La autopista de San Bernardino me impulsó, como un garbanzo disparado con un tubo por un chico, más allá de una mancha borrosa formada por zonas industriales, urbanizaciones de tres al cuarto y zonas de almacenamiento de coches más extensas que algunos pueblos grandes. Justo más allá de Pomona y los Terrenos Feriales del Condado, el paisaje pasó a ser de ranchos, granjas avícolas, almacenes y playas de vías del ferrocarril. Corriendo paralelamente al borde sur de la autopista había vías de tren. En los raíles se hallaba detenido un tren de carga formado por vagones de mercancías cerrados, de las compañías Cotton Bowl y Southern Pacific. La tercera parte del tren era de vagones portacoches, repletos de relucientes utilitarios japoneses. Hubo un breve estallido de fervor arquitectónico después de Claremont, y más tarde todo se veía tranquilo.
Conduje a través de vacías colinas, abrasadas por el sol, más allá de granjas y ranchos más pequeños que los de antes, inclinados campos de alfalfa, caballos que pastaban cansinamente al calor. La salida de Yucaipa se estrechaba hasta un solo carril y corría a lo largo de un cementerio de tractores. Disminuí la velocidad y pasé al lado de una hilera de remolques de costados de aluminio, marcados con el logotipo «The Big Mall», un barracón de venta de tacos sin nadie dentro, y una tienda, cerrada con tablones claveteados, que anunciaba «Antigüedades poco comunes».
Willow Glen compartía un letrero de carretera con una Escuela Superior Bíblica, situada a unos treinta kilómetros al sur, y con unos silos agrícolas estatales. La flecha direccional me apuntó hacia un puente cubierto y una carretera, recta como trazada con regla, que cortaba a través de más terrenos agrícolas, con plantaciones de limones y aguacates, establos maltrechos y campos no cultivados. Grandes porciones de terrenos vacíos, color marrón, estaban ocupados por aparcamientos para remolques, baruchos con techo de uralita e iglesias de ladrillo visto, y rodeadas por el telón de fondo, en granito, de las montañas de San Bernardino.
Las montañas se decoloraban desde un tono rosa carne cruda hasta otro gris lavanda en la distancia, con los picos más altos fundiéndose con el gris perlado del cielo. El calor iba subiendo desde las tierras bajas, suavizando los contornos de los pinos, que se agarraban a los costados de las montañas, creando siluetas con flecos, que recordaban a la tinta que se corría en el papel secante.
El camino a Willow Glen se materializó como la rama izquierda de un alto que había en un paseo, en medio de la nada y un giro agudo más allá de un cartel astillado que anunciaba productos del campo frescos y un «Rancho de los Pavos Gigantes», abandonado hacía mucho. La ruta asfaltada serpenteaba y subía en dirección a las montañas, luego por ellas. El aire se hacía más fresco, más limpio.
Quince kilómetros más allá, empezaron a aparecer algunas plantaciones de manzanos: pequeños terrenos, recién arados, en cuyas partes traseras había casas de color negro y que estaban rodeados por verjas de alambre y sauces cortavientos, con los manzanos podados bajos y con ramas en amplias horquillas, para facilitar la recogida a mano del fruto. Bolitas del tamaño de cerezas apuntaban ya bajo las espesas techumbres de hojas. La recolección parecía estar, aún, a un par de buenos meses en el futuro. Carteles hechos a mano, clavados en estacas hincadas en el suelo, daban la bienvenida a los que preferían coger ellos mismos la fruta en el árbol. Pero sólo parecía haber fruta suficiente como para poco más de un día de recogida, y por no mucha gente. A medida que la ruta seguía subiendo, el paisaje empezó a quedar dominado por campos frutales abandonados: terrenos más grandes, polvorientos, llenos de árboles muertos, algunos de ellos cortados, otros agostados hasta quedar convertidos en palos grisáceos sin ramas.
El asfalto acababa en un par de postes, de tamaño de los telefónicos, repletos de placas de la Cámara de Comercio y clubs de servicios. Una cadena que colgaba entre los postes sostenía un cartel que indicaba: WILLOW GLEN, POBLACIÓN 432.
Me detuve y miré más allá del signo. El poblado parecía no ser nada más que un pequeño y rústico centro comercial, sombreado por sauces y pinos y con un aparcamiento en la parte delantera. Los árboles dejaban un hueco en la parte de atrás, y la ruta continuaba por allí, pero ya sólo era de tierra. Entré en el aparcamiento, me detuve y bajé al limpio y seco calor.
La primera cosa que me llamó la atención fue una gran llama blanquinegra, que estaba rumiando en un pequeño corral. Tras el corral había una pequeña casa de madera, pintada de color rojo almacén y con adornos en blanco. El cartel sobre la puerta decía CENTRO DE DIVERSIÓN DE WILLOW GLEN Y ZOO DE ANIMALES. Miré si había alguien dentro, pero no vi a nadie. Le hice un gesto amistoso a la llama y la única respuesta que tuve fue una mirada de rumiante.
Un puñado de otros edificios, todos pequeños, todos en madera, con techos de tablillas, todos sin pintar y unidos unos a otros por caminos de tablones. EL PARAÍSO DE HUGH PARA EL TALLADOR EN MADERA. LA VIEJA TIENDA DEL BOSQUE ENCANTADO. LA CUEVA DEL TESORO DE LA ABUELITA, REGALOS Y SOUVENIRS. Y todo cerrado a cal y canto.
El suelo estaba tapizado de pinaza y hojas de sauce. Caminé a través del aparcamiento, buscando compañía humana, y divisé un destello blanco y una humareda alzándose por detrás de la tienda del tallador. Unas ramas bajas me impedían ver qué era. Fui hacia allá y vi una serie de cubículos en madera muy maltratada por los elementos, situados bajo un techo nuevo de madera pintada de rojo. A medida que me iba acercando, el aire fue adquiriendo un olor dulce…, el pesado dulzor de la miel mezclado con el frescor de las manzanas. Los árboles quedaron atrás y me encontré en medio de un luminoso claro.
Uno de los cubículos estaba identificado como PRENSA DE MANZANAS Y SIDRERÍA, y en otro se leía MIEL DE FLORES, pero el dulce humo surgía de la puerta de al lado, una sección con puerta verde denominada DELICIOSO CAFÉ DORADO. PASTELES CASEROS. ZAPATERO. La fachada del café era de planchas de madera encaladas y ventanas de cristal manchadas; unas ventanas decoradas con ramas negras, capullos blancos, rosados y manzanas verdes, rojas y amarillas. La puerta estaba abierta. Entré.
Dentro, todo estaba encalado e impoluto: mesas de picnic y bancos corridos, un ventilador blanco de techo removiendo el aire caliente y meloso, un mostrador con sobremesa de fórmica y tres taburetes altos, plantas colgando del techo, una vieja registradora de metal dorado y un cartel multicopiado, que anunciaba a un astrólogo de Yucaipa. Una joven estaba sentada tras el mostrador bebiendo café y leyendo un libro de texto de biología. Tras ella, una ventana-mostrador abierta permitía ver una cocina de acero inoxidable.
Me senté. Ella alzó la vista. Diecinueve o veinte, con una nariz muy respingona, cabello rubio rizado, cortado cortito y grandes ojos oscuros. Vestía una camisa blanca y tejanos negros, era delgadita pero culona. Una chapa verde manzana en su camisa decía WENDY.
Sonrió. Tenía la edad de Maura Bannon. Sin duda era menos sofisticada, pero de algún modo más madura que la periodista.
– Hola. ¿Qué puedo servirle?
Señalé hacia su taza de café.
– ¿Qué tal un poco de eso, para empezar?
– Seguro. ¿Crema y azúcar?
– Solo.
– ¿Quiere el menú?
– Sí, gracias.
Me entregó un rectángulo plastificado. La selección me sorprendió. Había esperado las habituales hamburguesas y patatas fritas, pero estaban listados una docena de platos, algunos de ellos realmente complejos, con una tendencia hacia la nouvelle cuisine cada uno acompañado con un código de letras indicando el vino adecuado: C para Chardonnay, JR para Johannisberg Riesling. En la parte de atrás del menú había una lista de vinos muy completa: añadas de calidad, tanto de California como de Francia, así como un vino de manzanas de producción local, que era descrito como «ligero y afrutado, similar en aroma y sabor al Sauvignon blanco».
Me trajo el café.
– ¿Algo que comer?
– ¿Qué tal un almuerzo de recolector de manzanas?
– Seguro.
Me dio la espalda y abrió una nevera y varios cajones y cajas, trasteó un rato, colocó un mantelito de lino en el mostrador y cubiertos, y luego me sirvió una bandejita de manzanas perfectamente cortadas en trozos en forma de cuña y gruesos pedazos de queso, todo decorado con menta fresca.
– Aquí tiene -me dijo, añadiendo un panecillo de pan integral y mantequilla en pedazos moldeados como flores-. El queso de cabra es realmente bueno, lo hace una familia de vascos que viven cerca de Loma Linda. Los animales no comen pienso artificial, sino productos naturales.
Esperó.
Los huevos de Olivia aún me pesaban en el estómago. Probé un pedacito.
– Excelente.
– Gracias. Estoy estudiando Elaboración de Alimentos en la Escuela Superior. Algún día quiero tener mi propio negocio. Trabajo aquí como parte de mis ejercicios prácticos.
Señalé al texto.
– ¿Escuela de verano?
– Repito examen en septiembre. Los exámenes no son lo mío. ¿Más café?
– Claro. -Di un sorbo-. No hay mucha gente hoy.
– Como cada día. Durante la estación de la cosecha, desde septiembre hasta enero, recibimos un puñado de turistas los fines de semana. Pero ya no es como era. La gente sabe lo de ir a coger cerezas a Beaumont, pero nosotros no tenemos esa clase de publicidad. Antes no era así: el pueblo fue construido en 1867, y la gente se volvía a sus casas con cestas enormes de manzanas Spartan y Jonathan. Pero vino la gente de la ciudad y compró parte de las tierras. Y no se ocupan de ellas.
– He visto frutales muertos mientras subía.
– ¿No es triste? Las manzanas necesitan cuidados, igualito que los niños. Todos esos doctores y abogados de Los Ángeles compraron los frutales, sólo por lo de los impuestos. Y luego los dejaron morir. Hemos estado intentando, mi familia y yo, el poner otra vez en pie este lugar. Quizá el Register del condado de Orange publique un artículo sobre nosotros. Eso, desde luego, nos ayudaría. Mientras, estamos poniendo en marcha lo de la mermelada y la miel; está empezando a irnos muy bien la venta por correo. Además, cocino para los guardas forestales y los empleados de Agricultura que van de paso, y así voy cumpliendo con mi trabajo práctico. ¿Trabaja usted para el estado?
– No -le contesté-. ¿Y qué es eso de tener una llama?
– ¿Cedric? Es nuestra…, de la familia. Lo que hay tras de su corral es nuestra casa…, nuestra casa del pueblo. Ma y mis hermanos están ahora precisamente en ella, planificando el zoo. Para el próximo verano vamos a tener un zoo infantil completo. Así tendremos a los críos ocupados y dejarán a sus padres libres para comprar. Cedric es un encanto. A Pa se lo dieron en un cambio; él es doctor y tiene un gabinete de quiropracticante en Yucaipa. Allí es donde vivimos la mayor parte del tiempo. Y había ese circo que estaba de paso, gitanos o algo parecido, con todas esas caravanas pintarrajeadas, con acordeones y magnetófonos. Se instalaron en uno de los campos y pasaron el sombrero. Uno de los hombres se hizo daño en la espalda mientras hacía acrobacias. Pa lo curó, pero el tipo no tenía con qué pagar, así que Pa se quedó a Cedric a cambio. Le encantan los animales. Fue entonces cuando se nos ocurrió lo del zoo infantil. Mi hermana está estudiando cría de animales en la Politécnica de California. Ella será la que lo dirigirá.
– Suena muy bien. ¿Es que su familia es la propietaria de todo el pueblo?
Ella se echó a reír.
– ¡Ya me gustaría! No, sólo la casa y el corral de Cedric y estas tiendecitas de la parte de atrás. Las tiendas de delante son propiedad de otra gente, pero no están casi nunca en ellas. La abuelita…, la de la tienda de regalos, murió el verano pasado y su familia aún no ha decidido lo que quiere hacer con la tienda. Nadie se cree que los Terry vayamos a darle la vuelta a la suerte de Willow Glen, pero nosotros desde luego que lo vamos a intentar.
– El cartel de población decía que aquí hay cuatrocientas treinta y dos personas. ¿Dónde están todos los demás?
– Creo que ese número es algo alto. Pero están las otras familias…, unos pocos son agricultores, los demás trabajan en Yucaipa. Todo el mundo está al otro lado del poblado. Tiene que pasar a través si quiere verlos.
– ¿Más allá de los árboles?
Otra risa.
– Ajá. Resulta difícil de ver, ¿no? Está esto montado de un modo, como para atrapar a la gente. -Miró a mi bandeja y yo tragué, en respuesta, y luego la aparté, a medio terminar. Ella no se dejó amedrentar por eso-. ¿Qué tal un poco de pastel casero? Lo he sacado del horno hace veinte minutos.
Parecía tan ansiosa, que le dije:
– Claro.
Colocó un gran cuadrado de pastel delante de mí, junto con una cuchara y me dijo:
– Es tan espeso, que es mejor comerlo con cuchara que con tenedor.
Luego volvió a llenar con café mi tazón, y esperó.
Me coloqué una cucharada de pastel en la boca. Si hubiera tenido hambre, hubiera resultado sensacional: una corteza delgada y azucarada, tersos trozos de manzana en un jarabe ligero, sazonado con canela y jerez, aún caliente.
– ¡Es increíble, Wendy! Tiene un gran futuro como cocinera…
Sonrió de oreja a oreja.
– Bueno, pues muchas gracias, señor. Si desea otro pedazo, será invitación de la casa. Tengo mucho, y los muy cerdos de mis hermanos van a devorarlo, sin siquiera darme las gracias.
Me palmeé el estómago.
– Veamos antes si puedo con éste.
Cuando hube luchado con unos cuantos bocados más, me preguntó:
– Si no trabaja para el estado, ¿qué es lo que ha venido a hacer por aquí?
– Estoy buscando a alguien.
– ¿A quién?
– A Shirlee y Jasper Ransom.
– ¿Y qué es lo que quiere de ellos?
– Están relacionados con una amiga mía.
– ¿Cómo de relacionados?
– No estoy seguro. Quizá sean sus padres.
– No puede ser muy amiga…
Dejé la cuchara.
– Es complicado, Wendy. ¿Sabe dónde puedo hallarlos?
Dudó. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, estaban cargados de dudas.
– ¿Qué es lo que pasa? -le pregunté.
– Nada. Sólo que me gusta que la gente diga la verdad.
– ¿Y qué es lo que le hace pensar que yo no la he dicho?
– Venir aquí hablando de que Shirlee y Jasper quizá sean los padres de alguien, y querer hacerme creer que ha viajado en coche todo el camino hasta aquí sólo para saludarlos…
– Es cierto.
– Si tuviera usted idea de cómo son… -Se contuvo y luego dijo-: No voy a mostrarme poco caritativa; digamos que nunca supe que tuvieran ninguna familia…, no en los cinco años que he vivido aquí. Ni tampoco han tenido nunca un solo visitante.
Consultó su reloj y tamborileó con los dedos en la barra.
– ¿Ha terminado, señor? Tengo que cerrar, para seguir estudiando.
Aparté el plato.
– ¿Dónde está la Ruta Rural Cuatro?
Se encogió de hombros, fue hacia el otro extremo del mostrador y tomó su libro.
Me puse en pie.
– La nota, por favor.
– Cinco dólares justos.
Le di un billete de cinco. Lo cogió por un ángulo, evitando tocarme.
– ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué está tan molesta?
– Sé lo que es usted.
– ¿Y qué es lo que soy?
– Un empleado de un banco. Tratando de ejecutar las hipotecas del resto del pueblo, tal como ya hicieron con Hugh y la Abuelita. Tratando de comerles el coco a los otros propietarios, para poder comprar barato y poder convertir esto en una urbanización o algo así.
– Es usted una cocinera increíble, Wendy, pero como detective no vale mucho. No tengo nada que ver con ningún banco. Soy un psicólogo de L. A. Me llamo Alex Delaware. -Saqué mi identificación del billetero: el carnet de conducir, la licencia de ejercicio de la psicología, la tarjeta de la Facultad de Medicina-. Aquí tiene, véalo por usted misma.
Hizo ver que aquello la aburría, pero estudió los papeles.
– De acuerdo, ¿y qué? Aunque sea usted quien dice ser, ¿qué es lo que busca por aquí?
– Una vieja amiga mía, otra psicóloga llamada Sharon Ransom, murió recientemente. No dejó parientes próximos conocidos. Hay algunas posibilidades de que esté emparentada con Shirlee y Jasper Ransom. Hallé su dirección, y pensé que podrían querer hablar conmigo.
– ¿Cómo murió Sharon?
– Suicidio.
Eso le quitó el color de la cara.
– ¿Qué edad tenía?
– Treinta y cuatro.
Apartó la vista, se ocupó con la cubertería.
– ¿Había oído hablar de Sharon Ransom? -le pregunté.
– Nunca. Jamás oí decir que Jasper y Shirlee hubieran tenido hijos. Punto final. Se equivoca usted, señor.
– Quizá -le dije-. Gracias por el almuerzo.
Me gritó mientras me iba:
– Todo Willow Glen está en la Ruta Rural Cuatro. Pase la escuela y siga como kilómetro y medio. Hay una prensa abandonada. Gire a la derecha y siga adelante. Pero está perdiendo el tiempo.
Salí del poblado, soporté cincuenta metros de socavones, antes de que la tierra volviera a alisarse y apareciese el cartel RUTA RURAL CUATRO. Pasé junto a más campos de frutales y varias granjas, embellecidas con amplias casas en madera y rodeadas de verjas de raíles, luego al lado de una bandera ondeando en un asta, que marcaba una escuela de dos pisos, en piedra y con la forma de un envase lácteo de cartón, situada en medio de un campo de juegos sombreado por arces y tapizado de hojas caídas. El campo de juego acababa en un bosque, el bosque en una montaña. Buzones para la correspondencia, marcados con el nombre del propietario, se hallaban a lo largo del camino: CÓJALO USTED MISMO Y CALABAZAS DE RILEY (CERRADO). LEIDECKER. BROWARD. SUTCLIFFE…
Pasé por al lado de la prensa de manzanas abandonada, antes de darme cuenta de lo que era, luego retrocedí y aparqué al costado de la ruta. Desde aquella distancia, parecía un montón de chatarra: paredes de metal ondulado ulceradas por el óxido y hundiéndose hacia dentro, y sólo le quedaban ya jirones del techo de tela asfáltica, lo que dejaba al descubierto vigas de madera ennegrecida por el paso del tiempo, y malas hierbas, casi ya de la altura de un hombre, que subían en busca de la luz. Rodeando el edificio había un terreno hundido, por todo el cual se veían tiradas piezas de la maquinaria, maderos y más malas hierbas que, habiendo estado al sol, habían sido quemadas a paja estival.
Gire a la derecha y siga adelante. Recordé la desconfianza de Wendy y me pregunté si no me habría dado instrucciones equivocadas.
Dejé el motor en marcha y salí del coche. Eran las cuatro de la tarde, pero el sol seguía apretando y, a los pocos minutos, estaba empapado en sudor. La carretera se hallaba en silencio. Mi nariz captó un olor a mofeta. Me hice sombra con la mano sobre los ojos, miré en derredor y, finalmente, divisé un punto más pelado entre las hierbas… apenas si era la sugerencia de un camino, que corría al lado de la prensa: una depresión más brillante en la paja, allá donde los neumáticos habían vencido, finalmente, a la espesura.
Pensé en caminar, pero no sabía cuánto camino habría que hacer, así que volviendo al coche, lo hice retroceder hasta que hallé una bajada en la cuneta y descendí al terreno hundido.
El Seville no es un coche muy apropiado para los paseos rurales, así que resbaló y patinó en la paja. Al fin, conseguí algo de tracción y pude entrar en el sendero. Lancé el coche hacia delante, más allá de la prensa, hacia un mar de hierbas. La depresión se convirtió en un sendero de tierra y adquirí velocidad, cruzando un ancho campo. En el extremo más alejado había un bosquecillo de sauces llorones. Por entre las hojas de los árboles, se divisaban destellos de metal…, más edificios de metal ondulado.
Shirlee y Jasper Ransom no parecían ser gente muy hospitalaria.
Wendy había creído poco probable que fueran los padres de Sharon, pero se había callado cuando iba a explicarme el motivo.
No queriendo mostrarse «poco caritativa».
¿O sería que tenía miedo?
Quizá Sharon se hubiese escapado de ellos…, escapado de este lugar, por alguna buena razón, creándose la fantasía de una pura y perfecta niñez, con el fin de bloquear una realidad que era demasiado terrible como para enfrentarse a ella.
Me pregunté en qué me estaría metiendo. Dejé que surgiese una fantasía, mía propia, acerca de Jasper y Shirlee: monstruosos mutantes rurales, sin dientes y envueltos en sucios monos de trabajo, rodeados por una manada de perros babeantes y enseñando los dientes, recibiendo mi llegada con disparos de postas.
Me detuve, escuché por si oía ladridos de perros. Silencio. Diciéndome a mí mismo que más valía contener la imaginación, aceleré el Seville.
Cuando llegué a los sauces, no había lugar para que entrase el coche. Apagué el motor, salí, caminé por debajo de las caídas ramas y por entre el bosquecillo. Oí el gorgoteo de agua. Y una voz canturreando átonamente. Luego llegué a la vivienda de Jasper y Shirlee Ransom.
Dos chabolas en un pequeño terreno de tierra. Un par de pequeñas y primitivas edificaciones, con los costados hechos con madera cortada irregularmente, y con techo de lata. En lugar de ventanas, hojas de papel encerado. Entre las chabolas había un retrete exterior, con su caseta completa, incluso con la tradicional media luna perforada en la puerta. Una cuerda de tender estaba colgada entre la comuna y una de las chabolas. En la cuerda estaban tendidas prendas descoloridas. Más allá del retrete había un depósito de agua sobre soportes metálicos y a su lado un pequeño generador eléctrico.
La mitad de la propiedad, más o menos, estaba plantada con manzanos: una docena de pequeños brotes, atados a estacas y con tarjetas informativas. Una mujer estaba en pie, regándolos con una manguera que salía del depósito de agua. El agua goteaba por entre sus dedos, creando el efecto de que fuese ella la que manaba, alimentando a los árboles con su propio fluido vital. El agua chapoteaba en el suelo, era tragada en barrosos remolinos, se convertía en puré de lodo.
No me había oído llegar. Tendría unos sesenta y tantos, era gorda y muy bajita: un metro cuarenta y cinco, más o menos, su cabello cano estaba cortado al estilo paje, y tenía facciones planas y pastosas. Estaba con los ojos entrecerrados y la boca abierta, lo que acentuaba su mandíbula casi sin barbilla. Un manojo de pelillos surgía de la misma. Vestía un guardapolvo de tela azul estampada que parecía una sábana. El borde inferior del mismo era irregular. Sus piernas eran pálidas y gruesas, blandas como el pudín, y sin depilar. Agarraba la manguera con ambas manos como si fuera una serpiente viva y se concentraba en el goteo del agua.
– Hola-dije.
Ella se giró y parpadeó varias veces, alzando un tanto la manguera. El agua chorreó contra el tronco de uno de los brotes.
Una sonrisa. Sin doblez alguna.
Me saludó con una mano, incierta, como un niño que se encuentra con un desconocido.
– Hola -repetí.
– Hola -su pronunciación era mala.
Me acerqué.
– ¿Señora Ransom?
Eso la dejó perpleja.
– ¿Shirlee?
Varios rápidos movimientos con la cabeza, asintiendo.
– Sí soy yo, Shirlee. -En su excitación, dejó caer la manguera, que empezó a serpentear y escupir agua. Trató de recogerla, pero no pudo y le dio un chorro de agua en la cara, gritó y alzó las manos. Recogí el embarrado tubo, lo doblé para lavarlo, y se lo entregué.
– Gracias.
Se frotó la cara con la manga de su guardapolvo, tratando de secársela. Yo saqué un pañuelo limpio del bolsillo y lo hice por ella.
– Gracias, señor.
– Shirlee, me llamo Alex. Soy amigo de Sharon.
Me preparé para una explosión de dolor, obtuve otra sonrisa. Más amplia:
– Hermosa Sharon.
Mi corazón estaba dolorido. Forcé a salir las palabras, casi me atraganté al decir el tiempo presente.
– Sí, es muy hermosa.
– Mi Sharon. Carta. ¿Quiere ver?
– Sí, quiero.
Miró a la manguera, pareció perderse en el pensamiento.
– Espere. -Lenta, deliberadamente, se fue apartando de los brotes de árbol y regresando al depósito de agua. Le costó bastante tiempo el cerrar el grifo, aún más el enrollar la manguera, limpiamente, en el suelo. Cuando hubo terminado, me miró con orgullo.
– Muy bien -le dije-. Bonitos árboles.
– Bonitos. Manzanas. Señita Leiderk los dio a mí y Jasper. Árbol niño.
– ¿Los plantaron ustedes?
Risitas.
– No. Gabiel.
– ¿Gabriel?
Afirmación con la cabeza.
– Los cuidamos muy mucho.
– Seguro que sí, Shirlee.
– Sí.
Seguí su caminar de pies arrastrados hasta una de las chabolas. Las paredes estaban sin pintar y manchadas, el suelo era de contrachapado y el techo de vigas vistas. Habían usado una plancha de conglomerado para dividir el espacio en dos. La mitad era una zona de servicios: una pequeña nevera, una cocinita eléctrica, una antigua lavadora con rodillos de secado. Junto a la nevera se hallaban cajas de jabón en polvo e insecticidas.
Al otro lado había una habitación de techo bajo, alfombrada con un trozo de moqueta naranja. Una cama de hierro colado, pintada de blanco y cubierta por una manta de las sobrantes del Ejército casi llenaba todo el espacio. La manta estaba muy tensa, con ángulos militares. Contra una pared había una estufa eléctrica. El sol entraba, dorado y suave, a través del papel encerado. Una escoba se apoyaba en un rincón. Estaba más que usada. El lugar se veía impoluto.
El otro único mueble era una pequeña cómoda de pino. Encima de la misma había una caja de lápices de colores, junto con otros lápices, de mina negra y gastados hasta sólo quedar pequeños trozos, así como unos blocs de papel barato, amarillento, cuidadosamente amontonados y pisados por una piedra. En la página de encima había un dibujo. De manzanas. Primitivo. Infantil.
– ¿Ha dibujado usted esto, Shirlee?
– Jasp. Dibuja bien.
– Sí que es verdad. ¿Dónde está ahora?
Salió de la chabola y señaló hacia la comuna.
– Haciendo.
– Ya veo.
– Dibuja muy mucho bien.
Asentí mi acuerdo.
– ¿La carta, Shirlee?
– Oh. -Sonrió más ampliamente, se golpeó un costado de la cabeza con un puño-. Lo olvidé.
Regresamos al dormitorio y abrió uno de los cajones de la cómoda. Dentro había montones de prendas, exactamente ordenadas…, más de esa ropa descolorida que había visto tendida fuera. Metió una mano bajo la ropa, tomó un sobre y me lo entregó.
Sucio de marcas de dedos, desgastado por el mucho manos. El matasellos era de Long Island, Nueva York, en 1971. La dirección estaba escrita con grandes letras de imprenta:
SR. Y SRA. JASPER RANSOM
RUTA RURAL CUATRO
WILLOW GLEN, CALIFORNIA
Dentro había una única hoja de papel en blanco, con una cabecera que decía:
ACADEMIA FEMENINA DE PEDAGOGÍA FORSYTHE
WOODBURN MANOR
LONG ISLAND, N.Y. 11946
El mismo tipo de letras mayúsculas había sido empleado para el texto:
QUERIDOS PAPÁ Y MAMÁ:
AQUÍ ESTOY EN LA ESCUELA. EL VIAJE EN AVIÓN FUE BUENO. TODO EL MUNDO SE PORTA BIEN CONMIGO. ME GUSTA, PERO OS NOTO MUCHO A FALTAR.
POR FAVOR, RECORDAD ARREGLAR LAS VENTANAS, ANTES DE QUE LLEGUEN LAS LLUVIAS. PUEDEN LLEGAR PRONTO ASÍ QUE TENED CUIDADO. ACORDAOS DE LA MUCHA AGUA QUE ENTRÓ EL AÑO PASADO. SI NECESITÁIS AYUDA, LA SRA. LEIDECKER OS AYUDARÁ. ME DIJO QUE OS VIGILARÍA, PARA VER SI ESTABAIS BIEN.
PAPÁ, GRACIAS POR LOS BELLOS DIBUJOS. LOS MIRÉ CUANDO ESTABA EN EL AVIÓN, Y OTRA GENTE QUE LOS VIO DIJO QUE ERAN MUY BUENOS, QUE LES DABAN GANAS DE COMERSE LAS MANZANAS. SIGUE DIBUJANDO Y MÁNDAME MÁS. LA SRA. LEIDECKER ME LOS ENVIARÁ POR CORREO.
OS NOTO A FALTAR, ME COSTÓ IRME, PERO QUIERO SER MAESTRA Y SÉ QUE VOSOTROS TAMBIÉN LO QUERÉIS. ÉSTA ES UNA BUENA ESCUELA. CUANDO SEA MAESTRA VOLVERÉ Y ENSEÑARÉ EN WILLOW GLEN. PROMETO ESCRIBIROS. CUIDAOS.
AMOR,
SHARON
(VUESTRA ÚNICA HIJITA)
Volví a meter la carta en su sobre. Shirlee Ransom me estaba mirando, sonriente. Pasaron varios segundos antes de que pudiera hablar:
– Es una hermosa carta, Shirlee. Una carta muy bonita.
– Sí.
Se la devolví.
– ¿Tiene más?
Negó con la cabeza.
– Teníamos. Muchas. Vinieron lluvias fuertes, y chafff -gesticuló con las manos-. Llevarlo todo. Muñecas. Juguetes. Papeles.
Señaló a las ventanas tapadas con papel de cera.
– La lluvia entra.
– ¿Por qué no ponen cristales?
Se echó a reír.
– Señorita Leidecker dice: cristal, Shirlee. Cristal es fuerte, bueno, prueba. Pero Jasp dice no, no. A Jasp le gusta el aire.
– La señorita Leidecker parece una buena amiga.
– Sí.
– ¿También lo era de Sharon?
– Maestra. -Se dio unos golpes en la frente-. Muy lista.
– Sharon también quería ser maestra -le dije-. Se fue a una escuela de Nueva York a estudiar para maestra. Gesto de asentimiento con la cabeza.
– Dagogía Forsaid…
– ¿Academia Forsythe?
Otro gesto de asentimiento.
– Muy lejos.
– ¿Volvió a Willow Glen cuando fue maestra?
– No. Demasiado lista. A Calforna.
– ¿California?
– Sí. Muy lejos.
– ¿Les escribió desde California?
Mirada de preocupación. Me supo mal haberle hecho la pregunta.
– Sí.
– ¿Cuándo fue la última vez que supieron de ella?
Se mordisqueó un dedo, torció la boca.
– Navidad.
– ¿Las pasadas navidades?
– Sí -no muy convencida.
Había hablado de una carta de hacía dieciséis años, como si hubiese llegado hoy mismo. Pensaba que California era algún lejano lugar. Me pregunté si sabría leer. Le pregunté:
– ¿Navidad fue hace mucho?
– Sí.
Algo más que había sobre la cómoda me llamó la atención: un ángulo de piel artificial, de color azul, que estaba bajo los dibujos de manzanas. Lo saqué. Era una libreta de ahorros de un banco en Yucaipa. No parecía molestarle mi curiosidad. Sintiéndome de todos modos como un ladrón, la abrí.
Allí habían varios años de transacciones, siguiendo una repetitiva tendencia: el primero de cada mes un ingreso de quinientos dólares. Ocasionales retiradas de fondos. Un saldo acumulado de setenta y ocho mil dólares y algo suelto. La cuenta estaba en forma de fideicomiso, en favor de Jasper Ransom y Shirlee Ransom, conjuntamente. La encargada de administrarla: Helen A. Leidecker.
– Dinero -dijo Shirlee. Una sonrisa de orgullo.
Dejé la libreta allá donde la había encontrado.
– Shirlee, ¿dónde nació Sharon?
Mirada de asombro.
– ¿La diste vida tú? ¿Salió de tu tripa?
Risita.
Oí pasos y me di la vuelta.
Un hombre entró, me vio y se subió los pantalones, enarcó las cejas y caminó sin levantar los pies del suelo hasta su esposa.
No era mucho más alto que ella, apenas llegaba al metro y medio, y tendría la misma edad. Casi calvo, prácticamente sin barbilla, y con unos ojos azules muy grandes, muy suaves. Una nariz carnosa se abría paso entre sus ojos, haciendo sombra a un labio superior protuberante. Su boca colgaba, ligeramente abierta, y sólo tenía algunos dientes, amarillentos. Una cara de historieta, recubierta de un fino vello blanco que parecía una película de jabón. Sus hombros eran tan estrechos, que sus cortos brazos parecían salir directamente de su cuello. Los brazos le colgaban a los costados y acababan en manos regordetas, con dedos unidos por membranas. Usaba una camiseta de manga corta demasiado grande para él, unos pantalones grises de trabajo, atados con un cordel, y botas de baloncesto. Sus pantalones estaban bien planchados. Llevaba la bragueta abierta.
– ¡Oooh, Jasp! -dijo Shirlee, tapándose la boca con la mano y señalando.
Él pareció asombrado. Ella lanzó una risita y tiró de la cremallera arriba, palmeándolo luego jocosamente en la mejilla. Él enrojeció y miró hacia abajo.
– Hola -dije, tendiendo mi mano-. Me llamo Alex.
Me ignoró. Parecía preocupado por sus botas.
– Señor Ransom… Jasper…
Shirlee intervino:
– No oye. Nada. No hable.
Logré captar su mirada y gesticulé la palabra: Hola.
Mirada perdida.
Le ofrecí la mano de nuevo.
Lanzó miradas huidizas por la habitación.
Me volví hacia Shirlee.
– ¿Puede decirle que soy amigo de Sharon?
Se rascó la mandíbula, se lo pensó, y luego le chilló:
– ¡Conoce a Sharon! ¡Sha-ron! ¡Sha-ron!
Los ojos del hombrecillo se desorbitaron y se apartaron de los míos.
– Por favor, Shirlee, dígale que me gustan mucho sus dibujos.
– ¡Dibujos! -gritó Shirlee. Hizo una burda pantomima de dibujar con un lápiz-. ¡Le gustan dibujos! ¡Tus dibujos!
Jasper puso cara de incomprensión.
– ¡Dibujos! ¡Tonto Jasp! -Más movimientos de lápiz. Lo tomó de la mano y señaló hacia el montón de blocs de la cómoda, luego lo giró a él y lo encaró conmigo-: ¡Dibujos!
– Son guapos -dije sonriendo.
– Uhh. -El sonido era de tono bajo, gutural, forzado. Recordé dónde lo había oído antes: en Resthaven.
– ¡Dibujos! -seguía gritando Shirlee.
– Está bien -intervine-. Gracias, Shirlee.
Pero en ese momento ella seguía su propio guión:
– ¡Dibujos! ¡Ve! ¡Ve! -Le dio un empujón a su liso trasero.
Él salió de la chabola.
– Jasp ahora dibuja -me dijo Shirlee.
– Estupendo. Shirlee, estábamos hablando de dónde nació Sharon. Le pregunté si había salido de su barriga.
– ¡Tonto! -Miró hacia abajo y tensó la tela de su guardapolvo sobre su estómago-. No bebé.
– Entonces, ¿cómo llegó a ser su hijita?
La cara pastosa se iluminó, con los ojos brillando maliciosos.
– Un regalo.
– ¿Le regalaron a Sharon?
– Sí.
– ¿Y de quién fue el regalo?
Negó con la cabeza.
– ¿Quién le regaló a Sharon?
La negativa se hizo más violenta.
– ¿Por qué no me lo puede decir?
– ¡No puedo!
– ¿Por qué no, Shirlee?
– ¡No puedo! ¡Secreto!
– ¿Quién le dijo que guardara el secreto?
– ¡No puedo! ¡Secreto! ¡Se-cre-to!
Estaba babeando y a punto de llorar.
– De acuerdo -le dije-. Es bueno que mantenga el secreto, si lo prometió.
– Secreto.
– Lo entiendo, Shirlee.
Se sorbió la nariz, sonrió y dijo:
– Uh, hora del agua -y salió.
Yo la seguí afuera. Jasper también acababa de salir de la otra chabola y estaba caminando hacia nosotros, aferrando varias hojas de papel. Me vio y las agitó en el aire. Fui hasta él y me las mostró: más manzanas.
– Muy bien, Jasper. Muy hermosas.
Shirlee dijo:
– Hora del agua -y miró a la manguera.
Jasper había dejado abierta la puerta de la otra chabola, así que entré en ella.
Un único espacio, sin particiones, con moqueta roja. Una cama se encontraba en el centro, con baldaquino, y tapada por un cobertor con bordes de puntilla. La tela estaba picada por un moho negroverdoso y podrida en algunos puntos. Toqué un trozo de puntilla, que se hizo polvo entre mis dedos. La cabecera y el marco del baldaquino estaban polvorientos por la oxidación, y desprendían un olor amargo. Sobre la cama, colgado de un clavo arqueado en la pared, había un cartel enmarcado de los Beatles, una ampliación de la portada del álbum «Rubber Soul». El cristal del marco estaba rayado, lleno de manchas de cagadas de mosca y partido en un punto. Contra la pared opuesta había una cómoda, cubierta con más puntillas envejecidas, botellas de perfumes y figuritas en cristal. Traté de tomar una de las botellas, pero estaba pegada a las puntillas. Un sendero de hormigas corría por encima de la cómoda. Varios pececillos de plata yacían muertos por entre las botellas.
Los cajones estaban hinchados y costaba abrirlos. El de arriba estaba vacío, a excepción de algunos bichos muertos más. Lo mismo pasaba con los otros. Me llegó un sonido de la puerta: Shirlee y Jasper estaban allá, abrazados el uno al otro, como niños asustados que esperan que pase una tormenta.
– Su habitación -les dije-, tal cual ella la dejó.
Shirlee asintió con la cabeza. Jasper la miró y la imitó.
Traté de imaginarme a Sharon viviendo con ellos. Criada por ellos. Martinis en el solárium.
Sonreí para ocultar mi tristeza. Ellos me devolvieron la sonrisa, también ocultando… una ansiedad servil. Esperando mi siguiente orden. Había tanto que deseaba preguntarles…, pero sabía que había obtenido ya todas las respuestas que ellos me iban a dar. Vi el miedo en sus ojos, y busqué las palabras más adecuadas.
Pero antes de hallarlas, el hueco de la puerta se llenó de carne.
No era mucho más que un crío… de diecisiete o dieciocho, aún con vello de bebé en las mejillas de su rostro infantil. Pero enorme: de uno noventa o uno noventa y cinco; más de cien kilos, una parte importante de ellos aún de gordura infantil; con la piel sonrosada y un cuello corto y más ancho que su rostro de luna. Su cabello rubio estaba cortado a cepillo e intentaba, sin demasiado éxito, que le creciera bigote. Su boca era pequeña y petulante, sus ojos estaban medio oscurecidos por unas mejillas rosadas, tan grandes y redondas como pelotas. Vestía unos tejanos descoloridos y una camisa de vaquero negra extra-extra-grande, con dibujitos en hilo blanco y botones nacarados. Las mangas estaban tan arrolladas como le era posible: hasta la mitad de unos sonrosados antebrazos, tan gruesos como mis antepiernas. Se alzaba tras los Ransom, sudando, emitiendo calor y olor a vestuario masculino.
– ¿Quién es usted? -Su voz era nasal, aún no había pasado del todo la frontera de la masculinidad.
– Me llamo Alex Delaware. Soy amigo de Sharon Ransom.
– Ella ya no vive aquí.
– Lo sé. Vine desde…
– ¿Os está molestando? -le preguntó a Shirlee.
Ella parpadeó.
– Hola, Ga-biel.
El chico endulzó su tono y repitió la pregunta, como si estuviese acostumbrado a hacerlo.
– Le gustan los dibujos de Jasper -le dijo ella.
– Gabriel -intervine-. No he venido a causar ningún…
– No me importa lo que haya venido a hacer. Esta gente es… especial. Hay que tratarlos de un modo especial.
Bajó una manaza enorme sobre los hombros de ambos Ransom.
Le pregunté:
– ¿Es usted hijo de la señora Leidecker?
– ¿Y qué si lo soy?
– Me gustaría hablar con ella.
Echó los hombros hacia delante y sus ojos se entrecerraron. De no ser por su tamaño, hubiera resultado cómico…, un niñito jugando a ser todo un macho.
– ¿Y qué tiene que ver mi Ma en todo esto?
– Ella fue la maestra de Sharon. Yo fui amigo de Sharon. Hay cosas de las que me gustaría hablar con ella. Cosas de las que no habría que hablar delante de ciertas personas. Y estoy seguro de que entiende de lo que hablo.
La expresión de su rostro decía que entendía exactamente de lo que yo estaba hablando.
Se echó un poco atrás del hueco de la puerta y dijo:
– Tampoco Ma necesita que anden molestándola.
– No tengo la menor intención de molestarla. Sólo quiero hablar con ella.
Pensó por un momento, y luego dijo:
– De acuerdo, señor. Lo llevaré con ella; pero estaré presente todo el tiempo, así que no se haga ideas raras.
Se apartó del todo de la puerta. Volvió a entrar la luz del sol.
– Vamos, chicos -les dijo a Jasper y Shirlee-. Deberíais volver a esos árboles, y aseguraos de que cada uno de ellos recibe una buena remojada.
Alzaron la vista hacia él. Jasper le entregó un dibujo.
Él le dijo:
– Estupendo, Jasper. Lo añadiré a mi colección -pronunciando de modo exagerado. Luego el hombre-niño se inclinó y palmeó afectuosamente la cabeza del infantilizado hombre. Shirlee lo agarró de la mano y él le dio un beso ligero en la frente.
– Cuidaos mucho, ¿vale? Seguid echando agua a esos árboles y pronto tendremos fruta que recoger juntos, ¿me oís? ¡Y no habléis con desconocidos!
Shirlee asintió con la cabeza, con aire grave, luego palmeó con las manos y lanzó una risita. Jasper sonrió y le dio otro dibujo.
– Gracias otra vez. Sigue con el buen trabajo, Rembrandt.
Comenzamos a irnos. Jasper corrió tras de nosotros, gruñendo sonidos incoherentes. Nos detuvimos. Me entregó un dibujo y se volvió de espaldas, azarado.
Yo alcé su débil barbilla con mi mano y gesticulé:
– Gracias -exagerando, tal cual lo había hecho el chico.
La sonrisa de Jasper me dijo que me había entendido. Le tendí la mano. Esta vez la cogió, y le dio un débil apretón.
– Vamos, señor -me dijo Gabriel-. Déjelos ya en paz.
Di unas palmadas a la mano del hombrecillo y me solté, seguí a Gabriel hacia los sauces, correteando para mantener su paso. Antes de meterme entre las caídas ramas, miré hacia atrás, y los vi a los dos, mano con mano, de pie en medio de su extensión de tierra. Estaban viéndonos partir como si fuéramos exploradores…, conquistadores yendo hacia algún extraño nuevo mundo, que ellos jamás podrían esperar ver.