Mi móvil bailoteó sobre la mesita de noche, al lado del despertador. Las 7.02.
– Dos violaciones, un caso de acoso sexual y otro de exhibicionismo -recitó Lloyd deprisa, excitado.
Me incorporé en la cama, frotándome un ojo con el canto de la mano.
– Tengo un sospechoso para ti-continuó-. Mira tu e-mail, encontrarás algo que parece correo basura, asunto «relojes Rolex auténticos». Imprime sólo los archivos adjuntos. No podrán localizarlos. Después me llamas al laboratorio.
Fui hasta el despacho, abrí los archivos adjuntos e imprimí varias copias. Mientras las ojeaba, marqué el número del laboratorio en mi fenecido teléfono fijo, pero enseguida me cambié al móvil.
– El primer documento -dijo Lloyd- contiene información sobre los ciento cincuenta y tres Volvos con matrícula empezada por siete que según el DMV están registrados en el condado de Los Ángeles.
Examiné la lista, buscando ansiosamente algún nombre que me resultara conocido. El pulso se me había acelerado. ¿Alguna de esas personas había intentado mandarme a la cárcel por un asesinato que no cometí? ¿Alguna de ellas había hundido el cuchillo en Genevieve más arriba de su ombligo?
– Pasa al siguiente documento -dijo Lloyd-. Son fotos y fichas policiales de los cinco individuos de la primera lista con antecedentes penales.
Cuatro hombres y una mujer, todos con esa palidez y esos pelos tiesos de las fotos de comisaría, me miraron desde el monitor. No reconocí a ninguno.
– Cuatro son delincuentes de poca monta -prosiguió Líoyd-. Pero hay uno que me gusta. Me gusta mucho.
Supe cuál era antes de que Lloyd pronunciara el nombre: Morton Frankel. Dos cejas pobladas parecían querer comerse sendos ojos oscuros. Ventanas de la nariz muy abiertas, pómulos salientes, pelo muy corto. Patillas finas y bien cuidadas, terminadas en punta más abajo de los lóbulos. No sonreía, más bien enseñaba los dientes, que parecían demasiado largos, como si las encías hubieran retrocedido. El cuello dejaba ver músculo y fibra, flexionado en el momento de ser tomada la fotografía. Daba la impresión de que el tipo se había esmerado en transmitir una imagen amenazadora.
¿Quién demonios era Morton Frankel? Y si realmente era el asesino, ¿por qué se había complicado tanto la vida para fastidiarme? ¿Qué relación tenía con Broach y Genevieve? ¿Y qué diantres tenía contra mí?
– Este tío parece sacado de un póster de película -dije.
– Arrestado en 1999 y 2003 por las violaciones. Absuelto una vez, la otra sólo le acusaron de malos tratos: mandó a una furcia al hospital. Estuvo unos días encerrado. Se sospechó de él a raíz de otra violación en 2005, pero no pudieron acusarle de nada. Fue interrogado otra vez el año pasado por la desaparición de una chica. Como ves, parece que tiene en alta estima al sexo opuesto.
Pensé en el cabello no identificado que encontraron en el cuerpo de Kasey Broach.
– ¿Le hicieron la prueba del ADN?
– No; sólo constan sus huellas. Es técnico metalúrgico, ahora mismo en nómina de Bonsky Forg & Metalworks, en Van Nuys. Pero fíjate en su dirección. Vive en el centro, a menos de diez minutos de donde arrojaron el cadáver de Broach.
– Y la cinta aislante era del Home Depot de Van Nuys, cerca de su trabajo.
– Exacto. Y por si fuera poco, tiene ese brillo diabólico en la mirada.
– Cierto. Rasputín en persona.
Aunque sólo contaba con una endeble prueba circunstancial, no pude evitar imaginarme a Morton Frankel en la habitación de Genevieve. ¿Era ésa la cara que ella había visto en el último momento de pánico? ¿Ese hombre en su dormitorio, las velas con aroma a vainilla y el edredón de pluma? Parecía imposible, casi una profanación. ¿Se había obsesionado con ella ese cabrón? ¿O acaso la había matado a causa de la obsesión que tenía conmigo? Lo que más me mortificaba era pensar en el miedo de Genevieve un momento antes de que el cuchillo encontrara su corazón. Un pánico que Katherine Harriman, mi temible fiscal, habría llamado inimaginable. Pero yo podía imaginármelo muy bien. ¿Habría sido peor para Genevieve, en ese último momento, que hubiera sido Morton Frankel y no yo quien estaba en su habitación? Ojalá no hubiera sufrido, o lo menos posible. La idea de que ese tipo hubiera estado observándome mientras dormía me hizo estremecer. ¿Un criminal de patillas puntiagudas cerniéndose sobre mi cuerpo drogado, empuñando un cuchillo de deshuesar?
Lloyd me estaba hablando.
– Perdona, ¿decías?
– Digo que yo no te he llamado. Negaré hasta el final que te haya enviado nada de esto.
– Yo también. Quiero decir que lo haya recibido de ti.
– Pasa el material a Kaden y Delveckio. Yo no puedo hacerlo sin contestar preguntas sobre cómo he llegado a estas conclusiones, y eso te implicaría a ti, lo cual quiere decir que tú me implicarías a mí. ¿Entiendes?
– Entiendo.
– Oye, siento lo de anoche…
– Por Dios, Lloyd, no hay ninguna necesidad de que te disculpes.
Tras un largo silencio, dijo:
– Tengo que colgar.
Yo no podía apartar la vista de la foto. Había algo de perverso en ese Morton, algo irracional en su aspecto. Daba mucho más la imagen del villano arrogante que Collins, nuestro reponedor de Home Depot. Era posible que Frankel matara mujeres por puro placer, eso explicaría la ausencia de conexiones entre Genevieve y Broach. Pero no explicaba por qué un asesino en serie quería dar con mis huesos en la cárcel.
Un ruido en la puerta me sobresaltó. Había olvidado que era el flamante y orgulloso dueño de un perro de guarda y protección. Xena entró pausadamente, se agachó y orinó en una caja de DVD de Hunter Pray que había en un rincón.
La había dejado dormir en la cocina sobre varias almohadas, pensando que el suelo era inmune a accidentes. Lo fregué lo mejor que pude y bajé con Xena a mi lado. Como no tenía comida de perro, freí un poco de carne picada, añadí sal y pimienta y un toquecito de curry como correspondía a una princesa guerrera. A ella pareció complacerle el resultado.
Gus llevaba varios días desaparecida. Seguramente los coyotes la habían pillado por fin, pobrecilla. Antes de dejar salir a Xena, eché un último vistazo al patio de atrás y brindé por mi ardilla desaparecida con un vaso de zumo de pomelo. Volví arriba y me duché. Preston llegó cuando estaba acabando de vestirme. Xena dio rienda suelta a sus instintos asesinos, olisqueándole el paquete y lamiéndole las manos de la manera más amenazadora.
Establecimos un brevísimo contacto visual; ninguno de los dos quería acordarse de mi intempestiva visita de la víspera, ¿íbamos a hablar de ello? ¿Hablar de qué?
Preston pasó rozándome al tiempo que se frotaba las manos. Directo al grano, como siempre.
– ¿Tienes más material para mí?
Dio un rodeo por la cocina, volvió con un vaso de ron con hielo y se instaló en el sofá, ajeno a los dos vasos sucios que él había dejado en la mesita baja en anteriores visitas. Xena se ovilló a mis pies, se dio un vigoroso baño de lengua y luego se quedó dormida. Mientras le estaba contando a Preston las novedades, llegaron los jardineros. La fiera perra no se inmutó cuando los cinco hombres, con mascarillas y armados de podadoras y grandes tijeras, fueron hacia el patio de atrás.
Preston se entusiasmó al ver la foto de Morton Frankel.
– ¡Menudo antagonista! -exclamó-. Hasta la cara le acompaña. Pero ¿Morton? ¡Mort! Habría sonado mejor Cyrus, o Bart, qué sé yo. ¿A quién se le ocurre ponerle Mort a un hijo? Es un nombre horroroso.
Le di mis últimas páginas, y Preston se retrepó en el sofá con las hojas sobre el regazo. Detecté en él una tristeza latente. ¿O acaso yo estaba proyectando la mía propia, después de haber visto su casa, tan solitaria como la mía?
– Oye -dijo-, estooo… -Insólita interrupción en él. Carraspeó para empezar de nuevo-: No me desenvuelvo tan bien cuando… Supongo que me desenvuelvo mejor cuando estoy fuera. Y ahórrate los chistes fáciles sobre armarios y demás. Se podría decir que vivo allí a tiempo parcial. Es un sitio para mí solo. Lo cierto es que no merece la pena tomarse demasiadas molestias. Ni siquiera llevo gente a casa. Lo tocan todo. Me siento como invadido.
– Invadido -repetí-. Claro.
Dejé a Preston leyendo en el sofá y a Xena tratando de morder el aire que salía de la rejilla de ventilación, y, con mis secretísimos documentos y mis diversas teorías, salí en busca de un detective.
– Ya que la otra noche te hice perder el tiempo, he pensado que merecías ser el primero en saberlo.
Esperé. Había encontrado a Cal en su casa, preparándose para abordar un nuevo día de delincuencia en el Westside. Alguien había raptado un perro caniche de un salón de manicura en Brentwood, lo cual significaba que Fifí se había ido por ahí de paseo, pero la dueña quería que la policía la ayudara a recuperarlo. La ética se inclina ante los perros de juguete. Bajé la vista para conectar mis auriculares y casi me despeño con el Culpablemóvil por una curva de Mulholland Drive.
– Oye -dijo Cal-, no sabes lo mucho que me gustaría meterme en esto (joder, ni te lo imaginas), y te agradezco mucho que me tengas al corriente, pero tendrás que llevárselo a Kaden y Delveckio. Yo ya no puedo hacer de detective privado. Mi jefe se enteró de nuestra aventura tipo Starsky y Hutch y se mosqueó que no veas.
Claro, de ahí que lo mandaran a solucionar lo de Fifí.
– Pero no le dije que tú estabas metido -continuó-, aunque probablemente se sabrá pronto. Se figuró que tenías muchos cabos sueltos y que yo era el tonto con la placa de poli.
– Caray, lo siento. ¿Y cómo se ha enterado tu jefe?
– Richard Collins ha presentado cargos.
– ¿Qué?
– Se ha hecho el ofendido, ya sabes.
– Ya me preguntaba yo si aquello fue reglamentario…
– Lo vi una vez en la lele. La guerra de Aiden.
El programa de Johnny Ordean. Me lo tenía merecido.
– Pues dile a Richard Collins que hice una foto con mi móvil de la bolsita de marihuana que él intentaba eliminar. Y que la envié, con fecha y hora, a mi ordenador mientras estábamos en su casa.
– ¿Eso estaba haciendo Collins? ¿En serio sacaste la foto?
– Lo primero sí, lo segundo no. Pero él no se arriesgará a comprobar si es un farol.
Cal soltó un suspiro de alivio. Un juicio habría echado por tierra sus opciones de cambiar de departamento.
– Sabes que te estimo mucho, Drew. Mira, no lo estás haciendo nada mal. ¿Lo de Richard Collins? Bueno, todos metemos la pata alguna vez, como yo mismo demostré en mi momento. Así funciona una investigación. Supongo que es como escribir. La jodes una y otra vez y sigues probando hasta que algo sale bien.
– Seguro que a ti te saldrá bien, Cal. Conseguirás ir a Robos y Homicidios.
– Sí, en cuanto le eche el guante al puto caniche. -Rio-. Oye, ya sé que me comporté como un gilipollas cuando viniste a pedirme ayuda la primera vez. Estaba cabreado porque me tenían en la división de West Latte y tú te cargaste a alguien y ni siquiera me avisaste a mí primero.
– La próxima vez te llamo al momento.
Kaden puso un puño como un ladrillo sobre los papeles que yo había puesto encima de su mesa.
– ¿De dónde has sacado estos documentos?
– Es ilegal que los tengas -aportó Delveckio-. Esto es información confidencial. Lo mismo que los archivos del caso que tu amiguito Cal Unger ha estado intentando obtener bajo cuerda.
– ¿Cal? ¿Cuándo?
– Ya. Es la primera noticia que tienes…
Lo era. Cal acababa de decirme que desde la bronca de su jefe se había apartado de la investigación extraoficial. ¿Había solicitado antes los archivos y no me había dicho nada? ¿O acaso mentía Delveckio? Siendo inspectores de la policía de Los Ángeles, ambos estaban en primera línea de salida para manipular pruebas. ¿Por qué iba Cal a querer mantenerlo en secreto? Porque perseguía un ascenso importante o porque me estaba ayudando, pero tenía que cubrirse las espaldas, pues estaba fuera de su jurisdicción. O por razones mas siniestras. ¿Qué me había dicho cuando le llamé la primera vez? «Opino que los tipos como tú sois unos cabrones explotadores.» Pero su nombre no aparecía en la lista del Volvo. ¿Me estaba volviendo paranoico? Sí. ¿Me equivocaba? Quizás. Anoté mentalmente pedirle a Chic que le pasara la información de Cal al usurpador de bases de datos privadas. Después haría que el tipo investigara a Chic. Y luego a sí mismo.
– Bueno -dijo Kaden, devolviéndome de sopetón a la fría atmósfera del Parker Center-, ¿qué tal si nos dices dónde conseguiste los papeles del DMV?
– Sabéis muy bien que no puedo decirlo, así que saltémonos esta parte y veamos qué utilidad le sacamos a lo que hay aquí.
Sin mencionar a Lloyd, ya les había explicado dos veces cómo había obtenido la lista del registro de vehículos y las fotos del sospechoso. Me retrepé en la silla plegable frente al escritorio de Kaden y miré en derredor. Como lo que había visto al subir y luego por los pasillos, todo me resultaba conocido y me causaba repulsa.
Kaden giró el monitor de su ordenador para eludir el reflejo de la ventana.
– ¿Cómo dices que se llama el testigo?
– Junior Delgado.
Tecleó el nombre a martillazos y luego sacudió la cabeza como si hubiera descubierto lo que ya sospechaba.
– El chaval tiene una ficha policial más larga que mi polla.
– Y mi tía solterona, también. Venga, Kaden, ¿quién crees que iba a estar rondando debajo de la autovía de Rampart a las dos de la madrugada?
Kaden desdeñó mi comentario con un gesto de la mano.
– Lo investigaremos.
– ¿Cuándo?
– Tenemos un centenar de pistas, la mayoría de ciudadanos más respetables que tu hispano.
– Pero ninguno de los cuales estaba ahí esa noche.
– Pero ninguno de los cuales fue localizado e interrogado por un sospechoso del caso.
– O sea que mi información está contaminada.
– Pues claro, capullo. No tenemos informes que corroboren que había un Volvo marrón en ninguna de las dos investigaciones. Y este menor -dedazo maltratando la pantalla- parece fácil de manejar a tu antojo.
Me eché a reír.
– Interrogadlo -dije.
– Descuida, lo haremos.
– ¿Cuándo?
Kaden tiró el lápiz.
– Eres un aficionado y no ves que tu conjetura se apoya en un cúmulo de suposiciones. El marrón es el segundo color más común de Volvo después de ese amarillo caca. En el condado de Los Ángeles hay ciento cincuenta y tres Volvos marrones con matrícula que empieza por siete. Cojonudo. ¿Sabes cuántos hay en todo el estado? -Más martillazos al teclado-. Mil doscientos noventa y uno.
– ¿Y cuántos son propiedad de violadores convictos?
– ¿Y cuántas víctimas de esta investigación sufrieron agresiones sexuales?
– ¿Y vuestra teoría de que el asesino había evolucionado? -Di unos golpes con el dedo en la siniestra foto de Morton Frankel-. Los datos concuerdan. Pesa ochenta y tres kilos…
– Igual que tú.
Delveckio se apoyó en el respaldo y su camisa fina se tensó sobre el pecho enjuto.
– ¿Y mantienes que Morton Frankel no te suena, que no significa nada para ti?
– Ya os lo he dicho antes. No conozco a ese tipo. Yo creo que la pregunta es qué significo yo para él. Y eso sería fácil de averiguar. Un cabello de este tipo podría darnos la razón.
– ¿Nos? -repitió Delveckio-. ¿La razón, dices?
– El cabello no identificado que encontraron en el cuerpo de Broach podría no ser relevante en absoluto -dijo Kaden-. Los cadáveres, cuando los tiran por ahí, pueden coger pelos. O podría tratarse de una pista amañada, como supuestamente lo era tu cabello. Es lo que tú no entiendes: las cosas nunca son claras. Y aun cuando lo sean, no se trata sólo de pruebas. Se trata de presentar argumentos convincentes.
– Fijaos en ese tipo. Cualquier jurado lo odiaría.
– Lo cual no justifica una orden judicial para obligarle a dar una muestra de ADN. Francamente, desde una perspectiva legal no hay mucho que lo diferencie de los otros satisfechos propietarios de Volvos de esa lista.
– Morton Frankel es un criminal.
– Olvidémonos de los no criminales que conducen un Volvo -cortó Delveckio-. Tipos demasiado listos para dejarse cazar, no, ésos no nos interesan.
– Bien, imagino que por alguna parte hay que empezar. Y un coche registrado en el condado de Los Ángeles, a nombre de un criminal que vive a una manzana de una de las escenas del crimen, no parece mal punto de partida.
Kaden se instaló de nuevo en su butaca y dijo:
– Ah. Ya lo entiendo.
– ¿El qué? -preguntó Delveckio.
– Esto no es una conversación de verdad, Ed. Estamos siguiendo un guión. Somos personajes. -Fingió que eso le divertía-. Somos los pobres polis que están todo el día ocupados con su burocracia y sus investigaciones para que el héroe, el tipo normal y corriente en grave peligro, pueda seguir las pistas y resolver el caso sin los inconvenientes de estar obligado al mismo tiempo a mantener la ley y el orden en la ciudad. -Se inclinó sobre la mesa, cada vez más acalorado-. Tú has descubierto a un criminal que conduce un Volvo. Vale, enhorabuena. Lo reconozco, es estadísticamente singular. ¿Sabes por qué esa pista te gusta más que, pongamos, la cuerda de algodón con que ataron los tobillos de Kasey Broach y que sólo venden tres tiendas eróticas de Los Ángeles? ¿Más que las dos mil ciento sesenta horas (tres meses, ¿vale?) de filmación de cámara de seguridad que estamos revisando, y sólo de una tienda? ¿Más que las transacciones de tarjeta de crédito que estamos investigando en las otras dos tiendas? ¿Más que el registro de pedidos de esas tiendas de consoladores y demás? ¿Sabes por qué te gusta más ese Volvo marrón que la cinta aislante de Broach, que formaba parte de un lote irregular vendido a precio rebajado a Home Depot y enviado solamente a la sucursal de Van Nuys y a otra en Cave Creek Road, Phoenix? ¿Más que el registro de llamadas telefónicas de Broach y Bertrand, que una vez cotejadas, revelan coincidencias en al menos dos establecimientos? ¿Más que el tipo de FedEx que entregó paquetes a las dos con dos meses de diferencia? ¿Más que el encargado del mantenimiento de las piscinas en unos bloques que hay cerca de la casa de Broach y que estuvo un tiempo en San Quintín por rajarle el cuello a su propia hermana? Te lo diré: a ti te gusta más Morton Frankel porque es tuyo, porque lo descubriste tú. Pues bien, pese a la dudosa combinación de Junior Delgado y Andrew Danner como generadores de esta pista, nosotros la investigaremos a fondo, faltaría más. A ese tipo y también a los otros ciento cincuenta y dos de la lista Volvo; tienes razón, es por ahí por donde hay que empezar. Pero no vamos a dejar todo lo que estamos investigando ahora mismo sólo porque nos hayas dejado patidifusos con tu pista.
Fría y racional, su ira me había devuelto a mi asiento.
– ¿Hicisteis eso antes? -pregunté-. ¿Comprobar los mensajes dejados en casa de Genevieve? ¿Ver si alguno de sus vecinos tenía antecedentes penales?
Kaden me miró con furia.
– Sabíamos que fuiste tú. Nos importaba un carajo andarnos con rodeos. Lo que queríamos era meterte entre rejas.
Me levanté dejando allí los documentos, cabreado con Kaden por sus últimas palabras y por haberlas precedido de tantas y tan buenas objeciones.
Kaden se inclinó sobre la mesa y me agarró del brazo.
– Bienvenido al mundo real -dijo-. Vigila que no te maten.
Recuperé el brazo.
Delveckio rotó sobre el asiento de su silla giratoria para dejarme pasar.
– Ah, Danner, por cierto -me miró a los ojos, los suyos inyectados en sangre pero serenos y distantes-, no salgas de la ciudad.