Desperté temprano y animado, con una sensación nueva de determinación. Seguía sin tener línea en el teléfono fijo, de modo que fui a buscar el móvil al despacho. Llamé a la oficina del forense, hablé con un empleado a quien en el pasado había pagado para que me sacara informes de tapadillo y le pedí si podía conseguirme la autopsia de Broach.
– Usted es un asesino -replicó-. Vayase a tomar por culo y no vuelva a llamarme. -Y me colgó.
Bajé, me preparé un espresso a 138 dólares la taza, y brindé por Gus, que estaba en la terraza de atrás.
Gus, el más exigente de los críticos, se escabulló tras la palmera mexicana que había en un extremo del jardín.
Llamé a una analista de ADN que conocía de la oficina del forense. No aceptó mi llamada, aunque la oí rechazarla en susurros a través de la mano de la secretaria mal puesta sobre el auricular.
Mi primer manuscrito lo rechazaron diecisiete veces antes de ser contratado. Supuse que ahora tenía algunas probabilidades más. Volví al documento de la policía y comprobé de nuevo los nombres de todos los agentes, criminalistas, jueces de instrucción y empleados, descifrando incluso las firmas garabateadas al pie de los formularios de la cadena de custodia de las pruebas. El único que me sonaba era aquel por el que había empezado. Aparte de los inspectores, Lloyd Wagner conocería el caso de Genevieve mejor que nadie, puesto que se había ocupado de todo, desde recuperar los mensajes en mi buzón de voz hasta ver si el cuchillo encajaba con la herida. Y también había procesado el cadáver de Kasey Broach. Dada la relación que nos unía, confié en que, si hablaba con él unos minutos, podría lograr que me dedicara un poco de tiempo.
Me salió el buzón de voz en el laboratorio y en su móvil, y el contestador automático en su casa. Dado que Wagner había informado de mi último mensaje a los inspectores, no quise dejar otro. Cerré el móvil, me froté las sienes y bebí otro sorbo de café para tragarme el Dilantin.
Si no podía ponerme en contacto con alguien que estuviera metido en el caso, al menos podía intentarlo con alguien que lo hubiera seguido de cerca. Cal Unger, mi principal asesor en lo concerniente a asuntos Chainer, era inspector en la comisaría de West L. A. Su trabajo carecía por completo del glamour -si tal término se aviene a este contexto- de los casos que manejaba la división de Robos y Homicidios del centro de la ciudad: asesinos en serie, ladrones de banco y casos mediáticos como el mío. Su jurisdicción abarcaba la ciudad entera, contaba con mejores recursos… y sus hombres vestían mejores trajes. Cal, un adicto a la cerveza Coors, había resuelto algunos casos muy importantes y desde hacía tiempo sondeaba la posibilidad de un ascenso a Robos y Homicidios. No se me escapaba que, de las muchísimas horas que me había dedicado durante los últimos años, la mayoría las habíamos pasado hablando de esa división en particular.
Cal y yo teníamos un pacto tácito: él no opondría férrea resistencia a mis preguntas, y yo no escribiría un retrato hostil de alguien que se le pareciera mucho. Así pues, Cal me consentía, yo respetaba su talento y su dureza, y aún no se había publicado nada para que el encargado de Atención al Público de la policía de Los Ángeles le pateara el culo. Había, eso sí, una tensión latente. Cal siempre apretaba un poquito de más cuando me hacía una demostración de una llave de judo, y no dudaba en manifestar cierto desdén hacia mi profesión, supongo que basado en el hecho de que, como ambos sabemos, si él fuera un tipo realmente jodido, como Bill Kaden, no se pondría a hablar con un escritor ni compartiría vicariamente las hazañas de un inspector de ficción. Cal formaba parte de ese panel de polisasesores que eran generosos con su tiempo pero que abominaban de las tonterías que había que leer o escuchar (por ejemplo, que ese burro de novelista confundiera un revólver con una pistola, o cómo aquel pésimo actor de televisión había llamado Magnum a su Glock 357). Me dejaban hecho un trapo, y yo me dedicaba a asentir sonriente con la cabeza, sabiendo que en cuanto no hubiera nadie escuchando, en cuanto estuviéramos a solas en el coche camino de un restaurante o yendo de patrulla, carraspearían mansamente y me lanzarían una idea para un guión, algo sobre polis quemados y hartos de todo y niñitas blancas desaparecidas, o a veces, incluso, sobre el tremendo poder de Jesucristo.
Pese a todo esto -o quizá debido a ello-, Cal me caía bien y lo respetaba. Era apuesto y bien proporcionado y podía lucir unas gafas de sol igual que Clint Eastwood luce el entrecejo fruncido. Hay gente que exuda clase, y Cal era de ésos. Como Lenny Kravitz o Bono, a los que podías escuchar impunemente en cualquier parte, en cualquier compañía. Una cualidad difícil de encontrar. Por mucho que pueda gustarte en secreto Kelly Clarkson, todavía subes las ventanillas cuando estás parado en un semáforo si ella canta por la radio del coche. No era éste el caso con Cal. Cal era Bono. A Cal no tenías que subirle las ventanillas.
Llamé a su oficina. Buzón de voz. Probé en el móvil. Respondió mientras estaba a medio pedir: «Y una doble-doble, sin cebolla». Y a renglón seguido, a pleno pulmón: «¡Unger!».
Colgué. Cal estaba en la hamburguesería de Westwood donde a veces quedábamos para almorzar.
Miré el reloj: las 10.32. Comenzaba temprano su ingesta de calorías. Seguramente había empezado turno a las siete, quizás escuchando a una divorciada de Bel Air que llamaba histérica para dar parte de que le habían robado el artefacto-cama de rayos uva. Tengo entendido que hay un buen mercado negro de semejantes trastos.
Bajé a toda pastilla por Roscomare hasta Westwood y encontré a Cal sentado a una de las mesas de vivos colores. A su espalda, una pared decorada con baldosas con motivos tropicales. Su socio, un poli joven a quien yo no conocía, estaba picando patatas fritas. No muy recomendables, las de esa hamburguesería.
La mirada de Cal basculó hacia mí sin delatar la menor expresión. Me presenté al chico -Sam Pellicano- y miré a Cal, que seguía sin inmutarse.
– Imagino que habrás oído hablar de mi caso -le dije-. Las cosas no son lo que parecen. En todo esto hay una historia paralela, y estoy tratando de llegar al fondo. Si pudieras ayudarme, te lo agradecería mucho.
Cal limpió el espacio de mesa que tenía delante, pese a que no había dejado allí ni una sola miga.
– Así es como fue la cosa -dijo-. Tú conoces al primo del capitán porque una vez le pusiste en contacto con un agente. El capitán a su vez te pone a ti en contacto con la oficina de Atención al Público. La llamada pilla a todo el mundo desprevenido: ¿quién se hace cargo de este tío? Nos cagamos en esta ciudad. Finalmente me dan por culo a mí porque al capitán le jode que su sobrina me vaya detrás. La oficina de Atención me aconseja que sea amable, que permita que te columpies conmigo de vez en cuando. Yo te dejo fingir que sabes alguna cosilla porque empleas la terminología forense adecuada y porque tienes un par de amiguetes polis que te rondan por tu dinero y tus noveluchas. Te llevo en el coche patrulla. Río tus chistes. Tú pagas la cuenta cuando almorzamos, me llevas a alguna que otra proyección. Tienes una casa en las colinas con una bonita terraza para fumarse un buen puro. Por eso te aguanto.
Cal se puso las gafas de sol preparándose para partir. Vi reflejada mi cara de estúpido en las lentes de espejo.
– Ahora eres un asesino -dijo-, y eso significa que ya no necesito fingir que me caes bien. Ni ayudarte.
Salió del banco y tuve que apartarme para que pudiera ponerse de pie.
Sam parecía impresionado, como si esto fuera la cosa más guay que hubiera presenciado a lo largo de sus quince añitos.
– Creo que los tipos como tú sois unos cerdos explotadores -continuó Cal-. Os inventáis células terroristas y asesinos en serie, os aprovecháis de los temores de la gente y gracias a los lectores vivís a cuerpo de rey. ¿No es suficiente con que tantas cosas vayan mal como para que encima vengas tú a ensalzarlas? Estuviste jugando a oscuras y no te gusta lo que has encontrado. Bien, nada de esto es asunto mío. Ya no.
– Muy bien -dije-. ¿Has acabado de hacerte el rey de la ética delante del chavalín?
– De momento.
– Entonces haremos ver que ambos nos hemos olvidado de la idea para un guión que me diste hace tiempo. Ya sabes, lo del inspector que hace demasiadas horas extra buscando pistas sobre el… ¿cómo se llamaba?, ah sí, el asesino del guante rojo… y que además se siente incomprendido por su mujer.
Cal me apartó para pasar, dándome un golpe en el hombro. Sam parecía desconcertado; no estaba seguro de si poner cara de tío duro o si correr detrás del monitor de boy scouts.
– Los de Robos y Homicidios están demasiado ocupados regodeándose en su propia superioridad para echar un nuevo vistazo a estos asesinatos -dije.
Cal giró en redondo, la boca torcida en un gesto de desprecio.
– ¿Kaden y Delveckio? No sabes cuánto me gustaría echar a ese par de pijos del grupo especial. Lástima que no disponga de un novelista loco para que me cuele.
Sarcasmos aparte, Cal había estado siguiendo el caso, como era más que previsible.
Saqué las hojas que llevaba en el bolsillo y se las pasé.
– Es todo lo que hay del caso hasta la fecha. Desde mi perspectiva, claro. Si fueras listo y ambicioso, te darías cuenta de que dispones de una oportunidad única para una investigación de campanillas.
– No soy ni una cosa ni otra.
Pero estaba mirando el fajo de papeles con demasiada avidez para alguien que acababa de zamparse una doble-doble.
– Cógelo de todos modos. Sólo son doce capítulos. Puedes leerlo mientras te das el baño de burbujas. Iré a molestarte dentro de poco con una cosa u otra, y más vale que hayas hecho los deberes. Así, cuando nos fumemos unos puros en mi terraza podrás parecer suficientemente tonto respecto a las conclusiones que has sacado.
Estiré el brazo con las páginas enrolladas, de manera que tocaran a Sam en el pecho, y Cal, confuso, las cogió. Me alejé de allí antes de que pudiera tirármelas a la cabeza.