Mi coche, un Toyota Highlander, ocupaba la plaza 221 en el depósito municipal. Elegí el modelo híbrido para poder conducir un todoterreno sin dejar de tener buen concepto de mí mismo. Puse el motor en marcha y me quedé sentado con las manos en el volante, acomodándome a la familiaridad de ese objeto que me pertenecía. La cabeza me zumbaba y la cicatriz, en buena parte oculta por el renovado pelo, me producía picores. Noté una presión en la cara, como si quisiera llorar y las lágrimas hubieran olvidado el camino de salida. La radio del coche había quedado puesta, Springsteen seguía bajando al río pese a que hacía tres décadas que el río no aportaba más que penas y disgustos proletarios. Me pregunté si me habría dejado la radio encendida o si alguien durante el viaje en grúa habría pulsado el botoncito. ¿Estaba escuchando música la noche que conduje por última vez? ¿Iba yo al volante? ¿Solo?
Naturalmente, tuve que pagar la tarifa del depósito, seiscientos pavos. Utilicé una tarjeta de crédito que mis carceleros habían tenido a bien dejar en mi cartera mientras hacían el favor de vigilar mis cosas. De regreso a mi casa, pasé junto a un rótulo amarillo que parpadeaba y sentí una punzada de excitación al aparcar, la promesa de una licorería.
– ¿Tiene bourbon Blanton's?
– No.
El tipo del mostrador no levantó la vista de un televisor en blanco y negro tamaño radiodespertador. Un cigarrillo pendía de sus labios y en su extremo una inverosímil extensión de ceniza.Yo no podía ver la pantallita, pero un presentador estaba dando noticias de última hora sobre un capullo que se llamaba igual que yo.
– ¿Knob Creek? -le pregunté. Negó con la cabeza-. ¿Y Maker's?
Sus ojos viraron hacia mí con gesto de fastidio.
– Jack Daniel's -dijo.
Podría haberle explicado que Jack Daniel's no es bourbon, sino una mezcla de maltas de Tennessee, pero decidí reservar mi primer pronunciamiento de vuelta en el mundo para algo más trascendente. El vino en tetrabrik, por ejemplo.
– ¿De barril individual?
– Sí, de barril individual.
Noté su mirada en la espalda cuando salí de allí. Dos minutos más tarde me encontraba en Mulholland Drive. La parra de asfalto se aferraba a la arista de Santa Mónica, lanzando zarcillos al norte a través del Valle hasta Santa Ana, y al sur en dirección a Los Ángeles Basin. En su tramo oriental, los turistas se detienen a fotografiar el mítico «Hollywood» de enormes mayúsculas blancas. Palacios persas y poblados mutantes de indios pueblo se encaraman a cerros y laderas, escondidos detrás de verjas y muros de piedra. Es una carretera peligrosa, empapada de opulencia y amoríos, cuna del quitamiedos resquebrajado, del divagante Marlowe, de las fantasías de David Lynch, de la colisión frontal a las dos de la madrugada y borracho. Se conduce demasiado rápido, y feliz el que puede contarlo.
Esa noche no superé el límite permitido, para no sumar más problemas a los que ya tenía. Tomé Mulholland hacia el oeste, cuesta abajo hasta llegar a la 405, y torcí a la derecha justo a la altura del stop. Mi callejón estaba como siempre, iluminado por puntitos de luz procedentes de los porches y las lámparas Goosenecks, la autovía lo bastante lejos como para que el tráfico sonara a suave oleaje. Mi casa se hallaba a oscuras, pero me detuve para identificar su silueta. Pese a mi ausencia, parecía la misma: estilo Richard Neutra pero en barato, un edificio de acero, cristal y hormigón en una bonita combinación de planos y ángulos rectos que, aun así, no llegaba a ser elegante. Después de firmar el contrato de mi tercera novela, había mendigado y pedido prestado para alcanzar el borde de esa marea en perpetua retirada que es el mercado inmobiliario de Los Ángeles. Había pagado más de la cuenta, pero la vista millonaria sumada al abrupto patio de atrás me consolaba de ello. Si ya no podía permitirme ese lujo antes del juicio, menos podía permitírmelo ahora.
No había periodistas acampados en mi jardín. Ni paparazis ocultos en automóviles sospechosos. Ningún Geraldo Rivera [1] con poblado mostacho y ropa de camuflaje listo para el ataque. Metí el coche en el garaje, saqué el bote de vidrio, cogí la bolsa de papel del asiento trasero y entré en la casa. Resultaba raro ir tan poco cargado después de tanto tiempo. Ni maletas ni equipaje de mano, sólo lo puesto, una botella en una bolsa y un tumor cerebral en un bote.
Había estado fuera cuatro meses, pero me era tan familiar como siempre. La puerta atascándose un poco cuando la chilla arañaba el umbral. El olor peculiar una vez dentro, una mezcla de moqueta y baldosa, café y cera de vela. Objetos que yo había comprado, elecciones hechas por mí. La emoción que me subía por el pecho se hizo añicos tan pronto la puerta se cerró a mi espalda. A solas en casa, finalmente me eché a llorar, allí de pie, la cabeza gacha, las lágrimas cayendo al suelo pese a la mano que me llevé a los ojos en un vano intento por impedir que la angustia se desbordara. No sé cuánto tiempo estuve sollozando, pero cuando aparté la mano, la luz cenital me hizo pestañear. Fui a la cocina -electrodomésticos de acero inoxidable, armarios de teca-, atravesé la entrada -sus repetitivos Warhols de los que hasta yo me había cansado hacía tiempo- y dejé atrás la amplia escalera. Todo en la casa era frío y anguloso, desde las losas del suelo hasta las esquinas de la encimera de mármol, pasando por los puntiagudos tiradores de los cajones. Ahora el ambiente me resultaba amanerado, pedante. Supuse que debía sentirme aliviado por estar en casa, incluso feliz, pero sólo me sentía inseguro.
Fui directo al único mueble gastado de toda la casa, el sillón del salón. Cuero envejecido, remaches de latón, otomana a juego. Cuando lo había visto aquel día expuesto en la calle en una venta de segunda mano cerca de Melrose, tuve que frenar en seco mi Highlander. Dejé el Jack Daniels y mi tumor encima de la mesita baja, figurándome que podrían intercambiar secretos. Luego me derrumbé en el sillón y relajé los hombros por primera vez en cuatro meses.
Inspiré hondo. El aire que expulsé parecía no acabarse nunca.
Nada de cuanto había escrito podía compararse con esto. Y había tenido numerosas oportunidades para inventar cosas. Tenía cinco libros publicados, tres de los cuales habían interesado a los estudios cinematográficos. De hecho, de uno hicieron una película, si bien irreconocible para mis lectores (los tres que la vieron) y para mí mismo, pese a que yo había escrito el primer borrador del guión. La cosa iba de un sacerdote cazador de recompensas (la titularon, vergüenza me da decirlo, Rezando por la recompensa), encarnado por un popular actor de televisión que de actor tenía muy poco. El protagonista de mis libros era Derek Chainer, del departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles (infelizmente convertido en padre Chainer para el bodrio de marras). En mis libros, el dolor provoca chispazos blancos ante los ojos y la ira hace que la cabeza lata de rabia. Lo que no pueden hacer es captar la sensación de ver el cuerpo de tu ex novia mutilado en fotos de la policía; ni lo difícil que es limpiar la sangre seca de debajo de las uñas.
Yo pensaba que conocía este mundo, pero sólo había conocido la parte exterior del mismo. Una vez metido en el vientre de la bestia, una vez que los jugos gástricos empezaron a corroerme, descubrí que no sabía nada de nada. Había sido un mero turista en la zona oscura, un turista que miraba por unos prismáticos cómo los demás acechaban y se daban el gran banquete.
Paseé la mirada por mis libros puestos en hilera -tapa dura, bolsillo, traducciones- y me sorprendió haber sobrestimado incluso la poca importancia que les había adjudicado. Me sentí bruscamente mal equipado para tomarle la palabra al mundo, coaccionado a creer que lo que el mundo designaba como éxito o fracaso tuviera el menor mérito. Mi sillón de rebajas, sólido y confortable, me parecía de un valor incalculable. Mi nombre, en cambio, grabado en aquellos cinco lomos satinados… Un día me convertiría en un tenue recuerdo, lo mismo que otros famosillos de segunda, y me sumaria a los polvorientos batallones de personas que en algún momento rozaron la fama. Dentro de unos años a algún fanfarrón con ganas de charla en una fiesta privada le vendría mi nombre a la memoria por cualquier motivo, y otros quizás asentirían con la cabeza y mentirían generosamente: «Andrew Danner… Me suena de algo. Refréscame la memoria».
¿Y cuál sería la respuesta de nuestro fanfarrón? ¿Una trama policíaca rescatada de los zarzales de la senilidad? ¿Una respuesta susceptible a complejidades legales? ¿O un simple esbozo sensacionalista? «Era un asesino.»
Como siempre, me costaba apartar los dedos de la cabeza, dejar de toquetearme esa cresta de tejido que se endurecía, la única cosa cierta que había sacado de mi niebla amnésica. La cicatriz allí donde me habían hurgado el cerebro partía de mi oreja izquierda, justo detrás de la línea del pelo, y describía una pequeña curva hacia la frente. A estas alturas mi tacto conocía de memoria cada milímetro de la costura rosa, como si sus accidentes contuvieran respuestas escritas en braille.
Encendí el televisor para no pensar en mis cosas, pero allí estaba yo. Mi pasmada reacción cuando pronunciaron el veredicto. Una pantalla partida como en la serie Brady Bunch pero con fiscales y activistas pro derechos de las víctimas y varios Alan Dershowitz [2]. Una entrevista con mi profesor de séptimo de primaria. La misma vieja toma desde un helicóptero de la casa de Genevieve. Un ingenioso presentador de televisión por cable había retocado con Photoshop fotos tomadas en el juicio para mostrarme a aquel mono que no ve ni oye ni habla.
Yo había alcanzado cierto éxito como novelista, pero la fama me había llegado por asesino. Squeaky Fromme, Johnny Stompanato, O. J. Simpson, los hermanos Menéndez. Ahora yo era uno de ellos. Una historia de fatalidad y vergüenza adaptada a un modelo clásico. Volver, una vez más, a las historias de aquella gente tan graciosa con coronas de laurel y rodillas nudosas. La tonta de Pandora no sabe mantener su caja cerrada. El tipo majara le da una paliza a su padre y se folla a su madre. ¿Sabes el del tío que se despierta un día y ni siquiera sabe que se ha cargado a su ex? Me había convertido en charla de Starbucks, en comidilla de café, en chiste radiofónico de hora punta al volante.
Apagué el televisor y me quedé sentado en medio de un silencio hiriente.
¿Qué pensaría yo si no me conociera? Móvil. Medio. Oportunidad. ¿Cómo se compara con esto el instinto visceral?
¿Qué había dicho yo en el banquillo de los acusados? «Creo que cualquiera es capaz de cualquier cosa.»
Pero, por desgracia, yo era mi propio y poco fiable narrador. Lo que necesitaba era poner sobre la mesa algunos hechos consumados al lado del Jack Daniel's y de aquel bonito tumor cerebral.
El chaval de los vecinos, un tirano gordo y cuatro ojos sacado de un sketch de Gary Larson, estaba otra vez dándole a la trompeta, ahora con Silbando al trabajar a destiempo y desafinado. «Hoy JUNtos y conTENTOS limpiaREMOS el hoGAAAR.» Me levanté y vagué por la casa, familiarizándome conmigo mismo. Sobre la tambaleante mesa de la cocina, junto a dos bolsas de supermercado llenas de correspondencia, estaba mi taco de madera para cuchillos Shun, metido dentro de una bolsa de pruebas transparente. Me quedé helado. Un regalo de bienvenida de la acusación o la poli, pensado para desconcertarme en caso de que estuviera abrigando esperanzas de volver a la normalidad. El juego de acero inoxidable había sido un regalo pasivo-agresivo de Genevieve, evidente mejora respecto a mi patético juego Target con mango de plástico. El mismo juego de cuchillos caros que ella tenía en su casa. Mis cuchillos habían hecho una pequeña aparición durante el juicio, un bonito ejemplo teatral. Vean, miembros del jurado, tiene un juego igual que el de ella, cuchillos brillantes y afilados, ¡regalo de la propia víctima! ¡Inspiración para el crimen!
El cuchillo de deshuesar, el de Genevieve, había sido una pieza clave. Según dijeron, eso era lo que yo le había hundido en el abdomen.
Saqué unas tijeras del cajón y abrí la bolsa. Extraña y ceremoniosamente trasladé el taco de madera a su sitio sobre la encimera. Hice una pelota con la bolsa de pruebas y la tiré y luego me apoyé un momento en la encimera.
Hice un esfuerzo por recordar cómo debía cuidarme. Lo último que me faltaba era sufrir un ataque postoperatorio, de modo que saqué las pildoras del bolsillo y me zampé un Dilantin con un poco de agua del grifo. Qué manera más lamentable de volver a casa.
En el fregadero había un vaso vacío y un bol blanco que contenía un amasijo anaranjado, prueba incontrovertible de melón cantalupo. Desayuno, 23 de septiembre. El último recuerdo que tenía previo al quirófano. Los platos mostraban reliquias arqueológicas. Los enjuagué y guardé. Después subí al piso de arriba con las bolsas de correspondencia y mi tumor y seguí por el pasillo flotante que mi agente inmobiliario llamaba «pasarela».
De la puerta de al lado seguían llegando alegres y diligentes sones. «Y aSÍ canTAR al TRAbajar te aLEGRA el coraZÓN…»
Mi despacho tiene la mejor vista de la casa. La puertaventana a prueba de ruidos que da al dormitorio principal estaba cerrada. Mi silla estaba volcada sobre el respaldo; se me apareció con un aire misterioso, como un cadáver, cuando llegué al rellano. Me quedé mirándola unos minutos y luego la enderecé. ¿Volcada por algún poli durante el registro? ¿Por un intruso? ¿Por este servidor, grogui de tumor cerebral?
Arrugado en la papelera de mi despacho había un fax con la oferta de un editor italiano, entradas para los Dodgers y varias muestras de correo comercial. Restos de un día normal en proceso de ser olvidados. Miré mi PalmPilot, revisando todas las citas y reuniones a las que no había asistido hasta llegar al 23 de septiembre. La pantalla estaba en blanco, cómo no. Al dejar la PalmPilot nuevamente sobre la mesa me sorprendió la extrañeza de estar investigándome a mí mismo. Era un intruso en mi propia casa.
Activé el altavoz del teléfono y estiré la mano para marcar, pensando que debía encargar comida por si a mi apetito le daba por volver, pero al cuarto dígito me di cuenta de que no había tono. Hurgué en las bolsas de supermercado y desenterré un puñado de avisos de desconexión. Por suerte, los otros servicios se habían borrado automáticamente de mi magra cuenta bancaria, como el del teléfono móvil que estaba cargándose encima del archivador. Conecté el auricular de mi Motorola y marqué.
Mientras la musiquita de espera de Pac Bell competía con Blancanieves -bramando todavía en la casa de al lado-, recuperé mi correo electrónico. Muestras de apoyo de amigos y lectores, unos cuantos mensajes desagradables de gente convencida de mi culpabilidad, un empacho de ofertas de Viagra y alargamiento de pene que decidí considerar correo basura y no una indirecta comercial. Cuando miré las fechas en torno a la muerte de Genevieve, me sentí a un tiempo decepcionado y aliviado de no encontrar nada fuera de lo normal.
Me desconecté del servidor de correo electrónico y contemplé la pantalla en blanco. La idea de escribir algo pronto -o algún día, para el caso- era tentadora. Nada como un pequeño y anticuado trauma para sacar a la superficie la autocomplacencia propia de mi profesión. Y lo inviable de la misma, también. Ojalá hubiera sido, qué sé yo, un cirujano preparándose para una intervención. Cualquier cosa menos estar delante de un monitor y fingir que lo que yo pudiera inventar interesaría a cientos de miles de personas, la mayoría de las cuales hacía trabajos realmente útiles.
Serge se puso por fin al teléfono preguntando cómo podía proporcionarme un excelente servicio. Le expliqué que me había retrasado en el pago de la factura de teléfono pero que lo haría ahora y que necesitaba recuperar el servicio. Después de amenazarme con desorbitadas penalizaciones y gastos de reconexión, todo lo cual prometí contritamente pagar, soltó un suspiro decepcionado y tomó nota de mi tarjeta de crédito.
– ¿Puedo conservar el mismo número? -pregunté, ansioso por conservar algo que me resultara familiar.
– Su servicio no fue desconectado, sólo interrumpido -dijo Serge-, de modo que sí. Le enviaremos un técnico para reconectar la línea.
– ¿Cuándo?
– El jueves que viene.
– ¿No podría ser antes?
– Tal vez, pero lo más pronto que podemos garantizar es el jueves.
No me pareció que esto fuera prestar un excelente servicio.
– Oiga-dije-, ahora mismo no puedo estar sin teléfono.
– Entonces no fue muy buena idea dejar de pagar durante cuatro meses…
– ¿Es que hablo con la centralita de la India o el Sureste Asiático?
Una pausa, y luego Serge dijo:
– Oh, vale. Andrew Danner. Estuvo usted detenido.
Aunque circunstancias atenuantes habían hecho posible que yo estuviera ahora en libertad, por lo visto dichas circunstancias no estaban a la altura de las exigencias de la compañía telefónica. Serge no se inmutó, de modo que cerré el móvil, desconecté mi ordenador y salí del despacho.
El dormitorio era otra historia aparte, la de la partida de April. Puerta entreabierta. Sábanas revueltas. Mis artículos de tocador volcados en la repisa del cuarto de baño al meter ella sus cosas en la bolsa de viaje. Una maquinilla rosa olvidada en la ducha; quizá la probaría después, por aquello de los viejos tiempos. En sus prisas por marcharse, April se había dejado un calcetín junto al lavabo.
Estábamos todavía en la primera fase del enamoramiento. April, una ortopeda de bellas y regulares facciones y un temperamento equilibrado que yo, envidioso, había atribuido a sus orígenes del Medio Oeste, me había visitado después de que yo me partiera la clavícula jugando a baloncesto en Balboa Park. Su firme tacto médico, sus atenciones dentro de un orden, la proximidad de nuestros rostros mientras me manipulaba el brazo para hacer tal o cual prueba; yo lo tenía realmente difícil. Nos conocíamos desde hacía sólo tres meses y compartíamos actitudes que parecían juveniles para una pareja de viejos de treinta y ocho años. Llamadas telefónicas de buenas noches. Helado directamente del envase en la cama. Clásicos de Howard Hawks y pizza de Fabrocini's. Quedarse a dormir de vez en cuando, sólo por probar. Y luego un brutal asesinato.
Eso interrumpió una especie de estado de levedad y esperanza que yo había dudado experimentar otra vez después de que Genevieve y yo tomáramos cada cual su meditabundo camino medio año antes. O, según la acusación y la televisión por cable, sendos caminos desabridos e injuriosos.
Cogí el calcetín de April y volví a notar aquella descarga de emoción, pero decidí que no iba a ponerme melodramático sólo por un calcetín. Dejé el tumor encima de la mesita de noche, hice la cama y me senté sobre las sábanas preguntándome qué clase de soledad nos esperaba ahora. A mi tumor y a mí.
Mientras contemplaba la masa de células marrones en suspensión, mi mente volvió a Genevieve, al horror de su muerte, y al horror más grande aún de mi desconocida implicación. Genevieve había aportado un toque de exotismo a sus gustos, a sus declaraciones, que yo encontraba irresistible. Lo irrevocable de sus sentencias. Lo certero de sus pasiones. Era una mujer grande, de muslos gruesos y caderas anchas, y era estimulante notar que se sentía a gusto en su cuerpo, es más, que confiaba en su cuerpo y en lo que éste podía hacer. Yo la recordaba sobre todo como una serie de sensaciones. La tersura de una mejilla rozando mi pecho. Restos de Petite Cherie en la funda de la almohada. Gotas de sudor en su espalda de alabastro. Su cara cuando dormía, tersa como la de una niña. No tenía ángulos malos, Genevieve, ni días de mala cara. Es muy difícil cogerle manía a alguien que carece de ángulos malos. Requiere una dosis mayor de fealdad de conducta. Pero mientras yo me tomaba con calma esa carrera, Genevieve se lanzó ella sólita a criticar sus malos humores. Yo estaba enamorado, desde luego, pero más que nada enamorado de estrecharla entre mis brazos, y fue ella quien tuvo la lucidez suficiente para captar esa compleja diferencia.
La noche de nuestra ruptura, Genevieve había cubierto toda la gama. Cuando salí de mi despacho me la encontré sentada en mi cuarto viendo la ceremonia de la rosa en el programa The Bachelor, con un envase de helado Chunky Monkey en el regazo. Ella había levantado rápidamente la mano de la cucharilla para impedir que la distrajera de la tele. «Jane es una guarra y tiene que volver a casa.» El deje de francés en su acento socavó tan prosaica declaración, y tuve que reprimir una sonrisa. Y luego, con una risita diabólica: «Vamos a comer algo. Si nos quedamos, acabaremos peleando o follando». En el restaurante, cogiéndome la mano con expresión de éxtasis, había nombrado las especias de su salchicha moruna. Después habíamos ido a casa y hecho el amor, sudorosos por la brisa caliente que entraba a través de la mosquitera. Aquella noche Genevieve cayó en otro de sus lapsos depresivos. Cuando me la encontré sollozando en la ducha, dijo:
– Ya no hay dignidad en nada. Todo es tan barato, tan vulgar…
Estaba sentada en el plato y el agua le caía sobre el pecho. Yo me había agachado, consciente una vez más de mi incapacidad para ayudarla, el agua chorreándome mangas abajo.
– ¿El qué?
– Pues todo. La tele. Nada. Perdona. No tengo la cabeza bien. Es uno de esos… Lo siento. Tú no tienes por qué aguantarlo. Creo que me iré.
Más tarde, de madrugada, desperté y vi que ella me había cogido la mano entre las suyas húmedas y pegajosas, sus dientes machacándose el labio inferior descolorido, sus ojos buscando consuelo incluso mientras decía: «Lo nuestro no va a funcionar». Ya no tuve energías para convencerla de lo contrario. Genevieve recogió las pocas cosas que tenía en mi casa y seleccionó ópera en su iPod para no pelearnos como una excusa para perder los nervios.
Las habladurías de los medios de comunicación respecto a ella hicieron que me diera cuenta de hasta qué punto era una mujer difícil de conocer. Pese a sus vagas afirmaciones de que administraba una parte de la cartera de acciones de su familia, ella nunca había trabajado. Leía mucho. Iba a la primera sesión de tarde. Conocía buenas panaderías. Jamás le había pedido mucho a la vida, y al final la vida le había dado poco. No pude evitar pensar en las experiencias que Genevieve ya no tendría nunca; el mundo entero se le había negado, irrevocablemente.
Quería desembarazarme de estos últimos cuatro meses como quien se quita de la cabeza una pesadilla. Sin embargo, ciertos hechos son como grandes rocas. Te cortan el paso. Tienen cantos afilados y te cortas si tratas de pasar entre ellas. Cuando ya hacía semanas que mi madre había muerto, aún me despertaba por las mañanas con los más básicos pensamientos infantiles. «No quiero que esto sea verdad. No quiero que haya ocurrido.» No podía quitármelo de la cabeza. La muerte de mi padre un año después fue igualmente dolorosa, aunque al menos yo ya tenía un poco de práctica. Pero ¿dónde archivar la imagen de Genevieve con el tajo en el plexo solar?
«Yo no fui», le dije al tumor. El tumor me miró con absoluta indiferencia.
Bajé, abrí la botella de Jack Daniel's e inspiré su intenso y satisfactorio aroma. Luego me acerqué al fregadero y vacié todo su contenido por el desagüe. Los judíos dejan un vaso de vino para Elias; los budistas ofrecen fruta; los violadores colectivos derraman un poco en el suelo para sus colegas muertos. Hay que alimentar a los dioses. O los dioses se alimentarán de ti.
Bueno, lo harán igual tanto si quieres como si no.
Una cafetera de capuchino chapada en latón ocupaba media encimera como un perro labrador subido allí. Se la había regalado a Genevieve en el lapso de cinco minutos en que las cosas fueron bien entre nosotros, y el aparato había producido quince dosis de café fangoso a 147 dólares la tacita. En el frigorífico había tres botellas de agua mineral y una chocolatina que April había dejado a medio comer. Fui al aparador y saqué el vaso de zumo y el bol blanco que acababa de guardar. Los dejé en la encimera y me quedé mirándolos como si esperara que se pusieran a hablar.
Desayuno, 23 de septiembre. Mi último recuerdo antes de despertarme en la sala de recuperación.
La vista se me iba sin querer a los cuchillos que descansaban en su taco de madera sobre la encimera. Sentí una lúgubre curiosidad en la boca del estómago, como una llama encendida. Como un whisky escocés de veinte años irrumpiendo en la sangre después de una carrerita de dos horas. Me acerqué al taco y adiviné correctamente cuál era el cuchillo de deshuesar. Lo saqué y lo sopesé. Brillo inoxidable, caracteres japoneses en la hoja. Yo había usado esos cuchillos cuatro o cinco veces a lo sumo. ¿Cómo era que mi mano había encontrado el de deshuesar con tanta facilidad?
Me contemplé las manos un buen rato y luego miré mi reflejo en la ventana del fregadero: un tipo empuñando un cuchillo y una línea almenada de pelo cubriendo la cicatriz. Me estremecí.
Hice una visita al humidificador y después me senté en una tumbona de la terraza, apoyé los pies en la baranda y me fumé un cigarro puro hasta la vitola. Él único vicio que me quedaba, aparte de escribir.
Si es que alguna vez volvía a escribir, claro.
La noche era muy oscura y hacía un frío de enero. La gente olvida que el invierno puede ser duro en Los Ángeles: la brisa del Pacífico, los vientos que soplan de Santa Ana, los chaparrones acompañados de relámpagos chapuceros, como un monzón estreñido que intentara evacuar.
Una buena vista cura todos los males. Una vista panorámica te hace sentir que posees algo más grande que tú mismo, que eres dueño de un lugar del planeta.
Contemplé el valle titilar allá abajo, como el océano pero más bonito, porque era un mar de luces, porque era vida y movimiento, porque me permitía estar separado de, pero conectado con, un millar de personas en un millar de casas con un millar de historias, muchas de ellas más tristes que la mía. La recta de Sepúlveda adentrándose en el norte de peores condiciones demográficas. Van Nuys, hermoso sólo desde lejos, donde los mexicanos juegan al fútbol entre semana, santiguándose antes de empezar como si a Dios le importara un pimiento el resultado de un partido mañanero para curar la resaca. La 405, una cascada curvilínea de faros blancos. Ventura yendo hacia el este más allá de los moteles por horas con nombres glamurosos donde los maricones llevan a chicos de la calle sin blanca, o viceversa. Y más allá del Cahuenga Pass, donde la ciudad espera cual insaciable e inescrutable amante despatarrada sobre una cama de neón con una sonrisa de esfinge, sus afiladas garras descansando sobre los sueños que acaba de reventar.
Cerré los ojos, recorriendo el Hollywood de la gente guapa y los eternos aspirantes al estrellato, los consumidores de cultura con nombres de marcas en sus culos de terciopelo. Me rezagué detrás de un Cutlass sordo a los bocinazos y con matrícula de Arkansas que iba a diez por hora por el bulevar mientras las cabezas de sus ocupantes se estiraban sobre cuellos visiblemente sureños, dejando atrás chavales negros que bailaban sobre cubos blancos puestos del revés, dejando atrás narices alemanas peladas, el pegajoso olor de los bronceadores, la niebla tóxica, piercings de plata perforando tostados ombligos, vallas publicitarias de estrellas del pop con pamela en la cabeza, y subiendo hasta el Hollywood de verdad, donde ves putas arrodilladas sobre charcos de vómito y yonquis saliendo de portales a trompicones, rascándose los hombros, mascullando su canción nocturna: «Tengo que ponerme bien, tengo que ponerme bien».
Toda la ristra de clubs de la comedia, donde maridos de Wichita ríen de chistes sobre Jesucristo pese a las miradas de reojo de sus remilgadas esposas; donde los aficionados sudan tinta en el escenario y donde, a lo mejor, en cuanto las camareras (que lo han oído todo mil y una veces) retiren la segunda copa vacía de la consumición doble obligada, ese superfamoso actor de telecomedia hará acto de presencia para ensayar material nuevo. Más al oeste hasta Boys Town, donde parejas gay de toda clase y talla desafían la limitada imaginación heterosexual, donde vallas de porno suave miran a ventanas decoradas con cuero tachonado, relucientes cartas de tarot y salones de tatuaje, donde los enamorados toman café a un tiro de piedra de palacios del porno con poliestireno violeta, y señales de aparcamiento se superponen como en el poste de un tótem, ajenas a toda comprensión. Pasado el Urth Café, donde divorciadas en tránsito mastican lechuga biológica, la cara hundida de tanta pastilla e hinchada de colágeno, una guerra de desgaste carnal. Siguiendo por la elegante culebra de Sunset con sus viejas mansiones, su esplendorosa y descarada oferta de prostitutas, sus luces rosa para los días festivos. Atravesando los palmerales de Beverly Hills tan a menudo filmados pero nunca captados, gente con prendas deportivas montada en Segways rumbo a Valentino, famosillas paseando perritos dentro del bolso, agentes con sus invisibles auriculares de teléfono móvil murmurando solos frente a restaurantes y semáforos, la charlatanería de los desposeídos.
Después Wetswood y a continuación Brentwood, donde trescientas diez mamás empujan cochecitos de diseño con niños simétricos a través de mercados agrícolas mientras babean pensando en hoteles de Bali. Siguiendo derecho hasta los Palisades, Santa Mónica Canyon y Malibú, hasta la costa resplandeciente que apesta a tubo de escape, toda ella cubierta de excrementos de gaviota, para seguir hasta la serie de cañones, profundos pliegues geológicos rojizos como vetas de mineral o como arrugas de mujer, el aire sorprendentemente limpio y con un saborcillo a sal.
Tenía las mejillas húmedas por la brisa y el oleaje de mi amor por aquellas luces. Los Ángeles. Un espejismo de ciudad que se extendía como un sudor frío por las espaldas de buscadores de oro y obreros ferroviarios, que tomaba forma cuando los distribuidores de pelis piratas, huyendo de las patentes de Edison, tomaron un tren y se la jugaron con el respaldo de la Costa Este.
Los Ángeles, tierra de promesas infinitas y de infinitos fracasos. Los Ángeles, la de las mezquinas crueldades. Los Ángeles, la de la «jerarquía inmediata», el bronceado de bote, el magreo disimulado. L. A., la de nariz operada, el menú de tés, el proceso por calumnias. Las profesiones con títulos rimbombantes. El garaje particular para dos todoterrenos. L. A, con sus mentes superabiertas y sus opiniones bien formadas. L. A., la de las despampanantes puestas de sol, el tibio aire nocturno que te deja ebrio. L. A., la de la adolescencia prolongada, la seducción a cámara lenta, la rubia irreemplazable e intemporal. L. A., donde una estrella porno se presenta a gobernador y un madelman gana las elecciones. L. A., donde a un pobre gilipollas o a un cabrón con suerte puede sucederle de todo y en cualquier momento. Donde puede pasarte de todo a ti.
Donde a mí me había pasado de todo.