Ansioso por dormir, me acosté con la idea de penetrar en otro fragmento de mis horas perdidas. Pero mi reloj interno había decidido despertarse y registrar el hecho de que eran las once de la mañana. Bajé a la cocina y me senté a la mesa con mis almendras rancias y un vaso de zumo de pomelo. Contemplé la vista. Empezaba a acostumbrarme a la sensación de ver el día sin que hubiera barrotes de por medio.
Al marcharme de casa de April había hecho mi primera salida con luz diurna, al Whole Foods de la esquina para comprar comida. La gente me pareció sorprendentemente amable, una mujer mayor con una gorra de visera me hizo disimuladamente la señal del pulgar enhiesto desde la sección de frutos secos. El empleado, mientras iba metiendo mis cosas en bolsas reciclables, se inclinó hacia mí a la espera de que saliera el recibo impreso y me dijo por lo bajo: «Me alegro por usted». Yo sabía que no podía sacar conclusiones desde el punto de vista estadístico -probablemente eran más los que pensaban que yo estaba majareta-, pero esas frases amables me compensaron sobremanera de los desaires recibidos por parte de quienes constituían mis interlocutores favoritos para la charla matutina.
Sonó mi móvil.
– ¿Qué estás haciendo? -Era Chic.
Cogí una almendra que me había quedado metida en un pliegue de la camisa, me la eché en la boca y respondí:
– Escribir.
– ¿Te apuntas a una barbacoa? Olvídate por un rato de la puta condición humana.
– No, gracias.
– Paso a buscarte dentro de veinte minutos.
– Vale -dije cuando ya sonaba el tono de marcar-, será cojonudo.
Chic tiene una camioneta Chevrolet color cereza, tan grande que cuando estás dentro te sientes como un monigote de Play-mobil. Mido oficialmente un metro ochenta desde que amañé dos centímetros extra al cumplir dieciséis años, pero Chic es todavía más alto. Y necesita más espacio vehicular.
Después de jugar como primer bateador en los Dodgers, había formado parte de los All Stars durante dos años consecutivos, pero eso fue antes del Bombo. Después de aquello abrió una cadena de asadores que bautizó como Chic Stics, sin importarle las incorrecciones ortográficas. Genio y figura…
En la trasera de la Chevrolet lleva un rótulo con el nombre de la cadena, «Chic's Stics». El apostrofe se lo añadí yo con Magic Marker un día que Chic estaba entretenido arreglando un pinchazo. Que su cochazo lleve todavía una placa de los Dodgers dice más sobre él que cualquier descripción.
Su manera de conducir, lenta y regular, se aviene con su persona. No es que Chic sea petulante, sino que tiene esas maneras relajadas del alcohólico en período de rehabilitación. Alguien que después de vivir a tope descubre que eso no funciona, alguien que sabe qué cosas son importantes y cuáles un derroche de energía. Nos habíamos conocido en uno de sus restaurantes hacía cinco años, cuando yo había decidido hacer un reset en mi vida, y congeniamos de forma instantánea. Pese a haber tirado casi por tierra su matrimonio entre una y una docena de veces, la acostumbrada ristra de aventuras cuando jugaba fuera de casa, los tremendos bandazos de la suerte, Chic seguía con su novia del instituto. No era un hombre tremendamente apuesto, salvo cuando sonreía. Y tenía una risa suave y muy agradable que volvía locas a las chicas de la carretera. Al menos antes del Bombo.
Chic había jugado durante los noventa, antes de que los atletas empezaran a ganar millones. Y aunque creía en su talento, se apresuraba a decirte que no había sido titular en ninguno de los partidos de los All Stars que había jugado, que había echado a perder los mejores años de su futuro. Infamia aparte, ahora llevaba una vida apacible con su familia en Mar Vista, una ciudad dormitorio metida entre Santa Mónica y Venice, lo bastante cerca de la playa como para sentir los efectos de la erosión salina pero no tanto como para disfrutar de vistas (a pesar de su nombre). En sólo diez años, como gran parte de las urbanizaciones del Westside, Mar Vista había pasado de clase media a clase alta. Chic habría podido mudarse a un sitio mejor como Brentwood o los Palisades cuando su cadena de restaurantes empezó a funcionar, pero en cambio compró la casa del vecino, la hizo demoler y montó allí un patio gigantesco para sus ocho hijos, incluido un mini campo de béisbol.
Angela nos recibió en la puerta con un bebé en brazos, un niño pequeño agarrado a su pierna llorando, y tres o cuatro críos de diversos tamaños un poco más atrás, jugando al corre que te pillo alrededor de la mesa de la cocina. Todos los que sabían hablar me saludaron. Angela apartó de su cara una cuchara húmeda de alubias cocidas y me ofreció una mejilla deliciosamente tersa para que la besara, cosa que hice con gusto.
– Ay, Drew, estuvimos rezando por ti hasta que este suelo se cansó de aguantar nuestras rodillas.
Algunos niños salieron despedidos del tifón humano en que estaban metidos y chocaron contra mis piernas, llamándome a grito pelado. Yo les alboroté el pelo.
– Ronnie, has crecido.
– No, si soy Jamaal.
– ¿Dónde está Ronnie?
– Aquí.
– Creí que eras Keyshawn.
– No, en esta casa no hay ningún Keyshawn, Drew.
Y así siguió el juego.
Mientras se ocupaba de tres niños y de un plato de muslos deshuesados de pollo frito -si esto fuera ficción, me echaría atrás e inventaría otra cosa, pero juro que era pollo-, Angela nos hizo pasar por la puerta lateral. Nos sentamos a una mesa de picnic en medio de lo que debía de haber sido el jardín delantero de los vecinos. Yo la miraba, como he hecho a menudo, totalmente pasmado. Para mí ella era la Supermadre, una mujer hermosa de suaves curvas y sonrisa pronta, siempre embarazada o criando o poniendo pan encima de una mesa recién limpiada. Empezamos a comer. Había también boniatos, maíz, masa fermentada recién cortada.
Angela se apretó la parte superior de los senos e hizo una mueca.
– Estoy a reventar -dijo-. Necesito una boca.
– A mí no me mires -dije.
Frunciendo el ceño en broma, se echó una mantita al hombro mientras Jamaal le pasaba el bebé.
Chic arrasó con unas costillitas de cerdo, escupiendo metralla. Hizo una pausa para eructar, y Asia, cuyo mentón llegaba apenas a la altura de la mesa, dijo:
– Cuando empieces a ir al parvulario no podrás hacer eso, ¿sabes?
– Está bien, nena. -Chic señaló el plato de Ronnie-. ¿Te lo vas a comer?
Ronnie protegió su plato con ambos brazos.
– Claro.
– Muy bien. Si no lo terminas, haré que limpies todos los retretes de la casa con tu cepillo de dientes.
– A que no.
– Espera y verás.
Ronnie se puso a comer otra vez. Finalmente le acercó el plato a su padre, y éste le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso, dejándole una mancha grasienta en la frente que provocó quejas en los otros chavales. Angela se acomodó el bebé en su regazo y empezó a cortarle las uñas con los dientes, escupiéndolas hacia la buganvilla. Hacía fresco y el aire olía a jazmín; miré a Angela y le dije: «Gracias».
Me guiñó el ojo y se levantó, haciendo señas de que había que recoger la mesa. Los niños que no estaban en la cama colaboraron y luego fueron enviados a sus habitaciones para echar la siesta o leer o prenderle fuego a algo.
Chic y yo nos quedamos allí sentados, bebiendo cerveza y contando los coches que pasaban. Cuando llegarnos al quince, un tipo de mediana edad que conducía un camión bramó:
– ¡Chic Bales, eres un cagón!
Chic y yo saludamos como habíamos ensayado muchas veces: un gesto con la mano estilo reina de belleza.
Unos años antes de conocer a Chic, hubo una final deplay-off en San Francisco para determinar el campeón de la Costa Oeste. El partido del Bombo. Yo había maldecido aquella bola en directo, y cientos de repeticiones de moviola lo habían conservado fresco en mi memoria desde entonces. Parte baja de la octava entrada, los Dodgers en el terreno, ganando de uno. Corredores en las esquinas. Empate. Robbie Thompson batea un altísimo bombo, dos fuera invalidando la regla del englobado al cuadro. Bales está debajo de la bola, hace señas al segundo bateador para que no intervenga. La bola se debate eternamente contra los vientos del Candlestick [3]. Uribe, que viene desde la primera base, está ya a medio camino de la línea de tercera base cuando la bola golpea el guante de Bales, le da en el muslo y rueda tontamente hasta el banco de los sustitutos de los Dodgers. Los Men in Blue van tres arriba, bajan tres en la altura de la novena entrada y pierden el campeonato. Chic se da a la bebida y no vuelve durante dos años.
– Al menos ahora -dije- puedo hacerte compañía en las filas de los menospreciados. Me siento como el que toca la tuba en el instituto.
Chic sonrió.
– El instituto. Los peores seis años de mi vida.
– ¿Te afecta eso alguna vez?
– Qué va.
– ¿En serio?
– Pues claro que me afecta, DrewDrew, pero luego me digo: cada cual lleva su cruz a cuestas. Se trata de ver con qué dignidad la llevas. ¿Es que no lees nunca la Biblia? -Se rio al tiempo que se sacaba algo metido entre los dientes-. Mi cruz está ganando una pasta gansa, y encima se ha convertido en uno de los grandes de la historia del béisbol profesional. Resumiendo: hice el ridículo delante de veinte millones de espectadores. A más de diecinueve de esos millones no los conozco ni los conoceré nunca. -Se encogió de hombros-. Es peor que ser violado en grupo en un campo de concentración ruandés.
Le concedí que llevaba razón.
– Lo que yo hacía no es ningún oficio con mayúsculas. El tuyo tampoco. Nadie necesita nuestros así llamados servicios. Ningún niño enfermo se curará porque alguien escriba novelitas o saque una línea al campo contrario. -Hizo una pausa y estiró los brazos como si cruzara el bate-. Aunque sea bonito. Lo que yo aportaba no puede considerarse siquiera un lujo. ¿Si lamento haber sido marginado? ¿Que la gente me odie? Que se jodan, prefiero dedicarme a mis salsas de barbacoa. Porque tú sabes que para eso se requiere un negrazo con la cabeza bien puesta sobre los hombros.
– Pero a mí no se me ha caído una bola elevada…
– Oh, ¿ahora resulta que sabes lo que hiciste o no hiciste? -Dio un capirotazo a un grano de maíz que tenía en la rodilla-. La semana pasada, James escribió un trabajo sobre medioambieute. El borracho ese, el capitán del Exxon Valdez, vertió más de cuarenta millones de litros de crudo en ese estrecho. ¡Cuarenta, nada menos! Se cargó a tropecientos millones de pájaros y nutrias y a saber qué más. El gobierno dijo (y en mi modesta opinión de no diplomado, el gobierno se pasa de optimista) que se tardarían treinta años en limpiar el vertido. O sea, nos vamos al 2020, no veas. Y yo fingiendo que ayudo a James a redactar la jodida tarea mientras Angela termina con Asia en el baño, y todo el tiempo preguntándome: y ese hijo de la grandísima puta, ¿cómo se despierta cada mañana? Así que en cuanto James se va a la cama, me pongo a hacer averiguaciones. El tipo vive en Long Island, trabaja para una aseguradora haciendo valoraciones. Cada mañana se levanta, se toma su café y se va a trabajar como el resto de los pobres mortales. Tiene bocas que alimentar. Y yo digo, pues muy bien hecho. -Me miró un momento y añadió-: ¿Qué pasa? Se supone que esto levanta el ánimo…
– Yo sabía lo del tumor desde hacía meses. -No encontré signos de sorpresa o condena en su rostro, pe &e a que esperaba al menos una de esas cosas-. Pero no podía hacer nada al respecto, estaba atado de pies y manos. Lo mantuve en secreto porque me preocupaba que cuando renovara mi seguro de enfermedad no me pagaran la operación si descubrían que yo tenía eso antes de suscribir la póliza.
– ¿Y qué?
– ¿Cómo que «y qué»?
– Yo no oí que ningún abogado te preguntara si sabías que tenías un tumor. No cometiste perjurio. Y, que yo sepa, considerar la posibilidad de defraudar a una aseguradora no es ningún delito. De todos modos, dudo que hubieras tenido narices de llevarlo a cabo.
El comentario me recordó una cruel ironía, algo que en los últimos meses había contribuido a empeorar mi insomnio: Genevieve quizás había muerto debido a mi tumor cerebral, pero que ella muriera probablemente me había salvado la vida.
– Esto me hace culpable aunque sea inocente -dije.
– No te hace culpable, sino que te hace sentir culpable. Más culpable aún que si la hubieras matado. Pero, pasara lo que pasase aquella noche, yo estoy contigo.
– ¿Aunque sea culpable culpable?
– Si eres inocente no necesitas ayuda, ¿verdad?
No le dije gracias por temor a echarme a llorar, pero Chic lo notó en mi cara. Me guiñó un ojo y tomó otro traguito de cerveza light.
– Dicen que un verdadero amigo es aquel que te ayuda a hacer un traslado. En el barrio donde me crié, un verdadero amigo es alguien que te ayuda a trasladar un cadáver. -Ladeó la cabeza, dirigiendo hacia mí sus ojos castaños. Las pestañas rizadas, vagamente femeninas, no cuadraban con el resto de su cuerpo-. Bueno, ¿qué tal si ahora me explicas qué diablos está pasando?
Le conté lo del sueño que había tenido la víspera y el corte en el pie, y que había ido a casa de Genevieve.
– No puedo vivir con esto -le dije-. Me despierto y no sé dónde he estado por la noche. He montado una cámara digital en mí maldito cuarto para vigilarme a mí mismo. Miro el cuentakilómetros para ver si he salido de casa. La explicación más clara es que estoy chiflado, pero resulta que sé que no lo estoy.
– Bueno, quizás estás sólo un poco chiflado, como todo quisque.
– ¿Tú crees que el corte me lo hice yo?
Chic se encogió de hombros.
– ¿El primer día de tu vuelta al mundo, y comiéndote la sesera con todo lo que pasó? Pues yo diría que sí, es bastante probable que te lo hicieras tú mismo. Y más teniendo en cuenta lo que me has dicho de tu tumor; seguro que llevarlo en secreto te obsesionaba. Pero te diré una cosa: si alguien te la estuviera jugando, esto es solamente el principio.
– ¿Por qué lo dices?
– Si alguien hace algo así, es por una razón. Y, puesto que no eres un político y tampoco Donald Trump, ese alguien se está tomando demasiadas molestias para conseguir… ¿qué?
Se pasó la manaza por el pelo, cortado casi al cero con una estúpida línea en diagonal en la parte delantera.
– ¿Y qué sería preferible? -pregunté-. ¿Que me estén jodiendo a base de bien, o que yo me esté chalando por momentos?
– ¿Cuál sería la posibilidad número tres?
Exhalé el aire que estaba aguantando,
– No puedo evitar darle vueltas a todo esto, pero ¿y si lo que descubro no me gusta nada?
Se terminó su cerveza con un gesto de poderosa concentración típico de él, y luego dijo:
– Afróntalo todo. -Tiró la botella vacía encestando en el cubo de basura que había a diez metros-. Paso a paso.
Regresamos a mi casa en silencio. Chic me apretó la nuca un par de veces para darme ánimos. Ya me había apeado de su camioneta y me dirigía a mi casa cuando me silbó entre dientes. Estaba en la acera, el motor en marcha detrás de él.
– Sé que ha estado en boca de la gente, pero nadie lo dice nunca con las palabras exactas. -Se lamió los labios sin apartar la vista-. Siento que esto te haya pasado a ti.
Mientras rodeaba el vehículo por detrás para montar otra vez, alguien que pasaba correteando le enseñó el dedo anular.
Chic saludó con el brazo.