Lloyd bloqueaba con su cuerpo la entrada como si le inquietase que pudiera colarme. Un pajarito del laboratorio me había dicho que Lloyd se había marchado temprano, y yo, después de dejar a Junior en Hope House, me había dado prisa por ir a verle. En cuanto a Xena, que ahora dormitaba en el asiento de atrás del Culpablemóvil, pasaría un día más en «casa de Danner», como dijo Junior en español. Lloyd había escuchado impasible mi relato, sin moverse de sitio.
– Ya no puedo ayudarte, Drew.
– Lo tengo, Lloyd. La respuesta está aquí.
Le enseñé la bolsita de plástico para que viese los seis pelos de Morton Frankel que contenía. Cuatro de ellos tenían bonitos aditamentos foliculares, puntos blancos enganchados a las raíces. Verdaderos tesoros de ADN.
– Fue arriesgado dejar que vinieras anoche al laboratorio, pero ahora ha corrido el rumor de tu visita. Esta mañana me estaba esperando Henderson en persona. No puedo quedarme sin empleo, ni sin nuestro seguro de enfermedad… La cosa no marcha bien, Drew. Por eso estoy en casa.
– Lo siento.
Me miró a los ojos.
– Yo también, pero no puedo hacer nada. Apenas me mantengo a flote con todo esto.
– ¿Adónde podría acudir?
– Prueba en los canales oficiales.
– Sabes tan bien como yo que podría acabar en la cárcel.
– Haz que alguien te mire ese ojo.
– Así no conseguiré que analicen el ADN de estos pelos.
– Los obtuviste contraviniendo la ley. Entraste como un ladrón en su piso. Eso no sólo es ilegal sino también antiético. Te has pasado de la raya, Drew. No es culpa mía que no puedas encontrar a otro que quiera seguirte la corriente.
– Ese tipo me la jugó. Sabe quién soy. Sabe dónde vivo. Eso significa que irá a por mí. Estoy en un aprieto, Lloyd.
– ¿Y yo no? Hoy he vuelto volando a casa porque Janice tenía una hemorragia nasal y no paraba de sangrar. Cuarenta y cinco minutos hemos tardado en hacer que las plaquetas aceleraran la coagulación. -Bajó la vista, incapaz de mirarme a la cara-. Lo lamento, Drew, pero Janice y yo tenermos que velar por nosotros.
La puerta se cerró lentamente y yo me quedé allí, con la bolsita en la mano, escuchando alejarse los pasos de Lloyd.
– ¿Sabes qué pasa cuando alguien te pega un puñetazo en la cara? Pues que duele. Eso. Ni lucecitas blancas ni destellos cegadores. Duele de cojones, y listo.
Chic me aplicó al ojo hinchado una torunda empapada en alcohol.
– Y a diferencia de los rasguños de bala en el hombro y los ojos a la funerala, como le ocurre a tu Derek Chainer, esto te dolerá durante más que un capítulo de novela.
– Sí, en eso también me equivoqué -dije.
El ojo derecho me ardía como si me estuvieran presionando con un hierro candente. La imagen que el espejo del cuarto de baño me devolvía no era nada agradable. Alrededor del ojo, la piel se había vuelto de un amarillo pergamino y parecía de papel. Capilares rotos partían de los párpados como guedejas de Medusa. Y en la sien, donde la carne estaba hendida, una media luna brillaba oscuramente.
Notamos que venía Big Brontell a través del suelo; había bajado a buscar su equipo.
– ¿Qué está haciendo ahí Newt Gingrich? -dijo alzando la voz.
– Quejarse, más que nada -respondió Chic.
Big Brontell entró con el botiquín cual costurero de viaje en sus imponentes manos. Además de uno de los «hermanos» de Chic más prósperos profesionalmente hablando, Brontell trabajaba como enfermero jefe en el hospital Cedars-Sinai y pasaba buena parte del tiempo atendiendo a amigos suyos víctimas de accidentes de motocross, descargas eléctricas o altercados enigmáticos. Se parecía a Chic, sólo que en tamaño extra-grande.
La llegada de Chic y Big Brontell había interrumpido mi furiosa vena escritora: las palabras brotaban de mí como si estuviera escribiendo al dictado, no inventándolas. Casi me había olvidado de que al salir de casa de Lloyd les había telefoneado recabando su ayuda. Cuando sonó el timbre tuve un sobresalto, pensando que se trataba de Mortie armado de cuchillo de deshuesar y sonrisa caballuna. Había ido a abrir pistola en mano, y al verme, Big Brontell se había reído, diciendo: «Cualquiera pensaría que eres racista».
Los cabellos de Frankel, conservados dentro de la bolsita ad hoc, estaban sobre la encimera al lado del fregadero. Me había costado mucho conseguirlos y no quería perderlos de vista (mi propia y paranoide cadena de custodia de pruebas circunstanciales). El especialista de Chic en rastrear papis y mamis caraduras no había descubierto nada nuevo que vinculara algún elemento del caso con Delveckio o Cal Unger, ni con Bill Kaden, al que el hacker había incluido gratis en la lista. Y aún era hora de que encontrara algo consistente respecto a Frankel, de modo que los cabellos, de momento, eran todo cuanto tenía.
Mientras Big Brontell empezaba a zurcirme con sorprendente suavidad y esmero, no dejé de mirar aquellos seis pelos castaños, pensando en soluciones, alternativas, nuevas vías de investigación.
– Con tantos hermanos que sois, ¿no podría haber alguno que fuera perito criminalista?
– Tenemos un montón que son criminales -dijo Big Brontell.
Terminó su tarea y yo le di las gracias y los acompañé abajo. Una vez en la puerta, Chic apoyó sus manos en mis hombros y se inclinó de forma que nuestras frentes casi se tocaron.
– Procura no apartarte de esa pistola y llámame si me necesitas, ¿entendido?
– Entendido.
– Estás nadando en aguas turbulentas, Drew. Te convendría tomarte un respiro y dejarte llevar por la corriente.
– Si logro que alguien analice el ADN de uno de esos pelos, creo que podré zanjar el asunto muy pronto.
Chic sonrió con complicidad; yo casi nunca decía nada que le sorprendiera. Hizo un gesto señalando la puesta de sol en que se había convertido mi ojo derecho.
– Recuerda una cosa -dijo-: has llegado hasta aquí gracias a tus buenas ideas.