

– Lo toma o lo deja, Maura. -Comencé a recoger las tazas.

– Esto hiere.

La despedí con un gesto.

– Entonces, hágalo a su manera. A ver qué saca en claro.

– Me está acorralando, y pasándoselo bien demostrando lo poderoso que es.

– ¿Quiere escribir usted sobre crímenes? Yo le ofrezco una posibilidad… no una garantía, de poder hacerse con una historia de crímenes. Y vivir lo bastante para verla impresa. Su alternativa es tirar hacia adelante como un búfalo que carga a ciegas; en cuyo caso o bien la despedirán de inmediato y la mandarán a casa en un vuelo económico, o facturarán en la bodega de carga, en el mismo estado físico en que quedaron los Kruse y su criada.

– La criada -dijo-. Nadie habla de ella.

– Eso es poique ella era de usar y tirar, Maura. Ni dinero, ni conexiones: basura humana, enviada directamente al montón del abono.

– Eso es muy crudo.

– Ésta no es una fantasía de quinceañera que quiere ser una detective como las de la tele.

Tamborileó con el pie, se mordió una uña.

– ¿Lo hacemos por escrito? -preguntó.

– ¿Hacer qué por escrito?

– ¿Que tenemos un acuerdo? ¿Un contrato? ¿Que tengo prioridad con su información?

– Pensé que era usted una periodista, no una abogada.

– Regla número uno: cúbrete las espaldas.

– Se equivoca, Maura. La regla número uno es nunca dejar pistas.

Llevé la bandeja a la cocina. Sonó el teléfono. Antes de que pudiera llegar a él, ella había tomado la extensión de la sala de estar. Cuando regresé sostenía el teléfono y sonreía.

– Colgó.

– ¿Quién?

– Una mujer. Le dije que esperase, pero me contestó que lo olvidase, parecía irritada. -Sonrisita inocente-. Celosa. -Se encogió de hombros-: Lo siento.

– ¡Vaya educación, Maura! Esa total falta de modales, ¿forma parte de lo que les enseñan en su Facultad?

– Lo siento -repitió, parecía como si esta vez lo dijese en serio.

Una mujer.

Señalé a la puerta.

– Adiós, señorita Bannon.

– Escuche, lo que he hecho ha sido una grosería. Lo siento.

Fui a la puerta y la abrí.

– Le he dicho que lo siento. -Pausa-. De acuerdo, olvide lo del contrato. Quiero decir que, si no me puedo fiar de usted, un trozo de papel me iba a servir de poco, ¿no? Así que me fiaré de usted.

– Me siento conmovido. -Giré la manija.

– Le estoy diciendo que le seguiré la corriente.

– ¿Hora de cepillar la espalda? -dije.

– Vale, vale… ¿Qué quiere a cambio?

– Tres cosas: primero una promesa de que se quedará quietecita.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Hasta que yo le diga que ya no hay peligro.

– Inaceptable.

– Que usted lo pase bien, señorita Bannon.

– Mierda. ¿Qué más quiere?

– Antes de seguir adelante, aclaremos esto -le dije-. Nada de visitas casuales, nada de escuchas, nada de cosas raras.

– Ya le había entendido.

– ¿Quién es su contacto en el juzgado de instrucción? La persona que le habló del dossier que falta.

Se quedó asombrada.

– ¿Qué es lo que le hace creer que él… o ella, trabaja en el juzgado de instrucción?

– Ha mencionado usted datos del forense.

– No suponga demasiado a partir de eso -dijo, tratando de parecer enigmática-. De todos modos, en ningún modo revelaré mis fuentes.

– Usted limítese a asegurarse de que él… o ella, se quede calladito. Por su propia seguridad personal.

– Vale.

– ¿Prometido?

– ¡!

– ¿Eso era la dos?

– La uno be. La dos es decirme todo lo que haya averiguado acerca de la conexión entre Ransom y Kruse.

– Sólo lo que ya le he dicho: la tesina. Él fue su supervisor. Tenían una oficina juntos en Beverly Hills.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

La estudié el tiempo suficiente como para decidir que me la creía.

– ¿Y la tres? -me preguntó.

– ¿De qué iba la tesina?

– Ya le he dicho que sólo le he dado una mirada.

– Dígame lo que ha mirado.

– Era algo acerca de los gemelos… de los gemelos y las personalidades múltiples y, creo, la integridad del ego. Usaba mucha jerga.

– El tres es hacerme una fotocopia.

– Ni hablar, yo no soy su secretaria.

– Correcto. Devuélvala a donde la ha hallado, probablemente será en la biblioteca de publicaciones de psico en la universidad, y yo mismo me haré una copia.

Alzó una mano.

– ¡Oh, qué infiernos! Mañana le traeré una fotocopia.

– Nada de visitas -le recordé-. Envíela por correo… urgente.

Le escribí mi número de apartado postal y se lo di. Lo colocó entre las páginas del libro de Wambaugh.

– Mierda -dijo-. ¿Es usted así de autoritario con sus pacientes?

– Así son las cosas -le dije-. Hemos hecho un trato.

– ¡Vaya trato! Al menos usted ha sacado algo. Yo no he conseguido una jodida cosa que no sean promesas.

Puso cara seria.

– Será mejor que cumpla con su parte, doctor Delaware. Porque, de un modo u otro, voy a conseguir mi historia.

– Cuando tenga algo publicable, usted será la primera persona a la que llame.

– Y una cosa más -añadió, ya medio fuera-. No soy una maldita quinceañera. Tengo veintiuno. Cumplidos ayer.

– ¡Feliz cumpleaños! -le dije-. Y que cumpla muchos más.


Después de que se hubo ido, llamé a San Luis Obispo. Me contestó Robin.

– Hey, soy yo -le dije-. ¿Eras tú, hace unos minutos?

– ¿Cómo lo has adivinado?

– La persona que cogió el teléfono me dijo que había llamado una mujer irritada.

– ¿La persona?

– Una cría periodista, que me está dando la lata para que le conceda una entrevista.

– ¿Cría como cuando se tienen doce años?

– Cría como cuando se tienen veintiuno. Dientes de conejo, pecas, latiguillos al hablar.

– ¿Por qué será que te creo?

– Porque soy un santo varón. Me encanta oírte. Quería llamarte…, cada vez que cuelgo lamento la forma en que se ha desarrollado la conversación. Se me ocurren todas las cosas correctas que decirte, pero ya es demasiado tarde.

– Eso mismo me sucede a mí, Alex. El hablar contigo ha sido como caminar por un campo de minas. Como si fuéramos ingredientes letales, que no pudieran ser mezclados sin estallar.

– Lo sé -dije-. Pero quiero creer que no tiene por qué ser así. No siempre fue así.

No dijo nada.

– Venga ya, Robin. Antes fue bueno.

– Claro que sí… y buena parte de ello fue maravilloso. Pero siempre había problemas. Quizá toda la culpa fuera mía…, siempre me quedaba las cosas dentro. Lo siento.

– No sirve de nada echarse las culpas. Lo que yo quiero es hacerlo mejor, Robin. Y estoy dispuesto a trabajar en ello.

Silencio.

Y luego dijo:

– Ayer fui a la tienda de papá. Ma la ha conservado tal cual estaba cuando él murió. No falta ni una herramienta de su sitio, tal como si fuera un museo. El Museo Joseph Castagna. Ella es así: nunca suelta nada, nunca comercia con nada. Me encerré dentro, me quedé allí, simplemente sentada, durante horas, oliendo el barniz y el serrín, pensando en él. Y luego en ti. Lo parecidos que sois los dos: bienintencionados cálidos pero dominantes…, tan fuertes, que os hacéis cargo de las situaciones. Le hubieras caído bien, Alex. Hubierais entrado en conflicto: como dos toros resoplando y rascando el suelo con la pezuña… pero, al cabo, los dos habríais sido capaces de reíros juntos.

Ella misma se echó a reír, luego a llorar.

– Sentada allí, me di cuenta de que parte de lo que me había atraído a ti era la similitud… lo muy parecido que eras a papá. Incluso físicamente: el cabello rizado, los ojos azules. De joven era guapo, con el mismo tipo de apostura que tú tienes. Vaya examen de mi interior, ¿eh?

– A veces resulta difícil ver este tipo de cosas. Dios sabe que se me han escapado un montón de cosas evidentes.

– Supongo que sí. Pero no puedo evitar sentirme estúpida. Quiero decir que yo venga ir hablando de independizarme y de establecer mi identidad, venga estar resentida contigo por ser fuerte y dominante, y durante todo ese tiempo he deseado que se ocupasen de mí, tener de nuevo un papaíto… Dios, cómo lo echo de menos, Alex, y también te echo de menos a ti, y ambas cosas se están mezclando en un único dolor.

– Vuelve a casa -le dije-. Podremos enfrentarnos a ello.

– Quiero hacerlo, pero no. Me temo que todo vuelva a ser igual a como era antes.

– Haremos que sea diferente.

No me contestó.

Una semana antes la hubiera presionado. Ahora, con los fantasmas pisándome los talones, le dije:

– Te quiero aquí y ahora mismo, pero tú tienes que hacer lo que creas que es mejor para ti. Tómate el tiempo que necesites.

– De veras que te agradezco que me digas eso, Alex. Te amo.

– Yo también te amo.

Oí un crujido, me volví y vi a Milo. Me saludó y se retiró apresuradamente de la cocina.

– ¿Alex? -preguntó Robin-. ¿Sigues ahí?

– Es que acaba de entrar alguien.

– ¿La pequeña joven de dientes de conejo?

– El grandote del señor Sturgis.

– Dale todo mi cariño. Y pídele que te mantenga alejado de cualquier problema.

– Lo haré. Cuídate.

– Tú también, Alex. En serio. Te llamaré pronto. Adiós.

– Adiós.

Él estaba en la biblioteca, hojeando mis libros de psico, simulando que le interesaban.

– Hola sargento.

– Ha sido una metedura de pata de primera división -me dijo-. Pero la jodida puerta de la calle estaba abierta. ¿Cuántas-veces-no-te- habré-regañado-por-eso?

Se parecía a un perro pastor viejo que hubiese ensuciado la alfombra. Y, de repente, lo único que deseé fue poder aliviar su azaramiento.

– No es ningún secreto -le dije-. Separación temporal. Ella está en San Luis Obispo. Lo superaremos. De todos modos, tú ya debías de imaginarlo, ¿no?

– Tenía mis sospechas. Se te veía como si te hubiese pasado un camión por encima. Y no has estado hablando de ella, del modo en que siempre acostumbrabas a hacerlo.

– Muy bien deducido, señor detective. -Fui hasta mi escritorio, comencé a ordenar papeles, sin ton ni son.

– Espero que lo arregléis -me dijo-. Los dos juntos erais una cosa buena.

– Trata de evitar usar el pasado -le dije secamente.

– ¡Otra metedura de pata! Mea culpa. Mía Farrow -se golpeó en el pecho, pero pareció realmente dolido.

Fui hasta él y le di unas palmaditas en la espalda.

– Olvídalo, tío grandote. Hablemos de algo más placentero, como es el asesinato. Hoy fui a escarbar y he desenterrado cosas realmente interesantes.

– ¿Haciendo de Doctor Entrometido? -me dijo, adoptando el mismo tono protector que yo había usado con Maura.

– En la biblioteca, Milo. Que no es exactamente una zona de combate.

– Contigo todo es posible. De todos modos, si tú me cuentas lo tuyo, yo te cuento lo mío. Pero no con la boca seca.

Regresamos a la cocina, abrimos un par de cervezas y un paquete de palitos de pan con sésamo. Le hablé de la fantasía infantil de Sharon: el ambiente de la alta sociedad de la Costa Este que se parecía al de Kruse, la orfandad que era un eco de la de Leland Belding.

– Es como si hubiera estado recogiendo retazos de las historias de otra gente para hacerse una propia, Milo.

– ¿Y? -inquirió-. Aparte de ser una mentirosa de tomo y lomo, ¿qué es lo que significa eso?

– Probablemente un grave problema de identidad. Deseo de que se realicen los sueños… quizá su propia infancia estuvo repleta de malos tratos o de abandono. Y también tuvo una parte el ser una gemela. Y la conexión con Belding es algo más que una simple coincidencia.

Le conté lo de las fiestas para los funcionarios del Departamento de Guerra:

– Casas aisladas en las colinas de Hollywood, Milo. La de Jalmia va como anillo al dedo a esa descripción. La madre de Sharon trabajaba en las casas donde se daban las fiestas y treinta y cinco años más tarde, Sharon vivía en una de esas casas.

– ¿Y qué quieres sugerir con eso? ¿Que el viejo ermitaño era su papaíto?

– Desde luego, eso explicaría esta cobertura a alto nivel, pero… ¿quién sabe? La forma en que alteraba la verdad me hace dudar de todo.

– Eso es pensar como un policía -dijo.

– He cogido un par de libros sobre Belding… incluyendo El Multimillonario Ermitaño. Quizás encuentre algo útil en ellos.

– Ese libro es basura, Alex.

– A veces, entre la basura se hallan jirones de verdad.

Masticó un palito de pan, y dijo:

– Quizá. De todos modos, ¿cómo lo encontraste? Pensaba que esa jodida cosa había sido retirada por el editor.

– Se lo consulté a la bibliotecaria. Parece ser que las bibliotecas grandes reciben ejemplares de preedición; y que la orden de retirada de la edición sólo se aplicó a las librerías y distribuidoras. En cualquier caso, ha estado ahí enterrado desde el 73, y lo ha pedido muy poca gente.

– Es una rara demostración de buen gusto por parte del público lector -afirmó-. ¿Algo más?

Le conté mi charla con Maura Bannon.

– Creo que la convencí para que se echase a un lado, pero lo cierto es que tiene una fuente en el juzgado de instrucción.

– Sé quién es.

– Bromeas.

– No. Eso que me dices me ha iluminado una lamparita. Hace unos días había un estudiante de tercero de Medicina de la universidad de California del Sur, en rotación de prácticas en la Oficina del Forense. Hacía demasiadas preguntas acerca de los suicidios recientes y pareció estar husmeando por los archivos. Mi fuente me habló de él; tenía miedo de que fuera alguien de la alcaldía, que estuviera espiando.

– ¿Aún sigue metiendo las narices?

– No, se le acabó el período de rotación, y el chico ya no está allí. Probablemente sólo se tratara de un amiguito, intentando ganarse algo de sexo a base de hacerle de caballero de la blanca armadura a tu amiga la pequeña Luisa Lane. De todos modos, hiciste bien al calmarle los ánimos a la chica: todo este asunto se está poniendo más y más raro, y el montaje de acallar lo que sea va en serio. Ayer, en casa de los Kruse, se presentó Trapp antes de que llegase el equipo de investigación en la escena del crimen, todo él malignas sonrisas, deseando saber cómo había acudido a aquella llamada cuando, oficialmente, aún estaba de vacaciones. Le dije que ya me había pasado por la comisaría, y estaba en mi mesa, arreglando algo de papeleo, cuando llegó una llamada anónima, para denunciar que pasaban cosas raras en casa de los Kruse. Una mentira demasiado gorda, que no habría engañado ni a un polizonte novato, pero Trapp no la puso en cuestión, se limitó a darme las gracias por mi iniciativa, y decirme que él se hacía cargo.

Milo gruñó, e hizo sonar sus nudillos.

– ¡El muy cabrón me largó de allí!

– Lo vi en las noticias.

– ¿Qué te pareció el numerito que se montó? Una mierda pinchada en un palo. Y seguirá en el próximo número: corre la voz de que Trapp considera que se trata de un crimen sexual. Pero esas mujeres no tenían las posiciones que habitualmente se encuentran en los asesinatos sexuales: nada de piernas abiertas ni poses sexis, nada de arreglos de la ropa. Y, por lo poco que pudo ver mi fuente en el forense dado el estado de los cadáveres, no había habido ni estrangulación ni mutilación.

– ¿Cómo murieron?

– Apaleados y de un tiro…, no hay modo de saber qué es lo que fue primero. Con las manos atadas a la espalda y con una única bala en la nuca.

– Ejecución.

– Eso sería lo que yo consideraría.

Descargó su ira en un palito, masticándolo con fuerza y llenándose de migas la pechera de su camisa. Luego acabó su cerveza y se fue a buscar otra a la nevera.

– ¿Qué más? -le pregunté.

Se sentó, echó la cabeza hacia atrás y vertió líquido de su botella garganta abajo.

– La hora de la muerte. La putrefacción no es una ciencia exacta, pero, para que haya tal descomposición en una habitación con aire acondicionado, incluso con la puerta abierta, esos cadáveres ya debían de llevar tiempo tirados por allí. Había hinchazón de gas, pelado de la piel y pérdida de fluidos, lo cual indica días, no horas. El abanico teórico de mi fuente en el forense es de cuatro a diez días; pero sabemos que los Kruse estaban vivos durante la fiesta que dieron en su honor, el sábado, lo cual reduce el abanico entre cuatro y seis días.

– Lo que significa que podrían haber sido asesinados o bien antes o después de que muriera Sharon.

– Así es. Y, si fue antes, una cierta posibilidad asoma su fea cabeza, confirmando tu teoría acerca de Rasmussen. Llamé a la oficina del sheriff de Newhall para preguntar sobre él. Lo conocían bien: un borracho de los que causan problemas, liante crónico, con muy poca paciencia, varias detenciones por agresión; y mató a su padre…, lo golpeó hasta matarlo, y luego le disparó. Y ahora sabemos que se estaba acostando con la Ransom, pero no en plan de igualdad… ¿verdad? Él era un desajustado de gran calibre, con posiblemente la mitad del Cociente de Inteligencia que tendría ella. Sharon debía de estarlo manipulando, jugando con su cabeza. Y supongamos que ella tenía algo importante en contra de Kruse y se lo dijese a Rasmussen. Ni siquiera tendría que habérselo planteado crudamente…, al estilo de ve allí y mata a ese bastardo. Sólo tendría que haber ido dejando caer insinuaciones, quejarse de cómo le había hecho daño Kruse… tal vez emplear la hipnosis. Dijiste que sabía de hipnosis, ¿no?

Asentí con la cabeza.

– Así que pudo haberla usado para ablandar a Rasmussen. Y él, también buscando el coño de la Princesa, habría hecho de caballero de la blanca armadura, en el papel del Gran Verdugo.

– Matando a su padre una vez más -añadí.

– ¡Ah, estos comecocos! -Su sonrisa se borró-. Y la criada y la esposa murieron, simplemente, porque estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

Dejó de hablar. Su silencio me encontró muy lejos.

– ¿En qué piensas?

– Me la estaba imaginando como planificadora de muerte.

– Sólo es una suposición -recordó.

– Pero, si era tan fría, ¿por qué se mató?

Milo se encogió de hombros.

– Pensé que tú podrías resolver eso.

– No puedo. Ella tenía problemas, pero nunca fue cruel.

– El joder a todos esos pacientes no fue ningún acto de caridad.

– Nunca fue descaradamente cruel.

– La gente cambia.

– Lo sé, pero no puedo imaginármela como una asesina, Milo. No le pega.

– Entonces, olvídalo -me dijo-. De todos modos, todo son mamonadas teóricas. Puedo inventarme diez suposiciones más, todas diferentes, en otros tantos minutos. Y eso es prácticamente lo único que podemos hacer, vistas las nulas pruebas que tenemos…, hay demasiadas preguntas sin respuesta. Como, por ejemplo: ¿hay control de llamadas telefónicas que liguen a Rasmussen con la Ransom entre el momento en que murieron los Kruse y el momento en que murió ella? De Newhall a Hollywood es una llamada interurbana, así que normalmente eso debería ser fácil de averiguar, si no fuera porque, cuando yo lo intenté, los controles habían sido retirados y sellados, por cortesía de los que me dan trabajo. Y, para empezar, ¿quién fue el que informó de la muerte de la Ransom? Normalmente, si quisiera saber esto, le echaría una ojeadita a su ficha, pero resulta que no hay una jodida ficha de ella, de nuevo por cortesía de mis jefes.

Se puso en pie, se frotó la cara con la mano y paseó arriba y abajo por la cocina.

– Fui esta mañana hasta su casa, quería hablar con sus vecinos, ver si alguno de ellos había hecho la llamada. Incluso calculé quién vivía al otro lado del cañón y los visité, para ver si habían oído algo, visto algo, quizá para encontrarme a un mirón con un catalejo. Nada de nada. Dos de las cuatro casas en su camino sin salida no están ocupadas. La tercera lo está por una vieja artista que hace libros para niños, que está siempre encerrada en casa con un grave problema de artritis. Quería ayudar, pero el problema es que desde su casa no se puede ver lo que pasa en la de la Ransom…, sólo se divisa el sendero de acceso. De hecho, no hay una vista desde ninguna de ellas.

– Una arquitectura muy adecuada para unas casas dedicadas a orgías.

– Hummm -aceptó-. De todos modos, desde su jardín la artista podía ver algunas idas y venidas. Visitantes ocasionales…, hombres y mujeres, Rasmussen incluido… llegaban y se marchaban al cabo de una hora, más o menos.

– Pacientes.

– Eso es lo que ella había supuesto. Pero todas esas visitas se acabaron hará medio año.

– El momento en que la cazaron durmiendo con sus pacientes.

– Quizá decidiese retirarse y dejarlos. Exceptuando a Rasmussen… Ése seguía yendo por allí; no muy a menudo, pero hasta hace un mes la artista recuerda haber visto su camioneta verde. También describió a un tipo que me sonaba a Kruse…, éste se quedaba más tiempo, a veces varias horas seguidas; pero sólo lo vio una o dos veces. Lo cual no significa mucho: no puede andar por ahí demasiado bien… así que es posible que él hiciera más visitas y ella no lo viese. Otra cosa interesante es que no le llamó la atención una foto de Trapp. Lo que probablemente signifique que no era uno de los amantes de la Ransom. Y también que, si ese bastardo estaba investigando el caso, no se preocupó ni en hablar con los vecinos…, o sea que ni cumplió con lo más básico del deber de un polizonte. Lo que se resume, para mí, en opinar que esa babosa viscosa está involucrada en todo este tapujo. Y yo estoy fuera del caso. ¡Maldita sea, Alex, esto hace que se me revuelvan las tripas!

– Están los otros interrogantes -intervine-. Tu suposición está basada en la existencia de algún tipo de hostilidad entre Sharon y Kruse. Ella tenía problemas, me lo dijo en la fiesta. Pero nada indica que fueran con Kruse. En el momento de su muerte ella aún seguía registrada como su ayudante. Y apareció en la fiesta en honor de él, Milo. La vi discutir con ese tipo mayor del que te he hablado, pero no tengo ni idea de quién pueda ser.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Hay montones de otros factores a considerar: Belding, Linda Lanier, el doctor chantajeado, sea quien sea. Y Shirlee, la gemela desaparecida. Llamé a Olivia Brickerman, traté de conseguir que consultase en los archivos de la Medi-Cal. El ordenador estaba estropeado, pero espero obtener algo pronto.

– ¿Por qué sigues con eso? Aunque pudieras hallarla, no podrías hablar con ella.

– Quizá pueda hallar a alguien que la conozca…, que las conociese a las dos. No creo que logremos conocer a Sharon, sin saber más acerca de Shirlee, más de la relación entre ambas. Sharon tenía a Shirlee por algo más que una hermana…, eran compañeras psicológicas, mitades de un ser total. Los gemelos pueden desarrollar problemas de identidad. Sharon escogió ese tema, o algo parecido, para su tesina doctoral. Apostaría diez contra uno a que escribió sobre sí misma.

Esto le sobresaltó:

– ¿Airear tus trapos sucios y que te den el doctorado? ¿Se considera a eso correcto?

– En absoluto, pero ella lograba pasar por encima de muchas prohibiciones.

– Bueno -aceptó-, tú sigue adelante, busca a la gemela. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

– ¿Y qué vas a hacer tú?

– Tengo otro día y medio antes de que Trapp me encierre en alguna otra misión especialmente pensada para mí. Viendo que estamos tratando con cosas de hace treinta y cinco años, hay alguien que quizá pueda informarnos. Alguien que estaba por aquí en aquellos tiempos. El problema es que es una persona impredecible, y que no estamos precisamente en las mejores relaciones.

Se alzó, se dio una palmada en la nalga.

– ¡Qué infiernos! Lo intentaré, te llamaré mañana por la mañana. Mientras, sigue leyendo esas revistas y libros. El tío Milo vendrá a hacerte unas cuantas preguntas sobre tus lecturas, cuando menos te lo esperes.

Загрузка...