No había perfil en tiza, ni manchas de sangre, ni tristes restos de cinta policial que conmemoraran el cuerpo que había estado allí hacía menos de setenta y dos horas. Sólo el asfalto viejo, el cupé destartalado, Chic y yo. Sobre nosotros, los vehículos pasaban zumbando. El suelo olía a cerveza y orines. El sol se estaba poniendo y Rampart no era sitio para andar de noche. Chic abrió los brazos.
– ¡Uf!
– Uf, ¿qué?
Señaló la nube de elaborada pintura al spray que iluminaba la cara inferior de la rampa. El grafitero había logrado que su obra, vista directamente, pareciera tener una perspectiva normal. Aun así, no me quedó claro qué era. Explosiones y protuberancias y letras acolchadas, todo ello tridimensionalizado de manera impactante. La obra había quedado inacabada, y la mitad de la derecha se perdía en el hormigón gris. Había plumas pegadas a la pintura ya seca.
– Oh -dije-. Oh.
Seguí a Chic hasta una parte pisoteada junto a la alambrada.
– Los polis tenían prisa, ¿eh? -dijo-. ¿Y el perito criminalista?
– Eso me dijeron. Estaba por ahí comiéndose un burrito.
– La patrulla ve el cuerpo. El criminalista hace la foto, capta la imagen antes de que todo el mundo joda las pruebas, pisando aquí y allá. ¿Y qué es lo primero que hacen?
– Cerrar la zona.
– Exacto. Lo cual significa que comprueban esta sombra. -Se metió en el pequeño hueco triangular donde la rampa se hincaba en el suelo. Un grupo de palomas, huyendo asustadas de sus puestos en lo alto de las vigas de refuerzo, turbaron la relativa quietud. Chic volvió hacia donde yo estaba, agitando los brazos para ahuyentar a las palomas que rondaban su cabeza. Había conseguido más de lo que había ido a buscar. Su retirada desmerecía la solemnidad de su relato, pero se sacudió la ropa, se quitó una brizna de la lengua y continuó, impertérrito-. Los polis asustaron a las palomas. Las plumas perdidas se quedaron enganchadas en la pintura. -Me indicó que le pasara las fotos y me enseñó una donde se veía el cuerpo de Broach antes de que acordonaran la escena del crimen: no había plumas de paloma-. Lo cual significa que la pintura aún estaba húmeda. Y eso quiere decir… -levantó un dedo con gesto académico- que el grafitero estaba pintando la rampa esa noche y alguien le interrumpió. -Movió la cabeza hacia la parte terminada del grafiti-. ¿Qué hace que el tipo salga corriendo? Un coche. ¿Cuál es el primer coche que apareció y le dio un susto?
– El del asesino al arrojar el cuerpo.
Chic esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
– Tenemos un posible testigo, muchacho.
Miré la capota del cupé, rociada de cagarrutas.
– El caso de la caca de pájaro delatora.
– Ec-sac-to.
– ¿Cómo encontramos al pintor?
Chic señaló el vistoso grafiti.
– Estás contemplando su firma, coronel Sanders.
Habíamos adoptado papeles ya conocidos. Chic era uno de mis mejores lectores de borradores, adicto a inyectar un poco de lógica urbana en el móvil de un personaje o a transformar un diálogo de novela en jerga de callejón. Vi que se mordía el labio: otro asesor convertido en cómplice.
Siguió con la vista fija en el grafiti, como si quisiera grabarlo en su memoria, y luego dijo:
– Déjame que investigue un poco, llamaré a algunos de mis hermanos.
Diseminados por toda la ciudad, Chic tenía unos veintisiete hermanos de incisivos de oro que aparecían con diversos disfraces para arreglar un coche, hacer de barmans en una fiesta o descargar un televisor de pantalla plana. La mayoría, al igual que él, eran naturales de Filadelfia; con unos cuantos tenía lazos de parentesco.
La brisa removió los desperdicios caídos de las vigas durante la erupción palomar. Me agaché para mirar un nido, más grande de lo que yo habría pensado. Dentro había un pequeño envoltorio redondo, como el doble de la circunferencia del plástico que sujeta una lata de cerveza. Y llevaba una pegatina de Home Depot con el precio.
Dejé de oír el silbido del viento, el arrullo de las palomas, los coches en la autopista. No oía otra cosa que los latidos de mi corazón.
Aquello era el envoltorio de un rollo de cinta aislante.