Con la tranquilidad de llevar la 22 pegada a la espalda, bajé por Mulholland dejando un mensaje para Bill Kaden, el inspector Tres.
– Morton Frankel ha ido a recoger hoy su coche al taller -dije-. Le repararon una abolladura en el hueco de la rueda delantera derecha. Descubrió que le seguía y casi nos liamos a puñetazos, pero conseguí darle esquinazo. Luego averigüé que Kasey Broach no tomaba Xanax y encontré a un chico que dijo haber visto un Volvo marrón aparcado delante del apartamento de Broach la noche del asesinato. Vive en la casa situada más al oeste de las que dan al aparcamiento por la parte de atrás. Saluda a su padre de mi parte. Ah, también tengo el arma que ese mismo chaval encontró en el cubo de la basura al día siguiente del asesinato. La he hecho procesar a conciencia por un profesional. No hay huellas dactilares de adulto ni nada de nada, salvo una especie de saludo oculto en el sitio del número de serie: «Buen trabajo». Bueno, espero que todo esto sea suficiente para que Mort suba unos peldaños en vuestra larga lista de prioridades. Interrogadlo, arrancadle un pelo de su deteriorado cráneo y comparadlo con la muestra no identificada encontrada en el cuerpo de Kasey. Haced lo que sea, pero impedid que venga por aquí. Si es el hombre que buscamos, me huelo que recuerda cómo llegar a casa de la vez que vino a agujerearme el pie. Si se presenta, le pego un tiro. Y como tengo una pistola con el número de serie borrado, nadie podrá relacionarme con ello.
El pitido del auricular me cortó.
Bueno. Ahora ya se sabía. Si Delveckio estaba involucrado de alguna manera en el caso -de acuerdo, era muy improbable-, que yo mantuviera informado a su socio podía caldear el ambiente. Mi instinto me decía que Kaden no tenía nada que ver con estratagemas para incriminarme. Y mi instinto solía acertar al menos un treinta por ciento de las veces.
Un coyote bajó trotando por la cuesta, como salido de una novela negra. Rodeó una casa vecina y su pelaje grisáceo se fundió con la niebla.
No me extrañó recibir la llamada de Kaden un minuto y medio después.
– ¿Qué? -dijo.
Entré en mi camino particular, aparqué y le resumí los avatares del día. Al terminar mi relato hubo una pausa.
– ¿Cómo has conseguido que procesaran la pistola?
– Tengo mis contactos.
– Ya, mira, hasta ahora ha sido muy divertido y tal, pero hasta aquí podíamos llegar. Si sigues mezclándote en esta investigación…
– Me arrestarás por obstrucción a la justicia.
Una pausa.
– Exacto. Ed y yo iremos a verte mañana, nos llevaremos la pistola y tú te apartarás de este asunto o…
– Me meteréis en chirona.
– Danner, no es un farol.
– ¿Por qué no venís esta noche por la pistola?
Kaden tapó el auricular para hacer una consulta en voz baja y luego dijo:
– Estamos enfrente del piso de Morton Frankel.
Sentí una súbita agitación: había conseguido poner a las autoridades adecuadas (o como mínimo autoridades) en lo que esperaba fuese la buena pista. Si Delveckio y Frankel ya se conocían, ¿se daría cuenta Kaden? ¿Y qué haría entonces?
– ¿Está en casa? -pregunté.
– Sí. Nos lo llevaremos para interrogarlo.
– Hacedle cantar.
– Descuida. Pero antes vamos a vigilar su piso unas horas.
– ¿Para qué esperar?
– Así veremos si trama algo. Además, siempre se ablandan cuando los despiertas.
Recordé la irrupción del comando especial en mi casa a las cuatro de la madrugada y cómo me habían sacado de la cama sin contemplaciones.
– Dudo que Mort se ablande demasiado…
– Sea como sea, sabrá que lo tenemos en la mira.
– Bien, entonces dormiré tranquilo.
– Procura no asesinar a nadie en el interin.
Ahora que sabía que Frankel iba a estar vigilado unas horas, llamé a Caroline, me disculpé por la demora y la invité a venir a casa. Accedió con cierta indecisión, cosa que consideré un avance. Me habría gustado cocinar algo, pero mi visita al laboratorio me había robado mucho tiempo, de modo que bajé en coche hasta el Simon's Café. El propietario, muy pulcro, canoso y con un bigote negro, es todo lo que uno desearía en un chef. Marroquí procedente de Haifa, domina siete idiomas y hace un borek de tres quesos fundidos que, con su aderezo de limones en vinagre, te pone directamente en trance. La última vez que comí en Simon's fue con Genevieve, una cena de la que salimos aturdidos, ebrios de comida.
En Los Ángeles es costumbre que la gente se observe en los restaurantes. Mi entrada provocó que unas cuantas cabezas giraran hacia mí. Me acerqué a la barra, consciente de los susurros, y pagué mi pedido.
Verme de nuevo allí borró de un plumazo los diez meses transcurridos desde mi última visita. La separación de Genevieve, sin ser muy desagradable, había estado salpicada de tácitos resentimientos, y después de aquello apenas habíamos cruzado palabra. Se me ocurrió que probablemente ella había cambiado en mi ausencia, esa transformación acelerada que suele experimentar la gente tras una ruptura. La Genevieve que yo conocí podía no haber sido la que murió. Una vez, en un programa de televisión, oí decir a un psiquiatra que la gente, al hacerse mayor, se vuelve emocionalmente más sana o más enferma. Nadie es el mismo. Ateniéndonos a las reglas de este juego de salón psicológico, ¿qué ruta había seguido Genevieve?
Mientras salía con mis bolsas de comida para llevar, una mujer vino a mi encuentro. Su rostro, poblado de arrugas, parecía más ansioso que colérico.
– Usted no debería andar suelto.
Sonreí educadamente.
– ¿Cómo podría encontrar al asesino de Nicole Simpson si me encerraran?
Volví a casa, dejé las bolsas en la encimera de la cocina y fui encendiendo lámparas mientras llamaba a Xena.
Varios cojines yacían destripados por la moqueta y dentro de la chimenea.
¿Habían registrado mi casa? ¿Otra vez? ¿Para qué?
Un tramo de papel higiénico iba desde el lavabo hasta la sala de estar, ahora a oscuras. Saqué la pistola y encendí la luz. El propio sofá había sido objeto de vandalismo: el ante estaba hecho trizas. Seguí la senda de papel higiénico rodeando el sofá y me encontré a Xena, roncando tan tranquila y el extremo del papel de doble capa humedecido con la baba que le caía de la boca.
Bajé el arma y examiné los daños.
– Me alegro de que los dientes te sirvan para algo -dije.
Xena despertó al oír mi voz, se levantó y me dio un lametazo en la mano. Mientras yo maldecía e iba recogiendo trozos de tela arrancada, la perra me siguió con aire contrito.
Después de servir la cena en platos, llamé a Hope House y pregunté por Junior.
– Tendré que devolver a Xena -le dije.
– Los perros no se devuelven.
– Me ha destrozado media casa.
– Colega, eso es que está enfadada porque la dejas todo el día sola. Tienes que pensar en tus res-pon-sa-bi-li-da-des.
Me quedé de piedra.
– ¿Mis responsabilidades?
– Claro, tío. Deja que hable yo con ella. Verás cómo se arregla todo.
– Mañana a primera hora la dejo ahí.
– ¿Dónde? ¿Aquí? Yo no puedo quedármela.
– Pues la llevaremos a casa de tu primo.
– Ése no era mi primo.
– Pues claro que no. Iré por la mañana. Con la perra. La dejamos en alguna parte, donde sea, o me la llevo a la perrera. -Colgué y miré a Xena. Los churretes de saliva que le colgaban le daban un aspecto compungido-. Tranquila, es un farol. Yo nunca te llevaría a la perrera.
Mientras procedía a encender las velas de la mesa, sonó el teléfono.
– Oye, colega. -Era Junior-. Como querías saber cosas de la señorita Caroline, te voy a contar algo.
– ¿Algo sobre qué?
– Su cara. Se lo oí contar al agente de la condicional. Yo estaba en el pasillo, pero el tipo dejó la puerta abierta. La señorita Caroline trabajaba en una prisión, haciendo valoraciones y tal. Parece que estaba en la sala de los violadores cuando se armó un follón en otra ala. Los guardias fueron a echar una mano y cerraron automáticamente las puertas, pero se olvidaron de que ella estaba allí dentro con un montón de violadores. Y eso duró días, colega. Le pasaron un tren por encima, le pincharon la cara a base de bien. ¿Sabes qué es eso del tren?
Mi garganta se había secado, y al principio no me salió la voz.
– Sí, lo sé.
– La encontraron medio muerta, pero sobrevivió. Para que veas lo dura que es, la señorita Caroline. -Su tono cambió, volvía a ser el alegre adolescente-. Bueno, ¿te quedarás a Xena?
– Adiós, Junior.
Estaba junto a la mesa, con la cerilla quemándome los dedos. La sacudí para apagarla y me senté viendo cómo se disipaba el humo. Entonces sonó el timbre de la puerta.
Esperé un instante, me bajé las mangas de la camisa y fui a abrir.
Caroline estaba en el borde del porche contemplando el exterior de la casa. Llevaba unos vaqueros y una camisa negra con puños, una pashmina sobre los hombros del mismo color que sus ojos, como si el diseñador se hubiera inspirado en ellos.
Me miró y su sonrisa se desvaneció.
– Has averiguado lo que me pasó, ¿verdad? -dijo-. Noto compasión en tu mirada, o algo peor.
Dio media vuelta y echó a andar.
La alcancé en la acera cuando ya se disponía a cerrar la puerta de su coche.
– Hagamos un trato -dije.
Se quedó quieta, pero sin soltar el tirador y sin mirarme.
– Dejemos a un lado por una noche la incomodidad y el nerviosismo que hay entre los dos. Vamos a cenar, charlamos y vemos qué tal se nos da.
– Para ti es fácil.
– No me seas arrogante.
– Se te da bien hablar.
Cerró la puerta del coche. Golpeé la ventanilla con los nudillos.
– Si te marchas, te sentirás mal -dije-, aunque sea un sentirse mal al que ya estás acostumbrada.
– Me gusta esa manera de sentirme mal.
– Ya. O sea que no hay nada que hacer…
Pareció que se dejaba dominar por la ira.
– ¿Quieres jugar al príncipe encantador y rescatarme de mis trágicas circunstancias? Pues te diría «ponte a la cola», pero resulta que a los que estaban delante los he asustado. Y a ti te asustaré también, así que olvidémoslo. Nos ahorraremos tiempo.
– Eh -dije con tanta brusquedad que ella me miró-. Sé lo que es que la gente te tenga miedo, «sabes». Muy bien, márchate, pero no te engañes pensando que eres la única persona que atrae miradas desagradables en público.
Arrancó bruscamente, y tuve que retirar los pies para que no me arrollara.
Volví a casa. Xena ladeó la cabeza mirándome con gesto inquisitivo.
– A veces los adultos se pelean -le expliqué.
Apagué las velas y volví a tapar el vino. Estaba ya recogiendo los platos cuando sonó el timbre. Caroline tenía las manos enlazadas y toda su cara, salvo las cicatrices, estaba colorada.
– ¿Te importa si entro?
– Será un placer.
Pasó sin molestarse en echar una ojeada al interior y se sentó a la mesa. Yo lo hice en la silla de enfrente.
– Los hechos son siempre menos duros -dijo-. Más fáciles de aguantar.
– Si es que los encuentras.
– ¿Qué has descubierto sobre mí?
Se lo conté.
– Era un correccional -dijo-, no una prisión. Había una sala de entrevistas, y la puerta no se cerraba con llave. Eran tres hombres que marcaban el territorio, a los otros los mantenían al margen. Y no fueron varios días, sino dos horas y cuarenta y dos minutos. -Siguió mirándome fijamente, atenta a mi reacción. Hice lo que pude para no delatarme, pero creo que fracasé. Ella se inclinó al frente y pude notar su aliento ligeramente en mis mejillas-. Bueno -dijo-, al menos no me contagié de la sífilis.
La estudié detenidamente, pensando que le habría gustado verme correr por la sala haciendo aspavientos.
– ¿Una copa? -dije en cambio.
– No voy a hablar de ello contigo. Nada de detalles. Nada de pinceladas. No creas que nos pondremos a punto y me dará la catarsis. Prohibido, ¿vale?
– Vale.
– Tomaré esa copa.
Descorché de nuevo la botella, serví dos copas y le tendí una a ella.
– Por si eres más presuntuosa de lo que pareces, te diré que es un Sauvignon con toque de piedra y tierra y un final arrutado.
Metí la nariz en la copa e inspiré.
– Esto es una maravilla. -Miró en derredor, como si acabara de llegar-. Una vista espectacular.
– No se te permiten gentilezas. No te reconocería.
Me enseñó los dientes. Fui a buscar los platos a la cocina. Ambos tuvimos ciertas dificultades con los utensilios de diseño, y la comida se nos caía al plato antes de llegar a la boca. Al final, Caroline levantó un tenedor del MOMA con un solo diente en zigzag.
– No soy experta con estas cosas.
– Pero ¿a que es bello?
– Es un tenedor y ya está. Sólo existe para llevarse la comida a la boca.
– En nuestro caso, está claro que no. -Examiné mi tenedor-. Realmente son una mierda, ¿no?
Por fin sonrió, y con ganas.
– ¿Tienes algo más cómodo? ¿Tipo desplantador?
– ¿Palillos chinos? Miraré por ahí.
Cogí los tenedores y los tiré al compactador de basura. Encontré unos cubiertos de plástico que todavía estaban en su bolsita desde mi última comida rápida y reanudamos la cena.
– Esto está muy bueno -dijo-. ¿Qué es?
– Ensalada israelí. Vigila: acaba de lanzar una ofensiva contra el schnitzel vienes.
– Contraatacaré con el cuscús.
– Por ese camino acabarás con un Big Mac.
– ¿No vas a probar el vino?
Me vino algo a la memoria: el Mustang aparcado de lado entre los geranios enfrente de mi casa, la radio a tope, y yo de pie encima del capó humeante imitando a voz en grito a Jim Morrison en The End con una rubia que llevaba pasadores de pelo en forma de mariposa.
– Me llamo Andrew Danner y soy alcohólico -dije.
– ¿No se supone que debéis tener las botellas guardadas?
– Necesito echarle el ojo de vez en cuando para que no me pille por sorpresa.
– Como la ensalada israelí.
– Eso mismo.
– ¿Cómo llevas la sobriedad?
– No me deja beber, es un asco.
– ¿Qué clase de alcohólico eras?
– Uno de esos que nunca saben cuándo termina la fiesta, o que ha terminado ya. Mientras hubiera alcohol y los demás estuvieran bebiendo, yo seguía. Piloto automático. Estudiante juerguista peleado con la comida basura. Pero no era de los que ahogan sus penas en vino. Me encantaba el alcohol, nada más. -Pesqué un poco de cuscús con mi tenedor de plástico, que estaba demostrando ser muy eficaz-. Si te crees eso, te aseguro que a mi antiguo psiquiatra no le impresionarías.
– El último en dejar la fiesta -dijo-. ¿No te gustaba estar a solas contigo mismo?
– Y encima escritor. Para más ironía. -Moví mi copa y observé cómo el poso manchaba el cristal-. Imagino que, si la vida fuera más sencilla, no sería tan divertida.
– Claro que lo sería. ¿Tuviste una infancia feliz?
– ¿Estamos en plena sesión, doctora?
– Sí, pero me ha invitado a cenar, así que sólo le cobraré la mitad.
– Fui un niño de sustitución. Mis padres perdieron una hija un año antes de nacer yo.
– Se supone que eso es complicado.
– Mis viejos debieron de saltarse ese capítulo.
– ¿Y eso?
– Me mimaban demasiado. No toqué el suelo con los pies hasta los cinco años.
– Ibas pasando de unos brazos a otros.
– Exacto. ¿Y tú?
– Mi madre murió hace poco. -Bebió un sorbo-. Estábamos muy unidas. Mi padre es estupendo; vive en Vermont. Se volverá a casar en otoño.
– Dos infancias estables. Qué bien. Y henos aquí, cuarentones y solteros.
Aquel comentario hecho a la ligera la dejó cortada. (Aparte de demostrar que yo era un bocazas y un desconsiderado.) Me levanté para recoger los platos, rogándole que se quedara sentada. Vio cómo tiraba el contenido de mi copa por el fregadero.
– ¿Para qué compras vino caro si luego lo tiras?
– He dicho que era alcohólico, no que tuviera mal gusto.
Enjuagué los platos mientras Caroline seguía tomando vino y contemplaba la vista. Nos pusimos a hablar de trivialidades, cosa que, sorprendentemente, resultó muy agradable. Ella vivía en la zona de West Hollywood, en Crescent Heights. Odiaba los gatos e ir de compras. Cinturón marrón en judo, conseguido en sólo tres años. Yo ya había olvidado cuan reconfortante era tener compañía.
El resto de los cubiertos de diseño fue a parar también al compactador. Eso le hizo gracia.
– ¿Me pasas ese salvamanteles cursi? -pedí.
– ¿Es que tengo que hacerlo todo yo?
Sonriendo, dejó su copa en la mesa y me alcanzó el salvamanteles.
– ¿Por qué no vas a sentarte al sofá vandalizado? Enseguida estoy contigo.
– ¿La perra de Junior…? -Esperó a que yo asintiera-. ¿Dónde está?
– La he llevado arriba, a una cámara de descompresión.
Caroline fue hacia la otra habitación y yo le dije:
– Espera.
Se volvió. Había dejado la pashmina sobre el respaldo de la silla y su camisa negra se había abierto otro botón, dejando ver una piel tersa. Clavículas delicadas, cuello esbelto y atractivo. La iluminación tenue reducía sus cicatrices a marcas, pronunciadas desde luego, pero también ellas tenían algo de hermoso. Acentuaban la composición de sus rasgos como pintura de guerra, dándoles mayor definición, fuerza añadida, gracia añadida.
– Esta noche estás espectacular.
Trató de reprimir la sonrisa, un gesto de timidez que no creía posible en ella.
– Te lo dice un alcohólico con tumor cerebral y aquejado de locura temporal. Pero a mis ojos no les pasa nada.
Al darse la vuelta, noté que su perfil sonreía. Cuando hube terminado, fui al salón y la encontré examinando la librería con ejemplares de mis novelas.
Se volvió al notar que me acercaba.
– ¿Dónde está Cuerda de presos?
– Nivelando la mesa de la cocina.
– ¿Estás trabajando en algo nuevo?
– Constantemente. Ya no sé dónde termina mi vida y dónde empieza mi trabajo.
– ¿Estás viviendo una investigación?
– Una historia, más bien. Todos lo hacemos, pero esta etapa de mi vida parece tener una estructura clara y agradable.
– Quizá por eso te pasó.
– No creo en la planificación inteligente.
– Mentira.
Hizo un gesto hacia los lomos de los libros.
Tardé un poco en comprender lo que había querido decir.
– Creo en la narrativa, pero no en que haya una razón para todo y que los problemas se resuelvan solos.
«Díselo a Lloyd y a la foto de su boda colgada en el oscuro pasillo. Díselo a los Broach, inventariando los artículos de tocador de Kasey, sus pasadores blancos. Dímelo a mí, despertando en aquel maldito hospital con la sangre de Genevieve pegada a las uñas.»
Caroline estaba estudiando mi cara, de modo que continué:
– No niego la planificación, no, pero creo que cada cual ha de hacer la suya y que es un trabajo duro y sin valla de seguridad.
– Ya. ¿Y cuando te desvías del rumbo?
– Acabas con un montón de años desperdiciados o con una mierda de primer borrador. Ninguna de las dos cosas es especialmente trascendental.
– El sentido de la vida no está en su aleatoríedad, Drew, sino en cómo respondemos a ello. Pongamos que a tu mujer la atropella un autobús. Puedes pasarte el resto de tu vida lamentándote de este mundo injusto, o puede darte por montar un orfanato.
– O un hogar para los que quedan tetrapléjicos por culpa de la incompetencia de ciertos conductores.
– Si decides montar tu hogar para minusválidos y conductores con sentimiento de culpabilidad, entonces has dado sentido a un accidente que carecía de él. Le has dado su lugar en una historia. Sin hogar, no hay historia. Sin historia, no hay sentido.
– Sin sentido, no crecemos -dije.
– La gente no cambia mucho, al menos de adultos, pero todo esto quizá te dio un empujón. -Se pasó la lengua por los labios-. Yo me vi obligada a cambiar.
– ¿Para bien?
– No lo sé. Soy más lista, creo, pero quizá también estoy peor.
– Según tú, todo depende de lo que uno haga a partir de ahí.
– Exactamente. Pero ¿soy capaz?
– Esta mente inquieta quiere saberlo -la pinché.
– Pues, la verdad, no sé si soy capaz. -Estaba temblando, cruzada de brazos, y sus dedos jugueteaban nerviosamente con un hilo que se había soltado de su camisa. Pensé que quizá tenía frío, pero entonces dijo-: Te echaste atrás la primera vez que me viste, en el patio de Hope House. Te causé repugnancia. Es la única reacción pura que podías tener conmigo. Mi cara no puede suscitar ninguna otra reacción verdadera.
– No sentí repugnancia, sino sorpresa.
– Oh. Qué romántico.
La tomé suavemente por los hombros y ella se dejó. La atraje hacia mí. La cicatriz inferior partía sus labios en el borde, la carne era blanda y cálida. Me retiré y por un momento ella mantuvo los ojos cerrados, la cabeza ladeada, la boca entreabierta.
Abrió los ojos, verde pálido con motas de óxido.
– ¿Sorprendida? -pregunté.
– Sorprendida.
– ¿Repugnancia?
Negó con la cabeza, pero arrugó la frente.
– No puedo quedarme. Me gustaría, pero no puedo.
– Te acompaño al coche, ¿de acuerdo?
Mientras íbamos hacia allá, Caroline me cogió la mano con mucha timidez. Fue una tentativa, no duró ni tres pasos. El aire era húmedo y fragante, los jazmines con sus flores abiertas. Al llegar a su coche nos sentimos incómodos: hacia qué lado inclinar la cabeza para abrazarse, yo sin decidirme a besarla otra vez. Lo intenté, pero ella subió y cerró la puerta. Me aparté. Su rostro había adquirido un ceño de preocupación. Con la mano en la palanca del cambio, dijo:
– Hacía mucho que no pasaba una velada tan agradable.
Como si eso fuera algo tremendamente preocupante.
– Yo también.
– Ya nos veremos, Drew -dijo sonriendo. Y arrancó.
Como si hubiera estado esperando ese momento, el chico de los vecinos comenzó su serenata trompetera.
Entré silbando en casa, subí arriba e indulté a Xena de su encierro en el cuarto de baño. Allí no había cosas tapizadas que morder, pero se había empleado a fondo con la esterilla de la bañera, además de volcar el cuenco que le había dejado con agua.
Me siguió al despacho. Saqué la libreta que llevaba en el bolsillo de atrás y la dejé a la izquierda del teclado del ordenador. Y al lado la 22. Herramientas del oficio.
¡Cómo habían cambiado los tiempos!
Me dejé caer en la silla y encajé un Bic en mi oreja izquierda. Treinta y cinco kilos de dóberman-rottweiler ovillados a mis pies. La casa estaba en silencio, las ventanas eran rectángulos negros con alfilerazos de luz procedentes del Valle. Un avión pequeño ascendió guiñando su luz desde el aeropuerto Van Nuys y se perdió en la noche. Mis dedos buscaron la línea abultada de mi cicatriz quirúrgica y luego las letras del teclado.
En ese momento Kaden y Delveckio podían tener a Morton Frankel bajo el reflector del interrogatorio. Quizás empezaban a salir respuestas: qué le había hecho a Genevieve y a Kasey Broach.
A todos nosotros.
O quizá no estaba siendo tan fácil. Quizás el interrogatorio derivaba en más preguntas, más vaguedades, más callejones sin salida, más complicaciones. Quizá Morton Frankel era un buen tipo que casualmente tenía un Volvo abollado y le sentaba muy mal que la policía lo restregara como una fregona.
Miré la página en blanco. Allí estaba, esperando, igual que yo, que alguien pusiera un poco de orden en el caos.