Muy temprano por la mañana, me senté hecho polvo a mi bamboleante mesa de la cocina, comí unas almendras rancias y miré la correspondencia. No había conseguido pegar ojo y al final me había levantado para bajar, incapaz de quitarme de la cabeza la noche anterior, el recuerdo soñado o el intruso que no era tal. Lo que ambas cosas podían suponer continuaba acosándome.
Del montón de cartas sobresalía una factura del hospital, y al abrir el sobre me encontré con que me cobraban mil doscientos dólares del anestesista. La nota que había al pie informaba de que, como yo carecía de seguro, debería haber solicitado ser operado en un hospital del condado. En mi próximo lapso de amnesia psicótica me aseguraría de que me llevaran a urgencias de Wilshire y Crack Central. O bien -era una idea-convocaría un gabinete de (próxima) crisis antes de que se convirtiera en un desastre para mí y una fatalidad para otros.
Por la batería de ventanas que daba al norte, el cielo se veía enfurruñado y húmedo, y la polución sólo empeoraba las cosas. Gus, mi gorda y artrítica ardilla, pasaba renqueante por la terraza de atrás. Era un milagro que los coyotes no hubieran dado cuenta de ella todavía. Gus ladeó la cabeza, mirándome -creo yo- con cierta simpatía, y luego levantó sus patitas como en un lamento judío.
– Tú y yo juntos, colega -le dije.
Continué mirando el correo. De mi agencia, un puñado de pagos de derechos de autor sorprendentemente sustanciosos. Tres proposiciones de matrimonio, con foto incluida, entre ellas la de una muy atractiva ama de casa de Idaho. Extractos de cuentas del banco, folletos sobre temas de salud, propaganda de podadoras de árboles.
El retorno a las futilidades de la vida fue desgarrador. Mi realidad -migas en la mesa de la cocina, prospectos de refinanciación de hipoteca- no era como la había imaginado. ¿Qué esperaba, de hecho? ¿Yo con mi cicatriz escarlata huyendo a la Nueva Inglaterra colonial, proscrito y caído en desgracia, sobreviviendo a base de larvas y bayas?
Lo que quería era una cogorza poco romántica, una bruma líquida, un bálsamo de alcohol, una juerga de esas en las que despiertas en tu propio vómito al lado del McDonald's. No era nada nuevo para mí, la sublime complacencia en la autodestruccion. Cuando no tienes nada que perder, algo tienes que ganar. De ahí la dosis de «a la mierda el mundo». De ahí el modosito compañero de clase que te sorprende en tu décimo cumple con una flamante seguridad en sí mismo y quince piercings en sus pálidas facciones. De ahí las propuestas de matrimonio que yo y Charles Manson recibimos. Puesto que la perspectiva de casarme con la señorita Sue Ann Miller de Coeur d'Alene era, por el momento, desagradable, me pregunté qué podía hacer ahora.
Tenía una bonita alternativa a mano: meterme en la cama y morirme. O no.
Saqué el móvil del bolsillo y marqué. Mientras esperaba a que Lloyd Wagner contestara, recordé el gesto que me había hecho en el juicio antes de apuñalar el maniquí con mi cuchillo de deshuesar. Lloyd se había sentido incómodo, pero era su trabajo y tenía que hacerlo. Yo no se lo tuve en cuenta. Le había acompañado alguna vez al laboratorio forense, incluso a una o dos escenas de crimen. Habíamos comido o cenado juntos varias veces cuando me ayudaba a revisar varios puntos de una de mis novelas. Lloyd tenía la cara alargada, pelo rubio ondulado y una sonrisa de chiflado que raramente dejaba ver. Aficionado al cubalibre. Madrugador. Era un poco frío, como corresponde a todo perito criminalista, aunque yo siempre pensé que había buena química entre los dos. Y, lo más importante, Lloyd había metido en bolsas las manos y los pies de Genevieve, recogido huellas, analizado el ADN. Saltó el buzón de voz, de modo que probé llamarlo a su casa. Su mujer estaba enferma, un cáncer en fase casi terminal, si es que no había muerto ya.
Contestador automático. Qué anticuado.
Después de la señal dije:
– Hola, Lioyd. Soy Andrew Danner. Sé que probablemente te parecerá extraño que te llame, pero estoy en libertad, más o menos. Me pregunto cómo podría reconstruir la noche de… la noche en que fui a casa de Genevieve. Pensaba que nadie mejor que tú para decírmelo. Naturalmente, nunca hemos hablado de las pruebas, pero me gustaría conocer tu opinión. Creo… creo que alguien me colgó el mochuelo. A menos que yo esté todavía temporalmente loco, que también podría ser. Bueno, Lloyd, necesito tu consejo. Llámame, por favor.
Colgué y caminé en círculos por la cocina. Saqué del taco el cuchillo de deshuesar y lo examiné como si pudiera decirme algo nuevo. Después volví a marcar.
Oí tres tonos y luego una voz familiar:
– ¿Diga?
– Me gustaría verte -dije-. Sólo unos minutos, antes de que salgas para el trabajo. ¿Puede ser?
La pausa duró tanto que pensé que April había colgado. Al fin dijo:
– Pero sólo unos minutos.
Me di cuenta de que aún tenía el cuchillo en la mano, de modo que lo devolví a su sitio. Di las gracias a April y me dispuse a salir.
Atravesé las colinas de Encino. Las casas de la época Eisenhower situadas detrás de jardines con forma oval aparecieron una tras otra en el resplandor de mis faros antes de desvanecerse en la penumbra de la madrugada. Paré con el motor al ralentí frente a la casa de April y volví a telefonearla. Aparte de una luz atenuada tras los visillos de su habitación, la casa parecía muerta.
Cuando levantó el auricular, dije:
– Ya he llegado.
Se encendieron las luces, dejando constancia de su marcha a través de la casa hasta la puerta de delante, y luego la persiana de la entrada se movió.
– ¿Por qué no llamas al timbre? -preguntó por teléfono.
– No quería asustarte.
– Ya. Está bien, sube.
Al llegar al porche, la puerta rebotó contra la cadena de seguridad. April rio un tanto cohibida, soltó la cadena y me indicó que entrara. Nos sentamos uno enfrente del otro en sendos sofás blancos sacados de un anuncio de compresas.
Elogió la cicatriz de mi cabeza.
– ¿El Dilantin te ha producido picores?
– Los médicos se han portado bien. -Cambié de postura, incapaz de sentirme cómodo-. Quería darte las gracias por ir al juicio. Creo que eso contó mucho, y si no fue así te lo agradezco igual.
– De nada. Me alegro de que te absolvieran, y siento que tuvieras que pasar por todo eso.
Pese a su semblante impasible, estaba rígida. Llevaba una falda de lino subida hasta medio muslo y un top con tirantes anudados en la nuca, acentuando su garganta, que ahora estaba colorada por un rubor nervioso que se negaba a remitir. Se había sentado en el borde mismo del sofá, como dispuesta a huir en cualquier momento, y sus ojos se movían de un lado a otro, incómodos. Bueno, ¿por qué no? ¿Que iba a decir ella?
– Te echaba de menos -dije.
Bajó la vista a su regazo, y me sentí repentinamente vulnerable, consciente del tajo que tenía en la cabeza. ¿Le daba miedo estar a solas conmigo? ¿O me lo estaba imaginando?
Para April no había sido fácil. La prensa acampada en su jardín, helicópteros por la noche. La policía había arrasado su casa, vaciado papeleras por el suelo, incluso se habían presentado en su oficina con una orden judicial. April había esperado cinco días para ir a verme a la cárcel, cosa que me dejó claro por dónde iban a ir los tiros. Se había preocupado por mí, pero eso sólo la hizo sentirse peor. Me había recordado que sólo estábamos empezando a salir, nada más, que no estábamos comprometidos. Eran muchas cosas a superar por tres meses de relación sentimental.
Pensé en aquellas horas grisáceas, muy de mañana, cuando yo me movía en la cama y la encontraba allí a mi lado, cuando me acurrucaba contra su cuerpo y volvía a dormirme. Con qué facilidad olvidamos que necesitamos a la gente cuando todo va sobre ruedas. No había tocado a April desde antes del asesinato. Sólo la había visto a través de un cristal antibalas bajo la atenta mirada de un funcionario de prisiones, y ahora más allá de un trozo de moqueta blanca gastada. Sólo pensaba en el calor de su cuerpo mientras ella dormía, y en que ya no podía dar por sentado que volvería a disfrutar de eso. Bueno, tampoco entonces podía darlo por sentado, pero lo hacía.
Su inquietud era palpable, y el hecho de ser el culpable de ello fue un golpe muy duro.
Jugueteó con una punta de su blusa y entonces dijo:
– Mira, Drew, yo… -Le falló la voz.
– Tranquila. Comprendo que no quieras tener nada que ver con todo esto.
Consultó su reloj.
– ¿Sólo has venido para darme las gracias?
– Sí, ya… -No sabía qué hacer con mis manos y las inmovilicé sobre el regazo-. ¿Puedo pedirte algo? Sólo una cosa.
April no pudo evitar ponerse alerta.
– ¿Podrías repasar conmigo aquella noche?
– ¿Yo…? ¿Por qué?
– Porque eres la única que puede hacerlo. Estoy tratando de componer el rompecabezas de aquellas horas, pero sólo recuerdo el desayuno y un platillo roto…
– ¿De qué estás hablando, Drew? El juicio ha terminado. Estás en libertad. Deberías relacionarte, empezar a olvidar todo esto. O al menos dormir un poco. Si no te importa que te lo diga, tenías mejor aspecto en la cárcel.
– Confío en que algunas respuestas me ayudarán a dormir.
– O conducirán a nuevas preguntas.
– Cierto -dije-, pero al menos esta vez serán las preguntas correctas. -Esperé mientras ella miraba la pared a mi espalda-. Por favor, April, no volveré a molestarte más.
Inspiró hondo. Esperé a que soltara el suspiro, pero éste no llegó.
– Es como te dije en la cárcel -dijo al cabo-. Aquel día trabajaste. Yo llegué a eso de las seis. Fuimos a cenar a Fabrocini's.
– ¿Nos encontramos con algún conocido mío?
– No. Luego fuimos a tu casa. Hicimos el amor.
– ¿Dónde?
– En el sofá. Con la vista panorámica.
– ¿Telefoneó alguien?
Negó con la cabeza.
– Y luego tuviste otra de tus migrañas. Te quedaste acostado, con las luces apagadas, lo de costumbre. Yo me puse a leer con una de esas lamparitas con pinza para poder estar a tu lado. Pero no ocurrió nada diferente de otras veces. Te acostaste normal…
El final de la frase quedó en suspenso: «y despertaste convertido en un asesino».
Descruzó las piernas, las cruzó de nuevo, se cubrió la rodilla con las manos enlazadas.
– Desperté sola en tu cama a las cuatro de la madrugada, cuando apareció la policía.
April solía dormir como un tronco. Me figuré su confusión al ver vacío mi lado de la cama. Quizá me había llamado para ver si estaba en el baño. El segundo e insistente timbrazo en la puerta. De confusa a preocupada, de preocupada a asustada. Descalza por la moqueta mientras iba a oscuras hacia el pasillo. Las luces de la policía a través del cristal empañado de mi puerta entrando hasta el vestíbulo, bañando el techo de la primera planta en azul y rojo. Qué largo debió de resultarle el trayecto escaleras abajo.
– ¿No recuerdas una llamada telefónica, por la noche? ¿Y yo no hablé contigo después de que supuestamente escuchara el mensaje de Genevieve?
– No recuerdo nada.
– Me hago cargo -dije-. Gracias, April. Por todo.
La respuesta le salió a borbotones:
– Si hubieras sido más sincero conmigo respecto al tumor cerebral, podríamos haber evitado todo esto.
Traté de contestar, pero tenía la garganta seca.
– Estaba asustado.
– Vale. Estabas asustado y decidiste no contarme nada. Eso demuestra el tipo de relación que teníamos.
No podía transmitirle lo mucho que deseaba recuperarla, de modo que asentí lentamente con la cabeza. Ella se levantó, y yo capté la indirecta. Le di las gracias otra vez -tenía mucho que agradecerle- y, ya en la puerta, ella me dio un abrazo, estrechándome con fuerza. Después se volvió a toda prisa para que yo no le viese la cara.
– Cuídate mucho, Drew.
– Haré todo lo que pueda -dije.