La vida de una intachable miembro de la prominente comunidad francesa de la ciudad, segada por un autor de novela negra en alza que empezaba a ir a la baja. Seis meses después de que ella le hubiera dado calabazas, el novelista había irrumpido en su casa a la una y media de la madrugada, se había metido en la cocina y cogido un cuchillo de deshuesar, idéntico al del juego de cuchillos que ella le había regalado. Luego entró sigilosamente en el dormitorio donde ya no era bien recibido y la apuñaló. Lo habían descubierto con las manos -literalmente- en la masa y rojas de sangre. Cuando llegó la policía, ella ya estaba muerta y él en pleno ataque epiléptico. Se lo habían llevado al hospital, donde los médicos habían descubierto el tumor cerebral y practicado una resección de urgencia. Al despertar la mañana siguiente, el tumor estaba extirpado y con él -afirmaba el novelista- el recuerdo de todo lo ocurrido a partir del desayuno del día anterior. Amnesia de conveniencia, ese viejo recurso de novela barata; la clase de defensa que sólo podía funcionar en un sitio como Los Ángeles.
Así lo explicó el Enquirer. Y así lo hicieron el L. A. Times, Fox News e incluso Vanity Fair. Una historia llena de errores, tanto de detalle como de matiz, pero ellos la cuentan con fervor sensacionalista.
Yo sólo puedo contarla a mi manera.
Pasé la primera noche de mi reclusión vomitando en el lavabo de acero inoxidable hasta que el estómago me quedó tan raído como el estrecho colchón en su base atornillada al suelo. Después de casi cuarenta y ocho horas en el USC Medical, había ido a parar a una celda de aislamiento en la séptima planta del penal de Twin Towers. Era una celda estrecha, toda metálica, con un conducto de ventilación cuadrado por el que pasaba el impoluto aire del centro de Los Ángeles. Yo echaba de menos mi cama, los cromos de cajetillas de tabaco con personajes shakespearianos enmarcados en la pared junto al armario. Echaba de menos a mis padres. Había pasado muchas noches en blanco antes de entonces, por no hablar de las inquietas madrugadas durante el deterioro final de ambos, mi madre tras una serie de derrames cerebrales cuando tenía sesenta y pocos años, mi padre un año y medio después y de manera no tan cruel, por un aneurisma. Pero absolutamente nada de lo que yo había vivido podía compararse con la negrura total de aquella noche.
Noche tras día los guardianes hacían pasar presos por lo que yo suponía un callejón estrecho, y resonando en la cámara de grises paredes me llegaba el tintineo de grilletes y voces incorpóreas, fuertes y cascadas, blancas y negras, la mayoría quejándose. Y cantando canciones de reclusos:
«¡Yo no fui!»
«Algún hijoputa me cargó el mochuelo.»
«Soy inocente. Yo no estaba haciendo nada malo cuando…»
Y arriba, en aquella fría caja, lejos de las palancas del poder, me pareció sensato no sumar mi voz al coro presidiario. Pero yo sabía que no era culpable. Sabía que no pude haber asesinado a Genevieve, pese a que cada vez me daba más miedo pensar que sí.
Chic, cómo no, fue el primero en acudir a verme tan pronto ello fue posible.
Por un pasillo apenas iluminado que olía a amoníaco me llevaron hasta una sala de interrogatorios utilizada para presos apartados de la población carcelaria para su propia protección. Una baqueteada silla de madera, escudo de plexiglás, obscenidades garrapateadas a uña en la mesa metálica: otra vez en el instituto.
El guardián pronunció incorrectamente su nombre, como el elogio francés de un peinado, aunque Chic no tiene nada de eso. Vestía igual que siempre, como si hubiera ido de compras por primera vez sin su madre. Pantalón corto hasta más abajo de las rodillas. Camisa extragrande de seda verde aceituna, abotonada sobre su tremendo tórax. Un collar hip hop hacía juego con el pedazo de oro que lucía en el dedo anular izquierdo.
Movió su corpachón tratando de acomodarse en una silla que no estaba diseñada para atletas profesionales. Verle hizo aflorar las lágrimas a mis ojos por las muchas maneras en que mi vida había cambiado desde la última vez que nos habíamos visto. ¿Hacía una semana? ¿Ocho días?
Chic puso la palma de una mano sorprendentemente blanca encima del plexiglás. Yo hice lo propio: me pareció surrealista parodiar un gesto que sólo conocía por las películas.
– ¿Qué necesitas? -me preguntó.
Por falta de uso, mi voz sonó tan áspera como las que se encaramaban por las paredes:
– Yo no la maté.
Hizo un gesto para tranquilizarme (la mano extendida, la cabeza ladeada y un poco inclinada hacia abajo).
– No llores, Drew-Drew -dijo en voz queda-. Aquí no. No les des ese gusto.
Me enjugué los ojos con la punta de mi camisa carcelaria.
– Ya lo sé. Descuida.
Pareció como si Chic quisiera romper de un mamporro el cristal y liarse a tortas con los matones para asegurarse de que me trataran bien.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Estar ahí donde estás.
Torció un poco el gesto, indicando, supuse yo, que se refería a alguna tarea concreta. Nacido en Filadelfia, Chic es muy Costa Este y le gusta hacer gala de su lealtad a ella. Más tarde me enteré de que había estado esperando abajo cuatro horas y media para entrar a verme.
Sus poderosas manos se tensaron.
– Esto es como uno de tus libros. Sólo que peor.
– Me lo tomo como un cumplido.
Yo me estaba tocando otra vez la cabeza, paseando los dedos por el rosario de cicatrices de la sutura. Noté que Chic me miraba y bajé la mano.
– ¿Cómo lo llevas? -preguntó con preocupación.
Miré el techo hasta que mi visión se volvió menos acuosa.
– Estoy cagado de miedo.
Una oleada de pánico me atenazó la garganta, recordándome por qué es preferible no enfrentar el miedo de frente.
Chic parecía estar meditando sus próximas palabras.
– Yo he estado en la cárcel, pero no se parecía a esto. Tu sombra debe de tener miedo de su sombra.
Me froté los párpados hasta que los latidos de mi corazón dejaron de sonar como un redoble de tambor en el cadalso.
– Ocúpate de que April esté bien -dije-. No ha venido a verme. Ni al hospital ni aquí.
– No llevabais tanto tiempo juntos…
– Supongo que son demasiadas cosas a la vez.
Chic levantó las cejas como si dijera: «¿En serio?».
No podía hablar de April y mantener al mismo tiempo la compostura, de modo que pregunté:
– ¿Qué noticias hay del frente?
– La mierda de siempre. CourtTV, segmentos de tres minutos en Five, segmentos de cinco minutos en Three. Los periodistas encantados de sí mismos porque se acuerdan de decir «presuntamente».
Yo sabía que la versión de la fiscalía había infectado la postura de la prensa, y viceversa. La víctima era fotogénica; la opinión pública se había enganchado a ella por gusto y a mí porque le convenía. La historia había cobrado vida propia, y el papel más feo me lo habían adjudicado a mí.
Chic me miró inquisitivamente.
– ¿Puedes dormir al menos un poco?
– Claro.
Pero lo cierto era que no. La noche anterior había estado en vela como Lady Macbeth, mirándome las manos, desconcertado por su historia secreta. Todavía tenía un pequeño rastro de sangre seca bajo la uña del pulgar derecho, y la estuve escarbando hasta que la frustración degeneró en algo parecido al horror y acabé arrancándome la punta de la uña con los dientes. Después soñé con Genevieve, la blancura de su piel parisina, sus acogedoras y bien acolchadas caderas, ella arrellanada en mi tumbona rebañando un aguacate, coronando cada trocito con la mayonesa que se había derramado en el vientre. Me miraba y sonreía indulgente, y desperté con la escueta almohada de mi catre empapada de sudor. La sábana de tergal era fina, y supe que debía de tener un aspecto patético tumbado allí a oscuras, temblando y aterrorizado por algo a lo que no conseguía poner nombre.
– ¿Darás el pésame de mi parte a la familia de Genevieve? -dije con voz queda-. Diles que yo no lo hice.
– Con todos mis respetos, creo que ahora mismo preferirán no saber gran cosa de ti. -Levantó la mano cuando fui a protestar-. ¿Qué tal son esos abogados que te buscó tu superentusiasta editor?
– Parecen saber lo que hacen.
– Ojalá sea así.
Sacó un documento grapado y lo metió en la caja para pasármelo. El guardián se acercó presuroso.
– A ver, señor, déjeme echarle un vistazo.
Chic esperó con impaciencia mientras el funcionario examinaba someramente el documento en busca del soplete escondido entre sus páginas. Justificó su actuación quitando la grapa de la esquina.
Adiós plan B. No podré fugarme volando en una grapa mágica.
Recuperado el documento, Chic me lo pasó. Era un poder notarial que otorgaba a Chic Bales amplios poderes sobre mis asuntos financieros y legales.
– Amplios poderes -leí-, ¿incluyen visión de rayos X o sólo poderes paranormales clásicos?
Chic sonrió a medias, pero percibí preocupación en las arrugas que subrayaban sus ojos.
– El bufete pide un anticipo de dos mil quinientos. Tendrás que hacer una segunda hipoteca de la casa.
– Una tercera, Chic. -Sólo de pensar en mi situación económica, las sienes empezaron a latirme.
Hubo ciertas complicaciones burocráticas hasta que el guardián sacó un sello de notario, imprescindible para validar cualquier poder notarial. Otro detalle de la cruda realidad soslayado en las páginas de mis (tan poco realistas, ¡ahora me daba cuenta!) novelas.
Firmé y le devolví el documento a Chic, quien rápidamente reparó en la nota que yo había incluido.
– ¿Qué es esto?
– Para Adeline.
– ¿La hermana de Genevieve? ¿En serio crees que quiere saber algo de ti?
Desdobló el papel sin preguntar y leyó el mensaje escrito con mi letra de adolescente: «Yo no maté a tu hermana. Dime si hay algo que pueda hacer. Siento mucho que tengas que pasar por esto». Volvió a doblarla y se la metió en un bolsillo. Su mirada lo decía todo.
– ¿Porque me acusan de un crimen ya no puedo tener reacciones humanas? -dije.
– Claro que puedes, pero nadie te va a creer. Si eres sincero ahora, te machacarán. Todo el mundo va a pensar que quieres influir en el jurado. Piensa que esto es un juego. Cuanto antes lo comprendas, mejor.
– ¿Y qué puedo hacer?
– Aparentar que eres inocente.
– ¡Es que lo soy!
– Aparéntalo.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos. El guardián vino hacia nosotros.
– Se acabó el tiempo.
Chic no pestañeó siquiera para mirar el reflejo del guardián en el cristal.
– Acabo de llegar.
– Salga usted por la derecha, ¿vale?
Chic chasqueó la lengua y torció la boca.
– Vale, hombre, vale. -Y a mí-: Aguanta como puedas. Cuenta conmigo para todo lo que sea preciso.
Retiró la silla y sus pisadas se alejaron resonando entre las frías paredes de hormigón.
A la mañana siguiente fui requerido por mis abogados y hube de bajar otra vez al salón Plexiglás y su apestoso ambiente amoniacal. Me esperaban allí sentados, sus perfiles blanqueados por la fuerte luz matinal, uno inclinado con los codos sobre las rodillas y ceñudo, concentrado en las decisiones a tomar; el otro repantigado en su silla, con un pulgar afianzado en la mejilla correspondiente, el índice montado sobre el labio superior. Ambos tenían la cabeza gacha, como si estuvieran rezando. Antes de que sus facciones se concretaran, tuve la sensación de estar entrando en la famosa foto de JFK y su hermano Bobby tomada cuando los barcos de Jrushchov navegaban rumbo a Cuba.
Entendía que estuvieran preocupados. Como cliente había demostrado ser muy poco maleable. Pese a sus consejos, había escogido no renunciar a mi derecho a un juicio rápido. Me habían denegado la fianza, seguramente una medida para cubrirse las espaldas por parte del salomónico juez que nos había tocado, acojonado ante la creciente repercusión mediática del caso. La perspectiva de pasarme, quizás, años encerrado en espera de juicio fue lo bastante aterradora como para comprometer mi opinión al respecto. Mis abogados y yo habíamos discutido también por otra cuestión. Yo tenía dos opciones: declararme culpable o inocente. El tema de la enajenación mental transitoria se plantearía en una segunda etapa sólo si me declaraban culpable.
Donnie Smith, el pelo aplanado tras la ducha posgimnasio, empezó por donde habíamos terminado la vez anterior.
– Alegar inocencia le granjeará la animadversión del juez, de la opinión pública, de la prensa y el tribunal. Y es todo ese conjunto el que decide su destino. No sólo las doce personas del jurado. Tiene que declararse culpable para así ganar credibilidad en la cuestión de sus problemas mentales. Dado el revuelo de los medios, Harriman se encargará del caso, y le aseguro que esa mujer nos hará papilla en la primera etapa, y usted quedará manchado. Es preciso llegar cuanto antes al tema mental, sin borrones en el expediente y sin hacerle pasar por un juicio que difícilmente podría ganar.
El corazón quería salírseme de la camisa.
– Pero yo no la maté, coño. Y no hay nadie que me crea.
No era la primera vez que tenían que aguantar tales palabras. Pero se mostraron impasibles, con una paciencia rayana en la impaciencia.
– Entonces su postura es que no recuerda que usted no la mató -dijo Donnie hablando muy despacio, como a un niño tarado.
Guardé silencio; también a mí me sonaba estúpido. Como siempre, cada minuto con ellos me afirmaba en mi temor de que yo no tenía nada que alegar, y de que, si no quería morir en prisión, tendría que confesar algo de lo que no me acordaba.
Mi frustración afloró a la superficie.
– ¿Alguien está intentando averiguar quién lo hizo, o todos están demasiado ocupados jugando a juicios, como nosotros?
Donnie y Terry se miraron incómodos.
– ¿Qué pasa? -dije-. ¿A qué viene esa cara?
– La policía de Los Ángeles nos ha comunicado un dato preocupante. Han descubierto que Genevieve lo llamó a usted la noche del asesinato, a la una y ocho, unos veinte minutos antes de su muerte.
– Eso ya me lo habían dicho.
Donnie sacó de su maletín un sobre de pruebas con el sello de la policía. Contenía un CD.
– Y le dejó un mensaje.
– ¿Es malo? -pregunté. No hubo respuesta. Nervioso, me puse de pie, caminé en círculo y volví a sentarme-. Por eso cambiaron el acceso a mi buzón de voz.
Donnie introdujo el CD en su portátil y pulsó unas teclas.
La voz familiar de aquella persona ahora muerta me sonó evocadora e inquietante: «Quería decirte que hay otra persona. Espero que te duela. Confío en que sientas este dolor. Confío en que te sientas muy solo. Adiós».
Tardé unos momentos en recuperarme de oír a Genevieve; me quedé allí sentado notando el pulso acelerado en los oídos, mientras mis abogados me miraban con serena preocupación. Su voz, el acento, aquellas sutilezas de pronunciación. Pero me turbaba también la intrusión en mi vida privada: los polis habían oído las últimas palabras de Genevieve antes que yo. El mensaje -como el resto de mi vida, paralizada por el procesamiento y accesible para mí sólo indirectamente- clavó el último remache en el ataúd de mis derechos y mi privacidad.
Por supuesto, no recordaba haber oído el mensaje de Genevieve aquella noche. La amargura de su tono no cuadraba con la idea que yo conservaba de cómo habíamos dejado las cosas entre nosotros, pero Genevieve tenía períodos depresivos, de modo que tampoco me sorprendió. De ninguna manera pude imaginar que el mensaje me impulsaría a hacerle daño. Eso sí, pensé casi con pánico, a un jurado influido por las fotos de Genevieve en la escena del crimen, el mensaje le vendría como anillo al dedo.
– Esto refuerza todavía más el móvil -dijo Donnie con tono ecuánime-. Necesitamos una versión sencilla para venderle al jurado. La única salida es alegar enajenación mental transitoria. Una respuesta limpia, patente, refrendada por los hechos. «La culpa fue del tumor.»
Le devolví la mirada. Él insistió.
– Si exponemos los hechos, usted saldrá de aquí. De lo demás ya tendrá tiempo de preocuparse tumbado en su propia cama. -Se quedó mirándome como si viera en mi expresión algo que no le gustaba-. No estamos jugando bien, visto lo que tenemos en contra…
La idea de pasarlo mal me hizo encogerme como un feto, los hombros encorvados, los zapatos alzándose unos centímetros del suelo antes de que frenara el ascenso de mis rodillas hacia el pecho. En el cine, pase lo que pase, la cárcel es siempre igual. Entras allí asustado, te llaman pipiolo y apuestan cigarrillos a ver cuánto tardarás en echarte a llorar. Te toca en la celda de Bubba, y el tipo te domestica y empiezas a endurecerte por dentro y haces trueque por chocolatinas y tienes que pinchar a un tipo del economato o sus colegas te violarán colectivamente, y después, por si las moscas, acaban violándote colectivamente.
– Usted escribe novelas policíacas -dijo serenamente Terry-. Permita que lo ayudemos a averiguar qué lectura hará de esto el jurado. Vamos a repasarlo todo otra vez.
Y eso hicieron, desde el mismísimo y sórdido principio. Yo permenecí en mi sillita dura, con la boca seca y aturdido por el -como dicen en la tele- predominio de las pruebas. Yo ya conocía los elementos, es lógico, pero oírlos conjuntados y plasmados en forma de un relato en el que yo asesinaba a Genevieve, fue escalofriante. Cuando me calmé de nuevo, mi cerebro sólo fue capaz de producir un pensamiento lúcido: «Estoy jodido».
Mi insistencia en declararme inocente tendría que ceder ante las presiones -y realidades- a que me enfrentaba. Sólo podía ofrecer la sensación visceral de no ser culpable y poca cosa más. Nada me parecía más importante que salvar el pellejo y conservar la libertad, ni siquiera proclamar a los cuatro vientos que yo era un asesino.
Cuando los abogados terminaron, quise dar la respuesta que había estado ensayando mentalmente, pero me sentí paralizado. Junté las manos sobre la madera rasguñada y las contemplé hasta que me oí decir:
– No pienso declararme culpable de un asesinato que no creo haber cometido.
Las cabezas de los abogados giraron hasta quedar enfrentadas, sus temores hechos realidad. Parecían tan extrañados como yo mismo de mi decisión.
– Con todos mis respetos -dijo Terry-, ¿cómo puede seguir pensando que usted no lo hizo?
– Porque, si lo hubiera hecho, lo sabría, lo notaría en mis entrañas.
Fue Donnie quien rompió el incómodo silencio con un suspiro. Luego se inclinó y, tras palmearse las rodillas, se puso de pie.
– No me declararé culpable -insistí-. ¿Y ahora qué hacemos?
– Discutir cada fase del juicio como si su vida dependiera de ello. -Levantó la vista de los papeles que había guardado en su maletín-. Porque así será.
Me acurruqué bajo la sábana, muerto de frío, la vista fija en la desnuda pared de enfrente. El hormigón estaba descolorido un poco más arriba, donde había una mancha de humedad y el goteo consiguiente. No podía ser debido a nada bueno. Pensé en los hombres que habían ocupado previamente aquella celda, que habían dormido incómodos e inquietos, soñado en aquella misma cama.
«¡Yo no fui! Un hijoputa me colgó el mochuelo. Soy inocente.»
Un guardián deslizó un sobre entre los barrotes.
– Tienes carta.
Recogí el sobre del suelo. Mi nombre, en letra femenina. Volví a sentarme y lo abrí. Contenía un papel roto en pedazos.
«tu hermana. / Dime si / Yo no mat / Siento mucho / pueda hacer. / hay algo que / pasar por esto».
Los restos de mi nota para Adeline cayeron de mis manos, esparciéndose por el suelo. El último trozo, «pasar por esto», se me quedó mirando. No fui consciente de que caía a cámara lenta hasta que tuve el cemento pegado a la cara, y todo el cuerpo sobre las rodillas. Permanecí más o menos en esa postura hasta la mañana siguiente, cuando vinieron a buscarme para ir al juicio.
Los Ángeles había aguantado un año entero sin un proceso famoso por asesinato. Yo no era un nombre muy conocido ni, que supiera, un asesino, pero las fuerzas del mercado habían convergido para convertirme en ambas cosas. Los primeros alegatos habían empezado dos meses después de la segunda comparecencia ante el juez, tiempo de sobra para que yo perdiera peso y tuviera un aspecto demacrado, o, lo que es lo mismo, pinta de culpable.
Pocos minutos después de iniciado el juicio supe que mis abogados llevaban razón y que aquello acabaría en desastre. Como estaba previsto, la exitosa fiscal -una Katherine Harriman severamente vestida llevando como accesorios unos discretos zapatos de tacón y a un padre recién llegado de Chicago para disfrutar de la actuación de su hija en primera fila- me había hecho literalmente trizas y el jurado se había retirado a estudiar su veredicto después de un proceso que, al final, sólo duró ocho días y una hora de deliberaciones.
Me habían condenado. Ahora, la única pregunta era si podría conseguir un veredicto de inocencia alegando enajenación mental transitoria. En el arranque de esta nueva etapa, mi única forma de mitigar la discreta crisis nerviosa que estaba experimentando fue desconectar. Enseguida aprendí que, como los demás actores, tenía que dedicar mi atención no a los ingredientes de la tarta-proceso sino a su glaseado.
Y contaba también con el apoyo de mis amigos, los cuales -me hicieron notar mis abogados- abarcaban un amplio espectro demográfico. Chic se llevaba el puño cerrado al pecho cada vez que veía que yo le miraba. Ocasionalmente, Preston levantaba la vista del manuscrito que estuviera editando en esos momentos y me ofrecía un gesto de apoyo con la cabeza; tenía un montón de papeles que iban consigo a todas partes como una mascota, ya bajo el brazo, ya asomando de una bolsa, ya instalados en su regazo cuando se sentaba; más de una vez, cuando se hacía el silencio en la sala, pude oír cómo garabateaba algo en un papel. Y April, Dios la bendiga, se había presentado aquella mañana tal como había prometido, soportando incluso el paseo de la vergüenza por un trecho de acera reservado al público mientras los periodistas la acosaban. Era evidente que ya no teníamos un futuro juntos, pero me alegré de que hubiera tenido conmigo este último detalle.
Sin embargo, más que ninguna otra persona, quien reclamaba toda la atención era Katherine Harriman. Ahora actuaba para el jurado, haciendo todo lo posible por ignorar mi tumor cerebral, que Donnie había tenido la buena idea de dejar en un bote sobre la mesa de la defensa. Tenía un feo aspecto, flotando en aquellas aguas salobres, como una granada de mano sin explotar. Yo había tenido que sufrir la humillación de estar sentado delante de esa cosa durante los primeros alegatos y más. Me lo imaginaba dentro de mi cabeza, adherido a mi cerebro, manejándome como un robot servil. Lo confieso, por más que me avergüence: me daba miedo un trozo de tejido color marrón.
¿Y por qué no? El testigo experto del equipo de casa, un neurólogo de pelo blanco y porte muy digno, acababa de identificarlo como ganglioglioma en la región anterior del lóbulo temporal izquierdo. Se habló largo y tendido sobre ventrículos y glándulas, supuse yo que para acojonar al jurado con la ciencia médica. ¿Ganglioglioma? Hasta esa sílaba repetida parece puesta ahí para amedrentar al personal. Pese al maligno aspecto de la palabreja, el ganglioglioma es un tumor cerebral de andar por casa. Después de la resección, el paciente goza de un índice de supervivencia cercano al cien por cien, y encima no tiene que oler colores ni saborear música. El lóbulo temporal, explicó el neurólogo al tribunal, interviene en el procesamiento de nuestra memoria, de ahí mi inoportuno apagón mental. Se sabe que estados como el mío han degenerado en psicosis de tipo esquizofrénico, delirios y episodios de comportamiento agresivo.
– ¿Y qué es lo que provoca que toda esta constelación de síntomas se dispare? -preguntó Harriman a medio interrogatorio, desviando una luminosa mejilla hacia los jurados del número tres al siete (varones cuidadosamente seleccionados).
– Como es lógico, el tumor debe alcanzar la (si me permite la expresión) masa crítica, momento a partir del cual empieza a invadir estructuras vitales -respondió el neurólogo-. Pero, ciñéndome a su pregunta, lo provoca la adición de unas cuantas células más; una constricción de vasos sanguíneos. El lóbulo temporal está complejamente ligado a respuestas emocionales y a la excitación sexual, hay pruebas claras de que, una vez que un paciente ha alcanzado semejante estado de fragilidad, el colapso mental definitivo puede venir por un hecho emocionalmente intenso. -El médico se limpió las gafas con un pañuelo que llevaba bordadas sus iniciales-. Aunque sabemos muchas cosas acerca del cerebro…
– Todavía hay otras muchas que desconocemos -se le adelantó Harriman con una sonrisita.
En los seis meses anteriores a la operación, yo había sufrido ataques de migraña, algunos de los cuales me habían enturbiado incluso la visión. Al principio lo había achacado a los sospechosos habituales -estrés, pantalla del ordenador, deshidratación-, pero luego me había desmayado encima de la lavadora, recobrando el conocimiento al cabo de un cuarto de hora sin saber dónde tenía el estómago y con los dedos rezumando detergente líquido.
– Pero ¿no es cierto que la mayor parte de las personas que padece este tipo de tumor nunca traspasa el umbral de la psicosis?
El neurólogo respondió:
– Puede darse un comportamiento errático y violento, especialmen…
– Quizá no ha oído bien mi pregunta. Quiero saber si es cierto que la mayoría de los afectados por este tipo de tumor no cruza nunca el umbral de la psicosis.
– Estadísticamente hablando.
– ¿Hay otra manera de hablar que responda mejor a una pregunta médica como la que le estoy planteando?
No la había.
– ¿Existe, que usted sepa, un solo precedente clínico de que una persona -Harriman soslayó con astucia la palabra «paciente»- con ganglioglioma del temporal anterior izquierdo cometiera asesinato?
El neurólogo adelantó el labio inferior, frunciendo la cara.
– No, ninguno.
En callado unísono, Donnie, Terry y yo exhalamos el aire. Katherine Harriman no.
– ¿La mayoría de los individuos con ganglioglioma en la región anterior del lóbulo temporal izquierdo experimenta amnesia retrógrada postoperatoria?
– La mayoría no, pero si ello viene combinado con una situación de gran estrés, más del treinta por ciento…
– Entonces, ¿un individuo con un tumor como el del acusado podría estar en su sano juicio hasta el momento mismo de la operación?
– El cuerpo humano es asombroso, constantemente rebate nuestras expectativas. El cerebro todavía más. Y la mente, más aún que el cerebro.
– ¿Eso es una respuesta afirmativa?
– Sí.
– ¿Y diría usted -continuó Harriman, virando hacia mí para taladrarme con una mirada desde las alturas- que un individuo muy inteligente, alguien como el acusado, por ejemplo, podría utilizar todo este proceso que usted acaba de exponer con lujo de detalles como una cortina de humo para un plan premeditado?
Mientras mis abogados saltaban de sus asientos para protestar, Harriman permaneció inmóvil, esbozando una sonrisa y sin dejar de mirarme. Se expresaba muy bien, y además de lista era extremadamente sensible a la implícita absurdidad de las cosas. Su serenidad me ponía nervioso. Hubo murmullos y desorden en la sala, y ei juez hizo un asentimiento al alguacil para que anunciara un receso.
El ataque continuó a la vuelta. Nuestros testigos. Los de ellos. El inspector Bill Kaden subió al estrado, exactamente igual de robusto que cuando lo había visto al recobrar la conciencia. Bigote erizado, muñecas gruesas, polo debajo de la chaqueta. El camorrista Ed Delveckio, el polizonte sin barbilla, observaba desde el público e iba asintiendo con la cabeza a la declaración de Kaden, separado de su jefe por seis metros de tribunal y una hilera de butacas. Hizo aparición el cuchillo de deshuesar, manchado casi hasta el extremo del mango y bailando cruelmente dentro de una bolsa de pruebas. Hice lo que pude para no venirme abajo ni dejarme llevar por la ira.
El siguiente fue Lloyd Wagner, un perito criminalista que me había echado más de una mano experta con mis novelas y que había sido quien se presentó con el equipo del laboratorio en casa de Genevieve. Otra inquietante vuelta a mi vida anterior a la operación. Nos entendíamos bien, y Lloyd me había parecido exageradamente proclive a colaborar en la manipulación de elementos de mis tramas novelescas, a tal punto que en una ocasión yo le había llevado escenas enteras para que aplicara a ellas sus habilidades técnicas. Ataviado con su anticuado traje de ir a juicio y mientras sostenía una réplica exacta del cuchillo, cogida de la cocina de mi casa, Lloyd me dirigió un gesto con la cabeza como para pedirme disculpas antes de demostrar en un maniquí la tremenda fuerza de la cuchillada que había producido la herida mortal. Yo, al igual que el jurado y eí público en general, no pude evitar un respingo.
Tras la actuación de Lloyd tuve que oír otra vez, ahora desde el portátil de Katherine Harriman, el mensaje que Genevieve me había dejado la noche de su muerte.
Hubo un respetuoso silencio por la voz de la víctima. «Quería decirte que hay otra persona. Espero que te duela. Confío en que sientas el dolor. Confío en que te sientas muy solo. Adiós.»
Por supuesto, Genevieve no estaba saliendo entonces con otra persona, al menos no en el sentido de contárselo a sus amigas o a su familia. Aquella no muy hábil manipulación por su parte no perjudicó demasiado mi situación, aunque la acusación sostuvo que había sido hecha la noche del 23 de septiembre. La defensa declaró en privado que el mensaje restaba puntos de simpatía a Genevieve, y en público que ése había sido el empujoncito final que había dado el pistoletazo de salida a mi tumor. Puesto que yo no tenía antecedentes criminales, argüyó Donnie, ese tumor era la única explicación lógica a mi comportamiento.
El quinto día de la fase de locura, y fundiendo todas las callosidades que yo creía haber desarrollado para entonces, la familia de Genevieve hizo por fin su esperada aparición. La madre, larga de huesos y ancha de senos, con el pañuelo Hermés de rigor sobre sus hombros, entró del brazo de su marido, igual de atildado con un traje hecho a medida. Aunque se conducían con su elegancia característica, sus mejillas habían perdido lozanía y consistencia, y su porte mostraba una casi imperceptible desazón; todo ello denotaba la tremenda pérdida sufrida. Al otro lado de Luc iba Adeline, tan sonrojada que casi no se le veían sus muchas pecas. Aunque me miraron todos con palpable odio, la realidad de su presencia disminuida, la mano temblorosa de Luc tocando la silla antes de sentarse, anuló la poca distancia que había conseguido poner respecto a ellos como medida de autoprotección. El hecho de que aparecieran justo antes de que yo subiese al estrado tuvo exactamente el efecto que Harriman buscaba. Noté un nudo en la garganta, los labios me temblaron y me llevé las manos a la cara como si quisiera evitar que se me partiera en dos. Reacción que el jurado interpretó probablemente como vergüenza, aunque era mucho peor que eso. Era pagar las consecuencias de haber perdido a Genevieve, una mujer a la que yo había amado, quizá desacertadamente, pero amado en fin.
Donnie pidió un receso a fin de darme tiempo para sobreponerme antes de subir al estrado, pero el juez lo denegó. Con el corazón todavía a mil, subí aquellos breves peldaños hasta el banquillo de abedul y levanté la mano derecha, pudiendo al fin observar los rostros de la galería sin necesidad de espiar por encima del hombro. La situación era de una intensidad mayúscula, y al mismo tiempo tremendamente vulgar. Periodistas con el traje bueno, cámaras con sus equipos digitales, el taquígrafo disimulando que mascaba chicle.
Donnie me interrogó con tanta dulzura como empatía. Cuando llegó su turno, la fiscal Harriman se acercó pausadamente a mí, serena, con un tomo abierto sobre la palma de la mano como si fuera un libro de salmos. Había retirado la sobrecubierta, de modo que no supe qué tramaba hasta que leyó:
– «Todos tenemos una ex amante a la que nos gustaría matar. Con un poco de suerte, puede que dos o incluso tres.»
El libro se cerró como las mandíbulas de una tortuga, sobresaltando a los miembros del jurado.
– ¿Lo cree así?
– No -respondí.
– Pero lo escribió usted, ¿no es así?
Reconocí que así era.
– Entonces, ¿no espera que creamos lo que escribe?
– Por supuesto que no -repliqué. Terry me indicó por señas que no me alterara, de modo que continué con más suavidad-. El protagonista, Derek Chainer, es quien dice eso. Un escritor no tiene por qué refrendar las opiniones expresadas por sus personajes. Creo personajes que no son yo, y si tengo un buen día consigo darles vida.
– ¿Quiere decir que escribe cosas en las que no cree?
– Trato de que los personajes expresen sus propias opiniones.
– ¿Una manera de vender más noveluchas en los grandes centros comerciales?
– No olvide los aeropuertos.
Harriman sonrió. Dos amigos en pleno intercambio humorístico.
– ¿Qué me dice de esta frase? «En lo más oscuro de mi corazón, estoy convencido de que, cuando pasión y destino se alían, todos, desde el que grita en el púlpito hasta la chica con el pelo teñido de azul que espera el autobús, somos susceptibles de matar.» -Harriman se acercó un poco más-. ¿Eso lo cree usted o también es una opinión expresada por su personaje?
Se produjo un silencio de ejecución pública, una sensación tensa de que, como suele decirse, todo se reducía a esto.
– Yo creo que cualquiera es capaz de cualquier cosa -dije.
Mis abogados se encogieron de un modo que en otras circunstancias habría sido gracioso. Los ojos de Harriman se animaron visiblemente.
– De modo que, ahora mismo y supuestamente en plenitud de sus facultades mentales, usted cree que podría ser perfectamente capaz de cometer el cruel asesinato del que se le ha declarado culpable.
– Capaz, sí -y hube de levantar la voz para salvar su interrupción-, lo mismo que usted.
– Sólo que, según mis noticias, Genevieve Bertrand no rompió una relación sentimental conmigo.
Harriman asintió con la cabeza ante la reprimenda del juez, levantando una mano en señal de disculpa.
Los Ángeles se alimenta de historias, buenas o malas, que son la sangre que corre por sus venas. Había apostado que Harriman, como todos los fiscales a quienes había conocido en los estudios cinematográficos, había recibido alguna oferta para asesorar un melodrama de sesenta minutos. O que se había hecho acompañar a un juicio por un escritor como yo que la acosaba a preguntas. El marido de una prima suya, quizá, que necesitaba hablar unos minutos por teléfono a fin de hacer que funcionara ese tercer acto de su guión. Más de una vez yo había sido ese tipo, el dócil escuchador del alboroto generado por el sistema judicial de la ciudad. Había tratado con polis que miraban demasiados telefilmes sobre polis y como consecuencia obraban como los polis que veían en la tele, que a su vez imitaban a asesores que eran polis reales. Ficción y crimen, un pez que se mordía la cola.
Unas horas después, mientras escuchaba en trance el alegato final de Katherine Harriman, comprendí de repente hasta qué punto se le daba bien contar historias. Y he aquí lo que, según ella, sucedió.
La noche del 23 de septiembre, a la 1.08, me levanté para contestar el teléfono, dejando a April dormida en la cama. Al escuchar el mensaje dejado por Genevieve Bertrand, todo mi rencor y acritud se habían concretado en un plan de acción. Había ido en coche a su vivienda, una casa piloto metida en los pliegues de una garganta cerca de Coldwater. Había cogido la llave de debajo de una maceta con filodendros que había en el porche y una vez dentro me había dirigido a la cocina, donde había sacado el cuchillo de deshuesar de su taco de roble. Luego había subido sigilosamente hasta la habitación de Genevieve. Despierta a causa de mi merodeo por la casa, ella me había visto a medio cruzar la moqueta blanca, y allí mismo le había yo clavado el cuchillo en el plexo solar, eludiendo sus costillas y atravesándole el corazón. Genevieve había muerto más o menos instantáneamente. Después yo había sacudido una y otra vez su cuerpo cubierto con un camisón de seda, como un gato ensañándose con un ratón herido. A modo de apoteosis, y presa del pánico por el crimen que acababa de cometer, mi cabeza había explotado, una crisis epiléptica parcial que, cuando llegaron los polis y sanitarios, degeneró en una crisis generalizada. Me había derrumbado encima del cadáver y no dejé de sufrir convulsiones hasta llegar a las Urgencias del Cedars-Sinai, donde me habían administrado Ativan por vía intravenosa. El escáner reveló la presencia del polizón que tenía metido en la región anterior del lóbulo temporal, así como una hemorragia, y rápidamente me habían trasladado al quirófano. Al final había despertado a la hora del desayuno con una coartada increíblemente oportuna.
Katherine Harriman dio las gracias al jurado por su dedicación, desarmó a todos con su sonrisa y se sentó, sumiéndose en sus papeles para no tener que enterarse de que Doimie había empezado su alegato.
– A nuestro «inteligente» asesino, a nuestro urdidor de crueles asesinatos, ¿no se le ocurrió un plan mejor que éste? Se introduce en casa de Genevieve Bertrand, y luego, ¿qué? ¿Decide dejar la puerta abierta de par en par? Claro, para que el sistema de alarma y hasta los vecinos puedan alertar a la policía. Porque él también había planeado al detalle cuándo iba a tener un ataque. Se contuvo hasta el último momento, ¿no? Este hombre, este hombre tan inteligente, pensó que sería beneficioso que su ganglioglioma creciera ese milímetro extra allí mismo, en el dormitorio de Genevieve Bertrand, provocándose una crisis epiléptica generalizada para que la policía pudiera encontrarlo en tan comprometido estado y establecer así la prueba de la enajenación mental transitoria que él sabía iba anecesitar en el juicio al que, lo sabía también, sería sometido. Sin duda un razonamiento de lo más lógico para alguien con la mente clara, ¿no les parece? Bien, por fortuna, su complejo plan dio resultado. Porque a mí, desde luego, me engañó. He intervenido en más de treinta casos de asesinato a lo largo de mi carrera, y nunca, repito, nunca, he estado más convencido de la cordura de mi cliente en el momento de los hechos como lo estoy ahora.
Mientras Donnie continuaba con vehemencia, sentí de pronto una oleada de cariño, una especie de amor, por aquel hombre que a cambio de una minuta había asumido mi caso y lo defendía como si aquello le hubiera ocurrido a él. Cuando hubo terminado, cuarenta y cinco apasionados minutos más tarde, se sentó, jadeando prácticamente adrenalina, e introdujo sus papeles con gesto profesional en las estrechas fauces de su cartera.
Una vez que el jurado se hubo retirado para deliberar, estiré el brazo y le apreté la nuca a Donnie, diciéndoles a él y a Terry:
– Independientemente de cómo acabe esto, quiero que sepáis que os agradezco mucho lo que habéis hecho por mí.
Nos dimos un apretón de manos, los tres a la vez.
El segundo veredicto llegó tres horas y diecinueve minutos después.