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Pasé el resto del día entrenándome para ser un experto en Leland Belding, empezando por donde lo había dejado: el fallecimiento de las audiencias del Senado.

Inmediatamente después de recibir la reprimenda oficial el multimillonario se había zambullido en el negocio del cine, cambiando el nombre de su estudio a Magnafilm, y escribiendo el guión, dirigiendo y produciendo una serie de sagas de lucha, protagonizadas por rudos héroes que hacían tambalear al orden establecido y finalmente emergían victoriosos de su combate con el mismo. Todas estas películas habían sido calificadas por los críticos como mecánicas y sin relieve. El público no había acudido a verlas.

En 1949, había comprado un periódico profesional de Hollywood, había despedido al crítico cinematográfico e instalado en su puesto a su propio hombre de paja. Había comprado una cadena de salas de cine y programado en ellas sus propios productos. Más pérdidas. En 1950, se recluyó aún más, por lo que sólo hallé una referencia cubriendo los dos siguientes años: la petición, a nombre de la Magna de una patente para una faja, reforzada con aluminio, que suprimía las prominencias no deseadas y aumentaba el rebotar de las carnes. El artículo originalmente desarrollado para una actriz con tendencia hacia la voluminosidad, fue puesto en el mercado con el nombre de Magna-Corsair. Las mujeres estadounidenses no se sintieron atraídas por el mismo.

A finales de 1952 reapareció, convertido de la noche al día en un nuevo hombre: un Leland Belding público, que acudía a estrenos y fiestas, que era visto acompañando a jóvenes estrellas a Ciro's, Trocadero o Mogambo. Y que produjo una serie de nuevas películas: comedietas insustanciales, repletas de dobles sentidos.

Se trasladó desde su «monacal» apartamento en las oficinas de la Magna a una mansión en Bel Air. Se construyó, él mismo, el reactor privado más potente del mundo, tapizado con piel de leopardo y recubierto interiormente con vieja madera de caoba, arrancada de un château francés, de muchos siglos de antigüedad, que dejó reducido a escombros.

Compró cuadros de los viejos maestros clásicos a camionadas, ganó al Vaticano en las pujas por tesoros religiosos saqueados en Palestina. Se quedó con caballos de carreras, jockeys, preparadores, todo un hipódromo. Y un equipo de béisbol. Compró todo un tren de pasajeros, que convirtió en un local móvil para fiestas. Adquirió una flota de coches de artesanía: Dusies, Cords, Packards y Rolls-Royces. Los tres diamantes más grandes del mundo, locales de subastas llenos de muebles antiguos, más casinos en Las Vegas y Reno, un surtido de domicilios que se extendían desde California a Nueva York.

Por primera vez en su vida comenzó a contribuir a la caridad: de un modo exagerado, ostentoso. Dando donaciones para hospitales e instituciones de investigación científica, con la condición de que se les pusiese su nombre y tuviesen los equipos directivos que él designase. Y organizó suntuosos bailes de gala para apoyar a la ópera, al ballet, a las orquestas sinfónicas.

Entre tanto, estaba reuniendo todo un harén: actrices, herederas, bailarinas, reinas de belleza. El heredero más apetecible del mundo había eclosionado al fin.

Superficialmente, era un cambio radical de personalidad. Pero un periodista del Vogue, hablando de una fiesta que había montado Belding para el Metropolitan Museum of Art, describía al multimillonario como quedándose «a un lado, sin sonreír y nervioso, más bien observando los festejos que participando de los mismos. A estos ojos, reconocidamente cínicos, le pareció como un niñito perdido, encerrado en una habitación llena de dulces… tantos dulces, que él había perdido el apetito».

Con tantas fiestas, esperé encontrar algo acerca de William Houck Vidal. Pero no había nada, ni siquiera una foto de grupo, que sugiriese que el antiguo «consultor de negocios» hubiera participado en la metamorfosis de su jefe. La única mención de Vidal a principio de los cincuenta había sido una cita en una revista de negocios, hablando del inicio del desarrollo de un nuevo cazabombardero. Era una cita que se atribuía a «W. Houck Vidal, Vice-Presidente Primero y Jefe de Operaciones de Magna».

Un hombre había pasado de empresario a playboy. El otro había invertido el proceso. Era como si Belding y Vidal estuvieran equilibrados en un columpio psíquico.

Intercambiando personalidades.

Luego, a principios de 1955, todo acabó.

Belding canceló una gala de la Asociación contra el Cáncer, se perdió totalmente de vista. Y empezó lo que una revista llamó «la mayor liquidación de la historia». Las mansiones, coches, joyas y otros artículos de consumo principescos fueron vendidos…, con un gran beneficio. Incluso la venta del estudio cinematográfico, ahora apodado «Magnatortazo», representó millones de ganancias por la enorme plusvalía en la valoración del terreno.

La prensa se preguntó cuál sería la nueva «fase» de Belding. Y cuando quedó claro que la desaparición del magnate era permanente, la cobertura de su vida se fue haciendo más y más limitada, hasta que, a mediados de los sesenta, ni Belding ni la Magna eran mencionados en otra cosa que no fueran las publicaciones financieras y técnicas.

Los sesenta: Oswald. Ruby. Hoffman y Rubin. Stokely y Rap. No faltaban los famosos dispuestos a desnudarse ante la cámara. A nadie le importaba ya un rico anacoreta, que en otro tiempo había hecho malas películas.

En 1969, se informó de la muerte de Leland Belding «en algún lugar de California, subsiguientemente a una larga enfermedad». De acuerdo con los deseos del testamento del soltero multimillonario, un grupo de antiguos ejecutivos de la Magna asumió el liderazgo de la empresa, recayendo el puesto de Presidente del Consejo sobre William Houck Vidal.

Y esto era todo. Hasta 1972, cuando un ex-periodista y escritor especializado en hacer de negro por encargo, llamado Seaman Cross, produjo un libro que él afirmaba ser la biografía, no autorizada, de Leland Belding. Según Cross, el multimillonario había falseado su muerte para lograr hallar la «verdadera paz». Después, tras haber meditado durante diecisiete años en soledad, había decidido que tenía algo que decirle al mundo, y elegido a Cross como su profeta, concediéndole centenares de entrevistas para un proyectado volumen de autobiografía, antes de cambiar de idea y anular el proyecto.

De todos modos, Cross había seguido adelante y completado el libro, titulándolo El Multimillonario Ermitaño, y obteniendo por él un «adelanto del orden de las seis cifras, casi siete». Durante su muy breve vida, el libro había causado furor.

No era el tipo de cosas que a mí me iban, así que en su momento, no le había prestado demasiada atención. Pero ahora me lo tragué de un tirón, sin dejar el tomo hasta haberlo terminado.

La tesis de Cross era que una tragedia personal, a principios de los cincuenta, una tragedia de la que Belding se había negado a hablarle, pero que Cross suponía romántica, había hundido al joven multimillonario en una fase maníaca de playboy, seguida por un grave colapso psíquico y varios años de convalecencia en un hospital mental privado. El hombre que había emergido de allí era «alguien lleno de fobias, paranoide, obseso seguidor de una extraña filosofía personal que combinaba las religiones orientales con un vegetarianismo militante y un individualismo a lo Ayn Rand, llevado a su máxima expresión».

Cross afirmaba haber hecho numerosas visitas a la casa de Belding, un domo geodésico herméticamente sellado, sito en algún lugar del desierto, del que el multimillonario jamás salía. El sistema de transporte era espectacular: a Cross lo llevaban en coche, siempre con los ojos vendados, siempre en plena noche, hasta un helipuerto que se hallaba a menos de una hora de Los Ángeles… la implicación era que se trataba de El Segundo, y luego era trasladado en vuelo hasta el domo, en donde permanecía un par de horas, para ser devuelto a casa por el mismo sistema, antes de que rompiese el alba.

El domo era descrito como equipado con una consola de mandos, controlada por ordenadores, mediante la cual Belding podía seguirle el pulso a sus múltiples intereses económicos internacionales, regular los sistemas de purificación del aire y del agua (desarrollados por la Magna Corporation para la NASA), efectuar la aspiración automática del polvo y desinfección química ambiental, y manejar un complicado sistema de cañerías, válvulas, tubos y conductos neumáticos por los que entraban al domo el correo, los mensajes, la comida y bebida estériles, y salían del mismo los desechos.

Nadie más que Belding podía entrar en el domo, ni estaba permitido hacerle fotos o dibujos. A Cross le habían obligado a realizar sus entrevistas dentro de una cabina con ruedas, que era colocada junto al domo, de modo que estuviese en contacto con un panel de comunicaciones del mismo.

Así describía las entrevistas:


Nos comunicábamos mediante un sistema de micrófonos y altavoces que Belding controlaba. Cuando deseaba que yo lo viese, me lo permitía a través de una ventana de plástico transparente, una superficie que él podía oscurecer, tocando un botón. Y utilizaba esta ventana, que podía cerrar a voluntad, y no pocas veces, para castigarme por haberle hecho alguna pregunta indebida. Y no volvía a prestarme su atención hasta que yo me excusaba y le prometía ser bueno.


Por extraño que esto pudiera parecer, aún lo era más la descripción que Cross daba de Belding:


Demacrado hasta casi parecer un rescatado de Auschwitz, con una gran barba, con sus largos y enmarañados cabellos canos llegándole hasta media espalda, con collares de cristales colgando de su cuello delgado, como de pájaro, y con grandes anillos, también de cristal, en cada dedo. Las uñas de esos dedos estaban pulimentadas y lacadas de un negro brillante, aguzadas en punta, y parecían tener unos cinco centímetros de largo. El color de su piel era de un extraño blanco verdoso. Sus ojos, tras gruesos cristales teñidos de rosa, estaban desorbitados y nunca paraban de moverse, saltando de un lado a otro y parpadeando, como los de un sapo mientras caza moscas.

Pero era su voz lo que me resultaba más escalofriante: plana, mecánica, completamente desprovista de emoción. Una voz carente de humanidad. Aún ahora me estremezco cuando la recuerdo.


La postura de Cross a lo largo de todo el libro era de morbosa fascinación. No podía ocultar su antipatía hacia el multimillonario, pero tampoco podía dejarlo en paz.


A intervalos regulares -escribía- Belding interrumpía nuestras sesiones para mordisquear verduras crudas, beber grandes cantidades de agua esterilizada, y luego ponerse en cuclillas para orinar y defecar, a plena vista del que esto escribe, en un orinal de estaño que siempre tenía encima de una plataforma parecida a un altarcillo. Una vez que el orinal había permanecido colocado sobre el altarcillo durante exactamente quince minutos, lo tomaba y lo lanzaba por una de las salidas de evacuación. Durante este proceso de excreción, sus chupadas y ultraterrenas facciones adquirían una expresión autosatisfecha, casi religiosa, y aunque se negó a hablar de este ritual, mi impresión, luego reflexionada, es que se trataba de autoadoración, la culminación lógica de una vida de narcisismo y poder sin límites.


La segunda mitad del libro era bastante aburrida: Cross pontificando acerca de la debilidad de una sociedad que podía crear un monstruo como Belding, transcripciones de los desvaríos de Belding acerca del significado de la vida…, una amalgama, apenas si inteligible, de hinduismo, nihilismo, física cuántica y darwinismo social, incluyendo condenas a los «enanos mentales y morales que deifican la debilidad».

La biografía terminaba con una salva final de moralina:


Leland Belding representa todo lo que está mal en el sistema capitalista. Él es el resultado grotesco de la concentración de demasiada riqueza y demasiado poder en las manos de un hombre retorcido y claramente falible. Él es el emperador de la autoindulgencia, un misántropo fanático que contempla a las otras formas de vida nada más que como fuentes potenciales de infección viral y bacterial. Está preocupado por su cuerpo a un nivel corpuscular, y nada le gustaría más que vivir lo que le quede de existencia en un planeta desnudo de toda vida animal o vegetal, exceptuando los organismos requeridos para mantener lo que resta de la triste vida de un tal Leland Belding.


El Multimillonario Ermitaño había sido uno de los secretos mejor guardados de la industria editorial, y había logrado atrapar por sorpresa incluso a la Magna Corporation, consiguiendo inmediatamente una tremenda atención pública tras su publicación, y saltando de inmediato al número uno de las listas de bestsellers, en el apartado de no ficción. Y se consiguió una cifra récord en la venta de los derechos para la edición de bolsillo. Claro que la Magna no perdió el tiempo en llevar a autor y editores a los tribunales, afirmando que el libro era pura invención, atentatorio contra el honor de un fallecido, y presentando documentos médicos y legales que demostraban que Leland Belding estaba muerto, que indudablemente había fallecido años antes del momento en que Cross afirmaba haber hablado con él. Algunos periodistas fueron llevados ante una tumba, en los terrenos de las oficinas principales de la compañía, y allí había sido inhumado un cadáver, que resultó ser según verificaron las autoridades competentes, el de Belding. El editor de Cross se puso nervioso, y le pidió al escritor que mostrase sus pruebas.

Cross lo había tranquilizado, y había convocado una desafiante rueda de prensa, presentándose, con su editor al lado, frente a una bóveda acorazada de uso público, en Long Beach California. Era allí en donde decía haber guardado treinta cajas de cartón llenas de notas tomadas para la realización del libro, muchas de ellas supuestamente fechadas y firmadas por Leland Belding.

Pero, al abrir las cajas… nada. Sólo papeles propios del escritor, sin importancia alguna. Frenéticamente, había seguido buscando en las cajas, y sólo había hallado viejos ensayos de sus tiempos estudiantiles, declaraciones de impuestos, montones de periódicos atados, listas de compra… los detritus de una vida que estaba a punto de quedar arruinada.

Ni una palabra acerca de Belding. El horror de Cross había sido captado en primer plano por las cámaras, mientras aullaba que se trataba de una conspiración. Pero, cuando una investigación policial llegó a la conclusión de que nadie más que el escritor había entrado en la bóveda, e incluso su editor había reconocido no haber visto nunca las supuestas notas, la credibilidad de Cross se desvaneció.

Sus editores, enfrentados a la humillación pública y enfrentados legalmente a un adversario lo bastante rico y lo suficientemente duro como para llevarlos a la bancarrota, habían llegado de inmediato a un acuerdo. Habían publicado anuncios de página en los principales diarios, ofreciendo sus excusas a la Magna Corporation y a la memoria de Leland Belding. Habían cesado de inmediato cualquier reedición, y retirado todos los ejemplares que se hallaban en manos de los distribuidores y los vendedores. Y devuelto el adelanto récord que ya les había pagado la editorial de libros de bolsillo.

Después, los editores habían puesto un pleito contra Cross, exigiéndole la devolución de su adelanto, más intereses, más compensación por daños y perjuicios. Cross, negándose a ello, había contratado abogados y puesto pleitos a su vez. La editora había presentado una querella criminal por fraude y engaños en un tribunal de Nueva York. Cross había sido detenido, combatido legalmente contra la extradición, y perdido, siendo mandado de vuelta al Este y metido en prisión, en Riker's Island. Luego afirmaría que, durante ese período resultó golpeado y violado homosexualmente. Trató de venderle la narración de sus penalidades a varias revistas, pero ninguna de ellas se interesó.

Liberado bajo fianza, fue hallado, una semana más tarde, en una habitación alquilada en Ludlow Street, en la peor parte del lado este de Nueva York, con la cabeza dentro de un horno, una nota en el suelo admitiendo que el libro había sido pura ficción, una farsa audaz. Había corrido el riesgo, creyendo que la Magna iba a tener demasiado miedo a la publicidad adversa como para combatirle, que no había querido causarle daño a nadie y que lamentaba cualquier perjuicio que hubiese originado.

Más muerte.

Me volví a las revistas, buscando cobertura de la farsa, y encontré un largo artículo en el Time, que incluía una foto de Cross, esposado, bajo custodia policial. Junto a él se hallaba una foto de William Houck Vidal.

El Presidente del Consejo de la Magna había sido fotografiado bajando las escalinatas del Palacio de Justicia, con una amplia sonrisa en el rostro y los dedos de una mano alzados en una V de victoria.

Yo conocía aquel rostro: grande y cuadrado y muy moreno del sol. Estrechos y pálidos ojos, los pocos cabellos rubios que le quedaban cortados a cepillo.

Un rostro de club de campo.

El rostro, quince años más joven, del hombre al que había visto con Sharon en la fiesta. El viejo ricacho al que ella había estado tratando de convencer de algo.

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