Sesiones de seguimiento gratuitas. Aquello me devolvía a la memoria algo que me había esforzado mucho en olvidar. Conduciendo hacia casa, me pregunté cuántos hombres habrían sido víctimas de Sharon, cuánto tiempo llevaba sucediendo aquello. Ahora, me resultaba imposible imaginar a un hombre en su vida sin suponerle una relación carnal.
Trapp. El ricachón. D. J. Rasmussen. ¿Todos ellos víctimas?
Me intrigaba, especialmente, Rasmussen. ¿Seguía relacionado con ella en el momento de su muerte? Eso podría explicar por qué le había causado tanto impacto su pérdida. Por qué se había emborrachado hasta quedar estupefacto, y peregrinado hasta la casa.
Encontrándose allí con otro peregrino: conmigo.
De todos modos, ¿cómo puede llegar a convertirse en terapeuta una persona así? ¿Es que nadie hace comprobaciones?
Yo no había efectuado ninguna comprobación cuando ella había formado parte de mi vida, pero ya hacía tiempo que había racionalizado esto diciéndome a mí mismo que yo había sido joven e inocente, demasiado inmaduro para hacer otra cosa mejor que lo hecho. Y, sin embargo, hacía tan sólo tres días, me había sentido muy excitado por ella y dispuesto a volverla a ver. Dispuesto a empezar… ¿qué?
El que hubiese anulado mi cita con ella me era de poco consuelo. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera llamado, con emoción en la voz, para decirme lo maravilloso que yo era? ¿Hubiera resistido al notarme necesitado? ¿Me hubiese negado a tener la oportunidad de saber cuál era su «problema», y quizás a solucionarlo?
No tenía una respuesta honesta. Lo que ya indicaba mucho sobre mi buen juicio. Y mi salud mental.
Caí de nuevo en las dudas sobre mí mismo, dudas que socavaban mi propia estima y que yo había creído resueltas durante mi terapia de entrenamiento: ¿qué derecho tenía yo a moldear otras vidas, cuando no podía ni enderezar la mía propia? ¿Qué era lo que hacía de mí un experto en los hijos de los demás, cuando nunca había criado a uno propio?
El doctor Experto. ¿A quién demonios estaba engañando?
Recordé la sonrisa de madrina de mi terapeuta: Ada Small, voz suave, acento de Brooklyn, ojos dulces. Aceptación incondicional: incluso los mensajes duros estaban en ella endulzados por la amabilidad…
… Alex, tu fuerte necesidad de estar siempre controlando, no es una cosa tan mala, pero, en un cierto momento la tendremos que examinar…
Ada me había llevado por un largo camino; había tenido suerte de ser asignado a ella. Ahora éramos colegas, que nos recomendábamos mutuamente, que discutíamos pacientes; hacía tiempo que no me había relacionado con ella como paciente. ¿Podría volver alguna vez a enseñarle mis cicatrices?
Sharon no había tenido tanta suerte con quien le había sido asignado: Paul Peter Kruse. Un adicto del poder. Pornógrafo. Fustigador de sumisas. Apenas si podía imaginarme lo que debía de haber sido la terapia con él. Y, sin embargo, ella había seguido mucho tiempo con él, tras graduarse, siempre como su ayudante, en lugar de sacarse su propia licencia.
Haciendo sus cochinadas en el lugar que él había alquilado. Esto decía casi tanto de ella como lo decía de él, y me pregunté quién sería el que llevaría la voz cantante en su relación.
Explotadores. Víctimas.
Pero su última víctima había sido ella misma. ¿Por qué?
Me obligué a mí mismo a dejar de pensar en aquello y traté de llenar mi mente con el rostro de Robin. Sin importar como fueran a acabar las cosas, lo que una vez tuvimos fue real.
En el mismo momento en que llegué a casa, llamé a San Luis Obispo.
– Hola.
– Hola, Robin.
– ¿Alex? Ma me dijo que habías llamado. Traté de ponerme en contacto contigo muchas veces.
– Acabo de volver. Tu Ma y yo tuvimos una encantadora conversación.
– Oh. ¿Te dio un mal trago?
– Nada fuera de lo normal. Pero lo importante es, ¿cómo te está tratando a ti?
Se rió.
– Puedo soportarlo.
– ¿Estás segura? Suenas como agotada.
– Estoy agotada, pero eso no tiene nada que ver con ella. Ha resultado que Aaron es un chillón… y Terry se pasa la noche en pie, así que he estado sustituyéndola… En toda mi vida nunca había estado tan exhausta.
– Bien. Quizás así añores los viejos tiempos y regreses.
Silencio.
– De cualquier modo -le dije-, creí que debía llamarte y preguntarte cómo te iban las cosas.
– Soportables. ¿Y cómo te van a ti, Alex?
– De coña.
– ¿De veras?
– Bueno, ¿creerías de semi-coña?
– ¿Qué es lo que pasa, Alex?
– Nada.
– Suenas como si llevases un peso encima.
– No es nada -le dije-. Es que, hasta el momento, ésta no ha sido una gran semana.
– Lo siento, Alex. Sé que has sido muy paciente…
– No -le interrumpí-, no tiene nada que ver contigo.
– ¿Oh? -exclamó, pareciendo más vejada que tranquilizada.
– Alguien que conocí en los tiempos de la universidad se ha suicidado.
– ¡Qué espanto!
– Sí que lo es.
– ¿Conocías bien a esa persona?
Eso me hizo pensar.
– No -le dije-, realmente no.
– Y sin embargo -añadió ella-, el oír esas cosas siempre le deja a uno desazonado.
– ¿Qué te parece si cambiamos de tema?
– Seguro… ¿acaso he dicho algo malo?
– No, nada. Es que no tengo ganas de seguir hablando de ello.
– De acuerdo -aceptó ella.
– De todos modos, si tienes algo que hacer…
– No tengo prisa por ir a ningún sitio.
– Vale.
Pero ya encontramos poco más de lo que hablar, y cuando colgué me sentí vacío. Y llené el vacío con recuerdos de Sharon.
El segundo otoño seguimos como amantes, por llamarlo de algún modo. Cuando lograba ponerme en contacto con ella, siempre me decía que sí, siempre tenía cosas dulces que decirme, estimulantes bocados de conocimiento académico que compartir. Me susurraba al oído, me frotaba la espalda, abría sus piernas para mí con la facilidad con que se ponía rojo en los labios, insistiendo en que yo era su hombre, el único hombre de su vida. Pero el problema estaba en ponerse en contacto con ella: nunca estaba en casa, nunca dejaba una pista acerca de dónde pudiera estar.
No es que me matase tratando de hallar dónde se encontraba. El hospital era mi amo durante cincuenta horas a la semana, y había aceptado pacientes particulares por la noche, con el fin de ahorrar para el pago inicial de una casa de mi propiedad. Me mantenía ocupado resolviendo los problemas de los demás e ignorando los míos propios.
En un par de ocasiones me dejé caer por su domicilio sin previo aviso, llegando hasta su sendero, sólo para hallarme con la casa gris cerrada, el aparcamiento vacío. Dejé de intentarlo y pasé un par de semanas sin verla. Pero, a última hora de un sábado por la noche, atrapado en el enloquecedor tráfico de parar y ponerse en marcha de Sunset, tras una desgarradora velada con los padres de un inmisericordemente deformado niño recién nacido, me encontré ansiando un hombro sobre el que poder llorar. Y, como una paloma mensajera que vuelve al nido, tomé la dirección norte, hacia Hollywood Boulevard, y giré en Nichols Canyon. Cuando subí por el sendero, el Alfa Romeo estaba aparcado allí.
La puerta delantera estaba abierta, así que entré.
La sala de estar se hallaba brillantemente iluminada, pero vacía. La llamé. No hubo respuesta. Repetí la llamada. Nada.
Busqué en su alcoba, medio esperando hallarla con otro hombre. Medio deseándolo.
Pero allí estaba ella, sola, sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, con los ojos cerrados, como meditando.
Había entrado en su cuerpo muchas veces, pero ésta era la primera vez que la veía desnuda. No tenía defecto alguno, era increíblemente perfecta. Evité el tocarla y le susurré:
– Sharon.
No se movió.
Me pregunté si estaría dedicada a algún tipo de autohipnosis. Había oído que Kruse era un experto hipnotizador. ¿Le habría dado lecciones particulares?
Pero parecía más anonadada que en trance… con el ceño fruncido, jadeando con rapidez y poco profundamente. Sus manos comenzaron a temblar. Me fijé en que tenía algo en la derecha.
Una pequeña foto en blanco y negro, en papel, del tipo antiguo con los bordes ondulados.
Me acerqué más y la miré. Dos pequeñas niñas de cabello negro, de dos o tres años de edad. Gemelas idénticas, con rizos a lo Shirley Temple, sentadas lado por lado en un banco de jardín en madera, con claros cielos y oscuras montañas de granito, que se cernían al fondo. Montañas perfectas, de postal, lo bastante perfectas como para que pareciesen un decorado de fotógrafo.
Las gemelas tenían un aspecto solemne, de pose. Demasiado solemne para su edad. Las habían disfrazado con vestidos idénticos de vaquera: zahones, chalecos con flecos de cuero, camisas con lentejuelas… y sostenían unos cucuruchos de helado igualitos. Copias en papel carbón la una de la otra, exceptuando un pequeño detalle: una niña agarraba el helado con la mano derecha, la otra con la izquierda.
Gemelas de espejo.
Sus facciones eran serias, supermaduras.
Las facciones de Sharon, al cuadrado.
Yo era su única hijita.
Sorpresa, sorpresa.
La miré, le toqué el hombro desnudo, esperando el habitual calor. Pero su tacto era frío y seco, extrañamente inorgánico.
Me incliné hacia ella y la besé en la nuca. Dio un salto, gritando como si la hubiesen golpeado. Lanzando puñetazos cayó hacia atrás en la cama, con las piernas muy abiertas, en una inerme caricatura de la bienvenida sexual, jadeando, mirándome.
– Sharon…
Me miraba como si yo fuera un monstruo. Su boca se abrió en un alarido silencioso.
La foto cayó al suelo. Al recogerla, vi algo escrito atrás. Una sola frase, con letra segura.
S y S. Compañeras silenciosas.
Di la vuelta a la foto y volví a mirar a las gemelas.
– ¡No! -aulló, mientras daba un salto y cargaba contra mí-. ¡No, no, no! ¡Dame, dame! ¡Mía, mía, mía!
Lanzó zarpazos para hacerse con la foto. Su furia era absoluta, la transformación infernal. Estremecido, tiré la foto sobre la cama.
La agarró de un tirón, la apretó contra su pecho, se puso a cuatro patas y gateó hacia atrás, hasta que estuvo tocando el cabezal. Su mano libre daba manotazos al aire entre nosotros, creando una tierra de nadie. Su cabello estaba enmarañado, enloquecido como el de una Medusa. Se puso de rodillas, se estremeció y tambaleó, con sus grandes senos yendo de un lado a otro.
– Sharon, ¿qué es lo que pasa…?
– ¡Vete! ¡Vete!
– Cariño…
– ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete! ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete!
El sudor le caía a chorros, corriéndole por el cuerpo. En la nieve que era su piel surgieron calientes parches sonrosados, como si estuviese ardiendo por dentro.
– Sharon…
Me siseó como una serpiente, luego gimió y se enroscó en posición fetal, apretando la foto contra su pecho. Vi cómo este subía y bajaba con cada trabajosa respiración. Di un paso adelante.
– ¡No! ¡Lárgate! ¡Lárgate!
La mirada en sus ojos era asesina.
Retrocedí, saliendo de la habitación, corrí fuera de la casa, sintiéndome mareado, con ganas de vomitar, como si me hubiesen atizado en la tripa.
Seguro de que, fuera lo que fuese lo que habíamos tenido entre nosotros, aquello se había acabado.
Y no sabía si eso era bueno o malo.