Me retrepé en mi butaca y apoyé los pies encima del escritorio. Tenía la vista borrosa de tanto concentrarme en la transcripción del juicio, en indescifrables firmas de informes de pruebas, en fotos de un servidor aparecidas en los periódicos. Mi mente era un nervioso revoltijo de pensamientos inacabados. Pasaban sólo unos minutos de las cinco, pero el sol ya se había escondido tras la fila de palmeras que coronaban el cañón por el oeste. Aquellas frondas a contraluz, aun después de veinte años viviendo en Los Ángeles, no dejaban de admirarme.
Importadas como el resto de nosotros, las palmeras habían llegado a Los Ángeles de la mano de los misioneros españoles. Había leído que aquí se estaban muriendo: la última hornada se aproximaba ya al final de sus cien años de esperanza de vida. Los burócratas locales habían determinado que las copas más anchas combatían mejor las emisiones de los tubos de escape. Los casinos de Las Vegas habían disparado los precios más allá del alcance de las arcas municipales. Las ramas caídas molestaban a los yuppies, arañaban sus Mini Coopers. Las sierras de podar extendían unos hongos letales. Pero, a pesar de todo eso, las palmeras aguantaban. Con sus discretas raíces y sus troncos flexibles, las palmeras son auténticas supervivientes. No se vienen abajo si hay tormenta. Se inclinan con el viento. Se arrastran por terreno sombreado y luego emergen más al norte a pleno sol. Son luchadoras, tenaces, bellas… e inútiles, como la mayoría de cuanto sobrevive en esta ciudad. «Ojalá aguanten», pensé. Imaginar Los Ángeles sin palmeras es como imaginarse un león sin melena.
Llamé por quinta vez al laboratorio y, ¡milagro!, Lloyd cogió el teléfono. Después de saludarle, su voz se puso tensa.
– No puedes llamarme. Y menos aquí.
– He estado mirando unas cuantas cosas. Del caso Broach. Necesito que hablemos.
Una pausa me hizo ver que había despertado su curiosidad.
– No vengas aquí.
– ¿Después del trabajo, entonces?
– Janice no está muy fina.
– Siento que las cosas vayan mal.
Oí su respiración. Luego, en voz queda, dijo:
– Gracias.
– Ya imagino que no estás para nada, pero te agradecería mucho que me concedieras unos minutos. ¿Qué tal si me acerco a tu casa y llevo algo de cena?
Oí un murmullo de fondo. La voz de Lloyd cambió cuando me dijo:
– Vale, Frankie. Mañana me pongo con eso. Ahora estaba a punto de marcharme. -Y colgó.
Pasé por Henry's Tacos camino de la casa de Lloyd en North Hollywood y luego me detuve en una tienda de licores, donde compré una botella de Bacardi 8 -el preferido de Lloyd- y una de dos litros de Coca-Cola. Vivía en una calle sin salida que serpenteaba por detrás de un parque, en una vieja y enorme casa con anexos, intrincados pasillos y un portón para acceder a un camino particular de gravilla. Descorrí el oxidado pestillo y enfilé el camino sin iluminar. La casa no estaba orientada a la calle, lo cual le proporcionaba una buena vista del parque pero la hacía poco hospitalaria, pues ofrecía al visitante sólo la puerta de la cocina, en principio privada.
Lloyd estaba en el garaje independiente, pasada la casa, atareado con el material en la parte trasera de su furgoneta. Había estantes industriales del suelo hasta el techo, y un coche invernando bajo una lona negra. Lloyd se sobresaltó al oír mi saludo. La furgoneta, como de costumbre, estaba atiborrada de cachivaches varios. Escáneres para huellas dactilares. Podadoras para cortar costillas. Un día le había acompañado en el vehículo mientras él recogía por ahí diecisiete marcas distintas de aceite lubricante, tratando de identificar la mancha dejada por un coche en el lugar donde había estado parado al ralentí.
Lloyd estaba metiendo ampollas y frascos de pildoras en una mochila e hizo una pausa al ver que me acercaba.
– Está tomando más analgésicos de la cuenta -dijo, como si continuara una conversación previa.
La puerta trasera de la furgoneta, apoyada contra el coche durmiente, gimió cuando la cerró. Nos dirigimos a la casa. Había estado allí varias veces, para ir a buscarle o a dejar manuscritos, pero era la primera vez que entraba en la casa propiamente dicha. Estaba todo oscuro salvo unas pocas lámparas que iluminaban trozos de cocina y de salón. El fregadero rebosante de platos sucios, los limpios amontonados en la encimera como si nadie tuviera energía suficiente para guardarlos en los armarios. Un lío de mantas de ganchillo en el sofá, almohadas mezcladas con los cojines. Habían cocinado algo y el aire estaba húmedo. Sentada en un sillón, mirando un programa de entrevistas en español y bebiendo una taza de té, había una mujer oronda.
– Hola, señorito Wagner…
– ¿Cómo ha estado hoy?
– Bien. Hoy está bien.
Lloyd le pasó unos billetes y la mujer fue a enjuagar la taza al fregadero, saludó afectuosamente con la cabeza y salió anadeando por la puerta. No había ningún coche aparcado enfrente, y la parada de autobús más próxima quedaba a cinco manzanas.
Mirando alrededor entendí por qué Lloyd había pasado del primer mensaje que le dejé. Con todo lo que ya tenía, sólo le faltaba recibir la visita de un (quizá) psicópata asesino.
– Perdona todo este lío. Janice es hija única, sus padres fallecieron. No tenemos mucha ayuda. -Bajó la cabeza e hizo una pausa como para tomar aire-. Ponte cómodo. Enseguida vuelvo.
Giró hacia el pasillo, pero se detuvo unos instantes, tratando de cobrar arrestos. Al fondo del largo corredor oscuro se veía una franja de luz bajo una puerta. Lloyd se ajustó la correa de la mochila y caminó decididamente hacia allá.
Hice sitio en la mesa de la cocina y dejé las cosas que había comprado. Me cubrió una cascada de luz cuando la puerta se abrió al fondo del pasillo, y luego oí murmullos y un trasiego de material médico antes de que la puerta se cerrara. Cogí unos vasos de la encimera y llené el mío de agua. Al lado del jabón para vajillas había un tazón del que asomaba un cepillo de dientes. Junto a la puerta, una sandalia Birkenstock desparejada sobresalía de un montón de zapatos ostentando la mancha de un pie de mujer, una imagen sencilla que me resultó inquietante. Pensé en el segundo coche que había en el garaje. Probablemente, Lloyd aún no tenía valor para venderlo.
Al lado del sofá, en el suelo, había varias bandejas. Las llevé a la cocina, las limpié y sequé una para poner los tacos. Luego doblé las mantas del sofá, ordené las almohadas y cojines y preparé una copa para Lloyd. Había fotos de él y Janice por todas partes, en las paredes, la puerta de la nevera, las estanterías. Retratos de boda con un Lloyd todo orejas, cabellos rizados y postura incómoda, agarrado al brazo de Janice como si todavía no pudiera creer que la había conseguido. Janice sonriendo desde un AMC Gremlin verde lima, el pelo emplumado saliéndose del marco. La típica foto del decimoquinto aniversario, los brazos por el hombro del otro, delante de la torre Eiffel. Yo no había conocido a Janice, pero reparé con cierta tristeza en que la foto más reciente de Lloyd era de hacía al menos cinco años. Es decir, Janice estaba agonizando desde que yo conocía a Lloyd.
Apagué el televisor y me senté en la mecedora. Escuché los crujidos de la casa, imaginándome la vida de Lloyd, dividida (o rota) entre esta parte de la casa y el dormitorio. Probablemente venía aquí a respirar un poco mejor. Probablemente pasaba las noches yendo y viniendo de este sofá a la franja de luz bajo la puerta.
Mirando hacia el fondo del pasillo oscuro, caí en la cuenta de que me daba auténtico miedo el aspecto que el dormitorio pudiera tener.
Miedo a la muerte. Es lo que compartimos todos. Tratamos de ahuyentarla en vano, hacemos pequeños ensayos previos, como nadadores en aguas tenebrosas. El culturista obsesivo. El piloto acrobático de fin de semana. La fulana de billar. Bebemos demasiado. Postergamos visitas al quirófano. Disimulamos cuando vemos una pareja de viejos. En el fondo, todos tememos lo que hay detrás de esa puerta al final del pasillo. Es por eso por lo que yo escribo pequeñas y lóbregas novelas policíacas, para fingir que no temo a la muerte, que la azuzo con un palo. Y por eso la gente las lee en el metro y los aviones, pensando que se encaran a lo más profundo y tenebroso.
La costura que yo tenía en la cabeza, la costura en la preciosa piel de Genevieve, la costura también bajo esa puerta. Grietas y más grietas en aquello que creemos tener bien seguro. Jamás había sido tan consciente de la vulnerabilidad que me rodeaba, de todas las fisuras e imperfecciones. Están por doquier, sólo tienes que pararte a mirar.
El pasillo se iluminó brevemente y oí que Lloyd se acercaba. Le tendí el vaso. Dejó la mochila en el suelo, se hundió en el sofá, bebió un trago y soltó un suspiro.
– Gracias, Drew. Eres muy amable.
– Tacos y Bacardi. La vieja receta. ¿Cómo sigue Janice?
Desechó la pregunta con un gesto.
– Se ha reproducido. Ahora el otro pecho. A la tercera va la vencida.
– ¿Dónde la están tratando?
– En Cedars.
– Creo que tienen un estupendo equipo de oncología.
Mi comentario quedó flotando en el aire, en toda su vacuidad.
El resplandor de las lámparas impedía ver el bonito panorama por las ventanas de atrás. Lloyd apuró su copa y dijo:
– ¿Te sirvo una?
– Todavía voy de agua.
– Oh, claro. -Se llenó otra vez el vaso, desenvolvió un taco, dio un mordisco y lo dejó-. Siento mucho todo lo que has tenido que pasar, Drew, pero no estoy autorizado a hablar contigo. Eres un sospechoso.
– No estoy acusado de nada. Esas pruebas no tenían nada que ver conmigo…
– Ya lo sé.
– Mira, Kaden y Delveckio ya me han dicho muchas cosas. Sólo quiero conversar sobre lo que ya sé. Podemos empezar incluso con Genevieve. Tengo el resumen escrito del caso, el juicio terminó. No darás ningún mal paso por hablar de eso.
Hacia la mitad de su segundo cubalibre, Lloyd parpadeó y dijo:
– ¿No te acuerdas de todo? Me refiero al juicio.
– Está como borroso. Me gustaría oírlo otra vez de tu boca.
Hubo una pausa incómoda.
– Me lo pones difícil, Drew.
– ¿Pensabas que quería olvidarme de todo?
– Era improbable que un jurado te condenara, teniendo allí el tumor cerebral metido en un tarro a la vista de todos, pero las pruebas…
Sus largos dedos agarraron el vaso haciendo que su contenido se removiera. Se quedó mirando el combinado. Yo sabía de qué iba esa conversación silenciosa.
– Tu informe demostró que Genevieve no presentaba heridas defensivas -dije-, no había rastros de piel debajo de sus uñas.
– Katherine Harriman argumentó que eso era porque Genevieve te conocía.
– Pero, a diferencia de mí, Katherine Harriman no la conocía a ella. Genevieve no era fácil de sorprender, sobre todo si acababa de levantarse de la cama y se topaba con un intruso. Si hubiera visto el cuchillo, seguro que se habría lanzado a morder y arañar.
– Fue una cuchillada contundente. Lo más probable es que muriera al momento.
– ¿Había huellas en el cuchillo?
– Aparte de las de Genevieve y su hermana pequeña, sólo las tuyas.
– ¿Perfil del sospechoso?
– Lo de siempre, ya sabes. Varón, zurdo, ochenta kilos, un brillo diabólico en la mirada.
– ¿Zurdo según el ángulo de la herida?
Miró el reloj que yo llevaba en la muñeca derecha.
– Ajá. Un poco sesgado.
– ¿Varón?
– Por la potencia de la cuchillada.
– ¿Movieron el cuerpo?
– Sí. Varias veces. -Otra pausa incómoda-. Lo moviste tú. De entrada tuviste una crisis parcial compleja. No el típico ataque de epilepsia, sino más bien una interrupción de la conciencia con automatismos: relamerse los labios, hacer movimientos repetitivos con los dedos. Hay gente que incluso puede andar. Crisis parciales complejas se han utilizado como defensa en casos de hurto en tiendas, aunque es un poco forzado. Pero tú habrías podido manipular el cuerpo de Genevieve Bertrand… Hasta que tu ataque degeneró en crisis epiléptica generalizada.
– ¿En ese estado habría sido capaz de apuñalarla?
– Lo dudo. Estoy de acuerdo con Harriman en que eso te pasó después del asesinato, no antes. -Me miró y añadió-: Lo siento, Drew.
Me froté los ojos con el pulpejo de las manos y me retrepé en la butaca.
– La primera noche, recién salido de la cárcel, tuve un sueño. Yo iba en coche a su casa. Estaba frenético. Ella solía dejar una llave debajo de una maceta, en el porche. Resquebrajé el plato de la maceta al cogerla. Cuando desperté fui a su casa. -¿Debía contarle lo demás? ¿Podía? La casa de Lloyd estaba tan silenciosa que creí oír el débil suspiro del material hospitalario en la otra punta del pasillo-. El platillo estaba agrietado, pero no lo estaba la última vez que recuerdo haberlo visto. Creo que soñé un fragmento de memoria. Diría que estoy recomponiendo trozos de lo que acaeció aquella noche.
Frunció el entrecejo, asimilando la infomación.
– ¿A qué te refieres al decir que estabas frenético?
– Sudaba copiosamente y sentía pánico.
– ¿Recuerdas algún olor peculiar?
La piel de mi nuca se me heló de golpe. Me quedé sin voz, de modo que asentí con la cabeza.
– ¿Un olor acre, como a goma quemada? -Lloyd no tuvo que esperar mi respuesta; la leyó en mi cara-. Lo llaman aura olfativa. Suele producirse antes de un ataque.
Me sonaba haber oído algo al respecto, pero no había asociado esa información a mi sueño.
– ¿Puedo preguntarte otra cosa?
– La cuestión es: ¿puedo responderla?
– Quiero saber algo del Sevoflurane -dije.
Lloyd se puso las gafas, como si eso le ayudara a pensar mejor, y dijo con cautela:
– En concreto, ¿qué?
– Encontraste restos en la sangre de Kasey Broach.
– ¿Eso te lo dijeron Kaden y Delveckio?
No supe si Lloyd estaba asombrado o colérico.
– La noche del sueño, cuando desperté, estaba grogui y tenía la visión borrosa. También tenía un corte en el pie; creo que alguien pudo drogarme y sacarme sangre para hacerme aparecer como el principal sospechoso.
Lloyd se rio, una mezcla de carcajada y tos, sin humor.
– Mira, Drew…
– No, escucha, Lloyd. Hoy he estado investigando un poco sobre el Sevoflurane. Es la droga perfecta para eso. Fácil de inhalar, produce una rápida anestesia, y el olor no es acre. Desaparece rápidamente del torrente sanguíneo, por tanto es difícil de detectar. No tiene efectos secundarios importantes. Yo no habría sabido que me drogaban.
– ¿Lo supiste?
– Bueno, el asesino me llevaba ventaja, porque yo de entrada pensé que me había vuelto loco. Pero de eso se trata: el Sevoflurane también produce amnesia.
– Entonces piensas que…
– Pienso que el gas me devolvió al mismo descampado de espacio cerebral que el tumor. Me ayudó a recuperar parte de esa noche. -Mi voz sonaba fuerte y exaltada. Lloyd empezó a decir algo, pero le interrumpí-: He descubierto que el Sevoflurane tiene un «efecto duradero», pero creo que desperté antes de hora. Puede que viera al intruso en la calle, delante de mi casa, y eso significa que volví en mí antes de lo que él quería. Me pregunto por qué. Será que mi umbral de tolerancia es alto debido a mi vida disipada.
– De hecho, sería al revés. Si el hígado está dañado, eso te haría más sensible al Sevoflurane. Pero creo que estás haciendo demasiadas suposiciones, Drew. Tu pérdida de memoria, por ejemplo. Es imposible conocer la causa. ¿El tumor? ¿La operación? ¿La anestesia?
Lo medité unos instantes pero era imposible centrarse en algo concreto, había demasiadas cosas en movimiento.
– ¿Cómo se administra el Sevoflurane?
Lloyd se rebulló en el sofá y removió su combinado.
– Con mascarilla.
– Me lo figuraba. Quizá desperté antes porque no me lo administraron bien. Quizás el asesino llevaba una máscara de oxígeno cuando entró en casa y soltó el gas en mi habitación, cerca de mi cara, mientras yo dormía. -Chasqueé los dedos, inclinándome al frente-. Recuerda que en el cuarto de Kasey Broach había señales de lucha.
– ¿Eso también te lo contaron Kaden y Delveckio?
– Broach no se habría despertado cuando el asesino le puso la mascarilla en la cara, pero él debió de pensar que era lo bastante fuerte como para sujetarla hasta que el gas surtiera efecto. Ella era bastante menuda, ¿cuánto pesaba?
– Cuarenta y nueve kilos -dijo Lloyd en voz baja.
– Bien. Pero dudo que el asesino quisiera correr riesgos conmigo empleando directamente la mascarilla, de modo que liberó el gas en el aire mientras yo dormía.
– ¿Tienes alguna prueba en que basar esta teoría?
– Ninguna. Esto podría apuntar a alguien con conocimientos médicos. ¿Es difícil de conseguir el Sevoflurane?
– Está controlado, pero no como los opiáceos.
– ¿Puedes saber por el análisis de sangre cuánto tiempo estuvo Kasey Broach inconsciente?
– Es casi imposible de determinar.
– ¿Y cuándo exactamente entró mi ADN en su cuerpo, o en esa lona protectora?
– No hay modo de poner fecha al ADN. Sólo sabemos que estaba allí durante el análisis. -Lloyd extendió los dedos de las manos-. Espera un poco. Calma. No estás trabajando a partir de hechos…
– ¿De qué otra manera pudo penetrar mi ADN en el cuerpo de Kasey?
– Oficialmente no se te hizo la prueba del ADN. Esto no es un programa de televisión: necesitamos al menos cuarenta y ocho horas para esa prueba. Hicimos un análisis clásico. Tú eres AB negativo, lo cual te sitúa en menos de un uno por ciento de la población.
– ¿Y sólo por eso los comandos arrasaron mi casa?
Lloyd hurgó en su mochila, sacó un informe y me lo lanzó de mala gana.
– El folículo de pelo -dijo-. Comprobé la cutícula y la médula con una muestra tuya que teníamos.
– ¿Y éstas? -Señalé cuatro muestras más abajo-. No cuadran.
– Porque una es mía y dos son de Ted McGraw, que me ayudó a examinar el cuerpo. -Me miró y meneó la cabeza-. Una simple contaminación durante el procedimiento, ocurre muy a menudo. Ahora no saques conclusiones equivocadas.
– ¿Y el cuarto pelo?
– Sin identificar. No hay nada en las bases de datos. Lo conservamos, pero probablemente no es nada. La verdad, me sorprende que no encontráramos más pelos por ahí, por cómo soplaba el viento.
– Así que un pelo mío y otro de Mister Misterioso. Pero es mi casa la que tomaron por asalto.
– Entre tu pelo, el tipo de sangre y las similitudes con el cuerpo de Bertrand, Kaden y Delveckio vieron claro que tú eras el candidato. Ahora mismo, eres el único vínculo entre las víctimas. -La mirada de Lloyd era ecuánime, no me juzgaba ni me acusaba de nada-. El ADN llegará mañana. Yo no me haría muchas ilusiones de que eso pueda exonerarte.
– Podría ser alguien del cuerpo. Kaden y Delveckio me dijeron que el asesino colocó el cadáver igual que el de Genevieve. Podría ser que algún poli o inspector quisiera cargarme el asesinato de Genevieve.
Lloyd me miró como si me hubiera vuelto paranoico del todo, y así era.
– Vamos, Drew. Las fotos de la escena del crimen suelen acabar filtrándose. -Se inclinó para arrebatarme el informe de las manos-. No como los informes del criminalista. Además, el hecho de que hubiera un juicio hizo que muchos abogados y periodistas husmearan en los archivos del caso Bertrand. Los datos no estaban guardados como secretos de estado, ni mucho menos. Seguramente Kaden y Delveckio sólo pretendían ponerte nervioso.
Las fotos que yo había robado confirmaban la opinión de Lloyd. Y a Kaden le cabreó que le presionara para saber qué más habían sacado del cadáver.
Mi siguiente pregunta llevaba implícita la respuesta:
– ¿Y la otra prueba clave del caso?
– ¿La cuerda? Algodón cien por cien, una marca utilizada para bondage. Probablemente comprada en algún sex-shop.
– ¿Qué sentido tenía atarle los tobillos con una cuerda y las muñecas con cinta adhesiva?
– Así es más fácil trasladar un cuerpo, y también arrojarlo desde un vehículo. No hay brazos y piernas debatiéndose.
– No; quiero decir por qué dos tipos de atadura.
– ¿Alguna vez le has atado las muñecas a alguien con una cuerda?
– No. ¿Y tú?
Soltó una risotada. Ya no recordaba que Lloyd podía desmelenarse riendo.
– No, pero es difícil. Puedes soltarte antes las manos que los pies.
– Ya, y entonces, ¿por qué no empleó cinta aislante también en los tobillos?
– No lo sé, Drew, pero lo estamos investigando. Eso y más cosas. -Dejó el vaso y bostezó. Imaginé lo rendido que debía de estar, entre su largo horario laboral y las constantes atenciones a su esposa enferma. Me acompañó a la puerta-. Huelga decir que no puedes comentarle a nadie (y he dicho a nadie) que nos hemos visto hoy.
– Descuida. Y no te preocupes: tú no me has dicho nada que no supiera ya por otros canales. -Me sentí como un canalla. Este tipo me enviaba por fax un informe de dos páginas si yo le pedía que me confirmara detalles sobre una autopsia. Ahora dejaba de lado su trabajo y a su mujer agonizante para echarme una mano, y yo primero lo manipulaba y luego le mentía al respecto. No era la primera vez que mentía para conseguir alguna cosa, pero me prometí no volver a hacerlo con él. Nos estrechamos la mano y le dije-: Te agradezco mucho que me hayas dedicado este rato. Sé que vas a tope.
Asintió con la cabeza y permaneció en el umbral mientras me alejaba por el camino de grava. Lloyd no parecía ansioso por volver al interior de la casa, a aquel pasillo. Cuando llegué a la verja volví la cabeza y allí seguía, recortado contra la tenue luz de la cocina.
– ¡Déjalo correr, Drew! -me gritó-. Esto no es uno de tus libros.
Levanté una mano y salí a la calle.
¡Y un cuerno que no lo era!