Capítulo 4

El suelo de la cocina estaba tan frío bajo mis pies descalzos como el mango del cuchillo de acero inoxidable. En la oscuridad miré fijamente el resquicio en el taco donde debería haber estado el cuchillo de deshuesar. Había cerrado la puerta corredera. (¿Acaso entró alguien más sin darme yo cuenta?) Con el pulso acelerado, miré la senda de marcas que yo había tomado por huellas. Las últimas podían verse en la moqueta antes de desaparecer en las losas de la entrada.

No era tierra, como yo había pensado.

Era sangre.

Experimenté un súbito pánico, el mismo que siente un crío en la oscuridad, y enseguida recordé que era un adulto y que no tenía más opciones que sobreponerme y manejar la situación. Aseguré la mano alrededor del cuchillo de chef y avancé lentamente. Nadie me estaba espiando desde la barandilla que recorría toda la galería del piso de arriba, de la escalera al estudio y de éste al dormitorio.

Las huellas no desaparecían al llegar a las losas del vestíbulo, aunque sí costaba más verlas. Pero allí, en el segundo peldaño enmoquetado, había otra C de sangre. Dirigí la vista escalera arriba hasta la oscuridad del rellano.

Hice de tripas corazón y seguí subiendo. A cada tantos peldaños, otra huella ensangrentada.

Llegué arriba. Las pisadas continuaban derecho hacia mi cuarto. Fui hacia allí sosteniendo el cuchillo boca abajo al extremo del brazo, con la hoja hacia fuera, como había aprendido de un experto durante mi investigación para ampliar el repertoriode Derek Chainer. Llegué al umbral de mi cuarto. Dispuesto a todo, hice acopio de valor y entré con un movimiento rápido.

Allí no había nadie, pero en la moqueta, a los pies de mi cama, estaba el cuchillo de deshuesar. Avancé unos pasos y me agaché. Vi que tenía el pie derecho manchado, desde el dedo meñique hasta el empeine. Estiré el brazo, reparando en que las yemas de mis dedos también tenían manchas oscuras. Suciedad asimismo en el mango del cuchillo de deshuesar. Y en la punta de la hoja. Sentí un ligero vahído.

Levanté el pie y vi la marca en forma de C, definida aunque ahora poco visible, que había dejado en la moqueta.

Mi propia sangre. Mis propias huellas.

Encendí la luz, dejé el cuchillo de chef y le di la vuelta en el suelo al cuchillo de deshuesar. La marca irregular de sangre que tenía en mi pulgar izquierdo era idéntica a una marca visible en el mango de acero inoxidable. La sangre de mis dedos, suponía yo que por haber tocado el corte que tenía en el pie, también había dejado marcas que encajaban con mi mano.

Mis huellas dactilares. En el cuchillo de deshuesar.

Me lavé los pies en la bañera. A pesar de la abundancia de sangre, era un corte sin importancia. Una incisión limpia de unos dos centímetros de largo, poco más, y ancha como un dedo gordo desde la base del meñique. Me apañé con una tirita.

Seguía notando la cabeza un poco turbia, ¿sería el ganglioglioma, una pequeña secuela de fin de semana? Traté de separar las preocupaciones razonables de las no razonables, pero por un momento me quedé paralizado. ¿Acaso alguien me estaba haciendo pasar por un laberinto para ratones? O yo me estaba volviendo loco, o alguien se había tomado muchas molestias para asegurarse de que fuera así. Me senté en el borde de la bañera, tiritando, hasta que me levanté de golpe y fui por la casa encendiendo luces, buscando un cuerpo, un intruso, a los del programa de la cámara oculta.

En busca de indicios de escalo, examiné la barra de seguridad para ver si tenía golpes, y la guía donde encajaba por si había rasguños en la pintura, pero ambas cosas estaban perfectas.

¿Había bajado yo, sonámbulo, y abierto la puerta? ¿Para qué habría salido?

Volví arriba y contemplé mi cama, estupefacto. Unas manchas de sangre en las sábanas, las mismas sábanas que aparecían en mi sueño de la casa de Genevieve. Un sueño extravagantemente vivido. ¿Y durante el sueño había bajado yo abajo, sonámbulo, a buscar el cuchillo de deshuesar y luego había vuelto a la cama y me había hecho un corte en el pie? ¿No podía encontrar un modo más productivo de castigarme?

El sueño volvió a mi mente en toda su magnitud. Sentí un sobresalto de agitación. No podía saber si me había vuelto temporalmente loco, pero sí podía hacer una verificación concreta: si el aspersor de Genevieve estaba efectivamente roto y el platillo de la maceta también, entonces no estaba alucinando del todo; al menos podría determinar si había rescatado un fragmento de la noche en que Genevieve fue asesinada.

Me vestí y bajé a la calle. Monté en mi híbrido culpable-móvil y comprobé el cuentakilómetros, como si eso pudiera responder alguno de los muchos enigmas que me acosaban. En una libreta que había en la guantera hice una columna de distancias al objeto de saber si estaba llevando a mi cerebro enfermo a dar una vuelta por el futuro.

Mientras conducía por Mulholland bajo una esquirla de luna, tuve la sensación de estar haciendo algo ilegal. Quizás era así.

Bajé por Coldwater pisando a fondo, y sólo levanté el pie para tomar la curva cerrada más allá del rótulo torcido de la calle. Y de repente allí estaba yo, en mi sueño, subiendo en coche por la cuesta. La farola, su luz filtrándose entre unas ramas. La calle demasiado estrecha, de antes de que las familias con tres vehículos se vieran obligadas a dejar en la calle el 4 x 4 de repuesto. Empecé a sudar, como si estuviera siguiendo el guión de aquella noche. Quizá todo era un sueño. Quizás era yo quien lo había inventado, y ahora lo estaba recreando.

La curva cerrada llegó enseguida, mis neumáticos rechinaron como era de rigor, y ante mi vista apareció la casa de Genevieve. Su aspecto era sobrecogedor, encaramada allá arriba, metida un poco en la ladera, con los pilotes hincados con saña en la tierra como si mi coche fuera una rata y la casa un gran danés sopesando la situación.

Me apeé del coche. Al llegar al borde del césped, el aspersor aplastado hizo que me detuviera en seco.

Quiero que esto no sea verdad. Quiero que no haya pasado.

Yo no sabía que el aspersor estuviera roto, salvo que en mi sueño me subía al bordillo con el Highlander. Y eso significaba que no se había tratado de un sueño.

Dios mío, yo iba solo en ese Highlander. Subí solo por este sendero. Busqué la llave yo solo. Estaba yo solo y nadie más.

Empecé a subir, las losas flojas bajo mis zapatos, meciéndose en el suelo y soltando briznas de tierra. Sabía lo que debía buscar, sólo necesitaba una confirmación.

Las tablas crujieron cuando subí al porche. La casa estaba en silencio y -confiaba yo- vacía. ¿Qué excusa iba a dar si de repente aparecía Adeline, la hermana de Genevieve?

El filodendro me saludo desde su tiesto de terracota. Me sequé las palmas en el pantalón y me agaché, apartando los brotes de hoja nueva para mirar debajo. En el plato de arcilla, una resquebrajadura en zigzag, como un rayo, llegaba casi hasta el borde.

No era un sueño.

Era un trozo del pasado que me faltaba.

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