Capítulo 36

Lejos del mundanal ruido, me senté como si estuviera de picnic en mi pequeño rectángulo alquilado de asfalto hollywoodiense y marqué un número en el móvil.

– Me gustaría verte -dije-. Estoy por tus pagos.

– Ah, ya -dijo ella-. Oigo los excesos de fondo.

El tipo que vigilaba el aparcamiento puso una cara rara cuando arranqué. Por veinte pavos era como para pasar allí toda la noche.

Resultó que Caroline vivía en un apartamento esquinero en la sexta planta de un edificio de Crescent Heights remozado hacía poco. Tropecé con un resto de andamiaje al entrar, y el conserje tuvo la amabilidad de hacer la vista gorda. Aguardé en el pasillo recién enmoquetado mientras ella abría un sinfín de cerrojos. Me miró bien entre una serie de cadenas de seguridad, la puerta se cerró otra vez, hubo más ruidos metálicos y, por fin, estuvimos cara a cara.

Levantó una mano para tocar con cautela mi sien derecha, al lado de los puntos.

– ¿Te has puesto hielo ahí?

Minutos después me encontraba en su mullido sofá, y ella, me presionaba el ojo magullado con una bolsa de mazorcas congeladas. Le expliqué a grandes rasgos las desavenencias que había tenido con Mort. Para mi sorpresa, no me regañó por el papel que había jugado Junior. Claro que ella le conocía mejor y, dada su profesión, probablemente aplicaba una rigurosa doctrina de responsabilidades al margen de la edad.

El borde de la bolsa tocó una sutura, y yo hice una mueca. Caroline se inclinó hacia delante para moverla un poco y nuestros rostros quedaron muy cerca, separados por el aire frío que desprendía la bolsa. Me apartó el pelo de la frente con suavidad y sus labios se separaron un poco. Vi que miraba mi boca. Aparté la bolsa, pero ella se enderezó bruscamente y dijo:

– ¿Qué estamos haciendo, Drew? ¿Por qué te gusta estar conmigo, si se puede saber?

– ¿Por ser una persona tan confiada?

– Hablo en serio.

Apoyé la bolsa en mis rodillas.

– Porque es el único momento en que no quiero estar en ninguna otra parte.

Abrió la boca para decir algo, pero lo que hizo fue levantar un dedo e ir rápidamente hacia el fondo del pasillo. Luego oí cerrarse una puerta y alguien que vomitaba. Sonó el grifo del lavabo. Oí ruido de cepillarse los dientes seguido de gárgaras, y cuando ella volvió, ruborizada, evitó mirarme a los ojos.

– Si te beso, ¿te explotará la cabeza?

Caroline, incrédula, dijo:

– ¿Todavía quieres besarme?

– Sí. También quiero despertarme a tu lado. -Levanté ambas manos-. Hoy, dentro de un año, cuando sea. Sólo quiero que sepas que te encuentro…

Dijo «Ven». Estaba temblando. Me tomó de la mano y me llevó a su cuarto. Luego apagó las luces y se quitó el pantalón de chándal. Me besó nerviosa, con dureza, y dijo: «Coge un preservativo. Están en el cajón». Y mientras yo no había terminado aún de quitarme la ropa me atrajo hacia sí. Hice ademán de subirle la camisa, pero ella me sujetó la muñeca con firmeza y dijo: «No quiero quitármela», y a continuación me empujó por los hombros y apretó las mandíbulas con el mejor espíritu de vamos-allá-y-que-sea-lo-que-Dios-quiera.

Yo estaba pensando que el ángulo o la postura no acompañaban, hasta que me di cuenta de que ella estaba completamente tensa, que había cerrado su cuerpo de puro pánico. Nos pusimos así y asá hasta que finalmente ella se rió y dijo con tono amargo:

– Que conste que tú querías. -Se dio la vuelta y vi que sus hombros se sacudían una vez. Comprendí que estaba llorando-. No estoy llorando -precisó.

Me quedé quieto a su lado, con ganas de tocarla pero no muy seguro de que eso fuera lo mejor.

– Ha sido todo un poco rápido para mí -dije-. Me temo que a ti te ha pasado lo mismo.

Ella seguía boca abajo, con la cabeza ladeada sobre los brazos cruzados. Su voz sonó ronca e indecisa, pero afable.

– Cierra bien la puerta cuando te marches, ¿vale?

– ¿Cómo te sientes?

– Filosófica.

– Eso no es ningún sentimiento.

– Ah, bueno. Jugamos a eso…

– Basta -dije.

Se quedó un buen rato callada y luego dijo:

– Perdona. Tu pregunta era razonable. No sé si lo tengo claro como para responderla.

– Pues invéntate algo.

– ¿Cómo me siento…?

Sonó un claxon en la lejanía. De uno de los apartamentos cercanos llegó música de Eric Clapton, un acompañamiento para la cena romántica de algún vecino. Los hombros de Caroline se estremecieron un poco más, pero sin sonido de sollozos. Luego sacó la cabeza fuera de la cama y como por arte de magia volvió con un clínex y se sonó la nariz, todo esto evitando volver la cara hacia mí. Se acomodó de nuevo, y la voz se le quebró cuando se decidió a proseguir:

– Siento que si no voy con cuidado me ocurrirán cosas horribles que aún desconozco. Y que -inspiró hondo- quizá no soy lo bastante valiente como para permitirme una historia como ésta.

Guardamos silencio unos instantes, y finalmente fui yo quien lo rompí:

– ¿Te importa que acabe de quitarme el resto de la ropa?

Ella se volvió despacio, un ojo oculto tras su cabello. Cortinas de color lavanda filtraban las luces de la calle. Se me quedó mirando y al cabo dijo:

– No.

Me había hecho ponerme encima de ella con tanta furia, que yo todavía llevaba un zapato, los calcetines y el calzoncillo enredado en los tobillos. Me desnudé del todo y ella me observó. Una vez tumbado en la cama con las manos a los costados, dije:

– Bien. No tengo ninguna expectativa. Sólo estoy aquí desnudo para que puedas mirarme.

Se puso bien la camisa, se sentó al estilo indio delante de mí y me estudió con ojo clínico.

Al cabo de un rato pregunté:

– Y ahora, ¿cómo te sientes?

– Nerviosa. No he vuelto a… desde…

– Me lo figuraba.

– ¿Puedo tocarte?

– Puedes.

Puso sus manos sobre mi pecho y se apoyó como si quisiera probar mi consistencia. Me acarició los muslos con la punta de los dedos. Luego me tomó el miembro con la mano y dijo:

– Estás muy blando.

– Si continúas dejaré de estarlo.

Se rió, tapándose la boca como si su propia risa la hubiera pillado desprevenida. Se desprendió la goma de la coleta y sus lacios cabellos rozaron mi pecho cuando se inclinó sobre mí. Palpó todo mi cuerpo, centímetro a centímetro, como un ciego aprendiendo una forma nueva. Tras unos veinte minutos de silencioso examen, se quitó la camisa.

Su torso llevaba también señales de lo ocurrido aquella vez, aunque menos llamativas, incrustadas en sus espléndidas curvas. Un trecho de carne moteada en su hombro izquierdo, una cresta de músculo abdominal, una cicatriz en sus costillas, la curva de sus pechos.

– Puedes tocar -dijo-. Tocarme.

Levanté las manos y exploré su delicioso e impredecible cuerpo. Noté que le cambiaba la respiración. Ladeó la cabeza, dejando que el pelo se derramara sobre su rostro. Se dejó caer de espaldas y volvió a atraerme sobre ella, agarrándome por detrás. Noté su aliento cálido en el cuello. Tardó bastante en relajarse; empezamos a movernos lentamente, con paciencia, murmurando y besándonos, todo muy despacio e intenso. Y al final estábamos haciendo el amor, con cierta torpeza pero no sin gracia.

Después se aferró a mí, empezó a llorar y ya no paró. Lloraba con el desconsuelo de una niña y continuó hasta quedar extenuada. Bajo el barniz del cansancio y el miedo, parecía contenta.

Pasó una pierna sobre mi estómago y se apoyó en un codo con su cara junto a la mía.

– Siento haber llorado.

– No me importa. Pídete disculpas a ti misma, si quieres.

Apoyó la barbilla en mi pecho.

– Antes se me daba muy bien, ¿sabes?

– En cambio a mí siempre me han dicho que no era lo mío.

Se rió y me dio un golpecito.

– Dicen que los ojos son el espejo del alma -dije-, pero no lo creo así. Yo creo que el espejo del alma son los dedos de los pies.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo son los míos? -Los meneó, enseñándomelos.

– Espléndidos.

Charlamos un poco más y nos quedamos dormidos. A las 23.32 me desperté sobresaltado.

– ¿Que? -dijo ella, soñolienta-. ¿Qué ocurre?

Me incorporé tratando de acompasar mi respiración.

El recuerdo del sueño volvió a mí con todo detalle. Iba en el Highlander, de noche, camino de la casa de Genevieve. Solo. Subía sus escaleras. Solo. Buscaba la llave. Solo.

– No puedo pasar la noche aquí. La última vez que dormí en casa de alguien fue cuando…

– Tú no sabes qué pasó.

– Exacto.

– Hicieras lo que hicieses, o no hicieses, tenías un tumor cerebral

– Desde entonces he hecho, o no, muchas cosas.

Como cuando desperté y me descubrí un corte en el dedo meñique del pie. Con un certificado de buena salud mental, había seguido mi propio rastro ensangrentado por toda la casa. Al volver había encontrado el cuchillo de deshuesar, con mis huellas, al lado de la cama. Había descubierto el bote de cristal hecho añicos en el fregadero y el ganglioglioma metido en el triturador de basura. ¿Y si no me habían drogado con Sevoflurane? ¿Y si Morton Frankel nunca había estado en mi casa? ¿Y si todo era una ficción, producto de mi imaginación de escritor? ¿Una historia hecha a medida, inventada por la misma razón que lo son todas las historias escapistas?

Algo me vino a la memoria con la viveza de una visión. Genevieve cambiando el paso al borde del precipicio sobre la playa de Santa Mónica, riéndose como una loca y yo menos de dos metros detrás de ella. Un ingenioso chantaje: ¿debía yo tener miedo?, ¿sentir indiferencia? ¿Debía acercarme? Turistas mirando nerviosos, padres apartando de allí a sus hijos. Nos habíamos peleado por una estupidez, y la cosa había degenerado como de costumbre. «¿Qué pasa, Drew? ¿Te avergüenzas de mí?» Vergüenza ajena, sí, pero también pánico al pensar que ella pudiera perder pie, rencor cada vez que yo sólo manoteaba el aire cuando ella parecía a punto de caer. En aquel momento no supe distinguir cuál era la sensación que se escondía debajo de las otras. Era rabia.

«Creo que cualquiera es capaz de cualquier cosa.»

Tenía otros peligros nocturnos que aportar, aparte de mi propio yo inestable. Kaden y Delveckio podían presentarse -después de todo, les debía una pistola- e involucrar a Caroline en la investigación. Morton Frankel podía estar ahora mismo fumando cigarrillos liados a mano en el callejón ele abajo, vigilando esta ventana.

– No me fío de donde estoy, necesito más respuestas.

– Perdona -dijo ella-, pero en esta relación sólo hay sitio para mis problemas.

Eso me hizo esbozar una sonrisa. Mientras me vestía, ella se puso un camisón. Nos besamos en la puerta. Pasé la yema del pulgar por una de sus cicatrices.

– ¿Y si llegas al final de este camino y descubres que fuiste tú? -preguntó.

– Dudo que pudiera vivir conmigo mismo.

– Mira, Drew, ésa es una alternativa de la que nadie suele disponer.

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