Era tan tarde que ya era temprano, pero el cielo todavía no lo reconocía. Un Los Angeles Times adornaba mi umbral, el primero desde que había reanudado la suscripción tras salir de la cárcel. Manchado con la sangre de Lloyd Wagner, me agaché para cogerlo. Tal vez las cosas empezaban a volver por fin a la normalidad.
Sobre una foto de mí, pálido y contrariado, el titular -como de costumbre, ya caduco- rezaba: «Danner otra vez detenido».
Tal vez las cosas no estaban volviendo a la normalidad.
Entré en casa, y Xena se me lanzó encima a modo de saludo. Me quité la camisa ensangrentada y la arrojé a la basura, y luego fui a la sala de estar y me senté en mi venerable butaca de lectura. Las cabezas parlantes de la tele comentaban la muerte de Lloyd y, por supuesto, mi participación. Ah, pero no hablaban de que yo no había matado a Genevieve Bertrand, de que ella ya estaba muerta cuando la encontré. La prueba de ese importante detalle estaba encerrada en mi nada fiable lóbulo frontal, y por mucho que lo intentara Fox News no podría conectar con eso.
Pero yo sí podía. Ahora sí.
Entre destellos de flash que daban un efecto de luz estroboscópica, Cal explicó desde un estrado frente a la casa en North Hollywood cómo habían irrumpido allí y nos habían encontrado a Sissy Ballentine y a mí recobrando el sentido en aquella improvisada sala de atención médica. En segundo plano, dos sanitarios forzudos estaban sacando a Janice tumbada en una camilla, y el zoom nos permitió, a los espectadores, visionar cómo la subían a la ambulancia.
El primer plano de Janice fue muy apropiado, no en vano era la estrella involuntaria de la historia. Yo, a fin de cuentas, no había sido el protagonista, sino -al igual que Kasey Broach y Sissy Ballentine- un simple actor secundario. Morton Frankel, segundo cabeza de turco, había hecho su papel al igual que yo, éramos dos prescindibles figurantes que habían ocupado su puesto y recitado sus frases. Reaccioné a los preparativos de Lloyd con una prontitud y un entusiasmo difícilmente superables, llamándole a las pocas horas de salir de prisión, rascando la imaginaria costra de mi culpabilidad hasta hacerme sangre. Sin darme cuenta, libro tras libro, había dejado que Lloyd se implicara mucho más de lo que suponía un mero trabajo de asesoría científica. Algunos de los más diabólicos asesinatos de mis novelas no habrían sido ni de lejos tan ingeniosos de no ser por Lloyd. Y quizá su crimen no habría sido ni de lejos tan «perfecto» de no ser por mí. O no tan rocambolesco.
¿Ficción inverosímil? Desde luego. Ahora bien, no queremos inventar una historia predecible. Queremos contar esa historia que consigue llegar al tuétano, como un buen cuchillo curvo de deshuesar.
Jamás lo habría dicho, pero Lloyd había demostrado ser mejor autor de novela policíaca que yo.
Apagué la tele y di unas palmaditas al cabezón de Xena, disfrutando de unos minutos de bendito silencio.
Sonó el teléfono. No era mi móvil, sino el tono desbordante y glorioso de la línea fija. Aquel ruido devolvió la vida a mi casa.
Fui de dos zancadas hasta el inalámbrico de la pared del salón y contesté.
– ¿Se acabó el exhibirse por ahí? -dijo Caroline.
– Eso espero.
– ¿Estás bien? -Su tono denotaba preocupación.
Medité un momento la respuesta y luego dije, con toda sinceridad:
– Sí. Estoy bien.
– No contestabas al móvil -dijo ella. Sólo entonces caí en la cuenta de que lo había puesto sin sonido al ir a casa de Lloyd-. El fijo lo he encontrado en el formulario que rellenaste para hacer de Gran Hermano. Tengo algo para que te animes.
– ¿Sí? ¿Qué?
– Yo, sin ir más lejos.
– ¿Pasas a domicilio?
– Pues sí.
Y colgó. Xena apoyó descaradamente el hocico entre mis piernas. Celosa, seguro.
Fui al coche en busca de mi novela a medio escribir y el CD sin etiqueta que había escondido debajo de la esterilla de mi asiento.
Una vez arriba me senté a mi mesa, dejé las hojas al lado de la almohadilla del ratón e introduje el disco en el ordenador. Apareció iTunes y la pantalla preguntó si deseaba rescatar información sobre las canciones para identificar la música copiada de la biblioteca on-line.
Hice clic en «aceptar».
Mientras iTunes procedía a la búsqueda -un poste horizontal de barbería solicitaba paciencia-, me dispuse a llamar a Chic desde el teléfono de mi despacho. La línea pitó indicando mensajes.
Marqué el buzón de voz. «Buenas -dijo la voz artificial-. Tiene cuarenta y nueve mensajes guardados.»
Mis abogados y yo habíamos recibido copias digitales de todos los mensajes mientras preparábamos la defensa. Por lo visto, mis mensajes habían quedado guardados también en el sistema, desde que la policía me había dejado sin buzón de voz hasta el día en que la compañía decidió interrumpir mi servicio. Empecé a escuchar, borrando los primeros desde el 22 de septiembre y la mañana del día siguiente. Preston, dándome la paliza sobre fechas de entrega, una chaqueta olvidada y una antología en la que quería que yo colaborase. April preguntando a qué hora tenía que venir a cenar esa noche.
La voz artificial y fría dio las coordenadas: «Quinto mensaje. Enviado el 23 de septiembre, a la 1.08».
El maldito mensaje de Genevieve. Me retrepé en la silla.
La voz con suave acento susurró en mi oído: «Soy yo».
Noté una oleada de calor en la cara, y la cicatriz me escoció. Había escuchado el mensaje innumerables veces durante mi paso por la cárcel y durante el proceso. No era así como empezaba.
El ordenador completó la búsqueda, e iTunes confirmó lo que yo ya sabía: Madame Butterfly-Disco 3.
El primer corte empezó a sonar en mis minúsculos altavoces de sobremesa, acompañando el mensaje de Genevieve.
«Quería decirte que estoy serena. Ahora me encuentro bien. Me he enterado de que hay otra persona, y… me alegro por ti. -Una inspiración húmeda-. Siento el daño que te hice, el daño que he hecho a todo el mundo. -Cuan frágil la voz, cuan delicada la inflexión francesa-. Algún día esto quizá se convertirá en una de tus historias. Quizás entonces lo comprenderás.»
Desde mi ordenador, Madame Butterfly gritó: «Verrà, verrà, vedrai».
«Quizá podrás perdonarme por todo. Sólo te pido una cosa. Es mi última petición: no me juzgues. Ojalá puedas ponerte en mi piel. ¿No es eso lo que sueles hacer? Siente este dolor. Escribe algo al respecto para que otras personas no tengan que sentirse tan solas.»
«Salite a riposare, affranta siete… alsuo venire vi chiamerò.»
«Adiós, amor mío.»
El clic de colgar.
«Tu se con Dio ed io col mio dolor…»
Devolví el teléfono a su sitio. El verdadero mensaje de Genevieve, tan distinto de la versión modificada oída en el juicio hasta la náusea. Como Preston no deja de recordarme siempre que puede, todo está en la corrección. Lentamente, cogí las hojas del manuscrito y busqué lo que necesitaba:
Aparte de los inspectores, Lloyd Wagner conocería el caso de Genevieve mejor que nadie puesto que se había ocupado de todo, desde recuperar los mensajes en mi buzón de voz hasta ver si el cuchillo encajaba con la herida.
El mensaje original habría servido para exonerarme y la fiscal habría retirado los cargos. Si nadie creía que yo hubiera matado a Genevieve, Lloyd se habría quedado sin su chivo expiatorio ideal: alguien a quien todos -la policía, la prensa, el jurado- creerían culpable de asesinato, alguien a quien los inspectores inculparían rápidamente, alguien que ya empezaba a creer que estaba perdiendo la razón. Lloyd sabía que no podía borrar datos telefónicos y de identificación de llamada, pero sí podía reorganizar digitalmente el buzón de voz, haciéndolo tan ambiguo como el resto del caso, antes de entregarlo en la etapa de presentación de pruebas. Él mismo me había dicho que, teniendo en cuenta el tumor, no me veía recibiendo un veredicto de culpabilidad. Yo quedaría en libertad pero estaría tocado, susceptible de convertirme en cabeza de turco. Una investigación perfecta donde nadie hurgaría para encontrar las señales bajo la piel. Era peligroso, desde luego, pero, teniendo en cuenta que la vida de su mujer pendía de un hilo, Lloyd había demostrado estar dispuesto a correr toda clase de riesgos.
Volví a poner el mensaje de Genevieve imaginándome el impacto que debió de causarme la noche del 23 de septiembre. Era una advertencia de suicidio, no una reprimenda teñida de ira.
¿Qué había dicho el médico?
El lóbulo temporal está complejamente ligado a respuestas emocionales y a la excitación sexual, hay pruebas claras de que, una vez que un paciente ha alcanzado semejante estado de fragilidad, el colapso mental definitivo puede venir por un hecho emocionalmente intenso.
Emocionalmente intenso. Un mensaje de una ex anunciando su intención de quitarse la vida entraba en esa categoría.
La buena de April era de las que duermen a pierna suelta. A diferencia de mí, no la habría despertado el sonido del teléfono. En la oscuridad de aquella noche, yo había ido hasta mi despacho, me había sentado y había puesto el mensaje. Del susto, al levantarme había volcado mi silla de trabajo.
Y luego, alterado y frenético, había salido en estampida y al llegar a casa de Genevieve me la había encontrado, con el dramatismo característico en ella, ataviada en su mejor versión de una geisha, doblada sobre el cuchillo que ella misma se había clavado en el abdomen, mientras los altavoces retumbaban con un aria de muerte operística. Sus huellas dactilares habían aparecido en el mango, lógicamente: el cuchillo era suyo, suya la casa. Las mías, dejadas al sacarle el cuchillo, habían hecho enarcar numerosas cejas.
Genevieve era diestra, pero al herirse ella misma había inducido a pensar que el agresor era zurdo. Y al caer de rodillas hacia delante, el extremo del cuchillo había impactado en el suelo, hundiendo la hoja de forma que la puñalada pareció asestada por un hombre de unos ochenta kilos.
Bastante fácil de desentrañar, en realidad, si yo no lo hubiera jodido todo presentándome allí.
Como muestra de gratitud por las revelaciones que las últimas horas me habían proporcionado, saqué un Burdeos cosecha del 82 que guardaba desde hacía años y lo vacié por el fregadero. Cuando hube terminado, dejé que Xena lamiera el cuello de la botella. Era una pena no aprovecharlo.
Me senté en la terraza de atrás, apoyé los pies en la barandilla y contemplé las luces de la ciudad. Tantas personas, tantas historias…
Xena se persiguió su propia y breve cola y acabó acurrucada entre las quebradizas hojas.
Yo había empezado inocente y deseoso de limpiar mi conciencia. Había descubierto que no era un homicida y había dejado malherido a un asesino.
Podía vivir con eso; como alguien me había dicho una vez, nadie suele disponer de la alternativa a eso. Qué tremenda obra es el hombre, etcétera, etcétera.
Sonó el timbre de la puerta, y el campanilleo hizo que Xena alzara su cuadrada cabeza de entre las patas unidas.
Me levanté y fui dentro.