Capítulo 39

Apoyé las manos esposadas en la mesa de interrogatorio y contemplé las ya familiares paredes amarillentas, el espejo salpicado de óxido. Era de día, pero allí dentro era imposible saberlo con certeza.

Kaden y Delveckio me habían puesto en manos de dos polis rudos que olían a tabaco y se negaron a hacerme el menor caso hasta que me sacaron del asiento de atrás. Algunos periodistas se habían acercado a Parker Center movidos por el rumor de que un violador convicto iba a ser trasladado para un juicio. No habiendo tal, se habían contentado con fotografiarme en plan sospechoso escoltado por la policía. Una vez arriba, habían dejado que me entretuviera solo un par de horas; quien dijo que el agobio fomenta la creatividad era un capullo.

La puerta se abrió de golpe y, entró Kaden. Las mangas subidas, la pistolera puesta, oliendo a tiza y café. Detrás de él, Delveckio sonándose con un pañuelo de papel.

– Hemos encontrado la blusa de Kasey Broach en el lavadero de la casa de Genevieve Bertrand -dijo Kaden.

El lavadero. Yo no había estado lo bastante alerta como para dar con la prueba que me habían dejado allí.

– Y tus huellas por toda la casa -añadió Delveckio.

– Pues claro. Yo iba mucho a esa casa, antes de que cortáramos.

– Estabas en su calle -dijo Kaden.

– Había ido a dar una vuelta.

Kaden se agarró a los bordes de la mesa, flexionando los brazos.

– ¿Niegas que hace sólo unas horas forzaste la entrada de su casa?

– No pienso confirmar ni negar nada hasta que no hable con un abogado.

– Ya, ¿y por qué no solicitas uno ahora?

– Porque tendríamos que dejar de hablar. Sé que pensáis que habéis encontrado algo. Probablemente es algo horroroso. Quiero saber de qué se trata. -Estaba empapado de sudor-. Lo adivino por todo el montaje. Nueve coches patrulla persiguiéndome, esposas, el gesto presumido con que me miráis. Bueno, ¿qué es? ¿Los dedos de los pies de un ligue mío del instituto escondidos debajo de los tulipanes de mi patio delantero?

– No tienes tulipanes en el patio delantero -dijo Delveckio.

– Ya lo sé, pero si digo «hidrangeas» pareceré cursi. -Silencio cargado. Estaba demasiado ansioso para permitir que se prolongara-. Venga -insistí-, soltadlo de una vez.

Kaden habló:

– Íbamos a arrestarte cuando una llamada anónima nos chivó que alguien había forzado la casa de la señorita Bertrand.

– ¿Y por qué ibais a arrestarme, si puede saberse?

Me lanzó a la mesa una bolsa de pruebas que contenía el famoso cabello.

– Este pelo concuerda con los que ha dejado el violador de Redondo Beach en estos últimos tres años.

– Yo… ¿Qué has dicho?

– Usa un pasamontañas, por eso nunca hemos podido hacer un retrato robot. Siete violaciones, y sólo tenemos algún que otro pelo castaño. -Kaden me miró a los ojos-. El mismo color de tu pelo, Danner.

– Chorradas. Al paso que vamos resultará que fui yo quien enseñó a cagar en el váter al hijo de Lindberg en colaboración con Jimmy Hoffa [5].

– ¿Me vas a decir por qué coño querías que un laboratorio nuestro analizara el cabello de un violador buscado por la justicia?

– Encontraron uno igual, y Ordean se acojonó -dije, más para mí que para ellos.

– Claro que se acojonó. Es un actor de televisión, joder. Los payasos del CSI que asesoran su programa hicieron una comparación microscópica del pelo como si fuera la clase de Ciencias, lo cotejaron con pelos de casos especialmente prominentes. ¡Bingo! Por poco no la palman de la emoción. Ordean dijo que el pelo se lo diste tú y que no tiene ni idea de dónde lo sacaste.

– ¿De dónde creéis que lo saqué?

Kaden estiró el brazo y con el pulgar me presionó la hinchazón que tenía en el ojo.

– Morton Frankel -dijo.

Me aparté, y ellos se burlaron de mí.

– ¿Por qué estabas en casa de Genevieve Bertrand? -preguntó Kaden.

– Anoche alguien intentó entrar en mi casa y luego casi me atropella con un Volvo marrón. Se dejó esto.

Con las manos esposadas saqué del bolsillo la bolsita con el sobre de cerillas (no habían reparado en ella al cachearme en busca de armas) y la tiré sobre la mesa.

Delveckio examinó la calavera y las tibias con gesto hosco, o quizás era simplemente su cara. Cuanto más me fijaba en él, menos me lo imaginaba teniendo algo que ver con Adeline, ni con ninguno de los Bertrand, para el caso. Mejor dicho, menos me los imaginaba a ellos teniendo algo que ver con Delveckio. Manipuló torpemente la bolsa y le mostró a su compañero la dirección escrita en el sobre.

– ¿Quién os dio el soplo de que estaba supuestamente en casa de Genevieve? -pregunté.

– Una llamada anónima -dijo Kaden.

– ¿No localizáis las llamadas entrantes?

– Fue a mi línea privada, no al número de la policía.

– Vaya, una llamada pero que muy anónima, ¿verdad? Cuando vayáis a buscar a Mort, ¿por qué no miráis si tiene tus dígitos escritos en alguna parte?

– No podemos ir a buscarle -dijo Delveckio.

– Ese tipo trató de aplastarme con el Volvo.

– Eso lo dices tú.

– Y la caja de cerillas -le recordé.

– Esta prueba -señaló la bolsa con los cabellos- fue conseguida de manera ilegal.

– Pero no por vosotros -repliqué-. O sea que podéis utilizarla para conseguir una orden de arresto y presentar un caso como Dios manda. Me han dicho que en el fondo se trata de eso.

Kaden me miró con furia.

– ¿Tú nunca cedes, cabrón?

Hizo un gesto hacia Delveckio y me dejaron a solas con mi no muy alegre reflejo.

No llevaba reloj, de modo que no podía calcular la hora. En tres o cuatro ocasiones pedí ir al baño y fui escoltado por un pasillo, pasando bajo un reloj.

Después de que me depositaran de nuevo en la sala, pregunté al guardia si estaba arrestado, y el tipo me dijo:

– Aún no. De momento sólo le están interrogando.

– ¿Es un ensayo para una nueva técnica de interrogatorio zen? -repuse. Viendo que me miraba embobado, agregué-: Si no hay cargos contra mí, debería poder marcharme.

– No mientras estés retenido como persona de interés.

– Persona de interés… -dije-. Muy halagador. Creo que ahora sí llamaré a mi abogado.

– Un momento -dijo el poli. Y luego, como si yo hubiera replicado-: Espera un momento.

Salió de la sala dejando la puerta entreabierta. Transcurrieron unos minutos hasta que oí pasos firmes y rítmicos en el pasillo. Morton Frankel, esposado, pasó por delante de la puerta acompañado por Kaden y Delveckio. Al verme de reojo, forcejeó, empezó a dar codazos y se lanzó hacia mí. Tenía moretones bajo los ojos del golpe que le había propinado en la nariz, y estaba medio doblado por culpa del sucedáneo de cuchillada en el muslo. Toda su cara brillaba de sudor y tenía manchas en las axilas, prueba de que lo habían interrogado bajo los focos. Los inspectores, como si el encuentro les resultara divertido, le permitieron explayarse unos momentos.

– Te voy a sacar los ojos -me dijo- y te voy a follar por los agujeros, hijo de puta.

Se abalanzó sobre mí y yo pegué un salto. La silla cayó hacia atrás. Riendo, los inspectores lo sacaron de allí, y luego oí a Kaden dando orden de que lo llevaran a fichar. Momentos después volvieron, cerraron la puerta y se sentaron enfrente de mí. Kaden fijó la vista en mis rodillas, que botaban por su cuenta del susto de hacía un momento, y juntó los labios en una especie de sonrisa. Su reloj marcaba las dos.

– Buen trabajo -dijo-. Nuestros muchachos encontraron un kit completo de violador en un mueble zapatero: pasamontañas, linterna, juego de ganzúas, mordazas, esposas flexibles de plástico, todo el tinglado. Y resulta que el chico es tan romántico que incluso guardaba algunos trofeos, como una bufanda, un cinturón de albornoz, una pulsera. -Se mordió los labios-. Pero hay un problema, Danner. Una de las muestras de cabello que tenemos archivadas es de una agresión que cometió la noche del veintidós de enero bajo el Redondo Pier. Alrededor de las once. ¿Te suena esa fecha?

El día del secuestro de Kasey Broach.

Me sentí instantáneamente frustrado. Delveckio, al ver que me hundía en la silla, me ofreció una lánguida sonrisa.

– O sea que, a no ser que fletara un helicóptero para hacer su ronda esa noche, Frankel queda descartado.

– ¿Quién utilizó su coche? -pregunté.

– Lo estamos investigando -dijo Kaden-, pero suponemos que lo necesitó para ir hasta Redondo a violar a Lucy Padillo.

– El coche era ése -dije-. Tenía la abolladura en la parte derecha, todo.

Delveckio tiró el sobre de cerillas sobre la mesa.

– Hemos llevado esto al laboratorio. No hay huellas, lo cual parece un poco raro habida cuenta del uso que se le da a un sobre de cerillas. Pero esto te va a gustar todavía más: la letra no concuerda con la de Frankel. ¿Sabes de quién es?

Respondió Kaden, risueño:

– Tuya.

Abrí la boca, pero no tenía maldita cosa que decir.

– Estás persiguiendo a un fantasma, Danner, y nunca mejor dicho.

Kaden me mostró una fotocopia: la anotación del sobre de cerillas junto a una muestra de mi letra, sacada de un formulario del registro de vehículos que yo había rellenado hacía más de un año. Las correspondencias entre letras estaban marcadas con sendos círculos rojos. A primera vista, parecía que llevaban razón.

– Las mayúsculas son las más fáciles de imitar -dije en voz baja.

No sabía si era cierto, pero tenía que intentar cualquier cosa, estaba desesperado.

Me miraron como dos amigos bienintencionados a punto de decirte que el cinturón no te hace juego con los mocasines.

– Vale -dijo Kaden-, y el bueno de Mort, cuando sale de currar en la fábrica, va a un cursillo acelerado de caligrafía forense, ¿no?

– Pero felicidades -intervino Delveckio con fingido optimismo-, has cazado a un violador y nos has ayudado a cerrar un caso. Estás libre.

Me tendió la mano, pero no fui tan tonto de aceptarla. Los dos rieron con ganas. Kaden dijo:

– La cosa no funciona así, como ya intentamos explicarte una vez. Te negaste a ser buen chico y ahora se te acusa de obstrucción a la justicia, agresión con violencia y un par de allanamientos de morada. Te lo pedimos amablemente, te lo pedimos menos amablemente, te advertimos de que esto acabaría fatal. Pero tú querías seguir jugando a ios detectives y no pensaste que habláramos en serio, que esto tendría consecuencias. De modo que habrá cargos, porque, ya ves, nos hace gracia saber por qué te empeñas en colgarle a otro el asesinato de Kasey Broach. Sí, vale, tienes la coartada de tu vídeo, pero nosotros vamos a atar cabos porque sabemos que están ahí para ser atados. Y mientras nos ocupamos de eso, a ti te dejaremos con los presos comunes en Twin Towers.

Kaden se incorporó y me agarró el brazo con fuerza para sacarme al pasillo. ¿Qué podía hacer? ¿Patear y gritar? ¿Resistirme a golpes?

Bajamos en ascensor, subimos al coche y fuimos a Twin Towers. Me sacaron a la fuerza, yo medio entumecido, sin acabar de creer que fueran a encerrarme en la pecera con homicidas y violadores, pero al mismo tiempo creyéndomelo. Me asignaron a la Torre Uno. La forma hexagonal del edificio, que contribuía al muy promocionado diseño panóptico, convertía el interior en una casa de espejos, cada rostro modulado y flanqueado por su múltiple imagen reflejada. El olor del edificio estaba grabado en mi memoria, devolviéndome a aquellos cuatro meses infinitos. El hormigón sucio, el alboroto metálico, el eco de gritos amortiguados por las paredes. Noté que el aire denso se alojaba en mi faringe.

– Primero tenéis que presentar los cargos y dejar que llame a mi abogado -dije.

Ambos dejaron sus Glocks en el armero. Cruzamos la doble puerta de seguridad y entramos en la tierra de nadie de ayudantes de sheriff con sus uniformes verde y beige y aerosol de pimienta colgado del hombro. Más allá de otra verja de barrotes vi a los reclusos moviéndose en círculo por el enorme recinto de recreo, sus improperios, sus carcajadas llenas de amenaza. Frankel no estaba entre ellos, pero lo estaría pronto. Mientras dos adláteres observaban, un preso con perilla y la cabeza rapada se arrimó a un chaval negro flaco, inmovilizándolo contra una ventana con barrotes. Una oleada recorrió al grupo y todas las cabezas bascularon hacia la verja, para mirarme a mí.

Me solté.

– Es increíble. No podéis hacerme esto.

Kaden me quitó las esposas. El ayudante de sheriff hizo un gesto a un colega situado detrás de un cristal antibalas, y la verja empezó a chirriar. El tipo la apartó del todo y me empujó para que pasara, lo sabía que era mejor no suplicar, de modo que avancé y me encaré a los demás. El recinto estaba a tope, al menos un centenar de monos azules en los bancos metálicos y en las espalderas y paralelas. El aire estaba inmóvil y el calor de todos aquellos cuerpos en pleno esfuerzo hacía vibrar el aire como una nota grave y sostenida.

Detrás de mí la verja se cerró con determinación de acero.

Unos quince presos se aproximaron a mí, aparentemente picados por la curiosidad. Un hombre con sendas cruces grabadas a fuego en los antebrazos se adelantó al resto, estirando los dedos como si los flexionara. Me hice a un lado, de espaldas al hormigón, mientras los demás se situaban estratégicamente y continuaban acercándose.

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