La familia de Kasey Broach salió del portal del apartamento 1B, fue hasta un vehículo de mudanzas y regresó acarreando lámparas, cubos llenos y cajas de cartón. Fuerte parecido familiar en los padres y la hermana menor, a quien reconocí de verla en las noticias. Se movían en un silencio de autómatas a través de los potentes faros del vehículo. De vez en cuado uno de ellos se detenía en el breve trayecto del camión a la puerta y se apoyaba contra un poste, medio doblado por la cintura para recobrar el aliento.
Alimentos congelados iban derritiéndose en una bolsa de basura translúcida junto a la entrada. El padre de Kasey metió un montón de artículos de tocador mientras su hija enrollaba un cable de teléfono en torno a la base del aparato y lo encajaba en una fuente para ensaladas. La logística de la pérdida. Las espantosas minucias.
El tráfico de la 110 sonaba detrás de una gran valla de hormigón a media manzana de allí. Un grupo de chavales corría por la calle agitando pistolas de juguete que parecían lo bastante reales como para que a un poli derrengado se le ocurriera sacar su arma y disparar. Las risas parecían una burla del sombrío desfile de los Broach.
Después de todo, no iba a tener que recurrir a la buena voluntad del ajetreado administrador. Lo que sí necesitaba, quizás, era más valor del que en ese momento creía tener. Esta oportunidad, debido a los avatares del juicio, no la había tenido con los Bertrand, la oportunidad de hablar con la familia afligida y ofrecer lo poco que podía ofrecerse en tales circunstancias. Por un momento odié ser quien era, ya que eso enturbiaría mi presencia. Y odié también los motivos que en el fondo me movían a actuar, más turbios todavía.
La madre, una mujer regordeta, compacta y rubia, miró varias veces hacia mí. Me di cuenta de que les estaba metiendo miedo al observarlos desde mi coche, habida cuenta de que el asesino todavía andaba suelto.
Bajé y la abordé, manteniendo una respetuosa distancia:
– ¿Señora Broach? Soy…
– Sí. -Se detuvo con una pila de vestidos, percha incluida, sobre un brazo-. Andrew Danner. Le he reconocido.
– Lamento importunar. Sé que parecerá raro que me presente aquí y… bueno.
La luz del porche se había roto hacía poco, a juzgar por los cristales retirados hacia un lado. Por eso se servían de los faros del camión como iluminación: el asesino había roto la lámpara de la entrada pensando en sacar después el cuerpo inconsciente de la hija.
– Bueno, ¿qué? -dijo el marido, detrás de mí-. ¿A qué ha venido?
A lo lejos, los chavales se gritaban unos a otros con voces de soprano prepubescente: «¡Ya te tengo!», «¡Te voy a matar!».
De pronto algo me dejó sin respiración. Boqueé tratando de recobrar la compostura.
La señora Broach dejó los vestidos en el suelo, avanzó y me dio un abrazo. Me frotó la espalda con movimientos circulares, mucho más eficiente de lo que yo había sido cuando Lloyd se vino abajo. Estaba ligeramente húmeda de transpiración y olía agradablemente a champú. Por un momento fue como ser abrazado por mi madre, por April, por Francoise Bertrand. Sus arrullos eran un modo de perdonarme.
Me aparté, pestañeando al resplandor de los faros, y dije:
– No sé por dónde empezar. Sólo puedo decir que siento mucho lo de Kasey. Y que lamento que hayan tenido que pasar por esto.
La hermana de Kasey -creo que se llamaba Jennifer- se quedó en el umbral, mascando chicle y meneando una pierna flacucha sobre un zapato puntiagudo. Las noticias habían hecho mucho hincapié en que ella era estudiante de primer año de secundaria, lo cual significaba que su hermana mayor le llevaba casi veinte años. Parecía que Jennifer quisiera llorar pero se hubiera quedado sin energías. De algún modo sacó fuerzas de flaqueza y, llevándose una mano a la boca, emitió un hipido a medio camino entre gemido y sollozo.
– Vamos dentro -dijo el señor Broach. Entramos salvando obstáculos en forma de cajas a medio llenar y ropa esparcida.
El señor Broach miró alrededor y dijo bruscamente como para sí:
– ¿Cómo sabe uno qué conservar y qué no?
Ellos se sentaron en un sofá que había sido apartado de la pared, y yo en un tiesto grande de cerámica puesto del revés. ¿Por dónde empezar?
– Yo era sospechoso del asesinato de su hija.
– Lo sabemos -dijo la señora Broach-. Bill nos lo explicó.
Bill Kaden.Ya.
– Dijo que todavía es sospechoso -añadió su marido-, pero yo no creo que fuera usted. Seguí el juicio. Esa cinta, la que grabó mostrando que dormía en su cama la noche que mataron a Kasey… Bill opina que eso todavía le implica más. Yo creo lo contrario. -Miró a su esposa-. Comprendemos que llegara al extremo de poner en duda sus propios actos.
Allí estábamos, como si fuéramos viejos amigos, desechando de plano la posibilidad de que yo hubiera matado a Kasey.
– Se lo agradezco -dije.
– Sólo estoy expresando una opinión. No pretendemos juzgar a nadie, por supuesto.
La señora Broach estaba sentada de lado, inclinada sobre su hija Jennifer, y con una mano le arreglaba el pelo detrás de la oreja.
– Kasey está en un lugar mejor. Josué, versículo veintitrés, dice que Dios siempre cumple sus promesas. Todas las promesas. De un modo u otro.
– Me consuela que pueda hallar un poco de paz en esas palabras. Yo no tendría tanta entereza.
– Es la experiencia -repuso el señor Broach. Sus ojos se humedecieron y tosió en el puño-. Al chico lo perdimos también, hace ya cinco años.
Debí de poner cara de estupefacción. La señora Broach recogió el testigo.
– No, no es eso. Tommy murió de leucemia.
A ciertas personas les llueve sobre mojado, no se han repuesto todavía de una desgracia y el destino ya les depara una nueva. Otras personas, en cambio, pasan por la vida pisando cabezas ajenas, sacudiendo el mundo por la cola.
Jennifer me estaba mirando.
– ¿Lo hizo usted? -preguntó.
– No, no fui yo.
– ¿Y el primer asesinato, esa chica francesa con la que salía?
– Lo ignoro. Yo creo que no. -Me aparté el pelo para mostrarles la cicatriz-. Pero no lo sabré seguro hasta que averigüe qué pasó en realidad.
– ¿Es eso lo que intenta? -preguntó la señora Broach.
– Sí, estoy investigando… Creo que podría saber más cosas sobre la muerte de su hija. He encontrado unas cuantas pistas.
– ¿Se lo ha dicho a la policía? -preguntó el señor Broach.
– Les voy poniendo al corriente a medida que avanzo, pero ellos investigan por su cuenta, y también tienen muchas pistas. Supongo que lo mejor es seguir así y procurar que nada se cuele entre las grietas.
– ¿Podemos ayudar en algo?
– Bien -dije, mirándolos alternadamente-, ¿pueden contarme cosas de Kasey?
– Oh, claro que sí -dijo la señora Broach.
Empezó hablando ella, de los hábitos y estilo de vida de Kasey, pero enseguida fueron aportando todos pequeños recuerdos que les hicieron sonreír. Una caja de clínex pasaba de mano en mano. El hombre del 1A había estado ausente la noche del asesinato, pero Trina Patrick, la del 1C, sí se encontraba en casa. Estaba viendo un concurso de televisión con el volumen muy alto y bebiendo vino tinto, y no había oído nada. Pregunté por Morton Frankel y un Volvo marrón y recientes amigos masculinos de Kasey, pero no hubo respuestas alentadoras.
La señora Broach se inclinó hacia su marido, que la abrazó.
– Era una chica maravillosa. Iba a escuela dominical junto con un grupo de jóvenes. Tuvo algún problemilla en la adolescencia, pero ¿quién no los ha tenido? Su trabajo le exigía mucho, pero siempre encontraba tiempo para servicios sociales. Siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Cuando le diagnosticaron la leucemia a su hermano, hicieron análisis a los miembros de la familia, ya sabe. Ninguno de nosotros tres tenía el tipo de sangre de Tommy, pero Kasey sí. Fue un ángel para su hermano. Iba una y otra vez, la pinchaban en la cadera, una aguja así de gruesa, y nunca se quejó, ni una sola vez. -Los dedos le temblaban, y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz quebrada por la emoción-. Teníamos tres hijos. Aún conservamos uno. Podemos considerarnos afortunados.
Apretó la mejilla contra la de su hija y la estrechó con fuerza. Jennifer tenía una expresión que me recordó la foto de una balsa improvisada que había zozobrado rumbo a Florida: una chica cubana flotaba entre los pecios, agarrada a un neumático, única superviviente pero dudando de querer serlo.
– ¿Podría echar un vistazo al cuarto de Kasey? -pedí.
El señor Broach, que atendía a su esposa, asintió e hizo un gesto con la mano.
Los muebles de Kasey habían sido desmontados y la mitad de sus cosas estaba metida en cajas, aunque no se apreciaba ningún criterio en el proceso de embalaje. Una foto de Kasey con su hermano, flaco y calvo, estaba pegada con cinta adhesiva al interior de la puerta del armario, para verla cada mañana al vestirse. El colchón descansaba contra la pared, lo mismo que el cabezal y el resto de la estructura. Cerré los ojos e imaginé a Morton Frankel acercándose a aquella cama en la oscuridad, provisto de un bote de Sevoflurane y una mascarilla; y luego el breve y terrible forcejeo de Kasey hasta que el gas hizo efecto. El Volvo podía haber estado aparcado justo enfrente, donde ahora estaba el camión de mudanzas. Fui a la ventana y separé las lamas de la persiana, reparando en la proximidad de las plazas de aparcamiento, un poco como en los moteles. Cinco peldaños a oscuras y Morton habría trasladado el cuerpo inconsciente a la parte posterior de su camioneta. Habría sido fácil hacerlo sin que nadie se diera cuenta.
En el alféizar, debajo de un llavero grande con amuletos, había un diminuto calendario. Lo hojeé. Estaba sin usar, y supuse que Kasey lo habría comprado por las fotos con flou de animales salvajes. Entre los amuletos sólo había tres llaves: coche, apartamento, buzón.
Un dedal plateado prendido del aro del llavero me llamó la atención.
Lo entresaqué. Era el recordatorio de que hasta un dedal de alcohol cuenta como desliz, pensado para alcohólicos en vías de recuperación.
El diminuto cuarto de baño ya estaba vacío. Encontré la caja de medicamentos; no había mucho más que Aleve, Tylenol y antiácidos.
No había Xanax.
Una alcohólica en vías de recuperación no querría complicarse la vida con ansiolíticos. Sin embargo, la autopsia había revelado Xanax en su organismo.
Regresé con los Broach, que estaban haciendo lo que podían por continuar con la tarea, pero sin duda la conversación anterior los había desanimado.
– ¿Kasey era alcohólica en vías de recuperación? -pregunté.
La madre se ruborizó un poco.
– Bueno, como le he dicho antes, tuvo algunos problemas de adolescente, después de que naciera Jennifer. Procuramos ayudarla.
– ¿Recayó alguna vez?
– No. Lo celebramos con un pastel cuando cumplió veinte años.
– ¿Creen que alguna vez pudo tomar Xanax?
– No lo creo. Ni siquiera probaba mi tarta de chocolate con Kirsch.
En la cocina, al señor Broach se le cayó una cafetera al suelo, que se partió con estrépito. El hombre se la quedó mirando sin expresión.
Pasaron tres segundos hasta que su mujer dijo:
– Bueno, ¿y qué íbamos a hacer con esa cafetera?
– Creo que les he retrasado -dije-. ¿Les importa que eche una mano?
El señor Broach dijo:
– No nos importa en absoluto.
Estuve una hora ayudando a empaquetar y cargar, mientras el tráfico iba disminuyendo y en la calle los chavales continuaban persiguiéndose a gritos.
En un momento dado, al salir con una lámpara de pie halógena y una reproducción de Matisse, me encontré a la señora Broach sentada en el suelo, pasando un dedo por la cinta blanca de un pasador para el pelo que había caído de una bolsa.
Su marido la ayudó a ponerse de pie.
– Creo que es suficiente por esta noche -dijo.
Terminamos de amontonar las cosas en el pequeño camión y el hombre se giró para darme la mano.
– Quizá se equivocan con usted. Me refiero a lo de Genevieve Bertrand.
– Eso espero -respondí.
La señora Broach me sonrió con tristeza.
– Cuídese, Andrew.
Jennifer me saludó con el brazo desde la ventanilla cuando arrancaron, y yo me quedé mirando las luces traseras hasta que sólo fueron dos distantes ojillos rojos en la oscuridad. Los chavales pasaron con sus cortes de pelo militares y sus gritos, chillando por imaginarios atracos e imaginarias heridas. Sus armas de juguete emitían ráfagas y pitidos electrónicos, y los cañones se iluminaban de rojo.
Había llegado casi a mi coche cuando advertí que la pistola de uno de los chavales era silenciosa y el cañón no se iluminaba, sino que tenía una boca negra. Le seguí unos pasos.
– Eh -le llamé-. ¡Eh!
Se dio la vuelta con una sonrisa aviesa y dijo:
– Bang, bang, estás muerto, amigo.
La pistola con la que me apuntaba era de verdad.