Capítulo 35

Flux es el club de Hollywood más de moda, con sus martinis de agropiro, sus paredes de bambú y su demoledora música disco ideal para amantes del éxtasis, subalternos de la industria del cine y discotequeros. Pagué veinte pavos por aparcar en un espacio donde apenas si cabía un cortacésped y bajé andando por Sunset.

Debajo de cada limpiaparabrisas, una postal satinada anunciaba teatro del malo. En cada esquina, una mujer pateaba el suelo con sus botas para quitarse el frío. Incluso a esta hora salían cuerpos de los gimnasios, donde escritorzuelos y actores de reparto simulaban trabajar de firme. Cuerpos tan cincelados que parecen de una especie diferente, cuerpos que disponen de tiempo ilimitado para cuidarse, para hacer esos diez estiramientos extra que sirven para esculpir la cara interior del tríceps o la exterior del cuadríceps. Yo antes tenía un cuerpo así, un modelo inferior nacido de un modo de pensar acorde con él, antes de que ambas cosas se cansaran demasiado como para perseverar. Seguí andando y fijándome en los detalles de la noche, pequeños fragmentos de un yo anterior con el que nunca llegué a identificarme del todo. El olor a desodorante, los iPods de colorines prendidos en brazos de piel tersa y bronceada, vapor escapándose de recalentadas camisetas Dri-FIT como en los dibujos animados.

Las cuerdas de terciopelo, que en otras y más razonables ciudades se utilizan sólo en museos y conciertos, brotan de la acera como arbustos futuristas. Concentrados frente a los muros imaginarios delante de los seguratas hay arpías de todo a cien y tipos duros con estudios. Todo el mundo de punta en blanco, todo el mundo con su atuendo; esto es un carnaval perenne. Camisa de cuadros escoceses a lo Pearl Jam, casquete de diseño, cara de mala leche y chaleco de tela vaquera cortado para dejar a la vista tatuajes en el hombro. Una chica, por ninguna razón, lleva una gorra Gatsby y una corbata ancha remetida por un chaleco estilo años veinte. Incluso los bomberos que pasan entre las barras van superelegantes, sus camisetas anuncian la unidad a que pertenecen, largos mechones rubios les salen ensortijados de sus gorras con borla, modelos en busca de calendario. Son todos niños, y sin embargo son adultos. Los ves salir de Jettas y Navigators, y de algún que otro Lotus. Cruzan la calle en manada, como los lobos, sorbiendo Vita y fumando American Spirits mientras juguetean con sus móviles provistos de sonidos personalizados, la noche iluminada con un arco iris psicodélico de pantallas LED: rosa algodón de azúcar, azul taza de váter, verde peli de terror.

Los Ángeles es una ciudad de rostros memorables. Incluso los poco atractivos actores de reparto tienen algo especial, esa ejemplificación del estereotipo humano. También las otras se te quedan grabadas en la memoria. Las segundonas del concurso de belleza. A todas les falta ese algo extra que las catapultaría a la fama, que significaría que no están aquí y ahora en este sitio, contigo y conmigo. La muchacha vivaz con gorra de los White Sox, operada de la nariz sin éxito completo. La campeona de lucha libre que ganó el concurso a la mejor sonrisa en el instituto de Wichita. La jefa de animadoras que era genial mamándola en el asiento trasero. Llegan como los pioneros, con su vientre plano y su cintura de avispa y poca cosa más, buscadoras de gloria prefabricada sin talento para actuar en Broadway o narices para hacer la calle. Los Ángeles es el limite del American dream, lo más lejos a que pueden llevarte tus esperanzas antes de lanzarte al Pacífico, Ícaro sin alas a prueba de agua. Y sin embargo siguen viniendo. Pueblan los bordes de los acantilados como pingüinos sobre aguas peligrosas.

Los Ángeles las devorará a todas, las aplastará en un marasmo de futilidad, las hará puré y embadurnará con él las calles más recónditas de la urbe. Y esas chicas recortarán cupones y se tomarán un lingotazo previo para ahorrar unos centavos en la consumición del bar. Frecuentarán escuelas de artes marciales y cafeterías en horario laboral -los locales de la soleada Los Ángeles prosperan gracias a la clientela de los ociosos que no saben qué hacer cuando no tienen alguna audición o casting-, y peinarán las páginas web de ofertas de trabajo buscando un turno inexistente en algún cementerio. Conseguirán un bolo como monitoras y camareras y chicas de anuncio de tequila, y sus amistades murmurarán: «Qué guay, qué guay». Con el tiempo se convertirán en empresarias de tercera: harán bolsos de bambú, diseñarán joyas en Reseda, harán propaganda de un vodka azul en bares universitarios. Necesitan tener horas libres durante el día para audiciones que cada vez serán menos frecuentes, pero justo cuando ya han perdido casi toda esperanza, conseguirán el papel de Laura en un montaje independiente de El zoo de cristal, y la agitación y las promesas alimentarán unos años más de empleos no remunerados. Y después, a no ser que hayan aprendido de una vez por todas la lección y emprendido la retirada a Billings o Sioux City, alguien les ofrecerá una pizca de escapismo o una peli con desnudos -no porno, sino cine erótico de buen gusto-, y ahí empezará la siguiente cuesta abajo. Y mientras tanto, por tierra como por aire, va llegando nueva carnaza, lista para el matadero, animales acicalados para el sacrificio ritual.

Llegué a Flux abriéndome paso entre un follón de gente que se empujaba y se daba codazos frente a la anónima puerta de doble hoja. Aquí nadie tiene nombre propio, todos son «colega», «tía», «tío», «muñeca», «guapo». Ganan puestos en la marabunta trabajando en comandita, como las aves de rapiña, con amigos de los que estarán ansiosos por deshacerse tan pronto consigan su primera prueba piloto. Llaman a gritos al segurata por su nombre de pila (han investigado previamente). El hermano de su jefe conoce al barman, o al propietario del local. Se empujan educadamente, y una chica pizpireta armada de una tablilla con sujetapapeles finge exasperación en medio de su éxtasis de superioridad, reprendiéndolos y distribuyendo muñequeras como si estuviera dando de comer a los monos del zoo. Varias mujeres mayores, indistinguibles de prostitutas por atuendo y maquillaje, han cedido a la insidia con la edad; ya no pueden competir directamente. En lugar de eso, intercambian estrategias, susurrando palabras de apoyo a la zarina que se ocupa de la puerta. «Esa pobre chica. Fijaos, ella sólita encargándose de la cola. Ánimo, encanto.» Sin embargo, no logran congraciarse lo suficiente con ella para conseguir que las cuele. La de la tablilla conoce el paño, sabe que en una vida diferente le han soplado humo de cigarrillo a la cara en un casting para extras o han descartado su foto cuando trabajaban de noche en el archivo de alguna agencia.

Condenados al purgatorio de la cola, los que esperan siguen forcejeando y se echan píldoras a la boca y hablan en voz alta de supuestos éxitos profesionales y fingen no estar donde están, esperando a la fría intemperie hollywoodiense. Y así seguirán, noche tras noche. Y luego un día la Fama elegirá a una de esas pobres almas desventuradas y la elevará cual sacerdotisa hasta lo alto del zigurat, y a partir de ahí ya no sabrá qué es una cola ni un segurata llamado Ricky, y eso dará ánimos a todos los que todavía esperan.

La voz de Chic, como una sirena de advertencia en mi cabeza: «Siempre es más fácil hacer inventario de los demás».

¿Qué me hacía a mí diferente? ¿El motivo por el cual estaba aquí? ¿El modo en que había terminado yo?

Un trayecto de autobús más corto y una mancha más larga.

Entonces, ¿qué? ¿La envidia? Creía haber jurado renunciar a eso con la botella de bourbon. ¿Envidia de qué? ¿De la exuberancia? ¿De la esperanza? ¿De la juventud? Como había dicho Chic, la vida te deja atrás. Para la media de Hollywood, yo ya estaba entrado en años, igual que Morton Frankel. Había cosechado algunos éxitos y conseguido acceso a algunos de los lugares más privados de la ciudad -como escritor, como presunto homicida- de un modo que algunos podían envidiar, pero habría cambiado todo eso en un santiamén por estar otra vez en el otro lado, en la noche implacable, con todas mis soluciones metidas dentro. Lo habría cambiado todo por creer en el mito una vez más.

En cambio, heme aquí para entregar un cabello.

Pasé entre la muchedumbre, que pareció ceder a mi apatía. Dentro, con un inhumano ritmo de fondo, un chaval versionaba a Bob Seger sin las agallas ni la gravedad.

– Drew Danner -le dije a la chica de la puerta-. Voy con Johnny Ordean.

Al oír ambos nombres, los que estaban en cabeza del gentío se calmaron y a la chica se le cayó la tablilla sobre la pierna (no era más que un elemento de atrezo), y sin decir palabra desenganchó la cuerda granate.

El Seger destrozado había dado paso a un ritmo machacón y musculoso. Grupos de tres se contorsionaban bajo luces que podían producir ataques de todo tipo. «Me encuentro furcias a troche y moche. Me las encuentro todas las noches.» Chicas de producción vestidas de Chanel se contoneaban en círculo, ajenas a haberse convertido sin saberlo en chistoso aval de la letra de la canción. El club tenía una especie de energía magnética que convergía en la esquina del fondo, donde, cómo no, encontré a Johnny Ordean y su cara de inmunidad. 246, su primo, estaba hundido en el banco tratando de atrapar cigarrillos con la boca sin demasiada suerte.

Salió él, y entré yo. Johnny me pasó un brazo por los hombros, puso cara de sorpresa al ver mi ojo morado y me dio un pellizco en el cuello como un hampón de la vieja escuela. Yo, haciendo mi papel, saqué el sobre del bolsillo interior de mi chaqueta y lo solté sobre la mesa cual dinero de soborno. Dentro del sobre había una bolsa hermética con un solitario pelo de Morton Frankel. El resto me los reservaba para un imprevisto.

Johnny giró un dedo en el aire -el gesto para decir «en marcha»-, y su primo se pasó el pitillo de una comisura a la otra y aplicó un móvil a su sudorosa mejilla.

– Rápido y discreto -dije.

Johnny me dio otro pescozón.

– Y gracias, Johnny.

– Pues claro, hermano. ¿De qué sirve la fama si no puedes servirte de ella?

Me pareció una excelente pregunta.

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